El doctor Simon, con las manos en los bolsillos, la frente apoyada sobre la pared de vidrio de su cuarto, observa París, en el cual comienza a despuntar el día. Es un hombre de treinta y dos años, alto, delgado, moreno. Está vestido con un pullover grueso de cuello vuelto, color pan tostado, un poco deformado, gastado en los codos, y un pantalón de terciopelo negro. Sus pies están descalzos sobre la alfombra. Los rulos de una barba corta, castaña ocultan parte de su rostro; es la barba de alguien que la dejó crecer por necesidad. Debido a los anteojos que ha usado durante el verano polar, el hueco de sus ojos es claro y frágil, vulnerable como la piel cicatrizada de una herida. Su frente ancha, un poco disimulada por los primeros mechones de su pelo corto, es ligeramente convexa sobre los ojos, y atravesada por una profunda arruga de sol. Sus párpados están hinchados, el blanco de los ojos tiene pequeñas estrías rojas.

No puede dormir, ya no puede llorar más, no puede olvidar, es imposible…

La aventura comenzó por una misión de las más banales, la rutina, lo cotidiano, lo ordinario. Hacía años que el trabajo sobre el continente antártico no era ya asunto de intrépidos, sino de sensatos organizadores. Se tenía todo el material que hacía falta para luchar contra los inconvenientes del clima y de la distancia, para conocer lo que se buscaba aprender, para asegurar a los investigadores un confort que hubiese merecido por lo menos tres estrellas, y personal necesario completo poseyendo todos los conocimientos indispensables. Cuando el viento soplaba demasiado fuerte, uno se encerraba y lo dejaba soplar; cuando se calmaba, volvía a salir y cada cual ejecutaba lo que debía hacer. Se había recortado el continente sobre el mapa, como si fueran trozos de melón, y la misión francesa se había instalado de manera permanente en la base Paul-Emile Victor, había dividido su trozo en pequeños rectángulos y trapecios que exploraba sistemáticamente el uno después del otro. Ella sabía que allí no se podía encontrar más que hielo, nieve y viento, viento, hielo y nieve. Y por debajo, rocas y tierra como en todas partes. Ello no tenía nada de exaltante, pero sin embargo era apasionante, porque se estaba lejos del óxido de carbono y de los atascamientos, y además uno se hacia la ilusión de ser un pequeño héroe explorador, desafiando horribles peligros; y también porque se estaba entre amigotes.

La misión acababa de terminar la investigación del trapecio 381, el expediente estaba cerrado, un duplicado enviado a la Sede de París, y había que pasar a la segunda parte. Burocráticamente debería seguirse del 381 al 382, pero sin embargo no se hacía así. Intervenían las circunstancias, los imponderables, y la necesidad de un mínimum de variedad.

La misión acababa precisamente de recibir un nuevo aparato de sondeo subglacial de concepción revolucionaria, cuyo constructor, pretendía será capaz de detectar los mínimos detalles del suelo bajo un espesor de varios kilómetros de hielo. Louis Grey, el glaciólogo, de treinta y siete años, catedrático de geografía, estaba ansioso de probarlo comparando su trabajo con el de las sondeadoras clásicas. Se decidió, por lo tanto, que un grupo iría al cuadrado 612 a levantar un plano del suelo subglacial, que estaba situado apenas a un centenar de kilómetros del Polo Sur.

En dos viajes, el pesado helicóptero depositó sobre el lugar de operación a los hombres, sus vehículos y todo el material.

El sitio ya había sido sondeado a «grosso modo» con los métodos y aparatos habituales. Se sabía que profundidades de 800 a 1000 metros de hielo estaban cercanas a abismos de más de 4000 metros. A los ojos de Louis Grey, ello constituía un campo de experiencia ideal para probar el nuevo aparato. Era esto, pensaba él, lo que había motivado su elección. Hoy en día, nadie se anima a creerlo. Con todo lo que se ha relevado desde entonces. ¿Fue una casualidad, lo que hizo venir a estos hombres a este punto preciso del continente, antes que a otro lugar cualquiera de este desierto de hielo, más grande que Europa y los Estados Unidos juntos?

Muchos espíritus serios piensan ahora que Louis Grey y sus compañeros fueron «llamados». ¿Por qué procedimiento? Esto nunca ha sido aclarado. Ni se ha discutido semejante cosa. Había problemas mucho mayores y más urgentes por elucidar. La verdad es que Louis Grey, once hombres y tres snowdogs se posaron exactamente en el sitio donde hacía falta.

Y dos días después, todos estos hombres sabían que habían ido al encuentro de un acontecimiento inimaginable. Dos días… ¿Cómo hablar aquí de días y noches? Se estaba a principios de diciembre, es decir en pleno verano austral. El sol no se ponía jamás. Daba vueltas alrededor de los hombres y los camiones, sobre el borde de su mundo redondo, como para vigilarlos de lejos y por todos lados. Pasaba hacia las nueve de la noche detrás de una montaña de hielo, reaparecía hacia las 10 a su otro extremo, y hacia medianoche parecía a punto de sucumbir y desaparecer bajo el horizonte que comenzaba a tragarlo. Se defendía hinchándose, deformándose, se volvía rojo, ganaba la batalla y retomaba lentamente sus distancias y su ronda de centinela. Recortaba alrededor de la misión un inmenso disco blanco y azul de frío y soledad. Del otro lado, más allá de esos bordes lejanos sobre los cuales montaba guardia, detrás de él, estaba la Tierra, las ciudades y las muchedumbres, y los campos con vacas, pasto, árboles y pájaros que cantaban.

El doctor Simon tenía la nostalgia de ello. No hubiera debido encontrarse allí. Terminaba una estadía de tres años, casi ininterrumpida, en las distintas bases francesas de la Antártida, y se sentía más que cansado. Hubiera debido tomar el avión a Sydney. Se había quedado a pedido de su amigo Louis Grey, para acompasar la misión, pues el doctor Jaillon, su reemplazante, estaba ocupado en la base con una epidemia de rubeola.

Esta rubeola era increíble. Casi nunca hay enfermos en la Antártida. Se diría que los microbios temen al frío. Los médicos rara vez atienden sino a accidentados. Y a veces los congelamientos de los recién llegados que todavía no saben evitar las imprudencias. Por otra parte, la rubeola ha desaparecido casi completamente de la faz de la tierra después del perfeccionamiento de la vacuna bucal que los bebés toman en sus primeras mamaderas.

A pesar de estas evidencias, había rubeola en la Base Víctor. Aproximadamente, uno de cada cuatro hombres, tiritaba de fiebre en la cama, su piel trasformada en un género a pintas.

Louis Grey tomó un puñado de sobrevivientes, entre los cuales se hallaba el doctor Simon y los embarcó apresuradamente hacia el punto 612, deseando que el virus no los siguiera.

Si no hubiese habido rubeola…

Si ese día en vez de tomar el helicóptero, me hubiese subido con mis pertenencias al avión para Sydney, si desde lo alto de su despegue vertical, antes de que se alzara rugiendo hacia las tierras cálidas, hubiese dicho adiós para siempre a la base, al hielo, al monstruoso continente frío, ¿qué hubiese acontecido?

¿Quién hubiese estado cerca de ti, mi bien amada, en el momento terrible? ¿Quién habría visto en mi lugar? ¿Quién habría sabido?

¿Ese ser hubiera gritado, aullado el nombre? Yo no he dicho nada. Nada…

Y todo se cumplió…

Desde entonces, me repito a mí mismo que era demasiado tarde, que si hubiese gritado, no hubiese cambiado nada, que simplemente estaría agobiado bajo el peso de una desesperación inexplicable. Durante esos segundos, no habría habido bastante horror en el mundo para llenar tu corazón.

Es eso que repito sin cesar, desde ese día, desde esa hora: «Demasiado tarde… Demasiado tarde… Demasiado tarde…»

Pero puede ser que sea una mentira que yo mastico y rumio, de la cual trato de nutrirme para intentar vivir…

Sentado sobre una oruga del snowdog, el doctor Simon soñaba con una media luna mojada en la taza de un café con crema. Mojada, jugosa, ablandada, comida a sorbos, a la manera de un hombre tosco. Pero de un tosco, parado frente a un mostrador parisiense, con los pies en la ranura, codo contra codo con los rezongones de la mañana, compartiendo con ellos el primer placer del día, quizá el más grande, el de despertarse totalmente, en este lugar del primer encuentro con los otros hombres, en la tibieza y las corrientes de aire y el maravilloso olor del café expreso.

Ya no podía más con todo este hielo y ese viento; ese viento, ese viento que no cesaba nunca de presionar sobre ellos, sobre todos los hombres de la Antártida, siempre del mismo lado, con sus manos empapadas en un frío de infierno, que los empujaba a todos incesantemente, a ellos y sus barracas, y sus antenas y sus camiones, para que se fueran y despejaran al continente y lo dejaran sólo, a él y su hielo mortífero, consumar eternamente en la soledad sus monstruosas bodas congeladas.

Era necesario ser verdaderamente testarudo para resistir a su obstinación. Simon había llegado al fin de la suya. Antes de sentarse, había posado una cobija doblada en cuatro sobre la oruga del snowdog, para que la piel de sus nalgas no se quedara adherida allí con su slip, su calzoncillo de lana y su pantalón.

Estaba de cara al sol y se rascaba las mejillas en el fondo de su barba, persuadiéndose a sí mismo que el sol lo calentaba a pesar de que le dispensaba más o menos tantas calorías como una linterna a kerosén colgada a tres kilómetros.

El viento trataba de doblarle la nariz hacia la oreja izquierda. Dio vuelta la cabeza para recibir el viento del otro lado. Pensaba en la brisa del mar, de noche en Colbiller, tan tibia, y que uno encuentra tan fresca porque ha hecho mucho calor durante el día. Pensaba en el increíble placer de desvestirse y de sumergirse en agua sin transformarse en un témpano, de estirarse sobre los cantos rodados hirvientes… ¡Hirvientes!… Le pareció tan inverosímil que se rió burlonamente.

—¿Ahora te ríes solo? —dijo Brivaux—. No estás mejor… ¿Estás encubando la rubeola?

Brivaux había llegado detrás suyo, con la sonda apoyada sobre su vientre y colgada de una larga correa que pasaba por detrás del cuello de su chaqueta en piel de lobo.

—Estaba pensando que hay lugares en el mundo donde hace calor —dijo Simon.

—No es rubeola, es meningitis… No te quedes sentado así, te vas a helar el bazo… Mira, ven un poco a ver esto…

Le señalaba el cuadrante de la sonda, con su hoja registradora ya en parte enrollada. Era el modelo corriente con el cual acababa de hacer una prospección del sector que le habían destinado.

Simon se levantó y miró. No era muy conocedor de la técnica. El mecanismo del cuerpo humano, le era más familiar que el de un simple encendedor de gas. Pero había tenido tiempo en tres años de familiarizarse con los dibujos que trazaba, sobre el papel magnético, el interruptor automático de grafito de las sondas portátiles. Se parecía en general, al corte de un terreno sin delineamiento, o a un deslizamiento, o a cualquier cosa que no se parece a nada.

Ahora bien, lo que le mostraba Brivaux, se parecía a alguna cosa…

¿A qué?

A nada conocido, a nada familiar, pero…

Su espíritu habituado a hacer la síntesis de los síntomas para extraer de ellos un diagnóstico, comprendió de golpe lo que había de insólito en ese levantamiento del suelo glaciar. La línea recta no existe en la naturaleza virgen. Tampoco la línea curva regular. El suelo brutalizado, maltratado, mezclado por las formidables fuerzas de la Tierra, por todos lados es totalmente irregular. Ahora bien, lo que la sonda de Brivaux había inscripto en el papel, era una sucesión de curvas y de rectas. Interrumpidas y rotas, pero perfectamente regulares. Que el suelo pudiera presentar semejante perfil, era completamente improbable, y aun imposible. Simon sacó la conclusión evidente:

—Hay algo atrancado en este chisme…

—Y tú, ¿tienes algo de atrancado ahí dentro?

Brivaux se golpeaba la frente con la punta de su índice enguantado.

—Este chirimbolo funciona al pelo. Yo quisiera funcionar tan bien como él hasta mi último día. Es ahí abajo donde hay algo que no marcha… Golpeó la superficie del hielo con el tacón de su bota forrada.

—Un perfil semejante, no es posible —dijo Simon.

—Ya sé, no tiene el aspecto de ser verdadero.

—Y los otros, ¿qué han encontrado?

—No sé nada. Les voy a dar un toque de trompeta…

Se subió al snowdog-laboratorio, y tres segundos más tarde, la sirena aullaba, llamando a los miembros de la misión a juntarse en el campamento.

Estaban de todos modos comenzando a regresar. Primero lo dos equipos de a pie, con sus sondas clásicas. Después el snowdog que llevaba adelante, en una armazón metálica entre sus dos orugas, el emisor receptor de la nueva sonda. Un cable rojo lo enlazaba al puesto de mando y al registrador, en el interior del vehículo. Estaban igualmente dentro del vehículo, Eloi el mecánico, Louis Grey, impaciente por conocer los resultados del nuevo instrumento, y el ingeniero de usina que había llegado con él para mostrarle su funcionamiento.

Era un muchacho alto, delgado, más bien rubio, de modales muy finos. Daba la impresión, por su elegancia natural, de haber hecho confeccionar su vestimenta polar en la casa Lanvin. Los antiguos no podían dejar de sonreír, mirándolo. Eloi lo había apodado «Comexquis», lo que le iba perfectamente.

Se bajó del snowdog en silencio, escuchando con un aire reservado las apreciaciones de Grey sobre su «utensilio». Según el glaciólogo, la nueva sonda desvariaba completamente. Él no había visto nunca ni la más antigua chatarra dibujar un perfil semejante.

—No has vuelto de tu sorpresa… —dijo Brivaux, que esperaba cerca del snowdog-laboratorio.

—¿Eres tú el que ha llamado?

—Soy yo, papá…

—¿Qué pasa?

—Entra, ya verás…

Y vieron…

Ellos vieron los cuatro relevamientos, los cuatro perfiles, todos distintos, y todos parecidos. El de la sonda nueva estaba inscripto sobre un film de 3 mm, Grey lo había seguido sobre la pantalla de control. Los otros miembros de la misión lo descubrieron sobre la pantalla del laboratorio.

Aquello que las tres otras sondas habían dejado suponer, el aparato nuevo lo demostraba con la evidencia. Hacía desfilar sobre la pantalla, con una claridad que no dejaba lugar a dudas, perfiles de escaleras derribadas, de paredes rotas, de cúpulas hundidas, de balaustradas helicoidales torcidas, todos los detalles de una arquitectura que una mano gigantesca parecía haber dislocado y triturado.

—Ruinas, —dijo Brivaux.

—No es posible… —respondió Grey con una voz que apenas osaba hacerse oír.

—¿Y por qué? —preguntó Brivaux, tranquilamente.

Brivaux era hijo de un paisano montañés de la Saboya, el último de su pueblito que continuaba criando vacas, en vez de ordeñar a los turistas parisienses amontonados de a diez por metro cuadrado de nieve o de hierba pelada. Brivaux padre, había rodeado su trozo de montaña de un alambre tejido y postes «Prohibido entrar». En esta prisión vivía en libertad.

Su hijo había heredado de él los ojos azul claro, los cabellos negros y la barba rojiza, su humor parejo y su equilibrio. Veía las ruinas, como todos los que estaban ahí y que sabían interpretar un perfil, y que sin embargo no creían en ellas. Él sí creía porque las veía. Si hubiese visto a su propio padre bajo el hielo, se hubiese sorprendido un segundo, luego habría dicho: "¡Vaya es papá…!"

Pero los miembros de la misión no podían dejar de rendirse a la evidencia. Los cuatro relevamientos se recortaban y se confirmaban los unos a los otros.

El dibujante Bernard fue el encargado de hacer una síntesis. Una hora más tarde, presentaba su primer bosquejo. No se parecía a nada conocido. Era enorme, extraño, desquiciado. Era una arquitectura titánica destrozada por algo más grande todavía.

—¿A qué profundidad están estos chismes? —preguntó Eloi.

—¡Entre 900 y 1000 metros! —dijo Grey con un aire furioso, como si hubiese sido el responsable de la enormidad de la información.

—¿Quiere decir que están ahí desde hace cuánto tiempo?

—No se puede saber… Nunca hemos perforado tan hondo.

—Pero los americanos lo han hecho —dijo sosegadamente Brivaux.

—Si… Los rusos también…

—¿Han podido fechar sus muestras? —preguntó Simon.

—Siempre se puede… Eso no quiere decir que sea exacto.

—Exacto o no, ¿cuánto han calculado?

Grey se encogió de hombros de antemano, por lo absurdo de lo que iba a decir.

—Alrededor de 900.000 años, con unos siglos de aproximación…

Hubieron exclamaciones, luego un silencio estupefacto. Los hombres reunidos en el camión miraban sucesivamente el bosquejo de Bernard y las últimas líneas del perfil, inmóviles sobre la pantalla. De golpe acababan de comprender la inmensidad de su ignorancia.

—Es imposible —dijo Eloi—. ¿Son hombres los que han fabricado eso? Hace 900.000 años, no había hombres, no había más que monos.

—¿Quién te ha dicho eso, tu dedo meñique? —dijo Brivaux.

—Lo que sabemos de la historia de los hombres y de la evolución de la vida sobre la tierra —dijo Simon—, no es mayor que el tamaño de un excremento de pulga sobre la plaza de la Concorde…

—¿Y bueno? —dijo Eloi.

—Señor Lancieux, pido disculpas a su aparato —dijo Grey.

Lancieux, «Comexquis». Nadie tenía ganas de llamarlo así, aun mentalmente. No cabían más en la cabeza de esos hombres las bromas de colegiales que de costumbre los ayudaban a soportar el frío y la largura del tiempo.

El mismo Lancieux ya no se parecía más a su sobrenombre. Estaba ojeroso, las mejillas ásperas, aspiraba un cigarrillo apagado y torcido, y al escuchar a Grey, meneaba la cabeza con aire ausente.

—Es una mecánica sensacional —decía el glaciólogo— pero hay otra cosa… No le prestan atención. Muéstresela… Y dígales lo que piensa de ella…

Lancieux se apoyó sobre un botón de rebobinado, luego sobre el botón rojo, y la pantalla se iluminó, mostrando de nuevo el lento desfile del perfil de las ruinas.

—Es ahí que hay que mirar —dijo Grey.

Su dedo mostraba, en la parte superior de la pantalla, arriba del trazado desigual del subsuelo, una línea rectilínea apenas visible, finamente ondulada, de una regularidad perfecta.

Efectivamente, nadie le había prestado atención, pensando que quizá fuera una línea de referencia, una marca o cualquier cosa, pero nada significativo.

—Dígales… —repetía Grey—. Dígales lo que usted me ha dicho. A esta altura de las cosas…

—Preferiría —dijo Lancieux, con voz molesta—, hacer primero una nueva prueba. Ninguna de las otras sondas lo ha registrado…

Grey le cortó la palabra:

—¡No son lo bastante sensibles!

—Puede ser —dijo Lancieux, con voz suave—. Pero no es seguro… Quizá sea solamente porque no están regulados sobre la frecuencia exacta…

Se lanzó con Brivaux, en una discusión en la cual intervinieron pronto los otros técnicos del grupo, cada uno sugiriendo las modificaciones que convenía hacerle a las sondas, según su opinión.

El doctor Simon llenó su pipa y salió.

No soy un técnico. No mido mis enfermos. Trato más bien de comprenderlos. Pero hay que poder hacerlo. Soy un privilegiado…

Mi padre que era médico en Puteaux, veía desfilar en su consultorio a más de cincuenta clientes por día. ¿Cómo poder saber lo que son, lo que tienen? Sólo cinco minutos de examen, la pinza para perforar la tarjeta, la máquina de diagnóstico, la receta impresa, la hoja S.S., la estampilla que paga, el sello que se coloca y se acabó, váyase a vestir, que entre el siguiente. Odiaba su profesión, tal como él y sus colegas se veían obligados a ejercerla. Cuando se me presentó la ocasión de venir aquí, me presionó con toda energía. ¡Vete! ¡Vete! Tendrás un puñado de hombres para cuidar. ¡Una aldea! Podrás conocerlos a todos…

Se murió el año pasado, agotado. Su corazón le falló. No tuve ni siquiera el tiempo de llegar. Sin duda nunca se le ocurrió perforar su pequeña tarjeta personal, y deslizarla en la ranura de su médico electrónico. Pero había pensado en enseñarme ciertas cosas que había aprendido de su padre, a su vez médico en Auvernia. Por ejemplo, tomar el pulso, mirar una lengua, y el blanco de una córnea. Es prodigioso lo que un pulso puede revelar sobre el interior de un hombre. No solamente el estado momentáneo de su salud, sino sobre sus tendencias habituales, su temperamento y aun su carácter, sea este superficial o profundo, agresivo o imposible de provocar, recto o ladino, pacífico o combativo, suave o áspero, según pase de largo o que se dé aires. Existen pulsos distintos: del sano y del enfermo, del jabalí y del conejo.

Tengo también, por supuesto, como todos los médicos, un aparato de diagnostico y pequeñas tarjetas. ¿Qué médico no lo tiene? Sin embargo no lo uso sino para tranquilizar a aquellos que sienten más confianza en la máquina que en el hombre. Acá, felizmente, no son numerosos. Acá, es el hombre quien cuenta.

Cuando Brivaux dejó la chacra de su padre para ir a Grenoble a seguir unos estudios que lo entusiasmaban, tranquilamente había trastornado los programas y había quemado las etapas. Egresado el primero de la escuela de electrónica habiendo ganado un año, habría podido trasformar su diploma de ingeniero en un puente de oro. Porque, le explicaba al doctor Simon, su amigo: «hacer electrónica acá, es entretenidísimo… Se está a dos dedos del polo magnético, en pleno vaivén de partículas ionizadas, en pleno soplo del viento solar, y una cantidad de cosas extrañas que todavía no se conocen. Eso hace una ensalada interesante. Uno se puede ingeniar…»

Extendía los brazos en posición horizontal y agitaba los dedos, como para invitar a las corrientes misteriosas de la Creación a penetrar en su cuerpo y recorrerle. Simon sonreía, imaginándolo como el Neptuno de la electrónica, de pie en el polo, sus cabellos plantados en las tinieblas del cielo, su barba rojiza hundida en las llamas de la Tierra, sus brazos tendidos en el viento perpetuo de los electrones, distribuyendo a la naturaleza los flujos e influjos vivientes del planeta-madre. Pero era en los trabajos menudos donde manifestaba ser una especie de genio. Sus dedos gordos y velludos eran increíblemente hábiles, y su ciencia asociada a un instinto infalible, le decía exactamente lo que había que hacer. Él sentía la corriente como los animales perciben el agua. Y sus dedos, inmediatamente, le fabricaban una trampa eficaz. Tres cabos de hilo, un circuito, y él torcía, reunía, pegaba, soldaba, un soplo de humo, un olor a resina, y ya estaba; un dial comenzaba a animarse, un arabesco palpitaba sobre la superficie de la pantalla.

El problema que le planteó Lancieux, para él no era tal. En menos de una hora había manipulado las tres sondas clásicas, y los equipos volvían a funcionar. Lo que ellas iban a buscar era tan pasmoso que seguramente volverían sin solución. Salvo Lancieux que conocía bien su aparato, todo el mundo pensaba que la pequeña línea ondulada era efecto del capricho de la nueva sonda. Un «fantasma» como dice la gente de televisión.

Cuando ellos volvieron, el sol se dejaba cortar por la montaña de hielo. Todo era azul, el cielo, las nubes, el hielo, el vaho que despedían sus narices, sus caras. El anorak de Bernard era color ciruela. No volvían con las manos vacías. La línea ondulada se había inscripto sobre sus bandas registradoras, bajo la forma de una línea recta. Menos «detallada», había perdido su pequeño rizado. Pero estaba ahí. Habían encontrado bien lo que fueron a buscar.

Comparando sus relevamientos con el de Lancieux, Grey había podido localizar un punto preciso del suelo subglaciar. Lo proyectó sobre la pantalla del snowdog. Parecía representar un gigantesco pedazo de escalera, volcado y roto.

—Mis hijos —dijo Grey con una voz sin timbre—, ahí… hay ahí…

Tenía en su mano izquierda un papel que temblaba. Calló, carraspeo. Su voz quedó opaca. Golpeó la pantalla con el folleto arrugado.

Tragó saliva, y explotó:

—¡Gran Dios, mierda! ¡Es pura locura! ¡Pero existe! ¡Las sondas no pueden volverse idiotas, las cuatro! ¡No solamente hay ruinas de no sé qué, pero en medio de este guijarral, ahí, en ese lugar, justo ahí, hay un transmisor de ultrasonidos que funciona!

Era eso, la pequeña línea misteriosa, era el registro de la señal emitida por este transmisor que funcionaba, con la lógica, desde hacía más de 900.000 años… Era demasiado enorme para ser creíble, nos remontábamos más allá de la historia y de la prehistoria, se derribaban todas las teorías científicas, ya no estábamos a Ia escala de lo que estos hombres sabían. El único que aceptaba el acontecimiento con placidez, era evidentemente Brivaux. El único que había nacido y se había criado en el campo. Los otros en las ciudades, habían crecido en medio de lo provisorio, de lo efímero, de lo que se edifica, se incendia, se derrumba, cambia, se destruye. Él, en la vecindad de las rocas Alpinas, había aprendido a calcular a lo grande, y a encarar la duración.

—Todos nos van a tomar por locos —dijo Grey.

Llamó a la base por radio y pidió el helicóptero para llevar al grupo de vuelta con urgencia.

Pero se había olvidado de la rubeola. El último piloto disponible acababa de caer en cama.

—Está André que anda mejor —dijo el radiotelegrafista de la base, dentro de tres o cuatro días se lo podremos mandar. Pero ¿por qué quieren volver? ¿Qué pasa? ¿Hay fuego en la banquisa?

Grey cortó. Esta broma estúpida, había sido demasiado utilizada.

Diez minutos más tarde, el jefe de la base, Pontailler Mismo, volvía a llamar muy inquieto. Quería saber por qué la misión deseaba volver. Grey lo tranquilizó, pero se rehusé a decirle cosa alguna.

—No basta con que te lo diga, es preciso que te lo muestre —dijo—, sino pensarás que todos nos hemos trastornado; mándanos buscar en cuanto puedas.

Y colgó.

Cuando el helicóptero llegó al punto 612, cinco días más tarde, Pontailler estaba adentro, y fue el primero en saltar a tierra.

Los hombres de Grey habían pasado esos cinco días en una excitación y una alegría crecientes. Pasada la estupefacción del primer momento, habían aceptado las ruinas, aceptado el transmisor, los habían hechos suyos. Su mismo misterio y su inverosimilitud los exaltaba como niños que entran en un bosque donde las hadas existen verdaderamente. Y ellos habían acumulado los relevamientos y las grabaciones. Bernard, sobre las coordenadas suministradas por el aparato, trabajaba en una especie de plan audaz, lleno de incógnitas y de espacios en blanco, pero que ya tomaba el aspecto de un paisaje fantástico, mineral, desierto, destrozado, desconocido, pero Humano.

Brivaux se había agenciado un magnetófono y lo había acoplado a la nueva sonda. Obtuvo una banda magnética y convidó a sus amigos a venir a escucharla. No oyeron nada, luego nada, y todavía nada.

—Hay clavos sobre tu aparato —gruñó Eloi…

Brivaux sonrió.

—Todo estará en silencio —dijo—. Ustedes no pueden oír los ultrasonidos pero están ahí, se los garantizo. Para oírlos, se precisaría un reductor de frecuencia. Yo no lo tengo. No lo hay en la base. Habrá que ir a París.

Habrá que ir a París. Fue igualmente la conclusión de Pontailler, cuando lo pusieron al corriente; al principio rehusó y después lo aceptó frente a la evidencia del descubrimiento. No se podía hablar de esto ni por radio, con todos los oídos del mundo escuchando día y noche los secretos y las charlas. Había que llevar los documentos a la sede de París. El jefe de Expediciones Polares decidiría a quién o qué comunicaría. Mientras tanto, cada uno debía callarse. Como decía Eloi «esto corría el riesgo de ser una cosa sensacional».

He tomado el avión de Sydney. Con dos semanas de retraso y con el deseo de volver muy pronto. Ya no estaba aguijoneado por el anhelo del café con crema. Realmente no había allá, bajo el hielo, algo mucho más excitante que el olor del café y de los parisienses mal lavados en la mañana temprana.

El avión subió sobre su soplo, como una pelotita de plástico sobre un chorro de agua, y dio un poco vuelta sobre sí mismo a la búsqueda de su rumbo, luego lanzó un rugido y saltó hacia el norte y hacia arriba, en una pendiente de 50 grados. A pesar de los asientos reclinables y rellenos como una nodriza, produce un efecto extraño el subir a una inclinación y a una aceleración semejantes. Pero es un avión que no transporta sino a veteranos aguerridos, y que no corre el riesgo de romper vidrios con sus «Bangs». Luego los pilotos se dan el gusto de demostrar atrevimiento.

Me transportaba con mis baulitos metálicos y mi portafolio, este último conteniendo, además de mi cepillo de dientes y mis pijamas, los microfilms de los relevamientos y del plan audaz de Bernard, la banda magnética y cartas de Grey y de Pontailler autenticando todo eso.

Llevaba también sin darme cuenta el virus de la rubeola, que iba a dar la vuelta al mundo bajo el nombre de rubeola australiana. Los laboratorios farmacéuticos han fabricado a toda prisa una nueva vacuna. Han ganado mucho dinero.

No he llegado a París sino dos días después. Ignoraba que se había hecho muy difícil atravesar los océanos.

En nuestro aislamiento de hielo habíamos olvidado los odios miserables y estúpidos del mundo. Éstos se habían inflado y endurecido más aún en estos tres años. La monstruosa imbecilidad de los hombres evocaba en mí la imagen de perros enormes encadenados los unos frente a los otros, cada uno tirando de su cadena, gruñendo de furia y no pensando más que en romperla para ir a degollar el perro de enfrente. Sin razón. Simplemente porque es otro perro. 0 quizá porque le tiene miedo…

Leí los diarios australianos. Había pequeños incendios bien alimentados en el mundo, un poco por todos lados. Habían crecido desde mi partida para la Antártida. Y se habían multiplicado. Sobre todas las fronteras, a medida que se levantaban las barreras aduaneras, las barreras policiales las reemplazaban. Desembarcado en el aeródromo de Sydney, no fui autorizado ni a salir de él, ni a reembarcarme. Faltaba no sé qué visado militar en mi pasaporte. Necesité treinta y seis horas de gestiones furiosas para poder tomar al fin el jet con destino a París. Temblaba que metieran las narices en mis microfilms. ¿Qué hubieran podido imaginarse? Pero nadie me pidió que abriera mi portafolio. Lo mismo hubiera podido transportar planos de bases atómicas. No les interesaba. Era necesario el visado. Era la consigna. Era estúpido. Era el mundo organizado.

En cuanto Simon hubo desempaquetado el contenido de su portafolio, Rochefaux, el jefe de Expediciones Polares Francesas, tomó el asunto con su energía habitual. Tenía cerca de ochenta años, lo que no le impedía pasar todos los años algunas semanas en la proximidad de uno o del otro polo.

Su cara color ladrillo, coronada de cabellos cortos de un blanco resplandeciente, sus ojos azul cielo, su sonrisa optimista, lo hacían idealmente fotogénico en la televisión, que no perdía una ocasión de hacerle entrevistas, de preferencia con primeros planos.

Ese día, convocó a todas, las del mundo entero, y toda la prensa al finalizar la reunión de la Comisión de la Unesco. Había decidido que el secreto había durado bastante, y tenía la intención de sacudir la Unesco, como un foxterrier sacude una pata, para obtener toda la ayuda necesaria, y en el acto.

En una gran oficina del séptimo piso, organizadores del Centro Nacional de Investigaciones Científicas acababan de instalar aparatos bajo la dirección de un ingeniero. Rochefaux y Simon de pie frente al gran ventanal miraban a dos oficiales trotar sobre caballos color tostado, en la perspectiva rectangular del patio del Colegio Militar.

La plaza Fontenoy estaba llena de jugadores de petanca que soplaban sus dedos antes de recoger sus bochas.

Rochefaux gruñó y se dio vuelta. No le gustaban ni los ociosos ni los militares. El ingeniero le informó que todo estaba listo. Los miembros de la Comisión empezaron a llegar y a tomar su lugar a lo largo de la mesa, frente a los instrumentos.

Eran once, dos negros, dos amarillos, cuatro blancos, y tres cuyo color iba del café con leche al aceite de oliva. Pero sus once sangres mezcladas en una copa no hubiesen hecho más que una sola sangre roja. En cuanto Rochefoux comenzó a hablar, su atención y su emoción fueron únicas.

Dos horas más tarde, sabían todo, habían visto todo, le habían hecho cien preguntas a Simon, y Rochefoux sacaba deducciones, mostrando en una pantalla un punto del mapa que estaba proyectado ahí:

—Acá, en el punto 612 del Continente Antártico, sobre el paralelo 88, bajo 980 metros de hielo, hay restos de algo que ha sido construido por una inteligencia, y ese algo emite una señal. Desde hace 900.000 años, esta señal dice: «Estoy aquí, los llamo, vengan…» Por primera vez, los hombres acaban de oírla. ¿Vamos a titubear? Hemos salvado los templos del valle del Nilo. El agua que subía, en el dique de Assuan, nos empujaba desde atrás. Acá, evidentemente no hay necesidad, no hay urgencia. Pero hay una cosa más grande: está el deber. El deber de conocer; de saber. Nos llaman. Hay que ir. Esto exige recursos considerables. Francia no puede hacerlo todo. Ella hará su parte. Les pide a las otras naciones de unirse a ella.

El delegado norteamericano deseaba mayor precisión. Rochefoux le pidió que tuviera paciencia, y continuó:

—Esta señal, ustedes la han visto bajo la forma de una simple línea inscripta sobre un cuadriculado. Ahora, gracias a mis amigos del C.N.R.S. que la han auscultado de todas las formas posibles, se las voy a hacer oír…

Le hizo una señal al ingeniero, que conectó un nuevo circuito.

Sobre la pantalla del osciloscopio, hubo primero una línea tendida como la cuerda «Mi» de un violín, mientras que estallaba un silbido sobreagudo que le provocó una mueca a Simon. El negro más blanco pasó su lengua rosada sobre sus labios agrietados. El blanco más rubio puso el auricular derecho en su oreja y lo agitó violentamente. Los dos amarillos cerraban completamente las ranuras de sus ojos. El ingeniero del C.N.R.S. dio vuelta lentamente un botón. El sonido sobreagudo se volvió agudo. Los músculos se distendieron. Las mandíbulas se descrisparon. El agudo bajó maullando, el silbido se hizo un trino. La concurrencia empezó a toser y carraspear. Sobre la pantalla del osciloscopio, la línea recta era ahora ondulada.

Lentamente, lentamente, la mano del ingeniero hacía bajar la señal, del agudo al grave, toda la escala de las frecuencias. Cuando llegó al límite de los infrasonidos, fue como una maza de fieltro golpeando cada cuatro segundos el cuero de un tambor gigantesco. Y cada golpe hacía temblar los huesos, la carne, los muebles, las paredes de la Unesco hasta sus fundamentos. Era igual al latido de un corazón enorme, el corazón de una bestia inimaginable, el corazón de la Tierra misma.

Títulos de la prensa francesa: «El descubrimiento más grande todos los tiempos», «Una civilización congelada», «La Unesco va a derretir el Polo Sur».

Título de un diario inglés: «¿Quién o qué?»

Una familia francesa cenando: los Vignont. El padre, la madre, el hijo y la hija están sentados del mismo lado de la mesa en semicírculo. La pantalla de televisión, colgada de la pared, frente a ellos, difunde el diario televisado. Los padres son gerentes de una tienda de ventas de la Unión Europea de Zapatos. La hija sigue los cursos de la Escuela de Arte Decorativo. El hijo va rezagado entre el segundo y tercer año de bachillerato.

La pantalla difunde la entrevista a una etnóloga rusa, trasmitida directamente por satélite. Ella habla en ruso. Traducción inmediata.

—Señora, usted ha pedido formar parte de la expedición encargada de elucidar lo que llaman el misterio del Polo Sur. ¿Espera entonces encontrar rastros humanos bajo 1000 metros de hielo?

La etnóloga sonríe.

—Si hay una ciudad no ha sido edificada por pingüinos… No hay pingüinos tan al Sur, no hay más que pájaros bobos. Pero una etnóloga no está obligada a saberlo.

Entrevista al secretario general de la Unesco. Anuncia que los Estados Unidos, la U.R.S.S., Inglaterra, China, Japón, la: Unión Africana, Italia, Alemania, y otras naciones, han hecho saber que aportarán su pleno concurso material a la empresa de descongelar el punto 612. Los preparativos van a ser acelerados. Todo estará en el lugar de la obra para el principio del próximo verano polar.

Entrevistas a los que caminan por los Champs Elysées:

—¿Sabe dónde queda el Polo Sur?

—Bueno… hum…

—¿Y usted?

—Bueno… es por allá…

—¿Y usted?

—Es al Sur.

—Bravo. ¿Le gustaría ir?

—Este… No, por supuesto.

—¿Por qué?

—Bueno, hace demasiado frío.

En la mesa en semicírculo, la madre Vignont menea la cabeza:

—¡Lo que pueden ser de tontos para hacer semejantes preguntas! —dice ella.

Reflexiona un segundo y agrega:

—Sobre todo que no debe hacer mucho calor…

Vignont padre observa:

—¡Lo que va a costar de dineros!… Harían mejor en construir playas de estacionamiento…

La pantalla proyecta el plan audaz de Bernard.

—Sin embargo, es curioso encontrar eso en ese lugar —dice la madre.

—No es nuevo —dice, la hija—, es precolombino…

El hijo no mira. Está comiendo y leyendo las aventuras en dibujitos de Billy Bud. Su hermana lo sacude.

—¡Mira un poco! Es divertido y con todo, ¿no?

—Son idioteces —contesta él.

Una máquina monstruosa se hundía en el flanco de la montaña de hielo, proyectando detrás suyo una nube de pedazos trasparentes que el sol atravesaba con un arco iris.

La montaña ya estaba perforada todo alrededor por unas treinta galerías en las cuales habían sido instalados, en pleno corazón del hielo, los almacenes y las emisoras de radio TV de la Expedición Internacional Polar, en siglas EPI. Era un nombre bello. La ciudad en la montaña se llamaba EPI 1 y la que estaba cobijada bajo el hielo de la planicie 612 se denominaba EPI 2.

EPI 2 comprendía todas las otras instalaciones, y la pila atómica que suministraba la fuerza, la luz y el calor a las dos ciudades protegidas, y a EPI 3, la ciudad de la superficie, compuesta de hangares, de vehículos y de las máquinas que atacaban el hielo en todas las formas que la técnica había podido imaginar. Nunca una empresa internacional de una amplitud tal había sido realizada. Parecía que los hombres, aliviados, hubiesen encontrado la ocasión deseada para olvidar los odios, y fraternizar en un esfuerzo totalmente desinteresado.

Francia era la potencia invitante, el francés había sido elegido como idioma de trabajo. Pero para hacer las relaciones más fáciles, el Japón había instalado en EPI 2, una Traductora universal de onda corta. Ésta traducía inmediatamente los discursos y diálogos que le eran trasmitidos, y emitía la traducción en diecisiete idiomas y diecisiete largos de ondas diferentes. Cada sabio, cada jefe de equipo y técnico importante había recibido un receptor no más grande que un poroto, ajustado al largo de onda de su lengua materna, que guardaba permanentemente en su oído, y una emisora alfiler que llevaba prendida sobre el pecho o sobre el hombro. Un manipulador de bolsillo, chato como una moneda, le permitía aislarse de la algarabía de las mil conversaciones, cuyas diecisiete traducciones se entrecruzaban en el éter como un plato de espagueti de Babel, a la vez que no recibía sino el diálogo en el cual él tomaba parte.

La pila atómica era americana, los helicópteros pesados eran rusos, la ropa de abrigo acolchada era china, las botas finlandesas, el whisky irlandés y la cocina francesa. Había máquinas y aparatos ingleses, alemanes, italianos, canadienses, carne de la Argentina y fruta de Israel. El acondicionamiento de aire y el confort en el interior del EPI 1 y 2 eran americanos, y tan perfectos que se había podido aceptar la presencia de las mujeres.

El pozo estaba cavado en el hielo traslúcido, en la vertical del punto donde había sido localizada la señal de la emisora. Tenía once metros de diámetro. Una torre de hierro parecida a un derrik lo dominaba, trepidante de motores, humeante de vapores, que el viento trasformaba en echarpes de nieve. Dos ascensores llevaban a los hombres y el material hacia las profundidades del corte, que se internaban un poco más cada día hacia el corazón del misterio.

A menos de 917 metros, los mineros del frío encontraron en el hielo a un pájaro.

Era rojo, con el vientre blanco, las patas color coral, un penacho del mismo color, despeinado, el pico amarillo, achaparrado, entreabierto, los ojos rojizos y negros brillantes. Con sus alas a medio desplegar, distorsionadas, su cola levantada en abanico, sus patas endurecidas como frenando, tenía el aspecto de debatirse en un vendaval de viento que venía desde atrás. Estaba erizado como una llama.

Recortaron alrededor suyo un cubo de hielo y lo mandaron a la superficie. El comité director de la expedición decidió dejarlo en su embalaje natural. Fue puesto en una refrigeradora trasparente, y los sabios empezaron a discutir sobre su sexo y su especie. La TV propaló su imagen en el mundo entero.

Quince días después, en plumas, en felpa, en seda, en lana, en duvet, en plástico, en madera, en cualquier cosa, había invadido la moda y las tiendas de juguetes.

En el fondo del pozo, las perforadoras de hielo acababan de alcanzar las ruinas.

El profesor Joao de Aguiar, delegado del Brasil, presidente en ejercicio de la Unesco, subió a la tribuna frente a la concurrencia. Estaba vestido de frac. En la gran sala de conferencias, se hallaban esa noche no sólo los sabios, los diplomáticos y los periodistas, sino también el «Tout Paris» muy parisiense y el «Tout Paris» internacional.

Por encima de la cabeza del profesor Aguiar, la pantalla de televisión más grande del mundo ocupaba casi toda la pared del fondo. Iba a recibir y mostrar en relieve holográfico la emisión trasmitida desde el fondo del Pozo, emitida por la antena de EPI 1, y relanzada por el satélite Trio.

La pantalla se iluminó. El busto gigantesco del presidente apareció, en colores suaves, un poco favorecido, y en perfecto relieve.

Los dos presidentes, el pequeño en carne y hueso, y su imagen grande, levantaron la mano derecha en un gesto amistoso y hablaron. Esto duró siete minutos. He aquí el final:

«… Así que una sala ha podido ser tallada en el hielo, en el centro mismo de las ruinas extraordinarias que éste tiene aún prisioneras. Salvo algunos de los heroicos pioneros de la ciencia humana que han cavado el Pozo con su técnica y su coraje, nadie en el mundo las ha visto todavía. Y en un momento, el mundo entero, va a descubrirlas. Cuando yo apoye sobre este botón, gracias al milagro de las ondas, allá, en el otro extremo de la tierra, los proyectores se iluminarán, y la imagen revelada, de la que fue quizá la primera civilización del mundo, volará hacia los hogares de la civilización de hoy en día… Es con una profunda emoción…»

En su pequeña cabina, el supervisor vigilaba sobre la pantalla de control la imagen del presidente. Ambas bajaron el pulgar al mismo tiempo.

En el extremo del mundo, la sala de hielo se iluminó.

Lo primero que vieron todos los espectadores de la Tierra fue un caballo blanco. Estaba de pie, justo bajo la superficie del hielo. Se le veía delgado, grande, estirado. Parecía estarse cayendo de costado, relinchando de miedo, los labios estirados sobre los dientes. Su crin y su cola flotando, inmóviles, desde hacía 900.000 años.

El tronco quebrado de un árbol gigantesco estaba tirado al través, detrás suyo. Entre la palma de su follaje, al fondo de la sala, aparecían las fauces abiertas de un tiburón. Un tramo de enorme escaleras, o de gradas amarillas bajando de la oscuridad, se hundía en la noche.

En frente, una flor resplandeciente, grande como un rosetón de catedral, desplegaba las tres cuartas partes de la carnadura de sus pétalos purpúreos.

Sobre su derecha, se levantaba un tramo de tabique destrozado, color verde pasto, de una materia desconocida, no completamente opaca. Se abría en ella una especie de puerta o de ventana, a través de la cual estaban proyectados, inmóviles, un pequeño roedor con la cola como un pincel, con las patas en el aire, y una bandada de erizos azules. Más abajo, comenzaba la cúspide de una larga pista helicoidal hecha con un metal que se parecía al acero, situada en la bruma lechosa de un mundo helado.

La segunda operación comenzó. Un tubo de aire fue dirigido hacia el tabique que contenía el trozo de pared. A los ojos del mundo entero, el primer fragmento del pasado enterrado iba a ser liberado.

El aire caliente surgió y se estrelló contra el hielo que comenzó a chorrear. Una chupadora aspiraba el vaho, otra absorbía el agua de la licuefacción mandándola a la superficie.

La pared de hielo se derritió, retrocedió, se acercó el muro verde y lo alcanzó. Sobre las pantallas, la imagen combada, deformada por las pequeñas lentejuelas relucientes de las cámaras blindadas, mostró este fenómeno increíble: la pared se fundía al mismo tiempo que el hielo…

Los erizos y el roedor-de-patas-en-el-aire se derritieron y desaparecieron.

El aire caliente había invadido toda la sala. Todas las paredes chorreaban agua. Del techo, cataratas caían sobre los hombres con escafandra. Las palmas del árbol se fundieron, las fauces del tiburón se fundieron como un chocolate helado. Dos patas del caballo y su costado se fundieron. El interior de su cuerpo apareció, rojo y fresco. La flor púrpura chorreó agua ensangrentada. El aire tibio alcanzó el tope de la pista helicoidal de acero, y el acero se fundió.

Títulos en los diarios: «La más grande desilusión del siglo», «La ciudad enterrada no era más que un fantasma», «Millares gastados en un espejismo».

Una entrevista televisada a Rochefoux puso las cosas en su punto. Él explicó que la enorme presión soportada durante milenios había disociado los cuerpos más duros, hasta en sus moléculas. Pero el hielo mantenía en sus formas primitivas el polvo impalpable en el cual se habían convertido. Derritiéndose éste, los liberaba y el agua los disociaba y los arrastraba.

—Vamos a adoptar una nueva técnica, —agregó Rochefoux—. Recortaremos el hielo con los objetos que contiene. No renunciamos a descubrir los secretos de esta civilización que nos viene de. El transmisor de ultrasonidos continúa emitiendo su señal. Seguiremos bajando hacia él…

A 978 metros debajo de la superficie de hielo, el Pozo alcanzó el suelo del continente. La señal provenía del subsuelo.

Después de haberse hundido en el hielo, el Pozo se hundió en la tierra y después en la roca. En seguida esta última apareció dura, vitrificada, como cocida y comprimida, y fue endureciéndose de más en más. Pronto, su consistencia desconcertó a los geólogos. Presentaba una dureza, una compacidad desconocida en todos los otros puntos del globo. Era una especie de granito, pero las moléculas que lo componían parecían haber estado «ordenadas» y acomodadas para ocupar un mínimum de espacio y ofrecer una cohesión máxima. Después de haber quebrado una cantidad de útiles mecánicos, vencieron a la roca, y a 107 metros debajo del hielo, se llegó a la arena. Esa arena era un contrasentido geológico. No debería de haberse encontrado allí. Rochefoux, siempre optimista, dedujo que entonces había sido llevada a ese sitio. Era la prueba de que se estaba sobre la buena pista.

La señal seguía llamando, siempre más abajo. Había que continuar el descenso.

Se continuó.

Desde que habían llegado a este punto, estaban obligados a encofrar el pozo aun antes de cavarlo, hundiendo una camisa metálica en la arena, tan seca y blanda como la de un reloj de arena, y que fluía como agua.

A diecisiete metros por debajo de la roca, un minero se puso a hacer gestos frenéticos y a gritar alguna cosa que su máscara contra la tierra hacía incomprensible. Lo que quería decir, es que sentía algo duro bajo los pies.

La chupadora hundida en la arena se puso de pronto a chillar y vibrar, y su tubo se aplastó.

Higgins, el ingeniero que vigilaba desde lo alto de una plataforma, paró el motor. Se reunió con los mineros, y comenzó a quitar los escombros con precaución por medio de una pala, luego con la mano, después con la escoba.

Cuando Rochefoux bajó, acompañado por Simon y Brivaux, la encantadora antropóloga Leonova, jefa de la delegación rusa, y el químico Hoover, jefe de la delegación americana, encontraron en el fondo del Pozo, despejado de la arena fina, una superficie metálica ligeramente convexa, lisa, de color amarillo.

Hoover pidió que pararan todos los motores, hasta la ventilación, y que cada uno se abstuviera de hablar o de moverse.

Hubo entonces un silencio extraordinario, protegido de los ruidos de la tierra por cien metros de roca y un kilómetro de hielo.

Hoover se arrodilló. Se oyó crujir su rodilla izquierda. Con el índice doblado golpeó la superficie de metal. No hubo más que un ruido blando: el de la carne frágil de un hombre confrontado con un obstáculo masivo. Sacó de su maletín un martillo de cobre y golpeó el metal, primero levemente, luego a grandes golpes. No hubo ninguna resonancia.

Hoover gruñó, se inclinó para examinar la superficie. Esta no guardaba ningún rastro de los golpes. Trató de sacar una muestra. Pero su tijera de acero al tungsteno resbaló sobre la superficie y no consiguió hacerle mella.

Derramó entonces encima diferentes ácidos que examinó después con un espectroscopio portátil. Se levantó. Estaba perplejo.

—No comprendo qué lo vuelve tan duro —dijo—. Es prácticamente puro.

—¿Lo?, ¿qué lo? ¿Cuál es ese metal? preguntó Leonova exasperada.

Hoover era un gigante de pelo colorado, barrigón y bonachón, de movimientos lentos. Leonova era delgada, morena y nerviosa. Era la mujer más bonita de la expedición. Hoover la miró sonriendo.

—¡Qué! ¿Usted no lo ha reconocido? ¿Usted, una mujer?… ¡Es oro!…

Brivaux había puesto en marcha su aparato registrador. El papel se desenrollaba. La delgada línea familiar se inscribía sin una curva, sin una interrupción.

La señal venía del interior del oro.

Fue despejada una superficie mayor. En todas direcciones continuaba hundiéndose en la arena. Parecía que el pozo había llegado a una gran esfera, no exactamente en su parte superior, sino un poco al costado.

Se despejó el punto alto de la esfera y se la sobrepasó. Fue justo entonces que se hizo el primer descubrimiento revelador. En el metal aparecían una serie de círculos concéntricos; el más grande medía alrededor de tres metros de diámetro. Esos círculos estaban compuestos de una hilera de dientes agudos y grandes, inclinados como para atacar en el sentido de una rotación.

—Se parece a la extremidad de una excavadora —dijo Hoover—. ¡Para hacer un agujero! ¡Para salir de adentro!…

—¿Usted cree que es hueco, y que hay alguien? —dijo Leonova.

Hoover hizo una mueca.

—Ha habido… —Y agregó:

—Antes de pensar en salir, hacía falta que entraran. ¡Debe haber una puerta por algún lado!…

Dos semanas después del primer contacto con el objeto de oro, los diversos instrumentos de sondaje habían proporcionado bastantes datos para que se pudieran sacar de ellos conclusiones provisorias:

El objeto parecía ser una esfera colocada sobre un pedestal, el todo dispuesto en un bolsón lleno de arena cavado en la roca artificialmente endurecida. La finalidad de la arena era sin duda la de aislar la cosa de las sacudidas sísmicas y de todos los movimientos del terreno.

La esfera y su pedestal parecían ser solidarios y no formar más que un solo bloque. La esfera tenía 27,42 metros de diámetro. Era hueca. El espesor de su pared era de 2,92 metros.

Emprendieron la tarea de despejar la arena y vaciar el bolsón rocoso, para liberar el objeto de oro por lo menos hasta la mitad.

Para materializar lo que representan los 27 metros de diámetro de la Esfera, hay que decir que es la altura de una casa de 10 pisos. Y considerando el espesor de su pared, había todavía lugar en su interior como para una casa de 8 pisos.

En cuanto descubrieron la puerta, un piso provisorio fue colocado para acoger a los sabios y técnicos que bajaron en una jaula guiada.

Brivaux paseó un pequeño aparato con un cuadrante a lo largo de toda la circunferencia.

—Está completamente soldado —dijo—, en todo su espesor.

—Denos usted el espesor del centro —pidió Leonova. Él posó su aparato en el centro del círculo y leyó un número sobre el cuadrante: 2,92 metros.

Era el espesor general de la pared de la Esfera.

—Una vez la olla llena, han soldado la tapa —dijo Hoover—. Tiene más la apariencia de una tumba que de un refugio.

—¿Y la perforadora? —dijo Leonova—, es para hacer salir ¿qué? ¿El gato?

—Seguramente no había gatos en esa época, mi linda —dijo Hoover.

Con su cordial mala educación americana que se había agravado con los numerosos años vividos en París, en el Barrio Latino y en Montparnasse, quiso pasarle el índice debajo del mentón. Su índice tenía las dimensiones y el color de una salchicha, con pecas y pelos dorados.

Furiosa, Leonova pegó a la mano que se dirigía hacia su cara.

—¡Ella me mordería! —dijo Hoover sonriendo—. Vamos, linda, subamos. Pase usted primero…

La jaula podía contener dos personas, pero Hoover contaba por tres. Levantó a Leonova como si fuera un ramo de flores y la posó sobre el asiento de hierro. Gritó:

—¡Suban! —La jaula comenzó en seguida a subir. Hubo un estrépito y gritos. Algo golpeó a Hoover. Cayó hacia atrás y su cabeza pegó contra un obstáculo duro y rugoso. Oyó un crujido dentro de su cráneo y se desvaneció.

Despertó en una cama de enfermería. Simon, inclinado sobre él, lo miraba con una sonrisa optimista.

Hoover pestañeó dos o tres veces para liberarse de una especie de inconsciencia y preguntó bruscamente:

—¿La chica?

Simon meneó la cabeza con una mueca tranquilizadora.

—¿Qué pasó? —preguntó Hoover.

—Un desmoronamiento… toda la pared por encima del corredor se ha caído.

—¿Hay heridos?

—Dos muertos…

Simon había pronunciado esas palabras en voz baja, como si tuviera vergüenza.

Los dos primeros muertos de la expedición… Un minero de la Isla de la Reunión, y un carpintero francés. Compañeros del deber, que trabajaban en el encofrado.

Había también cuatro heridos de los cuales un electricista japonés en grave estado.

El Corredor estaba señalado en el croquis con la letra D.

En la pared de roca, éste dibujaba una abertura que debía haber sido rectangular, y estaba llena con una mezcla caótica de restos de rocas, con una especie de cemento y de moldes metálicos retorcidos y vueltos a su origen mineral. Entre esta abertura y la puerta de la Esfera, se habían encontrado, mezclados en la arena, la misma clase de restos, que se empaquetaron cuidadosamente y fueron enviados a la superficie con fines de examen y de análisis.

El Corredor había sido nombrado así porque los sabios pensaban que era la terminación de un pasaje, pero sus proporciones hacían pensar más bien en el perfil de una sala de dimensiones bastante grandes. Sea lo que fuere, era a partir de ahí, que los hombres del pasado —si se trataba de hombres ¿pero de qué otra cosa podía tratarse?— habían excavado y endurecido la roca, traído la arena, y construido la Esfera. Era el cordón umbilical a partir del cual ésta se había desarrollado en su placenta rocosa. El Corredor venía de alguna parte, y podía llevar allí. Lo iban a despejar, introducirse en él e ir a ver…

¿Pero después la Esfera? Explorar la Esfera primero, había decidido la asamblea de los sabios.

—Y yo, ¿qué tengo?

Hoover quiso palparse el cráneo, pero sus dedos no llegaron hasta su cabeza. Había entre ellos y ella el espesor de un apósito.

—¿Está rajada? —preguntó.

—No, el cuero cabelludo está abierto, el hueso magullado, y un pedacito de granito hundido en el occipital. Se lo he sacado. No había perforado el hueso. Todo anda bien.

—Brurrush —dijo Hoover.

Se distendió y se recostó con satisfacción sobre la almohada.

Al día siguiente asistía a una reunión de información en la Sala de Conferencias.

Cuando subió sobre el podio para tomar su lugar en la mesa del Comité directivo del EPI, hubo primero una oleada de risas. Se había levantado de la cama para venir, y se había puesto únicamente su salida de baño. Era de color frambuesa, con un sembrado de medias lunas azules y verdes. Su voluminoso vientre le levantaba el cinturón, cuya extremidad colgaba hasta sus botas de entrecasa, en piel de oso blanco.

Su apósito redondo, en forma de turbante, remataba su aire de Mamamouchi del enfermo imaginario, puesto en escena en Greenwich Village.

Rochefoux, que presidía, se levantó y lo abrazó. Un estallido de aplausos cubrió la oleada de risas. Todos querían mucho a Hoover, y le agradecían que fuera divertido en medio del drama.

La sala estaba llena. Además de los sabios y los técnicos venidos de todas las fronteras, había ahí, una docena de periodistas representando a las grandes agencias del mundo, que en la Tribuna de la Prensa, disponían de cascos traductores.

Sobre una gran pantalla, detrás del podio apareció una vista general del bolsón rocoso, iluminado por los reflectores.

Unos treinta hombres se ajetreaban, en vestimenta anaranjada o roja, un casco sobre la cabeza y una máscara colgando del cuello, lista para ser utilizada inmediatamente.

La mitad superior de la Esfera, emergiendo de la arena y de sus bases, brillaba suavemente, enorme y tranquila, amenazadora también, por su masa, por su misterio, por lo desconocido que ocultaba.

Con voz cantarina, un poco monótona, Leonova explicó los trabajos, y la traductora se puso a cuchichear en todos los oídos, en diecisiete idiomas distintos. Leonova calló, se quedó un momento soñadora, y continuó:

—No sé lo que les sugiere la vista de esta Esfera, pero a mí… me hace pensar en una semilla. En la primavera, la semilla debe germinar. La perforadora telescópica, es el tallo que tiene que desarrollara, y perforará el camino hasta la luz, y el «pedestal» hueco está ahí para recibir los escombros… Pero la primavera no vino… Y el invierno dura desde hace 900.000 años… Sin embargo no quiero, yo no puedo creer que la semilla esté muerta…

Casi gritó:

—¡Está la señal!

Un periodista se levantó y preguntó con el mismo modo vehemente:

—¿Entonces, qué esperan ustedes para abrir la puerta?

Leonova, sorprendida, lo miró y contestó en un tono que se había vuelto helado:

—No la abriremos.

Un murmullo de sorpresa recorrió a la concurrencia. Rochefoux se levantó —sonriendo— y puso las cosas en su punto.

—No abriremos la puerta —dijo—, porque es posible que un dispositivo de defensa o de destrucción esté adherido a ella. Abriremos aquí.

Con una varilla de bambú tocó sobre la imagen, un emplazamiento en el tope de la esfera.

—Pero hay una dificultad. Nuestras perforadoras con cabeza de brillante han roto los dientes sobre este metal. Y no se funde con el soplete oxhídrico, o mejor dicho se funde pero se vuelve a cerrar nuevamente. Como si se hendiera una carne con un escalpelo, y que la carne se cicatrizara inmediatamente detrás de la hoja. Es un fenómeno cuyo mecanismo no comprendemos, pero que sucede a escala molecular. Para hacer un rumbo en este metal, debemos atacar a nivel de las moléculas, y disasociarlas. Esperamos un soplete nuevo que utilice a la vez el láser y el plasma. En cuanto lo hayamos recibido, emprenderemos la operación Apertura.

El pozo de hielo y de roca se prolonga en un pozo de oro. Un agujero de dos metros de diámetro se hunde en la corteza de la Esfera. En el fondo del agujero, en una luz dorada, un caballero blanco ataca el metal con una lanza de luz. Vestido de amianto, con máscara de vidrio y de acero, es el ingeniero inglés Lister, armado de su plaser. Una voz explica que la palabra plaser ha sido formada por la conjunción de dos palabras: plasma y laser, y que el maravilloso soplete que se ve aquí trabajando, se debe a la colaboración de las industrias inglesas y japonesas.

Sobre la pantalla de televisión la imagen retrocede, descubriendo la parte superior del pozo de oro. Sobre la plataforma que lo rodea, técnicos anaranjados y rojos sostienen los cables, dirigen las cámaras o los reflectores. El calor que sube del pozo hace chorrear el sudor sobre sus rostros.

La pantalla es plegadiza, suspendida bajo una sombrilla al borde de una piscina en Miami. Un hombre gordo y congestionado, vestido con un bikini sintético, repantigado en una hamaca al soplo de un ventilador, suspira y pasa sobre su pecho una toalla esponja. Le parece inhumano mostrar semejante espectáculo a alguien que ya tiene tanto calor.

El comentarista recuerda las dificultades con las cuales han tropezado los sabios del EPI, en particular las dificultades climáticas. En ese momento he aquí el estado del tiempo que reina en la superficie, por encima de la cantera.

Sobre la pantalla, una terrible tormenta barre el EPI 3. Vehículos fantasmas trasladan de un edificio al otro, sus siluetas amarillas, borrosa a causa de la nieve que el viento lleva en línea horizontal a 240 km. por hora. El termómetro marca 52 grados bajo cero. El hombre gordo congestionado se ha vuelto lívido, y castañeteándole los dientes, se arrebuja con su toalla.

En una casa japonesa, la pantalla ha reemplazado sobre el tabique de papel, a la tradicional estampa. La dueña de casa arrodillada, sirve el té. El comentarista habla quedo. Dice que en el fondo del Pozo ya no hay más que algunos centímetros de espesor y que un agujero va a ser horadado para permitir introducir en el interior una cámara de televisión. Dentro de algunos instantes, los honorables espectadores del mundo entero van a penetrar dentro de la Esfera con la cámara, y conocer por fin su misterio.

Leonova, en buzo de amianto, se ha reunido con Lister en el fondo del Pozo. Hoover, demasiado voluminoso, ha debido quedarse arriba con los técnicos. Se ha acostado sobre su vientre al borde del foso y grita sus recomendaciones a Leonova que no le oye.

Ella está arrodillada al lado de Lister. Una especie de escudo blindado colocado frente a sus muslos los protege. El vástago de llama rosa penetra dentro del oro, que hierve y se desvanece en olas de luz.

De pronto estalla un aullido sobreagudo. La llama, las chispas, el humo, son violentamente aspirados desde abajo. El pesado escudo cae sobre el suelo de oro, Leonova se desploma, Hoover grita y maldice, Lister se sujeta al plaser. Un técnico ya ha cortado la corriente. El aullido se vuelve un silbido que pasa del agudo al grave y luego se detiene. Leonova se levanta, se quita la máscara y habla en su altoparlante. Anuncia con calma que la Esfera está perforada. Contrariamente a lo que se hubiese podido creer, debe hacer más frío en el interior que en el exterior, lo que ha provocado una violenta succión de aire. Ahora el equilibrio está restablecido. Se va a redondear el agujero y bajar la cámara fotográfica.

Simon está sobre la Esfera, al lado de Hoover y de Lanson, el ingeniero inglés de la TV que dirige la bajada con un grueso cable. La extremidad de éste se encuentra perforada con dos lentejuelas superpuestas: la del reflector miniatura, y la de la minicámara.

En el fondo del Pozo, Leonova agarra el cable con sus dos manos enguantadas, y lo introduce en el agujero negro. Cuando ha penetrado más o menos un metro, ella levanta los brazos. Lanson interrumpe la progresión del cable.

—Todo está listo —le dice a Hoover.

—Espérenme —dice Leonova.

Vuelve a subir sobre la plataforma, para mirar con todos los hombres presentes, la pantalla del receptor de control, colocada al borde del Pozo.

—Adelante —dice Hoover.

Lanson se vuelve hacia el técnico.

—¡Luz!…

Sobre el piso de oro, el ojo del reflector se enciende, el de la cámara mira.

La imagen sube a lo largo del cable, atraviesa la tormenta, brota desde lo alto de la antena de EPI 1 hacia Trio inmóvil en el vacío negro del espacio, rebota hacia los otros satélites, y cae como lluvia hacia todas las pantallas del mundo.

La imagen aparece sobre la pantalla de control. No hay nada.

Nada más que un lento remolino grisáceo que trata en vano de atravesar la luz del minireflector. Se parece al esfuerzo inútil de un faro de automóvil en una sábana de niebla londinense.

—¡Tierra! —grita Hoover—. ¡Horrible tierra!…

Son los torbellinos provocados por la succión de aire que han provocado estos remolinos… Pero ¿cómo ha podido la maldita tierra penetrar en esta bendita Esfera tan herméticamente cerrada?

Un difusor le contesta. Es Rochefoux que habla desde la Sala de Conferencias.

—Haga saltar rápidamente el fondo de la caja —dijo—. Y vaya a ver…

El fondo del Pozo estaba abierto. Sobre la plataforma, el equipo de avanzada estaba listo a bajar. Comprendía a Higgins, Hoover, Leonova, Lanson y su cámara sin película, el africano Shanga, el chino Lao, el japonés Hoi-To, el alemán Henckel y Simon.

Resultaba peligroso que hubiese demasiada gente. Pero se tuvo que dar satisfacción a las susceptibilidades de las delegaciones.

Rochefoux, que se sentía muy cansado, había cedido su lugar a Simon. La presencia de un médico, por otra parte podía ser muy útil.

Siendo el más joven Simon, solicitó y obtuvo el favor de ser el primero en descender. Estaba vestido con un mameluco de color limón, con calefacción, botas de fieltro gris y gorro de astracán. Un termómetro explorador había revelado en el interior 37 grados bajo cero. El médico llevaba una lámpara frontal, una máscara de oxígeno colgando del cuello, y en la cintura un revólver 9mm que había querido rehusar, pero que Rochefoux lo obligó a aceptar: No se sabía hacia qué iba a bajar.

Una escalera metálica, que realizaba las veces de antena, estaba fija al borde del Pozo y colgaba sobre lo desconocido. Simon se puso el casco y se metió. Se le vio desaparecer en la luz dorada, luego en el negro.

—¿Qué ves? —grito Hoover.

Hubo un silencio, luego el alto parlante dijo:

—¡Estoy parado! Hay un piso…

—¡Santo Dios! ¿Qué es lo que ve? —preguntó Hoover.

Nada… No hay nada que ver…

—¡Ya voy! —dijo Hoover.

Se ubicó sobre la escalera metálica. Su mameluco era rosa. Llevaba un bonete tejido de lana gruesa verde, coronado de un pompón multicolor.

—¡Va a hacer resquebrajarse todo! —dijo Leonova.

—No peso nada —contestó—. Soy como un copo grande de nieve…

Ajustó su máscara y bajó.

Lanson, sonriendo, dirigió hacia él su cámara.

Estaba de pie sobre el piso de oro, en la pieza redonda y vacía. Un leve polvo extendía sus velos a lo largo del muro circular de oro, ahuecado con millares de alvéolos que parecían hechos para contener algo, y no contenían nada.

Los otros bajaban, miraban, se callaban. El polvo casi invisible estorbaba el haz de luz de las lámparas frontales, y bordeaba con una aureola nuestras siluetas disfrazadas.

Luego vinieron los dos electricistas con sus reflectores a baterías. La gran claridad trasformó la pieza en lo que era: simplemente un cuarto vacío. Enfrente mío, una porción del muro era lisa, sin alvéolos. Tenía una forma trapezoidal, un poco más ancha abajo que arriba, con un ligero estrangulamiento a la mitad de la altura. Pensé que pudiera ser una puerta, avancé hacia ella.

Es así como di mis primeros pasos hacia ti.

No había ningún medio visible para abrir esta puerta, si es que era una. Ni manija, ni cerradura. Simon levantó su mano derecha enguantada, la posó sobre la puerta, cerca del borde, a la derecha, y empujó hacia adentro. El borde de la puerta se separó de la pared y se entreabrió. Simon quitó su mano. Sin ruido —y sin disparador— la puerta volvió exactamente a su lugar.

—Y bueno, ¿qué esperamos? —dijo Hoover. Vamos…

Por estar a la izquierda de Simon, espontáneamente levantó su mano izquierda y la posó sobre el borde de ese lado.

Y la puerta se abrió a la izquierda.

Sin demorarse en admirar esa puerta ambivalente, Hoover la empujó a fondo. Quedó abierta. Simon hizo señas a un electricista, que levantó su reflector, y lo dirigió hacia la abertura.

Era la de un corredor de varios metros de largo. El piso era de oro y las paredes de un material color verde que parecía poroso. Una puerta azul del mismo material cerraba el fondo del corredor. Otras dos estaban colocadas a la derecha, y una a la izquierda.

Simon entró, seguido por Hoover e Higgins, y detrás suyo los demás.

Cuando llegó a la primera puerta paró, levantó la mano y empujó.

Su mano enguantada se hundió en la puerta y pasó al través…

Hoover gruñó de sorpresa e hizo un movimiento para acercarse. Su mano enorme rozó a Higgins, que para guardar el equilibrio, se apoyó contra el muro.

Higgins pasó a través de la pared.

Gritó, y la traductora pegó el mismo grito en los auriculares. Hubo un ruido de choque sordo algunos metros más abajo, y la voz de Higgins calló.

El choque había desquiciado las paredes. Se les vio estremecer, doblarse, agobiarse, derrumbarse suavemente en masas blandas de tierra, descubriendo un abismo de oscuridad, atravesado por los reflectores, donde otras paredes caían sin ruido, revelando todo un mundo en tren de desvanecerse, muebles, máquinas, animales inmóviles, siluetas vestidas, espejos, formas desconocidas, que se desarmaban, resbalaban a lo largo de sí mismas, caían en montones sobre pisos que se combaban y se deshacían a su vez.

Desde el fondo de la esfera donde se reunían todas estas caídas blandas, subían espirales grises y espesas como un cúmulo de tierra. Los sabios tuvieron justo el tiempo de ver a Higgins los brazos en cruz, el pecho atravesado por una estaca de oro. Luego la nube lo envolvió y continuó su ascenso.

—¡Máscaras! —gritó Hoover.

Apenas se habían colocado las máscaras cuando la nube los alcanzó, los envolvió llenando la Esfera. Se inmovilizaron sobre ese sitio, no animándose a moverse más. No veían nada. Estaban sobre una pasarela sin parapeto a ocho pisos sobre el vacío, envueltos en una nube impenetrable.

—¡Arrodíllense! ¡Despacito! —dijo Hoover—. En cuatro patas.

Es así como alcanzaron, lentamente, palpando los bordes de la pasarela, la sala redonda y luego el exterior de la Esfera. Emergieron uno a uno, llevándose consigo jirones o echarpes de tierra. El pozo de oro humeaba.

Dos hombres con escafandras, y encordados, bajaron a buscar el cuerpo de Higgins. Un pastor celebró un oficio fúnebre en la iglesia bajo el hielo. Una cruz de luz se habría hacia el cielo, tallada en la bóveda traslúcida. Luego Higgins muerto, hizo hacia la Ciudad del Cabo, su país, el viaje aéreo a la inversa de lo que había hecho Higgins vivo.

La prensa se deleitó: «La Esfera maldita ha golpeado de nuevo», «La tumba del Polo Sur, ¿matará más sabios que la de Tutankamon?»

En el restaurante de EPI 2, los diarios, que acababan de llegar, por el último avión, pasaban de mano en mano, Leonova miraba con desprecio un semanario inglés con el encabezamiento: «¿Qué fantasma asesino monta guardia delante de la Esfera de Oro?»

—La prensa capitalista delira —dijo.

Hoover, sentado frente a ella, derramaba un litro de crema sobre un plato de choclo desgranado.

—Sabemos de sobra que los marxistas no creen en lo sobrenatural —contestó él—, pero espere un poco que el duende venga de noche a hacerle cosquillas en los pies…

Tragó una cucharada de choclo sin masticarlo, y prosiguió:

—Hay sin duda algo que ha expelido a Higgins al través de la pared, ¿no?

—Es el vientre de usted que lo empujó… ¿No tiene vergüenza de transportar semejante horror delante suyo? No es solamente inútil, sino peligroso…

Él se golpeó suavemente la panza.

—Es toda mi inteligencia la que está ahí… Cuando adelgazo, me vuelvo triste y tan tonto como cualquiera… Estoy afligido por Higgins… No hubiera querido morir como él, sin haber visto la continuación…

Habían introducido en la Esfera una enorme manguera de aire, que aspiraba hacia fuera. El aire que echaba a la superficie se recibía en bolsas que lo tamizaban. El polvo recogido era enviado hacia los laboratorios que, en el mundo entero, trabajaban para la expedición.

Cuando las bolsas no recogieron nada más, el equipo puntero penetró de nuevo en la Esfera.

Los reflectores estaban dirigidos en todas direcciones, dentro de una atmósfera interior vuelta trasparente nuevamente. La luz reflejada, quebrada, irradiada en todas partes por el mismo metal, inundaba de reflejos auríferos una arquitectura de oro abstracta y demente.

En el derrumbamiento del mundo cerrado, todo lo que estaba compuesto por la misma aleación que la externa, había subsistido. Pisos sin paredes… escaleras sin barandas, rampas que no llevaban a ninguna parte, puertas abriéndose en el vacío, cuartos cerrados suspendidos, unidos los unos a los otros, sostenidos, apuntalados por vigas caladas o por contrafuertes livianos como huesos de pájaros componían un esqueleto de oro, liviano, inimaginablemente bello.

Casi en el centro de la Esfera, una columna la atravesaba verticalmente de un lado al otro. Era, o contenía, la perforadora. En su base, apoyada contra ella, y parecía soldada a ella, se levantaba una construcción de nueve metros de alto, más o menos cerrada herméticamente, en forma de huevo, con la punta en el aire.

—Hemos abierto la semilla, este es el germen —murmuró Leonova.

Una escalera, cuyos escalones de oro parecían mantenerse solos en el aire, partía del emplazamiento de la puerta en la pared de la Esfera, atravesaba el aire como un sueño de arquitecto, y terminaba en el Huevo, a las tres cuartas partes de su altura. Lógicamente, en este emplazamiento debía situarse la abertura.

Desde pisos a pasarelas y escaleras, por caminos aéreos, los exploradores bajaron hacia el Huevo. Y encontraron la puerta en el lugar donde pensaban encontrarla. Era de forma ovoide, más ancha hacia abajo. Cerrada, por supuesto, y no presentando ningún dispositivo para su abertura. Pero no estaba soldada.

Resistió a todas las presiones. Simon, como un chiquillo, sacó un cortaplumas de su bolsillo, y trató de introducir la hoja en la ranura casi invisible.

La hoja resbaló sin penetrar. El cierre era de un hermetismo total. Hoover sacó su martillo de cobre y golpeó. Al igual que la pared de la Esfera, producía un sonido sordo.

Lo hicieron bajar a Brivaux con su aparato registrador, La línea de ultrasonidos se inscribió sobre el papel.

La señal provenía del interior del Huevo.

Desde la Sala de Conferencias, sabios y periodistas seguían, sobre la pantalla, el trabajo de los equipos en el interior de la Esfera. Carpinteros posaban pasarelas, y apuntalaban escaleras. Hoover y Lanson, asistidos por electricistas, se ocupaban de la puerta del Huevo. Leonova y Simon acababan de llegar por medio de una escalera, a una sala de oro suspendida en el vacío.

La atmósfera estaba clara. Ya nadie usaba máscara. Con mil precauciones, Leonova empujó la puerta metálica de la sala redonda.

Se abrió lentamente. Leonova entró y se hizo a un lado para dejar pasar a Simon.

Se volvieron hacia el interior de la sala y miraron.

No estaba iluminada sino por los reflejos que dejaba pasar la puerta abierta. En esta penumbra de oro se encontraban seis seres humanos.

Dos estaban de pie y los miraban entrar. El de la derecha, en un gesto inmóvil, los invitaba a venir a sentarse en una especie de asiento horizontal del cual no se apercibía el soporte. El de la izquierda abría los brazos como para estrecharlos en un saludo de bienvenida.

Los dos estaban vestidos con un amplio y pesado ropaje color rojo que llegaba al suelo y ocultaba sus pies.

Un bonete chico igualmente rojo les cubría la cabeza. Los cabellos lisos, castaños en uno, rubios en el otro, les caían a ras de los hombros.

Detrás de ellos, dos hombres desnudos sentados faz a faz sobre una piel blanca se entrecruzaban los dedos de la mano izquierda y levantaban la derecha, con el índice tenso. Puede ser que fuera un juego.

Leonova enfocó su aparato fotográfico y disparó el doble fogonazo del flash laser. Toda la escena fue violentamente iluminada durante un milésimo de segundo. Simon tuvo el tiempo de adivinar otros dos personajes pero la imagen se borró en su retina. Y la escena se borró al mismo tiempo. Como si el choque de la luz hubiera sido demasiado violento para ellos, los trajes, luego la substancia de los personajes se descolgaron y resbalaron hecho polvo, y dejando al descubierto especies de motores y armazones metálicos. Después, a su vez estos esqueletos, Se derrumbaron suavemente. En unos segundos, no subsistió del grupo, en el polvo que se levantaba, sino algunos arabescos de hilos de oro, sosteniendo de aquí y de allá una plaqueta, un círculo, una espiral, suspendidos…

Leonova, y Simon se apresuraron en salir, y cerrar la puerta de la pieza con la nube de tierra que la llenaba. Se sentían frustrados, como cuando uno se despierta en medio de un sueño que se sabe no volverá a ver jamás.

De pie frente a la escalera de la puerta del Huevo, Hoover daba informaciones sobre los trabajos de su equipo. En la Sala de Conferencias, los periodistas observaban la pantalla grande y tomaban notas.

—¡La hemos perforado! —dijo Hoover—. He aquí el agujero…

Su pulgar gordo se posó sobre la puerta, cerca de un orificio negro en el cual él podría haberse hundido.

—No ha habido movimiento de aire ni en un sentido ni en el otro. El equilibrio de las presiones internas y externas no puede ser efecto de la casualidad. En alguna parte hay un dispositivo que conoce la presión externa y actúa sobre la presión interna. ¿Dónde está? ¿Cómo funciona? ¿Les gustaría saberlo? A mí también…

Rochefoux habló en el micrófono de la mesa del Consejo.

—¿Cuál es el espesor de la puerta?

—Ciento noventa y dos milímetros, compuestos de capas alternadas de metal y de otra materia que parece ser un aislante térmico. Hay por lo menos cincuenta capas.

—Es un verdadero «milhojas». Vamos a medir la temperatura interior.

Un técnico introdujo en el orificio un largo tubo metálico que se terminaba, en el exterior, por una esfera graduada. Hoover echó una mirada sobre esta última, bruscamente pareció interesado y no le quitó la vista.

—¡Y bueno, mis hijos! ¡Esto baja!… ¡Baja!… todavía… todavía… Estamos a menos de 80… menos 100… 120…

Cesó de enumerar las cifras y se puso a silbar de asombro. La traductora habló dentro de los diecisiete auriculares.

—¡Menos 180 grados centígrados! —dijo la imagen de Hoover en la pantalla grande—. ¡Es casi la temperatura del aire líquido!

Louis Deville, el representante de Europress, que fumaba un cigarro negro, largo y delgado como un espagueti, dijo con su bello acento meridional:

—¡Qué divertidos! ¡Es un frigorífico! Vamos a encontrar arvejas congeladas…

Hoover continuaba:

—Queríamos introducir una ganzúa de acero en ese agujero, y tirar de ésta para abrir la puerta. Pero con el frío que hace ahí dentro, la ganzúa se romperá como un fósforo. Va a ser necesario encontrar otra cosa…

Otra cosa, fueron tres ventosas neumáticas grandes como platos, aplicadas sobre la puerta y unidas a un gato-tractor, éste a su vez fijo en un armazón de vigas de hierro arbotantes alrededor del Huevo. Una bomba chupó el aire de las ventosas casi hasta el vacío… Estas hubieran soliviado una locomotora.

Hoover comenzó a hacer girar el volante del gato.

En la Sala de Conferencias, un periodista inglés preguntó a Rochefoux:

—¿Usted no teme que haya un dispositivo destructor aquí?

—No lo había detrás de la puerta de la Esfera. Recién lo hemos sabido cuando estuvimos dentro. No hay motivo para que haya uno acá.

El Comité estaba reunido en su totalidad frente a la pantalla. La sala estaba llena y afiebrada. Aun los que tenían ocupaciones en otro lado venían a ver rápidamente en que se estaba, y volvían a su trabajo.

Sólo Leonova, demasiado impaciente para mirar de lejos, había acompañado a Hoover y sus técnicos. Simon estaba junto a ellos, con dos enfermeras, pronto a intervenir en caso de accidente.

Sobre la pantalla, la imagen de Hoover dio vuelta la cabeza hacia sus colegas del Comité.

—He dado veinte vueltas al volante —dijo—. Eso representa 10 milímetros de tracción. La puerta no se ha movido ni un ápice. Si insisto ahora, se va a deformar y romper.

—¿Continúo?

—¿Está seguro de que las ventosas no corren el riesgo de desprenderse? —preguntó Ionescu, el físico rumano.

—Arrancarían muy bien al Polo Sur —dijo la imagen de Hoover.

—Es necesario abrir esta puerta de un modo u otro —dijo Rochefoux.

Se dio vuelta hacia los miembros del Consejo.

—¿Qué piensan ustedes? ¿Se vota?

—Hay que continuar —dijo Shanga levantando la mano. Todas las manos se levantaron.

Rochefoux le habló a la imagen.

—Proceda, Joe —le dijo.

—O.K. —contestó Hoover.

Tomó con las dos manos el volante del gato.

En la cabina de TV, Lanson empalmó con la antena de emisión.

Detrás de un tabique de vidrio insonoro, un periodista alemán comentaba.

En la tribuna de la prensa, Louis Deville se levantó:

—¿Puedo hacerle una pregunta a Mr. Hoover? —dijo.

—Acérquese —dijo Rochefoux.

Deville subió sobre el podio y se inclinó directamente sobre el micrófono.

—Señor Hoover, ¿me oye usted?

La imagen de Hoover asintió con la cabeza.

—Bueno —dijo Deville—. Ha hecho un boquete en el hielo, ha encontrado una semilla. Ha hecho un agujero en la semilla, ha encontrado un huevo. Ahora, según su parecer, ¿qué va a encontrar?

Hoover le hizo frente con una encantadora sonrisa sobre su cara gorda.

—¿Nuts? —dijo.

Lo que la Traductora, con un millonésimo de segundo de titubeo, tradujo en los audífonos franceses por: «Clavos».

No hay que pedirle demasiado a un cerebro electrónico. Para conservar la imagen redonda, un cerebro de hombre hubiese quizá traducido «ciruelas».

Deville volvió a su lugar frotándose las manos. Tenía una buena crónica para esta noche, aun si…

—Atención —dijo Hoover—, creo que estamos…

Hubo bruscamente en el difusor un ruido parecido al de una tonelada de terciopelo que se rasga. Abajo, en la puerta apareció una rendija oscura.

—¡Se abre por debajo! —dijo Hoover—. Despegue la 1 y la 2. ¡Pronto!

Las dos ventosas superiores, llenas de aire, cayeron al extremo de sus cadenas.

Quedaba solamente la ventosa de abajo. Hoover giraba el volante a toda velocidad. Hubo un arpegio desgarrador, como si todas las cuerdas de un piano se rompieran una tras otra. La puerta ya no resistió más.

En unos minutos, los accesos a la puerta fueron despejados.

Leonova y Simon se pusieron sus escafandras. Eran semejantes a los de los astronautas, únicos capaces de protegerlos contra el frío reinante dentro del Huevo. Los habían hecho traer por el jet desde Rockefeller Station, la base americana para la partida a la luna. Se esperaban otros de origen ruso y europeo. Por el momento no había más que esos dos. Hoover había tenido que desistir de introducirse dentro de uno de ellos. Por primera vez, desde que había sobrepasado los cien kilos, lamentaba su volumen. Fue él quien abrió la puerta. Se puso guantes de amianto, introdujo las manos en la rendija, al ras del último escalón de la escalera, y pegó un tirón.

La puerta se levantó como una tapa.

He entrado, y te he visto.

Y he sido preso de inmediato por el deseo furioso, mortal de echar, de destruir todos los que, aquí, detrás de mí, detrás de la puerta, en la esfera sobre el hielo, delante de las pantallas del mundo entero, esperaban saber y ver. Y que iban a «verte», como yo te veía.

Y sin embargo, yo quería también que te vieran. Deseaba que el mundo entero supiese cómo eras tú, maravillosamente, increíblemente, inimaginablemente bella.

Mostrarte a todo el universo, el tiempo de un relámpago, luego encerrarme contigo, solo, y mirarte por toda la eternidad.

Una luz azul provenía del interior del huevo. Simon entró el primero, y a causa de esta luz, no encendió su antorcha. La escalera exterior se continuaba en el interior y parecía interrumpirse en el vacío. Sus últimos escalones se recortaban en siluetas negras y terminaban, más o menos a la mitad de la altura del huevo. Abajo, un gran anillo metálico horizontal estaba suspendido en el vacío.

Era éste el que emitía esa luz diáfana, o mejor esa luminiscencia suficiente para alumbrar todo en torno suyo, a una organización de aparatos cuyas formas parecían extrañas, porque eran desconocidas. Fustes e hilos los ligaban entre sí, y todos estaban en cierto modo vueltos hacia el anillo, para recibir algo de este.

El gran anillo azul giraba. Estaba suspendido en el aire, sostenido por nada, en contacto con nada, Todo el resto estaba estrictamente inmóvil. Él giraba. Pero era tan liso y su movimiento tan perfectamente ejecutado sobre sí mismo, que Simon lo adivinó más que verlo y no pudo darse cuenta si el anillo giraba muy lentamente o a una velocidad considerable.

Desde el exterior, Lanson, que había bajado de la sala de conferencias para vigilar sus cámaras, encendió un reflector. Sus mil vatios absorbieron la luminiscencia azul, hicieron desaparecer la mecánica fantasmagórica y revelaron en su lugar una baldosa trasparente que, ahora reflejaba la luz fuerte y no dejaba discernir lo que había debajo suyo.

Simon seguía parado siempre sobre la escalera, a cinco escalones por encima del suelo trasparente, y Leonova a dos escalones más arriba que él.

Cesaron al mismo tiempo de mirar el suelo bajo sus pies, levantaron la cabeza y vieron lo que había frente a ellos.

La parte superior del huevo constituía una sala con cúpula. Sobre el piso, frente a la escalera, estaban colocados dos zócalos de oro de forma alargada. Sobre cada uno de esos zócalos descansaba un bloque de un material trasparente igual a un hielo extremadamente traslúcido. Y dentro de cada uno de esos bloques se encontraba un ser humano acostado, con los pies hacia la puerta.

Una mujer, a la izquierda. A la derecha, un hombre. No había lugar a dudas porque estaban desnudos. El sexo del hombre estaba erguido como un avión que levanta vuelo. Su puño izquierdo estaba posado sobre su pecho. Su mano derecha se levantaba oblicuamente, el índice tendido, en el mismo gesto que los jugadores de la sala redonda.

Las piernas de la mujer estaban cruzadas. Sus manos abiertas descansaban, la una sobre la otra, justo por debajo del pecho. Sus senos eran la imagen misma de la perfección del espacio ocupado por la curva y la carne. Las pendientes de sus caderas eran como las de una duna amada por el viento de arena, que ha tardado un siglo para construirla con su caricia. Sus muslos eran redondos y largos, y el suspiro de una mosca no hubiese encontrado lugar para deslizarse entre ellos. El nido discreto del sexo estaba hecho de rulos dorados, cortos y crespos. De sus hombros a sus pies parecidos a flores, su cuerpo era de una gran armonía donde cada nota, milagrosamente afinada, se encontraba en concordancia exacta con cada una de las demás y con todas.

No se veía su cara. Como la del hombre, estaba cubierta hasta el mentón, por un casco de oro de rasgos estilizado, de una belleza grave.

La materia trasparente que los envolvía, al uno y al otro era tan fría que el aire a su contacto se hacía líquido y chorreaba, haciendo a los dos bloques, como un encaje que bailaba, se despegaba, caía y se evaporaba antes de tocar el suelo.

Acostados en esos estuches de luz cambiante, estaban por su misma desnudez, revestidos de un esplendor de inocencia. Su piel, lisa y mate como una piedra pulida, tenía un color de madera cálida.

A pesar de que fuera menos perfecto que el de la mujer, el cuerpo del hombre daba la misma impresión extraordinaria de una juventud nunca vista. No era la juventud de un hombre y de una mujer, sino la de la especie. Esos dos seres eran nuevos, conservados intactos desde la infancia humana.

Simon, lentamente, tendió la mano hacia adelante.

Y entre los hombres que en ese mismo momento, miraban sobre sus pantallas la imagen de esta mujer, que veían esos suaves hombros rellenos, esos brazos redondos encerrando como en una canasta los frutos livianos de los senos, y la curva de esas caderas donde se vertía la belleza total de la creación, ¿cuántos no pudieron impedir a su mano el gesto de tenderse, para posarse allí?

Y entre las mujeres que miraban a ese hombre, ¿cuántas ardieron del deseo atrozmente irrealizable de acostarse sobre él, de plantarse y de morir ahí?

Hubo en el mundo entero un instante de estupor y de silencio. Hasta los viejos y los niños callaron. Luego las imágenes del punto 612 se apagaron, y la vida común empezó de nuevo, un poco más nerviosa, un poco más agria. La humanidad por medio de un poco más de ruido, se esforzaba por olvidar lo que acababa de comprender, mirando los dos Nacientes del Polo hasta qué punto era antigua, y cansada, aun en sus más bellos adolescentes.

Leonova cerró los ojos y sacudió la cabeza en su casco. Cuando levantó sus párpados, ella ya no miraba en dirección del hombre. Bajó, y empujó a Simon con su rodilla.

Sacó de su bolso un pequeño instrumento con un cuadrante, dio unos pasos y lo puso en contacto con el bloque que contenía a la mujer. Se quedó pegado. Ella miró el cuadrante, y dijo con voz neutra dentro de su micrófono de visera:

—Temperatura en la superficie del bloque: 272 grados centígrados, bajo cero.

Hubo murmullos de sorpresa entre los sabios reunidos en la Sala de Conferencias. Era casi el cero absoluto.

Louis Deville, olvidando su micrófono, se levantó para gritar su pregunta:

—¿Puede preguntarle al doctor Simon, mientras que los mira, si como médico él piensa que pueden estar vivos?

—¡No se queden cerca de los bloques! —dijo la voz traducida de Hoover en los auriculares de Simon y de Leonova. ¡Retrocedan! ¡Más! ¡Sus escafandras no están hechas para semejante fríos!…

Recularon hacia el pie de la escalera. Simon recibió la pregunta de Deville. Ese interrogante se lo formulaba a sí mismo, desde hacia un momento, con ansia. Primero no había tenido duda alguna: esta mujer estaba viva, ella no podía estar sino viva… pero era un deseo, no una convicción. Y buscaba ahora razones objetivas para creerlo, o para dudar de ello. Las enumeró en su micrófono, hablando sobre todo para sí mismo.

—Estaban vivos cuando el frío los tomó. El estado del hombre lo prueba.

Tendió su brazo acolchado en dirección del sexo oblicuo del hombre.

—Es un fenómeno que ya se había constatado en ciertos ahorcados. Demostraba una congestión brutal, y un reflujo de la corriente sanguínea hacia la parte baja del cuerpo. De ahí vino la leyenda de la mandrágora, esa raíz de forma humana, que nacía bajo las horcas, de la tierra sembrada por el esperma de los ahorcados. Podría ser que una congestión análoga se haya producido en el curso de un enfriamiento rápido. Ello no ha podido acontecer sino en un cuerpo todavía vivo. Pero es posible que un instante después haya sobrevenido la muerte. Y aun si esos dos seres estaban en un estado de vida detenida, pero de vida posible después de su congelación, ¿cómo podemos saber en qué estado se encuentran hoy después de 900.000 años?

El difusor de la Sala de Conferencias, que trasmitía directamente la voz de Simon, reveló en sus últimas palabras la angustia del joven médico, y calló.

El físico japonés Hoi-To, sentado en la mesa del Consejo, hizo notar:

—Habría que saber a qué temperatura se encontraban. Nuestra civilización no ha conseguido jamás obtener el cero absoluto. Pero parece que esa gente disponía de una técnica superior. Puede ser qué hayan llegado… el cero absoluto es la inmovilidad total de las moléculas. Es decir que ninguna modificación química es posible. Ninguna transformación aun infinitesimal… Ahora bien, la muerte es una transformación. Si en el centro de esos bloques, este hombre y esta mujer se encuentran en el mismo estado que en el momento en que fueron inmersos. Y podrían quedar así por toda la eternidad.

—Hay una manera muy sencilla de, saber si están muertos o vivos, —dijo la voz de Simon en el difusor—. Y como médico, estimo que es nuestro deber hacerlo: Hay que probar de reanimarlos…

Considerable fue la emoción en el mundo. Los diarios gritaban en enormes letras de color: «Despiértenlos», o bien: «Déjenlos dormir».

Según los unos o según los otros, se tenía el deber imperioso de tentar de traerlos a la vida, o si no, no se tenía, en absoluto, el deber de perturbar la paz en la cual reposaban desde un tiempo inverosímil.

A pedido del delegado de Panamá a la O.N.U., la Asamblea de las Naciones Unidas fue convocada para deliberar.

Escafandras espaciales habían llegado a 612, pero ninguna tenía las dimensiones de Hoover. Se encargó una sobre medida. Esperando su llegada, asistía impotente y furioso, desde lo alto de la escalera de oro, a los trabajos de sus colegas, y se desplazaba dentro del Huevo con torpeza, las piernas abiertas y los brazos rígidos. La humedad de la Esfera penetraba en el Huevo y se condensaba en una niebla compuesta de copos imperceptibles. Se había formado escarcha sobre toda la superficie interna de la pared, y una capa de nieve pulverizada, móvil como el polvo, recubría el suelo.

A pesar de sus escafandras, los hombres que bajaban dentro del Huevo no podían permanecer más que un tiempo muy corto, lo que volvía difícil la prosecución de las investigaciones. Se había podido analizar la materia transparente que envolvía a los yacentes. Era helium sólido, es decir, un cuerpo que no solamente los físicos del frío no habían conseguido obtener nunca, pero que pensaban que teóricamente no podía existir.

La niebla helada que colmaba el Huevo ocultaba en parte al hombre y la mujer, desnudos de la mirada de los equipos que trabajaban a su lado. Parecían escudarse detrás de esta bruma, tomar nuevamente sus distancias, alejarse en el fondo de los tiempos, lejos de los hombres que habían querido reunirse con ellos.

Pero el mundo no los olvidaba.

Los paleontólogos aullaban. Lo que se había encontrado en el Polo no podía ser cierto. 0 entonces los laboratorios que habían hecho los cálculos de las fechas se equivocaban.

Se había examinado el barro del deshielo de las ruinas, los residuos de oro, la tierra de la Esfera. Por todos los métodos conocidos, se había determinado su antigüedad. Más de cien laboratorios de todos los continentes habían hecho cada uno más de cien medidas, llegando a más de 10.000 resultados concordantes, que confirmaban los 900.000 años aproximadamente de antigüedad del descubrimiento subglaciar.

Esta unanimidad no hacía mermar la convicción de los paleontólogos. Gritaban: superchería, error, distorsión de la verdad. Para ellos no había duda: menos de 900.000 años era más o menos el principio del Pleistoceno. En esa época todo lo que podía existir en materia de hombre era el Australopiteco, es decir, una especie de primate lamentable, al lado del cual un chimpancé hubiera hecho figura de civilizado distinguido.

Esas instalaciones y esos individuos que habían sido encontrados bajo el hielo, o era falso, o bien era reciente, o bien venía de otra parte y había sido colocado allí por impostores. No podía ser cierto. Era imposible. Contestaciones de transeúntes interrogados a la salida del subterráneo en Saint-Germain-en-laye:

El reportero de TV: ¿Usted piensa que es cierto o que no lo es?

Un señor bien vestido: ¿Que es cierto qué?

El reportero de TV: Los chirimbolos bajo el hielo, allá en el Polo…

El señor: ¡Oh!, sabe usted, yo… ¡Tendría que verlo!

El reportero de TV: ¿Y usted, señora?

Una muy vieja señora, maravillada:

—¡Son tan hermosos! ¡Son tan extraordinariamente hermosos! ¡Son seguramente verdaderos!

Un señor flaco, moreno, friolento, nervioso, se posesiona del micrófono.

—Yo digo: ¿Por qué los sabios quieren siempre que nuestros antepasados sean horrendos? Cro-Magnon y compañía tipo orangután. Los bisontes que uno ve en las grutas de Altamira o de Lascaux eran más bellos que la vaca normanda, ¿no? ¿Por qué nosotros no, también?

En la O.N.U. la Asamblea se desinteresó súbitamente de los dos seres cuya suerte había motivado la convocación.

El delegado de Pakistán acababa de subir a la tribuna e hizo una declaración sensacional.

Los expertos de su país habían calculado cuál debía ser la cantidad de oro que constituía la Esfera, su pedestal y sus instalaciones exteriores. Habían llegado a una cifra fantástica. ¡Había ahí, bajo el hielo, cerca de 200.000 toneladas de oro! Es decir, más que la suma de todo el oro contenido en todas las reservas nacionales individuales los bancos privados y en todas las cuentas y clandestinas. ¡Más que todo el oro del mundo!

¿Por qué se había ocultado esto a la opinión? ¿Qué preparaban las grandes potencias? ¿Se habían puesto de acuerdo para dividir esta riqueza fabulosa, como ellas compartían todas las otras? Esta masa de oro era el fin de la miseria para la mitad humana que sufría todavía hambre y falta de todo. Las naciones pobres… las naciones hambrientas, exigían que este oro fuera troquelado, dividido y repartido entre ellos haciendo la prorrata según el número de su población.

Los negros, los amarillos, los verdes, los grises, y algunos blancos se irguieron y aplaudieron frenéticamente al Pakistaní. Las naciones pobres formaban en la O.N.U. una muy grande mayoría que la habilidad y el derecho de veto de las grandes potencias tenían a raya de más en más difícilmente.

El delegado de los Estados Unidos pidió la palabra y la obtuvo. Era un hombre alto y delgado, que llevaba con aire cansado la herencia distinguida de una de las más antiguas familias de Massachusetts.

Con una voz sin pasión, un poco velada, declaró que él comprendía la emoción de su colega, que los expertos de los Estados Unidos acababan de llegar a las mismas conclusiones que los de Pakistán, y que se preparaba justamente para hacer una declaración a ese respecto.

Pero, agregó, otros expertos examinando las muestras del oro del Polo habían llegado a otra conclusión: el oro no era oro natural, era un metal sintético, fabricado con un procedimiento del cual uno no se podía ni dar una idea. Nuestros físicos atomistas sabían también fabricar oro artificial, por transmutación de átomos. Pero difícilmente, en pequeña cantidad, y a un precio prohibitivo.

El verdadero tesoro enterrado bajo la nieve, no era entonces que tal o cual cantidad de oro fuera considerable, sino los conocimientos encerrados en el cerebro de este hombre o de esta mujer, o quizá de los dos. Es decir, no solamente los secretos de la fabricación del oro, del cero absoluto, del motor perpetuo, pero sin duda una cantidad de otros todavía mucho más importantes.

Lo que se ha encontrado en el punto 612 —prosiguió el orador—, permite en efecto suponer que una civilización muy adelantada, sabiéndose amenazada por un cataclismo que corría el riesgo de destruirla enteramente, puso a buen recaudo, con un lujo de precauciones que quizá agotó todas sus riquezas, a un hombre y a una mujer susceptibles de hacer renacer la vida después del paso del azote.

No es lógico pensar que esta pareja fue elegida únicamente por sus cualidades físicas. El uno o el otro, o los dos, deben poseer suficiente ciencia para hacer renacer una civilización equivalente a aquella de la cual provienen. Es esta ciencia lo que el mundo de hoy debe pensar en compartir, antes que cualquier otra cosa. Para eso, hay que reanimar aquellos que la poseen y hacerles sitio entre nosotros.

—If they are still alive —dijo el delegado chino.

El delegado americano hizo un leve gesto con la mano izquierda, y esbozó una sonrisa, que agregado lo uno a lo otro, significaba muy cortésmente, pero con un total desprecio:

—La Universidad de Columbia está perfectamente equipada en sabios y en aparatos para realizar esta reanimación. Los Estados Unidos se proponen entonces, con vuestro acuerdo, ir a buscar al punto 612 al hombre y la mujer en sus bloques de hielo, trasportarlos con todas las precauciones necesarias y la mayor celeridad posible, hasta los laboratorios de Columbia; sacarlos de su largo sueño y acogerlos en nombre de la humanidad entera.

El delegado ruso se levantó sonriendo y dijo que él no dudaba ni de la buena voluntad americana ni de la competencia de sus sabios. Pero la U.R.S.S. poseía igualmente, en Akademgorodok, los técnicos, los teóricos y los aparejos necesarios. Ella podía, también, encargarse de la operación. Pero no se trataba en este momento capital para el porvenir de la humanidad, de hacer la sobrepuja científica y de disputarse una postura que pertenecía a todos los pueblos del mundo. La U.R.S.S. proponía entonces dividir la pareja, ella misma se hacía cargo de uno de los individuos, y los Estados Unidos se ocuparían del otro.

El delegado pakistaní explotó. ¡El complot de las grandes potencias se revelaba a plena luz! Desde el primer minuto habían decidido atribuirse el tesoro de 612, ya fuese un tesoro monetario o un tesoro científico. Y, compartiendo los secretos del pasado, compartirían también la supremacía del porvenir, como ellas ya poseían la del presente. Las naciones que se asegurarían el monopolio de los conocimientos enterrados bajo el punto 612 poseerían un dominio del mundo total e inconmovible. Ningún otro país podría jamás sustraerse a su hegemonía. Las naciones pobres debían oponerse con todas sus fuerzas a la realización de este abominable proyecto, aunque debiesen quedar para siempre en su caparazón de helio esos dos seres humanos venidos del pasado.

El delegado francés, que había ido a telefonear a su gobierno, a su vez pidió la palabra. Hizo notar, tranquilamente, que el punto 612 se encontraba en el interior de la lonja del continente antártico que había sido atribuido a Francia. Es decir, en territorio francés. Y de ese hecho, todo lo que se podía descubrir allí era propiedad francesa…

Se armó un buen jaleo. Delegados de grandes y pequeñas naciones se encontraron esta vez de acuerdo para protestar, reír burlonamente o simplemente hacer un mohín divertido, según su grado de civilización.

El francés sonrió e hizo un gesto apaciguador. Cuando renació la calma, declaró que Francia, ante el interés universal del descubrimiento, renunciaba a sus derechos nacionales y aun a sus derechos de «inventor», y depositaba sobre el altar de las Naciones Unidas, todo lo que había sido encontrado o podría ser encontrado todavía en el punto 612.

Ahora eran aplausos corteses que su gesto se esforzaba en hacer cesar.

Pero… pero…, sin compartir los temores del Pakistán, Francia pensaba que había que hacer todo para impedir que ellos fueran justificados, tan poco como lo pudieron ser. No eran solamente Columbia y Akademgorodok que estaban equipadas para la reanimación. Se podían encontrar especialistas eminentes en Yugoslavia, en Holanda, las Indias, sin hablar de la Universidad árabe y del muy competente equipo del doctor Labeau, del hospital Vaugirard en Paris.

Francia no descartaba por ello a los equipos rusos y americanos. Pedía solamente que la elección fuese hecha por la Asamblea toda entera, y sancionada por votación.

El delegado americano se adhirió enseguida a esta propuesta. Para dejar el tiempo necesario a estas candidaturas competentes de manifestarse, pidió un cuarto intermedio hasta mañana. Esto fue aprobado.

Los tratos secretos y los regateos iban a comenzar inmediatamente.

Por una vez, la TV funcionaba en sentido inverso. Trio, desde lo alto del éter, devolvía hacia la antena de EPI 1 las imágenes de la O.N.U. En la Sala de Conferencias, los sabios que no estaban ocupados con tareas más urgentes habían seguido los debates en compañía de los periodistas. Cuando estuvo terminado, Hoover, con un gesto del pulgar, apagó la pantalla grande, y miró a sus colegas con una pequeña mueca.

—Creo —dijo— que nosotros también tenemos que deliberar.

Rogó a los periodistas de tener a bien de retirarse, y lanzó por los altoparlantes un llamado general a todos los sabios, técnicos, obreros y braceros de la expedición para una reunión inmediata.

Al día siguiente, en el momento que se abría la sesión de la Asamblea de la O.N.U., un comunicado proveniente del punto 612, fue remitido al presidente.

Al mismo tiempo se difundía Por todos los medios de información internacionales. Su texto era el siguiente:

«Los miembros de la Expedición Polar Internacional han decidido por unanimidad lo siguiente:

1. Niegan a toda nación, sea rica o pobre, el derecho de reivindicar para un fin lucrativo, el menor fragmento del oro de la Esfera y de sus accesorios.

2. Sugieren, si ello puede ser útil a la humanidad, que una moneda internacional sea creada y garantizada por ese oro, con la condición de que quede donde está, considerando que no será más útil ni más "congelado" bajo un kilómetro de hielo, que en 103 sótanos de los bancos nacionales.

3. No le reconocen competencia a la ONU, organismo político, en lo que concierne a tomar el asunto de la pareja en hibernación.

4. No confiará esa pareja a ninguna nación en particular.

5. Pondrán a disposición de la humanidad entera, el conjunto de las informaciones científicas o de cualquier otro orden que puedan ser recogidas por la Expedición.

6. Invitan a Forster, de Columbia, Moissov, de Akademgorodok, Zabrec, de Belgrado, Van Houcke, de La Haya, Haman, de Beyrouth, y Labeau, de París, a venir a reunirse urgentemente en el punto 612, con todo el material necesario para proceder a la reanimación».

Fue como si hubieran dado un puntapié al avispero de la O.N.U. Los vidrios del palacio de vidrio temblaron hasta el último piso. El delegado de Pakistán estigmatizó en nombre de los niños que se morían de hambre el orgullo de los sabios que querían colocarse por encima de la humanidad, y no hacían más que excluirse. Habló de la «dictadura de los cerebros», declaró que era inadmisible, y pidió sanciones.

Después de un apasionado debate, la Asamblea votó el envío inmediato de un contingente de Cascos Azules al punto 612 para tomar posesión, en nombre de las naciones, de todo lo que allí se encontraba.

Dos horas más tarde, la antena de EPI 1 pedía y obtenía un corredor internacional. Todas las emisoras, privadas o nacionales, interrumpieron sus transmisiones para dar imágenes venidas del Polo. Fue la cara de Hoover la que apareció. El rostro de un hombre gordo, pronto a sonreír, cualquiera que fuese la emoción que trataba de expresar. Pero la gravedad de su mirada era tal que hizo olvidar sus mejillas rosadas y rubicundas y sus cabellos rojos peinados con los dedos. Dijo:

—Estamos emocionadísimos. Profundamente emocionados pero decididos.

Se dio vuelta hacia la derecha y la izquierda e hizo una señal.

La cámara retrocedió para permitir a los que se acercaban, de aparecer en la imagen. Era Leonova, Rochefoux, Shanga, Lao Tchang. Vinieron a colocarse al lado de Hoover, dándole la caución de su presencia. Y detrás de ellos la luz de los reflectores revelaba los rostros de los sabios de todas las asignaturas y todas las nacionalidades, que desde hacía meses luchaban con el hielo para arrancarle sus secretos. Hoover continuó:

—Ustedes ven, estamos todos aquí. Y todos decididos. No permitiremos jamás a las codicias particulares, nacionales o internacionales poner la mano sobre bienes de los cuales quizá depende la felicidad de los hombres de hoy y de mañana. De todos los hombres, y no solamente de algunos de tal o cual categoría. No tenemos confianza en la O.N.U. No tenemos confianza en los Cascos Azules. Si desembarcan en 612, dejaremos caer la pila atómica en el Pozo, y lo haremos saltar…

Quedó un momento inmóvil, silencioso, para dejar a sus oyentes el tiempo de digerir la enormidad de la decisión tomada. Luego se eclipsó y dio la palabra a Leonova.

El mentón de ésta temblaba. Abrió la boca y no pudo hablar. La mano gorda de Hoover se posó sobre su hombro. Leonova cerró los ojos, respiró hondo, volvió a encontrar un poco de calma.

—Queremos trabajar aquí para todos los hombres —dijo—. Es fácil impedírnoslo. No disponemos de un tornillo ni de una miga de pan que no nos sea enviada por tal o cual nación. Basta con cortarnos los víveres. Nuestro éxito, hasta ahora, ha sido el resultado de un esfuerzo concertado y desinteresado de las naciones. Es necesario que este esfuerzo continúe con la misma intensidad. Ustedes pueden obtenerlo, ustedes que me escuchan. No es a los gobiernos, ni a los políticos que me dirijo. Es a los hombres, a las mujeres, a los pueblos, a todos los pueblos. Escriban a sus gobernantes, a sus jefes de Estado, a los ministros, a los soviets. ¡Escriban inmediatamente, escriban todos! ¡Pueden todavía salvarlo todo!

Ella transpiraba. La cámara la enfocó más de cerca. Se veía el sudor como perlas sobre su cara.

Una mano entró dentro de la imagen, tendiéndole un pañuelo de color amarillo. Ella lo tomó, se palmoteó la frente y las alas de la nariz. Siguió hablando:

—Si debemos renunciar, no abandonaremos a quien sabe quién, las posibilidades de conocimientos, que mal empleados, podrían agobiar el mundo bajo una desgracia irreparable. Si nos obligan a irnos, no dejaremos nada detrás nuestro.

Se dio vuelta llevándose el pañuelo a los ojos. Lloraba.

En casi todas partes donde la televisión era un monopolio del Estado, la transmisión con la llamada de los sabios había sido cortada antes del final. Pero durante doce horas, la antena EPI 1 continuó bombardeando al satélite Trio con las imágenes grabadas de Hoover y de Leonova. Y Trio, objeto científico perfectamente desprovisto de opinión, las retransmitió durante doce horas a sus gemelos y primos que circundaban el mundo.

Aproximadamente los dos tercios de éstos emitían con bastante potencia como para ser captados directamente por receptores particulares. Cada vez que las imágenes aparecían de nuevo, la Traductora cambiaba las palabras en un idioma diferente. Y al final aparecían los dos seres del pasado, en su belleza y su espera inmóvil, tales como la pantalla los había mostrado la primera vez.

La emisión se superponía a los programas previstos, mezclaba todo y terminaba pasando fragmentos, y era comprendida por quienes querían comprenderla.

En la media jornada siguiente, todas las estaciones se encontraron bárbaramente atascadas. En los más pequeños villorrios de Auvernia o de Beluchistán, los buzones desbordaban de cartas. A partir de los primeros centros de concentración, los sacos postales, las salas de recepción estaban llenas hasta el techo. Al nivel superior era la inundación total.

Los poderes públicos y las compañías privadas renunciaron a transportar ese correo más lejos. No era necesario leerlo. Su abundancia era su significado.

Por primera vez, los pueblos expresaban una voluntad común, por encima de sus idiomas, de sus fronteras, de sus diferencias y sus divisiones. Ningún gobierno podía ir en contra de un sentimiento de tal amplitud. Instrucciones nuevas, fueron dados a los delegados de la O.N.U.

Una moción fue votada con entusiasmo y por unanimidad, anulando el envío de los Cascos Azules y expresando la confianza de las naciones en los sabios de EPI para llevar a cabo…, etc…, para el mayor bien…, fraternidad de los pueblos… etc. del presente y del pasado, punto final.

Los reanimadores, a quienes el comunicado de los sabios había hecho un llamado, llegaron con sus equipos y su material.

Sobre las indicaciones de Labeau, los contratistas del deber construyeron la sala de reanimación en el interior mismo de la Esfera, más arriba del Huevo.

Un grave problema se planteaba a los responsables: ¿Por quién empezar? ¿Por el hombre o por la mujer?

Con el primero que trataran, forzosamente, se iban a correr riesgos. En cierto modo «hacerse la mano». El segundo, al contrario, se beneficiaría de su experiencia. Había que comenzar por lo tanto con el menos valioso. Pero ¿cuál era?

Para el árabe, no habla duda: el único que contaba era el hombre. Para el americano, era con respecto a la mujer que se debían tomar las más respetuosas precauciones, aun arriesgando para ello la vida del hombre. El holandés no tenía opinión; el yugoslavo y el francés, a pesar de que se defendían de ello, negándolo, se inclinaban hacia la preponderancia masculina.

—Mis queridos colegas —dijo Labeau en el curso de una reunión—, ustedes lo saben como yo, los cerebros masculinos son superiores en volumen y en peso a los cerebros femeninos. Si es un cerebro lo que nos interesa, me parece entonces que es al hombre al que debemos reservar para la segunda intervención.

Pero, personalmente —agregó sonriendo—, después de haber visto a la mujer me inclinaría fácilmente a pensar que una belleza tal, tiene más importancia que el saber, por grande que éste sea.

—No hay razón —dijo Moissov—, para que tratemos uno antes del otro. Sus derechos son iguales. Propongo que formemos dos equipos y operemos al mismo tiempo sobre los dos.

Era generoso, pero imposible. No había bastante lugar, no había suficiente material. Y los conocimientos de los seis sabios no estarían demás sumándose, para aportar luces en los momentos difíciles.

En cuanto al raciocinio de Labeau, era válido para los cerebros de hoy. Pero ¿quién podía afirmar que en la época, de la cual provenían esos dos seres, existiese la diferencia de peso y de volumen? ¿Y si existía, que no fuese en ese momento, al contrario, a favor de los cerebros femeninos? Las máscaras de oro que ocultaban las dos cabezas no permitían ni hacer una comparación aproximada de su volumen, y por deducción, de su contenido…

El holandés Van Houcke era un especialista notable en la hibernación de los leones del mar. Mantenía uno en hibernación desde hacía doce años. Lo calentaba y lo despertaba cada primavera, lo hacía disfrutar de algunos arenques y después de que había digerido, lo recongelaba.

Pero fuera de su especialidad, era un hombre muy ingenuo. Confió a los periodistas las incertidumbres de sus colegas y les pidió consejo.

Por intermedio de Trio, los periodistas, encantados, expusieron la situación a la opinión mundial, y le hicieron la pregunta: "¿Por quién se debe comenzar? ¿Por el hombre o la mujer?"

Hoover por fin había recibido su escafandra. Se la puso, y bajó dentro del Huevo. Desapareció en la niebla. Cuando volvió a subir, pidió al Consejo autorización para reunirse con los reanimadores.

—Hay que decidirse —dijo—. Los bloques de helio disminuyen… El mecanismo que fabricaba el frío continúa funcionando, pero nuestra intrusión en el Huevo le ha quitado parte de su eficacia. Si ustedes me lo permiten les voy a dar mi opinión. Vengo de mirar de cerca al hombre y la mujer… ¡Dios mío! ¡Qué bella es!… Pero ahí no está la cuestión. Ella me ha parecido estar en mejor estado que él. Él presenta sobre el pecho y en diferentes lugares del cuerpo, ligeras alteraciones de la piel, que son quizá signos de lesiones epidérmicas superficiales. 0 puede ser que no sea nada, no lo sé. Pero creo francamente, digo que creo —es una impresión, no una convicción—, que ella es más resistente que él, más capaz de aguantar vuestros pequeños errores, si los hacéis. Ustedes son médicos, mírenlos de nuevo, examinen al hombre pensando en lo que acabo de deciros, y decídanse. En mi opinión, es por la mujer que hay que comenzar.

Ellos ni bajaron dentro del Huevo. Había que comenzar por alguien. Se adhirieron a la opinión de Hoover.

Así, mientras que la opinión pública se apasionaba, que la mitad macho y la mitad hembra de la humanidad se erguía una contra la otra, que las discusiones estallaban en todas las familias, entre las parejas; que los estudiantes y las estudiantes entablaban batallas campales; los seis reanimadores decidieron comenzar por la mujer.

¿Cómo habrían podido saber si cometían un error trágico, y que si al contrario hubiesen elegido de empezar por el hombre, todo habría sido diferente?

La manga de aire fue dirigida al bloque de la izquierda y comenzó a verter aire a la temperatura de la superficie, que estaba a 32 grados bajo cero. El bloque de helio se reabsorbió en algunos instantes. Pasó directamente del estado sólido al gaseoso y desapareció, dejando a la mujer intacta sobre su zócalo. Los cuatro hombres en escafandra que la miraban se estremecieron. Les parecía que ahora, completamente desnuda sobre el zócalo de metal, envuelta en los remolinos de la bruma glacial, ella debía sentir un frío mortal. Cuando al contrario, ya había entrado sensiblemente en calor.

Simon estaba entre los cuatro. Labeau le había pedido, en razón de sus conocimientos sobre problemas polares, y de todo lo que sabía ya sobre la Esfera, el Huevo y la pareja, que se juntara al equipo de reanimación.

Dio la vuelta al zócalo. Sostenía torpemente en sus guantes de astronauta, un par de grandes pinzas cortantes. Por una señal que le hizo Labeau, las tomó con las dos manos, se inclinó y cortó un tubo metálico que sujetaba la máscara de oro a la parte posterior del zócalo. Labeau con infinita suavidad, trató de levantar la máscara. No se movió. Parecía soldada a la cabeza de la mujer, a pesar de estar visiblemente separada por un espacio de al menos un centímetro.

Labeau se enderezó, hizo el gesto de que desistía, y se dirigió hacia la escalera de oro. Los otros lo siguieron.

No podían quedarse más tiempo allí. El frío penetraba en el interior de sus trajes protectores. No podían llevarse a la mujer. A la temperatura en que estaba todavía, corrían el riesgo de que se quebrase como vidrio.

La manga de aire, teledirigida desde la sala de reanimación, continuó pasando lentamente sobre ella, bailándola en un chorro de aire que hicieron calentar previamente a veinte grados bajo cero.

Algunas horas más tarde, los cuatro volvieron a descender. Sincronizando sus movimientos deslizaron sus manos enguantadas por debajo de la mujer helada y la separaron del zócalo. Labeau había temido que se pudiera quedar pegada al metal por el hielo, pero esto no sucedió y las ocho manos la levantaron, rígida como una estatua, y la llevaron a la altura de sus hombros. Luego los cuatro hombres se pusieron en marcha, lentamente, con el enorme temor de dar un paso en falso. La nieve polvorosa les golpeaba las pantorrillas y se abría frente a sus pasos como si fuera agua. Monstruosos y grotescos en sus escafandras, figuras medio borrosas a causa de la bruma, tenían el aspecto de personajes de pesadilla, llevando a otro mundo a la mujer en sueños. Subieron la escalera de oro y salieron por la abertura luminosa de la puerta.

La manga de aire fue retirada. El bloque trasparente que contenía al hombre, y que había disminuido mucho en el curso de la operación, dejó de reducirse.

Los cuatro entraron en la sala de operaciones y depositaron a la mujer sobre la mesa de reanimación en la cual ella se encastró.

Nada podía ahora detener el fatal desarrollo de los acontecimientos.