46

Casi parecía demasiado fácil.

Matar a veinte agentes de Policía bien preparados en veinte segundos tendría que requerir un plan mucho más complejo. Un acto de tal magnitud debería ser más difícil. Al fin y al cabo, sería el mayor logro de esas características jamás logrado, al menos en Estados Unidos, al menos en la época moderna.

Que nadie lo hubiera hecho antes, a pesar de su aparente simplicidad, lo estimulaba y lo inquietaba al mismo tiempo. La idea que finalmente dio descanso a su mente fue pensar que para un hombre de intelecto inferior al suyo o poderes menos formidables de concentración, el proyecto podría ser desalentador, pero no para él, no con su claridad y su lucidez. Todo era relativo. Un genio podía bailar entre obstáculos en los que se enredarían irremisiblemente hombres ordinarios.

La facilidad con la que podían adquirirse los productos químicos daba risa: muy baratos y legales al cien por cien. Ni siquiera en grandes cantidades suscitaban sospecha, porque se vendían en masa todos los días para aplicaciones industriales. Aun así, había comprado prudentemente cada uno de ellos (sólo había dos) a un proveedor distinto para evitar cualquier pista sobre su posible combinación, y había adquirido los dos depósitos de doscientos litros a un tercer proveedor.

En ese momento, mientras estaba dando los últimos toques con un soldador eléctrico a un trozo de tubo, para combinar y dispersar la mezcla letal, se le ocurrió una idea emocionante, un posible escenario con una imagen culminante. La idea incitó tanto su imaginación que apareció una sonrisa radiante en su rostro. Sabía que no era probable que ocurriera lo que estaba imaginando —la química era demasiado imprevisible—, pero podía ocurrir. Al menos era concebible.

En la página web de riesgos químicos había una advertencia que se sabía de memoria. Aparecía en un recuadro rojo rodeado de signos de exclamación: «Esta mezcla de cloro y amoniaco no sólo produce un gas tóxico letal, sino que en la proporción indicada es muy inestable y con el catalizador de una chispa podría explotar». La imagen que había hecho sus delicias era la de todo el Departamento de Policía de Wycherly pillado en su trampa, inhalando involuntariamente los humos venenosos en sus pulmones justo cuando se aplicaba la chispa catalizadora. Los hacía pedazos a todos. Al imaginarlo, hizo algo muy poco habitual en él: se rio en voz alta.

Si al menos su madre pudiera entender el humor, la belleza, la gloria de esa imagen. Pero quizás eso era pedir demasiado. Y, por supuesto, si los policías volaban en pedazos —minúsculos pequeños pedazos— no podría cortar sus gargantas. Y estaba deseando cortar sus gargantas.

Nada en este mundo era perfecto. Siempre había pros y contras. Uno tenía que sacar el máximo provecho de la mano que le habían repartido. Ver el vaso medio lleno. Así era la realidad.