Junio 1512 - octubre 1517
Las épocas heroicas no son ni fueron nunca sentimentales, y muy pobre correspondencia obtuvieron de sus reyes aquellos esforzados conquistadores que ganaron mundos para España o para Portugal. Colón vuelve a Sevilla encadenado; Cortés cae en desgracia; Pizarro es asesinado; Núñez de Balboa, el descubridor del Mar del Sur, muere decapitado; Camoens, paladín y poeta de Portugal, calumniado por miserables funcionarios provinciales, pasa meses y años, como su gran colega Cervantes, en una prisión no mucho mejor que un estercolero. ¡Enorme ingratitud de la jornada de descubrimientos! Desamparados, invadidos de piojos, vagan por las callejas de Cádiz y de Sevilla, como mendigos o contrahechos, los mismos marineros y soldados que hicieron presa en las joyas de Moctezuma y en las cámaras del oro de los Incas para engrosar el tesoro de la Corona de España. Pocos son los que perdonó la muerte más allá en las colonias, y los supervivientes vagan ahora sin gloria vueltos a su patria. ¿Qué pueden importarles los actos de aquellos héroes innominados a los cortesanos que nunca dejaron el palacio donde se hallan seguros al amor de las riquezas conquistadas con tales luchas? Ellos, los abejones del palacio, son promovidos a los cargos de adelantados y gobernadores de las nuevas provincias, y amontonan el oro y, temiendo por él, apartan a un lado a los luchadores coloniales —los oficiales del frente de aquel tiempo— cuando cometen la locura de volver agotados a sus tares al cabo de años de abnegación. El haber tomado parte en los combates de Cannanore, de Malaca y en tantos otros; el haberse jugado una docena de veces la vida y la salud por el honor de Portugal, no da al repatriado Magallanes ni la más mínima opción a un cargo digno, a algo que asegure su existencia. Sólo a la casual circunstancia de su ascendencia noble y a que anteriormente había pertenecido a la casa del rey —criaçao do rey— ha de agradecer que lo incluyan en la lista de los que reciben pensiones, o más bien limosnas, y esto en la categoría inferior, o sea moço fidalgo, con la miseria de mil reis mensuales. Sólo al cabo de un mes, y probablemente no sin dificultades, le es concedido un pequeño ascenso a fidalgo escudeiro, con mil ochocientos cincuenta reis —o, según otra noticia, a la jerarquía de cavaleiro fidalgo, con mil doscientos cincuenta—. De todos modos, sea cual fuere el más ajustado de esos títulos, ninguno importaba gran cosa, ya que ninguno de ellos obliga o da derecho a Magallanes para nada más que holgar de antecámara en antecámara. Un hombre de honor y de ambiciones no se contenta durante mucho tiempo con una pensión mendicante como ésta. No es de extrañar que Magallanes aproveche, si no la mejor, la primera ocasión para alistarse de nuevo en el servicio militar, donde pueda poner en valor su actividad y sus cualidades.
Ha de esperar cosa de un año, pero llega el verano de 1513, y no bien el rey Manuel ha aprestado la gran expedición militar contra Marruecos, para acogotar, por fin, a los piratas moros, el luchador de Indias se da prisa a incorporarse, corazonada que sólo se explica como desquite de su forzada inactividad. Porque no será en una guerra en tierra firme donde Magallanes (que casi siempre ha servido en la marina y se ha revelado durante siete años expertísimo navegante) pueda hacer gala de las dotes que le son propias. En medio de la gran Armada que se dirige a Azamor no pasa, una vez más, de oficial sin categoría, de subalterno sin independencia en el mando. Una vez más, como en Indias, su nombre no figura en primer término en ningún informe, aunque su persona, lo mismo que en los combates de Indias, esté siempre en primer término en el peligro. También esta vez —y es la tercera— Magallanes sufre una herida en un cuerpo a cuerpo: una lanzada en la rodilla, que interesa al nervio y le deja la pierna entorpecida para siempre.
En el servicio del frente, un hombre que cojea impedido de andar aprisa y de montar a caballo, no sirve para gran cosa. A Magallanes se le presentaba ahora una cómoda oportunidad para dejar África y exigir, como herido, una crecida pensión. Pero vuelve a abrazarse al ejército, a la guerra, al peligro, que son su elemento. El herido es designado, junto con otro oficial, para el cargo de oficial de presas —quadrileiro das preses— y administra la enorme cantidad de caballos y ganadería tomados a los moros. A raíz de este cargo, Magallanes se halla envuelto en un ingrato incidente; una noche desaparecen de los gigantescos apriscos algunas docenas de carneros y se extiende el malévolo rumor de que Magallanes y su camarada han revendido secretamente a los moros una parte de las presas, o bien han facilitado con su negligencia que las sacaran de sus majadas al amparo de la oscuridad. Por singular coincidencia, esta miserable sospecha de infidelidad en perjuicio del Estado es la misma con que los empleados de las colonias portuguesas, unos decenios más tarde, denigrarán a otro hombre famoso: el poeta Camoens. El honor de entrambos, que tuvieron cien facilidades para enriquecerse en el saqueo durante sus años de Indias y volvieron pobres, será manchado con las mismas injuriosas sospechas.
Pero, afortunadamente, Magallanes es de más fuerte madera que el blando Camoens. No se le ocurre que aquella clase de criaturas hayan de llamarle a juicio y dejarle consumir durante meses en las prisiones, como a Camoens. No vuelve la espalda a sus contrarios, como lo hiciera el suave autor de Os Lusiadas, sino que, apenas extendido el rumor y antes de que nadie se atreviera a acusarle públicamente, deja el ejército y se presenta en Portugal para pedir explicaciones.
* * *
La prueba de que Magallanes no se sentía culpable en lo más mínimo de los turbios actos que le imputaban es que, llegado a Lisboa, reclama audiencia del rey, pero no para defenderse, antes al contrario, para exigir por fin, plenamente satisfecho de la obligación cumplida, una ocupación más digna y mejor paga. De nuevo ha perdido otros dos años, de nuevo ha recibido en franca lucha una herida que casi le deja inútil. Pero es mal acogido; el rey Manuel no da tiempo al enérgico acreedor para exponer sus pretensiones. Ya enterado por el alto mando de África de que el intratable capitán, obrando a su antojo, sin pedir autorización, había abandonado el ejército de Marruecos, el rey trata al benemérito oficial herido como a un vulgar desertor. No queriendo oír nada más, ordena sin rodeos a Magallanes que vuelva a África para ocupar inmediatamente su sitio, y se ponga, ante todo, a la disposición del superior. Magallanes ha de callar por disciplina. Se embarca para Azamor en la primera nave. Huelga decir que, una vez allí, ya no se habla de pública investigación, ni se atreve nadie a acusar al digno soldado, y apoyado por la declaración expresa del alto mando de que ha salido del ejército con honor y provisto de todos los documentos que atestiguan su inocencia y sus merecimientos, Magallanes vuelve a Lisboa por segunda vez, ya se puede suponer con qué exasperación de ánimo. En vez de distinciones han caído sobre él sospechas; en vez de recompensas, cicatrices. Bastante ha callado y se ha mantenido en último término. Ahora, a los treinta y cinco años de edad, la fatiga no le permite ya implorar su derecho como si fuera una limosna.
La prudencia debió aconsejar a Magallanes en aquel caso dejar para más adelante el insistir cerca del rey Manuel. Sería mejor pasar una temporada quietamente granjeándose relaciones y amistades en las esferas cortesanas, no escatimando su presencia ni las lisonjas. Pero la habilidad y la flexibilidad nunca se avinieron con Magallanes. Por poco que sepamos de él, basta para cerciorarnos de que aquel hombre tostado, pequeño, borroso y reservado no poseyó ni un gramo siquiera del don de gentes. El rey, no se sabe por qué, le tuvo inquina toda la vida —sempre teve hum entejo— y aun su inseparable Pigafetta ha da confesar que los oficiales lo odiaban sinceramente —li capitani sui lo odiavano—. «Todo era aspereza a su alrededor», como dice la Raquel de Kleist. No sabía sonreír ni ser amable ni complaciente, como tampoco dar cuerpo a sus ideas en la conversación. Nada afable ni comunicativo, siempre envuelto en una nube misteriosa, el solitario eterno debía crear a su alrededor una atmósfera glacial, de incomodidad y de recelo, pues pocos llegaron a tratarle y ninguno conoció su intimo sentir. Instintivamente, sus camaradas barruntaban en su callado alejamiento una ambición de índole oscura que se les hacía más sospechosa que la de los cazadores de ocasiones, los cuales, abiertamente, sin rubor y con vehemencia, se lanzaban sobre las tajadas. Algo quedaba continuamente oculto tras de sus ojillos hundidos y duros, tras de su boca emboscada: un secreto que no descubría a nadie; un hombre que guarda un secreto y tiene la fuerza de oprimirlo años enteros tras de los dientes, se hará extraño a unos y a otros. Magallanes, desde los abismos de su ser, fue siempre creándose alrededor la oposición. No era fácil estar con él y por él; quizás era más difícil aún, para el trágico solitario, estar tan solo consigo mismo.
También esta vez el fidalgo escudeiro Fernando de Magallanes se presenta solo, sin protector ni abogado, a la audiencia del rey, escogiendo el peor de los caminos para la corte: el camino recto y sincero. El rey Manuel lo recibe en la misma sala, tal vez desde el mismo trono donde su antecesor Juan II había despachado a Cristóbal Colón; y en el mismo sitio se reproduce una misma escena histórica. Porque el hombrecillo de anchos hombros de campesino, de ademán rudo, con su barba negra; el portugués de ojos emboscados y hundidos que ahora se inclina ante su soberano, y a quien éste despedirá con el mismo desdén, no desmerece en los propósitos de aquel genovés llegado de fuera; y tal vez en decisión y en experiencia sea Magallanes superior a Colón, su famoso antecesor. No hubo, de aquella hora del destino, otro testigo que el rey; pero, a través de las descripciones coincidentes de los cronistas de la época, nos parece estar en la sala del trono, salvando la distancia de siglos. Magallanes, cojeando de su pierna maltrecha, se acerca al rey y, con una inclinación, le tiende los documentos que prueban en forma incontrovertible lo injusto de las maliciosas acusaciones. Inmediatamente después de presentadas esas pruebas hace al rey el primer ruego; que, en atención a su última herida, que le hace inútil para la guerra, le sea aumentado su sueldo mensual, su moradia, en medio crusado —aproximadamente, un chelín inglés de nuestros días—. Es un aumento insignificante, ridículo, el que reclama, y no parece propia del hombre orgulloso, recio y con ambiciones, esta petición, con la rodilla hincada. Y es que a Magallanes poco le importa, naturalmente, la pieza de plata de medio crusado; lo que le importa es su categoría, su honor. Allá en la corte, el importe de la moradaa, de la pensión, entre los cortesanos celosos unos de otros, que se apartan a codazos, representa el grado que ocupa cada noble en la casa real. Magallanes, con sus treinta y cinco años, veterano de las guerras de Indias y de Marruecos, no quiere permanecer más tiempo a la retaguardia de aquellos muchachos a quienes apunta el bozo, que aguantan el plato al rey o abren la portezuela de su coche. Nunca el orgullo le ha movido a dar empujones a nadie, pero si le veda el dejarse poner detrás de los más jóvenes y de los que tienen menos méritos. No quiere que se le estime en menos de lo que él se estima a sí mismo y a su tarea.
Pero el rey Manuel observa, duro el entrecejo, al inquieto solicitante. Tampoco a él, rico entre todos los monarcas, le importa la miserable moneda de plata. Lo que le molesta es la actitud de este hombre, que, lejos de rogar humildemente, exigía impetuoso; que no se conforma con esperar que el rey le conceda el sueldo como una gracia, sino que insiste, envarado y cerril, como si se tratara de un derecho. ¡Ea, ya aprenderá a esperar y a pedir ese muchacho testarudo! Mal aconsejado por el enojo, Manuel, llamado el fortunado, el dichoso, rehúsa, por desdicha, el aumento de pensión que exige Magallanes, sin imaginar los miles de ducados de oro que, en día no lejano, quisiera poder pagar a cambio del medio crusado que ahora niega.
Es hora de que Magallanes se retire, pues la frente nublada del rey no deja esperar ni un rayo siquiera de cortesana benevolencia. Pero, lejos de inclinarse, servil, y dejar la sala, Magallanes endurecido por el orgullo, permanece de pie, imperturbable ante su monarca y expone su segundo ruego, el que más le interesa. Inquiere si el rey tiene, acaso, para él un cargo, una ocupación digna, por medio de la cual pudiera cumplir su deber, pues se siente demasiado joven y dispuesto para quedar reducido a vivir de limosna toda la vida. Cada mes, y hasta cada semana, salen de los puertos de Portugal los barcos que van a Indias, a África y al Brasil; nada tan propio como confiar el mando de uno de los muchos barcos a un hombre que conoce los mares del Este tan bien como el mejor. Nadie en la ciudad ni en todo el Imperio, con excepción del veterano Vasco de Gama, podría gloriarse de superar en conocimiento a Magallanes. Pero al rey Manuel se le hace cada momento más insoportable la dura mirada exigente del querellante. Sin dar a Magallanes ninguna esperanza, le responde fríamente que no tiene ningún cargo para él.
Es asunto concluido. La última palabra. Pero Magallanes expone todavía una tercera petición, más bien una simple pregunta. Magallanes pregunta al rey si tendrá inconveniente en que preste sus servicios a otro país donde haya esperanzas de ser mejor atendido. El rey, con una frialdad ofensiva, le da a entender que a él le tiene sin cuidado y que puede prestar sus servicios donde mejor le acomode. Con esto Magallanes queda convencido de que en la corte portuguesa se renuncia sin reservas a sus actividades, que le reconocen todavía graciosamente el derecho a la limosna para lo sucesivo, pero que estarían conformes en que volviera la espalda al país y a la corte.
No hubo más oyente que el rey en esta audiencia. No se sabe si fue entonces o en otra ocasión cuando Magallanes debió de exponer al rey su plan secreto. Tal vez no le dieron oportunidad de desplegar sus ideas o las oyeron con frialdad. Lo cual no es óbice para que en la misma audiencia Magallanes manifestara una vez más su voluntad de poner, como hasta entonces, la sangre y la existencia al servicio de Portugal. Por reacción de la áspera negativa, se creyó obligado a tomar una decisión, caso que se presenta inevitablemente, uno a otro día, en la vida de todo hombre creador.
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En el momento de salir como un mendigo rechazado del palacio de su rey, está convencido de que no es hora de esperar ni de vacilar. Con sus treinta y cinco años ha vivido y experimentado en los campos y en el mar todo lo que un guerrero y un navegante puedan reunir de conocimientos. Ha rodeado el Cabo cuatro veces, dos por Occidente y dos por Oriente. Ha estado innumerables veces a punto de morir; tres veces ha sentido en la carne cálida y sangrienta el frío del metal de las armas enemigas. Ha visto una porción de mundo inconmensurable, sabe más del oriente de la tierra que todos los geógrafos y los cartógrafos famosos de su tiempo; ha dado testimonio de conocer toda la técnica de la guerra en casi diez años de prueba; sabe manejar la espada y el arcabuz, servirse del timón y de la brújula, y gobernar el velamen como el cañón, el remo, la azada y la lanza. Sabe orientarse en los portulanos, servirse de la sonda y, con no menos exactitud que un maestro en Astronomía, utiliza todos los instrumentos náuticos. Lo que otros curiosean únicamente en los libros: las interminables calmas del viento y los ciclones que duran días, las batallas en el mar y en la tierra, los cercos y los pillajes, el ataque por sorpresa y el naufragio, él lo ha vivido y en todo ha actuado. Por espacio de diez años, en mil noches y días se ha templado en la espera sobre el infinito de los mares, y ha tenido que saber aprovechar el instante decisivo que pasa como un relámpago. Se ha familiarizado con toda raza de hombres, amarillos y blancos, negros y morenos, hindúes y negros, malayos y chinos, árabes y turcos. En todas las formas de servicio, por mar y tierra, en las diversas estaciones y en las diversas zonas, entre los hielos y bajo cielos ardientes, ha servido a su rey y a su país. Pero servir es propio de la juventud, y ahora, al borde de los treinta y seis años, Magallanes decide que ya ha sacrificado bastante tiempo a los intereses y a la fama de los demás. Como todo hombre creador, experimenta, media in vita, el anhelo de la propia responsabilidad y de la realización personal. La patria le ha abandonado y ha roto los vínculos que le unían al cargo y al deber ¡Mejor! Ahora es libre. Como tantas otras veces, el puño que intentaba apartar a un hombre, lo que logra en realidad es hacerlo entrar en sí mismo.
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En Magallanes, una decisión no se exterioriza nunca impulsivamente. Por poca que sea la luz que las descripciones de sus contemporáneos proyectan sobre su carácter, hay una virtud esencial que informa visiblemente cada una de las fases de su vida: Magallanes sabía callar de un modo admirable. De natural no impaciente ni locuaz, borroso y apartado aun en medio del tumulto militar, se recluía en sus pensamientos. Con la mirada puesta en lejanos plazos, pesando en el silencio cada posibilidad, nunca expuso Magallanes su plan a los demás o una determinación sin antes haber dejado sazonar la idea y reconocerla irrefutable.
También esta vez ejerce Magallanes su magnífico arte del silencio. Otro cualquiera, después de la negativa del rey Manuel, seguramente hubiera abandonado en el acto el país para ofrecerse a un monarca extranjero. Magallanes se queda todavía tranquilamente un año entero en Portugal, sin que nadie atine en qué se ocupa. Notan a lo más —si es que esto es de notar en un curtido navegante de Indias— que Magallanes frecuentaba mucho los grupos de pilotos y capitanes, principalmente los que un tiempo surcaban las aguas del Sur. ¿Pero de qué pueden hablar mejor los cazadores sino de caza, y los navegantes de cosas de mar y del descubrimiento reciente de tierras? Tampoco es bastante para despertar ninguna sospecha el verle en la Tesoraria, archivo particular del rey Manuel, sobre los mapas de las costas, los portulanos y las libretas de a bordo de las últimas expediciones al Brasil, que allí se archivan en calidad de secretissima. ¿En qué se ocuparía un capitán cesante, en sus muchas horas libres, sino en el estudio de los libros y los informes sobre las tierras y los mares recién descubiertos? Más bien puede resultar chocante la amistad que ha hecho Magallanes. Este hombre, Ruy Faleiro, con quien parece intimar de día en día, por lo inquieto y nervioso, por su fogoso intelectualismo y la vehemencia de su temple, presuntuoso y pendenciero como es, no se diría apto para congeniar con el navegante guerrero, silencioso, contenido, impenetrable. Pero las dotes de los dos hombres, a los que pronto se ve como inseparables, precisamente porque son los dos polos, dan por resultado una cierta armonía que necesariamente será breve. Como para Magallanes la aventura del mar y la investigación práctica del mundo terrestre, son para Faleiro lo más apasionante las noticias abstractas del cielo y de la tierra. En calidad de teórico puro y de estudioso que no ha pisado los barcos, que no ha salido de Portugal, y sólo sabe de la tierra a través de los cálculos, libros, tablas y mapas, conoce Ruy Faleiro los lejanos derroteros del cielo y de la tierra, y en esta esfera abstracta, como cartógrafo y astrónomo, es considerado la más alta autoridad. No sabe armar una vela, pero tiene un sistema de su invención para calcular las longitudes, que, aunque defectuoso, abarca todo el globo y prestará decisivos servicios a Magallanes, andando el tiempo. No ha gobernado nunca un timón, pero los mapas oceanográficos, los portulanos, los astrolabios y otros instrumentos construidos por su propia mano parecen haber sido los más perfectos auxiliares de la navegación en su época. Magallanes, el práctico ideal, cuyas universidades fueron la guerra y la aventura, que no sabe más del cielo y de la tierra que lo que en sus viajes ha aprendido, pudo sacar inmensa utilidad de la frecuentación de aquel especialista. Precisamente porque son como dos polos opuestos en sus dotes e inclinaciones, se completan ambos felizmente, como siempre se han completado el cálculo y la experiencia, la idea y la acción, el espíritu y la materia.
Pero en este caso particular hay, además, la comunidad de destino. Estos dos portugueses extraordinarios han sido ofendidos en las convicciones por su soberano y se les ha impedido realizar la empresa de su vida. Ruy Faleiro aspira desde hace años al cargo de astrónomo real, y nadie se hallaría en tierra portuguesa con derecho tan bien adquirido a tal aspiración. Pero, como Magallanes con su reservado orgullo, Ruy Faleiro parece tener ofendida a la corte con su condición impulsiva, nerviosa, pronta, y que se molesta fácilmente. Sus contrarios le tachan de majadero y, para deshacerse de él por medio de la Inquisición, propagan la sospecha de que Faleiro utiliza en sus trabajos fuerzas del espíritu más allá de lo natural y debe de estar aliado con el demonio. Así se ven entrambos, Magallanes y Ruy Faleiro, relegados, por razones de odio y desconfianza, en su misma patria; y esta presión de desconfianza y odio en el ambiente es lo que los acerca más. Faleiro estudia las comunicaciones y proyectos de Magallanes. Les da estructura científica, y sus cálculos reafirman con datos precisos lo que Magallanes conocía por pura intuición. Cuanto más el teórico y el práctico cotejan sus experiencias, más apasionada se hace la decisión de dar realidad a su proyecto concreto y de que sea en común, como en común lo han madurado y estructurado. Comprométense bajo palabra de honor a guardar el secreto su propósito hasta que llegue el momento decisivo de la realización, y si es preciso, llevar a cabo sin el apoyo de su patria, y hasta contra ella, un hecho que no ha de pertenecer a un país único, sino a toda la Humanidad.
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Ha llegado el momento de preguntar: ¿qué hay, propiamente, bajo el proyecto misterioso que Magallanes y Faleiro discuten, como unos conjurados, a la sombra del palacio real? ¿En qué consiste esa novedad, esa cosa nunca vista, y qué es lo que hace tan precioso el plan que se obliguen a mantenerlo escondido como un arma envenenada? La respuesta desilusiona, de momento. El plan no es otro que la misma idea que ya trajo Magallanes de las Indias, y a cuya realización le animó Serrão: el llegar a las opulentas islas de la especiería, no como los portugueses hasta Oriente, por encima de África, sino por Occidente y bordeando América. Este plan no ofrece, al parecer, ninguna novedad. Ya es sabido que el mismo Colón no había salido para descubrir la entonces todavía desconocida América, sino para llegar a las Indias, y cuando por fin el mundo se dio cuenta de su error —él nunca lo reconoció, creyó hasta su muerte haber desembarcado en una provincia del Kan de la China— no pensó España en modo alguno renunciar al viaje a las Indias por razón de aquel casual descubrimiento. Porque al gozo del principio había seguido la decepción. Se sabía ya que era una fábula la noticia del precipitado y fantástico Colón de que en Santo Domingo y en Hispaniola el oro se encontraba casi a flor de tierra. Ni oro ni especias se habían hallado ni siquiera el llamado «marfil negro», ya que los endebles indios no podían ser útiles como esclavos. Hasta que Pizarro saqueó las cámaras del tesoro de los Incas y fue sacada la plata de las minas de Potosí, el descubrimiento de América era, comercialmente, una bicoca, y a los castellanos les daría más quehacer la colonización y gobierno de América que la rápida expedición al paraíso de las joyas y de las especias. Proseguíanse sin tregua los tanteos bajo las órdenes de la Corona para bordear navegando la nueva tierra firme encontrada y hacer irrupción, antes que los portugueses, en la verdadera cámara de los tesoros de Oriente, en las islas de las especias. Una expedición iba en pos de la otra, pero los españoles, como antes los portugueses en África, hubieron de soportar pronto la decepción en la busca de aquella ruta marítima que los llevara a las Indias anheladas. Porque la nueva tierra de América resultaba ser mucho más extensa de lo que sospecharon al principio. Fuera por el Sur, fuera por el Norte, en todas las rutas del mar que quieren abrir con sus buques, les sale al paso una escarpada barrera de tierra firme. Como una ancha viga les cierra el camino el extenso continente, ese «estorbo» de América. Uno tras otro prueban fortuna los grandes conquistadores a ver si dan con el paso con el estrecho apetecible. Colón, en su cuarto viaje, se decanta al Oeste para regresar por las Indias y da con la barrera. La expedición en la cual participa Vespucio tienta en balde toda la costa americana del Sur «con propósito di andare a scoprire un, isola verso Oriente che si dice Melacha», para llegar a las Molucas, las islas de la especiería. Cortés, en su cuarta relación, promete explícitamente al emperador Carlos que va a buscar la entrada por Panamá. Corterreal y Cabot intentan la entrada al Norte por los derroteros del Mar Glacial, y Juan de Solís, al Sur, por el río de la Plata. ¡Pero es en vano! Por todas partes, al Norte, al Sur, en las zonas glaciales como en los grados tropicales, ¡la misma muralla inconmovible de tierra y piedra! Empieza a desvanecerse la esperanza de llegar por el océano Atlántico a aquel otro que vio por primera vez Núñez de Balboa desde los altos del Panamá. Los cosmógrafos ya trazan en sus mapas el sur de América como pegado al Polo Antártico, ya se han estrellado innumerables barcos en esa vana exploración, y España se conforma con quedar excluida de las tierras y mares del opulento océano Indico, porque es imposible encontrar el paso, la entrada, con tanta pasión buscados.
Y, de pronto, sale del anónimo de su existencia el pequeño capitán Magallanes y declara, con la emoción de la seguridad absoluta: «Hay un paso del océano Atlántico al Pacifico. Lo sé; conozco el sitio. Dadme una escuadra y, en beneficio vuestro, llegaré a él; y, de Este a Oeste, daré la vuelta a toda la tierra.»
* * *
Nos hallamos ante el secreto de Magallanes que ha ocupado durante siglos a eruditos y psicólogos. El proyecto de Magallanes en sí mismo —esto ya se vio entonces— no ofrecía originalidad alguna; quería, en sustancia, lo mismo que Colón, Vespucio, Corterreal, Cortés y Cabot. La novedad desconcertante del propósito no es el propósito en sí mismo, sino lo concluyente de la afirmación de Magallanes sobre una ruta marítima occidental hacia la India. Porque, ya en su principio, no dice, con la modestia de sus antecesores: «Espero hallar en alguna parte un paso, una entrada», sino que afirma, con el tono de una seguridad de bronce: «Hallaré el paso. Porque soy el único que conoce la existencia de ese paso entre el océano Atlántico y el Pacifico, y sé en qué paraje lo he de encontrar.»
Pero ¿cómo puede Magallanes —aquí el enigma— conocer de antemano la situación de este derrotero que todos los otros navegantes persiguieron sin resultado? Nunca se ha acercado él mismo a la costa americana, y su colega Faleiro tampoco. Si afirma, pues, con tal certeza la realidad de este derrotero será porque le consta su existencia y su situación por experiencia de algún predecesor que vio el paso ipsis oculos. Pero si otro navegante lo hubiera visto, entonces —¡complicada situación!— Magallanes no sería el glorioso descubridor que festeja la Historia, sino el plagiador, el usurpador de la realización ajena. Entonces estaría tan fuera de lo justo el haber dado su nombre al estrecho de Magallanes, como el dar a América el de Américo Vespucio, que no fue su descubridor.
En esta única pregunta queda, pues, condensado el verdadero secreto de la historia de Magallanes. ¿Por quién y por qué camino el pequeño capitán portugués tuvo tan fiado conocimiento de la existencia de un paso de mar a mar, para atreverse a prometer el cumplimiento de lo hasta entonces tenido por imposible, o sea dar la vuelta al mundo en un solo viaje? El primer indicio de cuál pudiera ser la base de información que tal seguridad prestaba al propósito de Magallanes lo debemos a Antonio Pigafetta, su confidente y biógrafo, quien da este informe: aún teniendo ante los ojos la entrada de aquel estrecho, ninguno de los tripulantes hubiera creído en la posibilidad de su oficio de comunicación entre los océanos. El convencimiento de Magallanes hubiera sido el único inconmovible, por conocer ya de antemano la existencia del escondido estrecho gracias a un mapa del famoso cosmógrafo Martín Behaim que había atisbado en el particular archivo del rey de Portugal. Esta noticia de Pigafetta es de muy verosímil autenticidad, tanto por el hecho de que Martín Behaim fue cartógrafo del rey de Portugal hasta su muerte —1507— como por constarnos que el reservado investigador Magallanes había sabido procurarse oportunamente el acceso a aquel archivo secreto. Pero el tal Martín Behaim —el rompecabezas se complica— no había tomado parte personalmente en ninguna expedición de ultramar; por lo tanto, también él debió de recoger de otros navegantes la pasmosa afirmación de la existencia de un «paso». También él debió de tener precursores. Y una pregunta sigue a la otra. ¿Quiénes eran los precursores, esos navegantes desconocidos, los auténticos descubridores? ¿Penetraron en realidad otros buques portugueses, antes de que nadie delineara aquellos mapas y globos, hasta el misterioso estrecho del Atlántico al Pacífico? He aquí que unos documentos intangibles vienen a darnos la segundad de que a principios del siglo varias expediciones portuguesas —una de ellas guiada por Vespucio— habían dado noticia de las costas del Brasil y tal vez de la Argentina; ellos solamente podían haber visto el «paso».
Pero la cuestión no acaba aquí y una pregunta llama a la otra. Aquellas misteriosas expediciones ¿hasta dónde habían llegado? ¿Habían alcanzado la travesía, el estrecho de Magallanes? Para suponer que otros navegantes conocieran el «paso» antes que Magallanes no existía más punto de apoyo que aquella noticia de Pigafetta y un globo de Juan Schöner, hoy todavía existente, que ya en 1515, antes, por lo tanto, de la expedición de Magallanes, señala claramente un «paso» al Sur, si bien en un sitio equivocado. Nada de esto, empero, nos explica de dónde pudieron sacar sus informaciones Behaim y el profesor alemán. En aquella edad de los descubrimientos, cada nación velaba con celo comercial por que permanecieran rigurosamente secretos los resultados de las expediciones. Las libretas de observación de los pilotos, las memorias de los capitanes, los mapas y portulanos se guardaban severamente en la Tesorería de Lisboa, y el rey Manuel prohibía, por el edicto de 18 de noviembre de 1504, «hacer declaraciones acerca de la navegación más allá de la corriente del Congo, a fin de que los extranjeros no puedan aprovecharse de los descubrimientos de Portugal». Ya se hubiera creído vana la cuestión de la primacía cuando, a un siglo de distancia, un hallazgo insospechado vino a aclarar —o así pareció, al menos— a quién debían Behaim y Schöner, y por remate Magallanes, sus conocimientos geográficos. Era una hoja en alemán, impresa en un papel muy malo, lo que se descubrió: «Copia der Newen Zeytung au Presillg Landt» y tenía el carácter de un informe que el comercio de Portugal presentó a principios del siglo a los grandes mercaderes de Augsburgo. En un alemán espeluznante se da noticia, en la hoja, de que un buque portugués, cerca del grado cuarenta de latitud, ha encontrado un cabo, correspondiendo al de Buena Esperanza, y que, dando la vuelta a ese cabo, se ha visto que detrás, en dirección de Este a Oeste, hay un ancho paso, parecido al estrecho de Gibraltar, que comunica con el otro mar, de modo que es cosa fácil por ese camino alcanzar las Molucas, las islas de la especiería. Claramente afirma, pues, dicho informe la existencia de una comunicación entre el océano Atlántico y el océano Pacífico —quod erat demostrandum.
El enigma parecía, así, descifrado, y Magallanes declarado usurpador, plagiador de un descubrimiento anterior a él. Porque, naturalmente, Magallanes debió de conocer, tan bien como otros, los resultados de aquella anterior expedición portuguesa, con lo cual todo su mérito quedaría reducido, desde el punto de vista histórico, a haber sabido transformar enérgicamente un secreto bien guardado en una decisión útil a toda la humanidad. Todo el prestigio de Magallanes consistiría en haber sido hábil y decidido en aprovecharse del éxito ajeno.
Pero esto no acaba aquí todavía. Hoy sabemos muy bien lo que Magallanes ignoraba: que aquellos navegantes de la desconocida expedición portuguesa no llegaron nunca prácticamente al estrecho de Magallanes y que sus informes (los cuales Magallanes, no menos crédulo que Martín Behaim y Juan Schöner, aceptó como buenos) eran, en realidad, una mala interpretación, un error fácilmente comprensible. Porque ¿qué es lo que habían visto —y aquí ponemos el dedo en la llaga— aquellos pilotos, cerca del grado cuarenta de latitud? ¿Qué es propiamente lo que comunica aquel testimonio de vista de la Newen Zeytung? Esto y nada más: que aquellos navegantes, aproximadamente en el grado cuarenta de latitud, habían descubierto una bahía, dentro de la cual navegaron dos días sin llegar a su término; y que así, sin hallar salida, una tormenta los había impelido hacia atrás. No vieron más que esto: la entrada de un estrecho, que les pareció ser —pero sin más seguridad— el tan buscado canal de comunicación con el océano Pacífico. Mas el paso auténtico —y eso lo sabemos desde Magallanes— cae cerca del grado cincuenta y dos de latitud. ¿Qué es, pues, lo que pudieron ver aquellos marinos anónimos en la proximidad del grado cuarenta? En este punto tenemos una fundada sospecha. Sólo quien haya visto por primera vez las moles inmensas de agua, la ancha llanura líquida con que el río de la Plata desemboca en el mar, podrá comprender que no fue equivocación circunstancial, sino necesaria, el tomar por una bahía, por un mar, esta aparatosa desembocadura de un río. Nada tan comprensible como que aquellos navegantes, que nunca habían visto en Europa un río de tan gigantes dimensiones, cantaran victoria a la vista de la anchura interminable, creyendo, en su precipitación, que aquél tenía que ser el tan buscado estrecho, el paso que unía un océano con otro. Que aquellos pilotos a que se refiere la Newen Zeytung confundieron la magna corriente con un estrecho lo atestiguaron plenamente los mapas trazados al dictado de su acción. Porque si los tales pilotos anónimos, aparte la corriente del Plata, hubieran hallado más hacia el Sur el verdadero estrecho de Magallanes, el auténtico «paso», se vería marcado también en sus portulanos, así como en el globo de Schöner, el de la Plata, ese gigante entre las corrientes de la tierra. Pero he aquí que lo mismo Schöner que los otros mapas que conocemos no señalan la corriente del Plata, sino que señalan en su lugar el «paso» el estrecho mítico, precisamente en el mismo grado de latitud. Con esto queda plenamente dilucidada la cuestión. Aquellos fiadores de la Newen Zeytung se engañaron en medio de su probidad, víctimas de una confusión ajena muy explicable; y con igual probidad procedía Magallanes al afirmar que tenía noticia auténtica de la existencia de un «paso». Cayó en error a través del error de otros cuando, al proyectar su magno plan de la vuelta al mundo, echó mano de aquellos mapas e informes. El secreto de Magallanes fue, en definitiva, un error honradamente aceptado.
¡Pero no maldigamos del error! Hasta de un error, si el genio lo toca y un buen azar lo conduce, puede salir una elevada verdad. Cuéntase por cientos y por miles los inventos trascendentales, en todos los terrenos del conocimiento, que han sido promovidos en medio de falsas hipótesis. Nunca se hubiera arriesgado al mar Cristóbal Colón de no existir aquel mapa de Toscanelli que, calculando con absurda falsedad la extensión del orbe, le hacía abrigar la ilusión de haber hallado el derrotero para llegar, en el menor tiempo posible, a la costa oriental de la India. Nunca Magallanes hubiera podido persuadir a un monarca para que le confiara una flota si, con seguridad ingenua, no hubiera puesto fe en aquel mapa erróneo de Behaim y en aquellos informes fantásticos de los pilotos portugueses. Sólo porque creía conocer un secreto le fue posible a Magallanes descifrar el secreto geográfico más grande de su época. Sólo porque se entregó con toda el alma a una ilusión transitoria descubrió una verdad permanente.