Madeleine encendió una de las lámparas del estudio con el interruptor situado junto a la puerta. Durante la conversación de Gurney con Dermott, casi había anochecido y el estudio estaba prácticamente a oscuras.
—¿Algún progreso?
—Progreso fundamental. Gracias a ti.
—Mi tía abuela Mimi tenía peonías —dijo ella.
—¿Cuál era Mimi?
—La hermana de la madre de mi padre —dijo Madeleine, sin ocultar del todo su exasperación por el hecho de que un hombre tan experto en manejar los detalles de la investigación más compleja no pudiera recordar media docena de parentescos.
—Tu cena está lista.
—Bueno, en realidad…
—Está en el fuego. No te olvides.
—¿Vas a salir?
—Sí.
—¿Adónde?
—Te lo he contado dos veces la semana pasada.
—Recuerdo algo del jueves. Los detalles…
—¿Se te escapan en este momento? Menuda novedad. Hasta luego.
—¿No vas a decirme adónde…?
Sus pisadas ya estaban retrocediendo por la cocina hacia la puerta de atrás.
No constaba el número telefónico de Richard Kartch en el 349 de Quarry Road en Sotherton, pero, tras una búsqueda de mapa a través de Internet de las direcciones contiguas, Gurney consiguió los nombres y números de teléfono para el 329 y el 369.
La voz masculina pastosa que al final respondió con monosílabos la llamada al 329 negó conocer el nombre de Kartch, saber qué casa de la calle podía ser el número 349, o incluso saber cuánto tiempo llevaba él viviendo en la zona. Sonaba medio comatoso por el alcohol o los opiáceos, probablemente estaba tumbado como tenía por costumbre y, desde luego, no iba a resultar de ninguna ayuda.
La mujer del 369 de Quarry Road era más locuaz.
—¿Se refiere al ermitaño? —Su forma de decirlo le dio a esa suerte de sobrenombre una patología siniestra.
—¿El señor Kartch vive solo?
—Ah, sí, a menos que contemos las ratas que atrae su basura. Su mujer tuvo la suerte de escapar. No me sorprende que llame, ¿ha dicho que era agente de policía?
—Investigador especial de la Oficina del Fiscal del Distrito. —Sabía que debería, para ser más claro, mencionar el estado y el condado de jurisdicción, pero pensó que los detalles podían darse luego.
—¿Qué ha hecho ahora?
—Nada que yo sepa, pero podría ayudar en una investigación, y necesitamos ponernos en contacto con él. ¿Sabe usted dónde trabaja o a qué hora vuelve de trabajar?
—¿Trabajo? ¡Es una broma!
—¿El señor Kartch es desempleado?
—Más bien «inempleable». —Su voz destilaba veneno.
—Parece que tiene un problema con él.
—Es un cerdo, es estúpido, es sucio, es peligroso, está loco, apesta, va armado hasta los dientes y, por lo general, está borracho.
—Suena a vecino ejemplar.
—¡El vecino del Infierno! ¿Tiene alguna idea de cómo es mostrar tu casa a un posible comprador mientras el simio borracho sin camisa de la puerta de al lado agujerea el cubo de basura con su escopeta?
Pese a que imaginaba cuál podría ser la respuesta, decidió plantear la siguiente pregunta de todos modos.
—¿Querría dejarle al señor Kartch un mensaje de mi parte?
—¿Está de broma? Lo único que me gustaría dejarle es un paquete bomba.
—¿A qué hora es probable que esté en casa?
—Elija un momento, cualquier momento. Nunca he visto que ese perturbado salga de su propiedad.
—¿Hay un número visible en la casa?
—¡Ja! No necesitará número para reconocer la casa. Aún no estaba terminada cuando se fue su mujer, y todavía no lo está. No hay revestimiento. No hay césped. No hay escalones a la puerta de entrada. La casa perfecta para un loco de atar. El que vaya allí, mejor que vaya armado.
Gurney le dio las gracias y colgó.
¿Ahora qué?
Había varios individuos a los que poner en marcha con rapidez. Primero y principal, Sheridan Kline. Y, por supuesto, Randy Clamm. Por no mencionar al capitán Rodriguez y a Jack Hardwick. La cuestión era a quién llamar antes. Decidió que todos podían esperar unos minutos más y llamó a Información para pedir el número del Departamento de Policía de Sotherton, Massachusetts.
Habló con el sargento de guardia, un hombre de voz áspera de nombre Kalkan. Después de identificarse, Gurney explicó que un hombre de Sotherton llamado Richard Kartch era una persona de interés para una investigación de homicidio en el estado de Nueva York, que podría estar en peligro inminente, que aparentemente no tenía teléfono y que era importante que le llevaran un teléfono o que lo llevaran a él a un teléfono, para que pudiera hacerle unas preguntas y advertirle de su situación.
—Conocemos a Richie Kartch —dijo Kalkan.
—Suena a como si hubieran tenido problemas con él.
Kalkan no respondió.
—¿Tiene antecedentes?
—¿Quién ha dicho que era?
Gurney se lo volvió a decir, con un poco más de detalle.
—¿Y esto forma parte de su investigación de qué?
—Dos homicidios, uno en el estado de Nueva York, el otro en el Bronx, mismo patrón. Antes de que los mataran, ambas víctimas recibieron ciertas notas del asesino. Tenemos pruebas de que Kartch ha recibido al menos una de esas mismas comunicaciones, y eso lo convierte en un posible tercer objetivo.
—¿Así que quiere que el loco Richie se ponga en contacto con usted?
—Ha de llamarme de inmediato, preferiblemente en presencia de alguno de sus agentes. Después de hablar con él por teléfono, es posible que solicitemos un interrogatorio de seguimiento con él, con la cooperación de su departamento.
—Enviaremos un coche patrulla a su casa lo antes posible. Deme un número donde pueda localizarle.
Gurney le dio su número de móvil, para así dejar libre la línea de su casa para las llamadas que pretendía hacer a Kline, al DIC y a Clamm.
Kline ya se había ido a casa, igual que Ellen Rackoff, y la llamada fue automáticamente desviada a un teléfono que contestaron al sexto tono, cuando Gurney ya estaba a punto de colgar.
—Stimmel.
Gurney recordó al hombre que había acudido con Kline a la reunión del DIC, el hombre con la personalidad de un criminal de guerra mudo.
—Soy Dave Gurney. Tengo un mensaje para su jefe.
No hubo respuesta.
—¿Está usted ahí?
—Aquí estoy.
Gurney supuso que era lo más parecido a una invitación que iba a conseguir. Así que siguió adelante y le contó lo de las pruebas que confirmaban la relación entre los crímenes uno y dos; el hallazgo, a través de Dermott, de una potencial tercera víctima; y las medidas que estaba tomando por medio del Departamento de Policía de Sotherton para localizarla.
—¿Lo tiene todo?
—Sí.
—Después de informar al fiscal, ¿quiere pasar la información al DIC, o debo hablar yo directamente con Rodriguez?
Se produjo un breve silencio durante el cual Gurney supuso que el adusto y reacio hombre estaba calculando las consecuencias de ambas posibilidades. Conociendo la inclinación al control incorporada en la mayoría de los policías, estaba seguro al noventa por ciento de que recibiría la respuesta que finalmente obtuvo.
—Nos ocuparemos nosotros —dijo Stimmel.
Liberado de la necesidad de llamar al DIC, a Gurney le quedaba Randy Clamm.
Como de costumbre, respondió al primer tono.
—Clamm.
Y como de costumbre, parecía como si tuviera prisa y estuviera haciendo tres cosas mientras hablaba.
—Me alegro de que llame. Acabamos de elaborar una lista triple de problemas en el talonario de cheques de Schmitt (comprobantes de cheques con cantidades pero sin nombres, cheques extendidos pero sin ingresar, números de cheques salteados), desde el más reciente hacia atrás.
—¿La cantidad de 289,87 dólares aparece en alguna de sus listas?
—¿Qué? ¿Cómo lo sabe? Es uno de los cheques extendidos… y sin ingresar. ¿Cómo lo…?
—Es la cantidad que pide siempre.
—¿Siempre? ¿Quiere decir más de dos veces?
—Enviaron un tercer cheque al mismo apartado postal. Estamos intentando ponernos en contacto con el remitente. Por eso llamaba, para que sepa que estamos siguiendo un patrón. Si las piezas se sostienen, la bala que está buscando en el bungaló de Schmitt es una treinta y ocho especial.
—¿Quién es el tercer tipo?
—Richard Kartch, Sotherton, Massachusetts. Al parecer, una personalidad difícil.
—¿Massachusetts? Caray, nuestro hombre está en todas partes. ¿Este tercer tipo sigue vivo?
—Lo sabremos dentro de unos minutos. El departamento de policía local ha mandado un coche a su casa.
—Vale. Agradecería que me informara de lo que tenga en cuanto pueda. Insistiré para que manden otra vez a nuestro equipo de pruebas a casa de los Schmitt. Le mantendré informado. Gracias por la llamada, señor.
—Buena suerte. Volveremos a hablar pronto.
El respeto de Gurney por el joven detective iba en aumento. Cuanto más le oía, más le gustaba lo que percibía: energía, inteligencia, dedicación. Y algo más. Algo honrado y sin estropear. Algo que le emocionaba.
Negó con la cabeza como un perro que se sacude el agua y respiró varias veces. Pensó que no se había dado cuenta de lo agotador que había sido el día desde el punto de vista emocional. O quizás algún residuo del sueño sobre su padre todavía le acompañaba. Se recostó en su silla y cerró los ojos.
Le despertó el teléfono, que al principio confundió con el despertador. Se descubrió todavía en la silla del estudio, con dolor de cuello. Según su reloj, había dormido casi dos horas. Levantó el teléfono y se aclaró la garganta.
—Gurney.
La voz del fiscal irrumpió como un caballo en el cajón de salida.
—Dave, acabo de recibir la noticia. Dios, esto es cada vez más grande. ¿Una tercera víctima potencial en Massachusetts? Esto podría ser el caso de homicidio más grande desde el Hijo de Sam, por no mencionar a nuestro Jason Strunk. ¡Es increíble! Sólo quiero oírlo de sus propios labios antes de hablar con los medios. Tenemos pruebas claras de que el mismo tipo mató a las dos primeras víctimas, ¿no?
—Los indicios lo sugieren con fuerza, señor.
—¿Sugieren?
—Lo sugieren con fuerza.
—¿Podrían ser más definitivas?
—No tenemos huellas. No tenemos ADN. Diría que es definitivo que los casos están relacionados, pero no podemos probar que fue el mismo individuo el que cortó las dos gargantas.
—¿La probabilidad es alta?
—Muy alta.
—Su juicio en esto es lo bastante bueno para mí.
Gurney sonrió ante esta transparente simulación de confianza. Sabía mejor que bien que Sheridan Kline era la clase de hombre que valoraba su propio juicio muy por encima del de cualquier otra persona, pero siempre dejaba una puerta abierta para cargarle la culpa a otro en caso de que la situación se torciera.
—Diría que es hora de hablar con nuestros amigos de Fox News, lo que significa que he de contactar con el DIC esta noche y organizar una declaración. Manténgame informado, Dave, sobre todo de cualquier suceso en Massachusetts. Quiero saberlo todo. —Kline colgó sin molestarse en decir adiós.
De modo que, aparentemente, Kline estaba planeando salir a la luz pública a lo grande —acelerar un circo mediático con él como maestro de ceremonias— antes de que se le ocurriera al fiscal del Bronx, o al fiscal de cualquier otra jurisdicción donde la cadena de crímenes pudiera extenderse. Para él era una buena oportunidad de hacerse publicidad. Gurney esbozó una mueca de desagrado al imaginar las conferencias de prensa por venir.
—¿Estás bien?
Sorprendido por la voz tan cerca de él, levantó la cabeza y vio a Madeleine en la puerta del estudio.
—Joder, ¿cómo demonios…?
—Estabas tan enfrascado en tu conversación que no me has oído entrar.
—Aparentemente no. —Parpadeó y miró el reloj—. Bueno, ¿adónde has ido?
—¿Recuerdas lo que te he dicho cuando me iba?
—Has dicho que no ibas a decirme adónde ibas.
—He dicho que ya te lo había dicho dos veces.
—Pues muy bien. Bueno, tengo trabajo.
Como si fuera su aliado, sonó el teléfono.
La llamada era de Sotherton, pero no era de Richard Kartch, sino de un detective llamado Gowacki.
—Tenemos problemas —dijo—. ¿Cuánto tiempo cree que puede tardar en llegar?