8

El radiante clima otoñal se deterioró esa misma tarde. Las nubes, que por la mañana se habían ceñido a ser las clásicas alegres bolas de algodón, se oscurecieron. Se oía un premonitorio fragor de truenos, tan alejados que no quedaba clara la dirección de la que procedían. Eran más como una presencia intangible en la atmósfera que el producto de una tormenta específica; la percepción se fortaleció al persistir durante varias horas, sin que aparentemente se acercaran y sin cesar por completo.

Esa tarde, Madeleine fue a un concierto local con una de sus nuevas amigas de Walnut Crossing. No era un evento al que esperaba que asistiera Gurney, de modo que él no se sintió culpable por quedarse en casa para trabajar en su proyecto.

Poco después de la partida de Madeleine, David se descubrió sentado ante la pantalla de su ordenador, mirando el retrato de la ficha policial de Peter Possum Piggert. Lo único que había hecho hasta entonces era importar el archivo gráfico y configurarlo como un proyecto nuevo, al que le había puesto un nombre pésimamente resultón: El naufragio de Edipo.

En la versión de Sófocles de la antigua tragedia, Edipo mata a un hombre que resulta ser su padre, se casa con una mujer que resulta ser su madre y engendra dos hijas con ella, lo que causa gran desgracia a todos los implicados. Para la psicología freudiana, el relato griego es un símbolo de la fase de desarrollo vital de un niño en la cual desea la ausencia (desaparición, muerte) del padre, de modo que él pueda poseer en exclusiva el afecto de su madre. En el caso de Peter Possum Piggert, no obstante, no existía ni ignorancia exculpatoria ni ningún elemento de simbolismo. Sabiendo con exactitud qué estaba haciendo y a quién, Peter, a la edad de quince años, mató a su padre, comenzó una nueva relación con su madre y engendró dos hijas con ella. Pero no se detuvo ahí. Quince años después mató a su madre en una disputa sobre una nueva relación que él había iniciado con las hijas de ambos, a la sazón de trece y catorce años.

La participación de Gurney en la investigación había empezado cuando se descubrió la mitad del cuerpo de la señora Iris Piggert enredado en el mecanismo del timón de un barco que hacía un crucero diario por el Hudson y que se encontraba amarrado en un muelle de Manhattan, y terminó con la detención de Peter Piggert en un complejo de mormones tradicionalistas en el desierto de Utah, adonde había ido a vivir como marido de sus dos hijas.

A pesar de la depravación de los crímenes, macerada en sangre y horror familiar, Piggert siguió siendo una figura serena y taciturna en todos los interrogatorios, y a lo largo del proceso penal que se instruyó contra él, mantuvo bien oculto su Mr. Hyde y un aspecto más de mecánico deprimido que de polígamo parricida e incestuoso.

Gurney miró a Piggert en la pantalla, y éste le devolvió la mirada. Desde la primera vez que lo interrogó, y ahora todavía más, Gurney sentía que el rasgo más importante de aquel hombre era una necesidad (llevada a límites estrambóticos) de controlar su entorno. La gente, incluso la familia —de hecho, más que nada la familia—, formaba parte de ese entorno, y lograr que cumplieran sus deseos era esencial. Si tenía que matar a alguien para reafirmar su control, que así fuera. El sexo, como la gran fuerza impulsora que aparentaba ser, tenía más que ver con el poder que con la lujuria.

Al examinar el semblante impasible en busca de un vestigio del demonio, una ráfaga de viento levantó un remolino de hojas secas. Resbalaron, como si alguien en el patio las estuviera barriendo con una escoba; unas pocas tocaron suavemente en los cristales de la puerta. La agitación de las hojas, unida a los truenos intermitentes, hacía que le costara concentrarse. Le había seducido la idea de quedarse solo durante unas horas para progresar en el retrato, sin alzamientos de cejas ni preguntas desagradables. Sin embargo, se sentía inquieto. Examinó los ojos de Piggert, pesados y oscuros —sin nada de la mirada feroz que había animado los ojos de Charlie Manson, el príncipe del sexo y el crimen de la prensa sensacionalista—, pero de nuevo le distrajeron el viento y las hojas, y enseguida el trueno. Más allá del contorno de las colinas, hubo un tenue destello en el cielo oscuro. Dos versos de uno de aquellos poemas amenazadores se habían estado colando de un modo intermitente en su cerebro. Ahora volvieron a aparecer y se quedaron allí.

Darás lo que has quitado

al recibir lo dado.

Al principio era un acertijo imposible. Las palabras eran demasiado generales; tenían demasiado significado y demasiado poco; aun así, no podía quitárselas de la cabeza.

Abrió el cajón del escritorio y sacó la secuencia de mensajes que le había dado Mellery. Cerró el ordenador y apartó el teclado para poder colocar los mensajes en orden, empezando por la primera nota

¿Crees en el destino? Yo sí, porque pensaba que no volvería a verte y, de repente, un día, allí estaba. Todo volvió: cómo sonaba, cómo se movía, y más que ninguna otra cosa, cómo pensaba. Si alguien te pidiera que pensaras en un número, yo sé en qué número pensarías. ¿No me crees? Te lo demostraré. Piensa en cualquier número del uno al mil: el primero que se te ocurra. Imagínatelo. Ahora verás lo bien que conozco tus secretos. Abre el sobrecito.

Aunque ya lo había hecho antes, examinó el sobre exterior, por dentro y por fuera, así como el papel en el que se había escrito el mensaje para comprobar que en ninguna parte había el menor rastro del número 658 —ni siquiera una marca de agua—, algo que pudiera proponer el número que parecía haber surgido de un modo espontáneo en la mente de Mellery. No había nada semejante. Después podrían realizarse tests más significativos, pero por el momento estaba convencido de que lo que fuera que había permitido al autor de la nota saber que Mellery elegiría el 658, no era una huella sutil en el papel.

El mensaje contenía una serie de afirmaciones que Gurney enumeró en un bloc:

  1. Te conocía en el pasado, pero perdí contacto contigo.
  2. Te volví a encontrar, recientemente.
  3. Recuerdo muchas cosas de ti.
  4. Puedo probar que conozco tus secretos anotando y metiendo en el sobre cerrado el siguiente número que se te ocurrirá.

El tono le asombraba por lo espeluznantemente juguetón, y la referencia a conocer los «secretos» de Mellery podía leerse como una amenaza, reforzada por la petición de dinero en el sobre más pequeño.

¿Te sorprende que supiera que ibas a elegir el 658?

¿Quién te conoce tan bien? Si quieres la respuesta, primero has de devolverme los 289,87 dólares que me costó encontrarte.

Envía esa cantidad exacta a:

P. O. Box 49449, Wycherly, CT 61010

Envíame efectivo o un cheque nominativo

Hazlo a nombre de X. Arybdis

(Ése no siempre fue mi nombre).

Además de la inexplicable predicción del número, la pequeña nota reiteraba la afirmación de un íntimo conocimiento personal y especificaba 289,87 dólares como el coste acarreado por localizar a Mellery (aunque la primera mitad del mensaje lo hacía sonar como un encuentro casual) y como un requisito para que el autor revelara su identidad; ofrecía la alternativa de pagar la cantidad en cheque o en efectivo; daba un nombre para el cheque: X. Arybdis; ofrecía una explicación de por qué Mellery no reconocería el nombre, y proporcionaba un apartado postal en Wycherly al que enviar el dinero. Gurney anotó todo esto en su bloc amarillo, porque le resultaba útil para organizar sus pensamientos.

Había cuatro cuestiones principales. ¿Cómo podía explicarse la predicción numérica sin recurrir a la hipótesis de hipnosis de El mensajero del miedo o a fenómenos de percepción extrasensorial? El otro número específico en la nota, 289,87 dólares, ¿tenía algún significado más allá de lo dicho? ¿Por qué la opción de efectivo o cheque, que sonaba como una parodia de un anuncio de marketing directo? ¿Y qué tenía ese nombre, Arybdis, que continuaba resonando en un rincón oscuro de la memoria de Gurney? Anotó estas cuestiones junto con las otras notas.

A continuación situó los tres poemas en la secuencia marcada por sus sellos postales.

¿Cuántos ángeles brillantes

bailan sobre un alfiler?

¿Cuántos anhelos se ahogan

por el hecho de beber?

¿Has pensado alguna vez

que el vaso era un gatillo

y que un día te dirás:

«Dios mío, cómo he podido»?

Darás lo que has quitado

al recibir lo dado.

Sé todo lo que piensas,

sé cuándo parpadeas,

sé dónde has estado,

sé adónde irán tus pasos.

Vamos a vernos solos,

señor 658.

No hice lo que hice

por gusto ni dinero,

sino por unas deudas

pendientes de saldar.

Por sangre que es tan roja

como rosa pintada.

Para que todos sepan:

lo que siembran, cosechan.

Lo primero que le asombró fue el cambio en la actitud. El tono juguetón de los dos mensajes en prosa se había tornado de persecutorio en el primer poema, a abiertamente amenazador en el segundo, y a vengativo en el tercero. Dejando de lado la cuestión de la seriedad con que debía tomarse, el mensaje en sí era claro: el autor (¿X. Arybdis?) estaba diciendo que pretendía saldar cuentas con Mellery (¿matarlo?) por una fechoría del pasado relacionada con el alcohol. Mientras Gurney escribía la palabra «matarlo» en las notas que estaba tomando, su atención volvió a saltar a los dos primeros versos del segundo poema:

Darás lo que has quitado

al recibir lo dado.

Ahora sabía con exactitud lo que significaban las palabras, y el significado era de una sencillez escalofriante. Por la vida que arrebataste, se te arrebatará la vida. Lo que hiciste a otros, se te hará a ti.

No estaba seguro de si el escalofrío que sentía le convenció de que tenía razón, o bien si saber que tenía razón provocó el escalofrío, pero, en cualquier caso, no tenía duda sobre el significado de los versos. No obstante, esto no respondía al resto de sus preguntas. Sólo las hacía más urgentes, y generaba otras nuevas.

¿La amenaza de un homicidio era sólo una amenaza, concebida para infligir el dolor de la aprensión, o era una declaración de intenciones reales? ¿A qué se estaba refiriendo el autor cuando decía «No hice lo que hice» en el primer verso del tercer poema? ¿Había hecho antes a alguien lo que ahora se proponía hacerle a Mellery? ¿Éste podría haber hecho algo en relación con alguien más con quien el autor ya había tratado? Gurney tomó nota para preguntarle a Mellery si algún amigo o conocido suyo había sido asesinado, asaltado o amenazado.

Ya fuera por el ambiente creado por los destellos de luz detrás de las colinas ennegrecidas, o ya fuera por la siniestra persistencia de los truenos, o por su propio cansancio, la cuestión era que la personalidad oculta detrás de los mensajes estaba emergiendo de las sombras. La indiferencia de la voz en esos poemas, el propósito sangriento, la sintaxis, el odio y el cálculo cuidadosos: antes ya había visto combinadas esas cualidades con un efecto atroz. Al mirar por la ventana del despacho, rodeado por la atmósfera inquietante de la tormenta que se avecinaba, sintió en esos mensajes la absoluta frialdad de un psicópata. Un psicópata que se hacía llamar X. Arybdis.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que estuviera equivocado. No sería la primera vez que cierto estado de ánimo, sobre todo por la tarde, en especial cuando estaba solo, provocaba que extrajera conclusiones erróneas.

Aun así…, ¿qué había en el nombre? ¿En qué cajón polvoriento de sus recuerdos rebullía levemente?

Decidió acostarse pronto, mucho antes de que Madeleine regresara del concierto, decidido a devolver las cartas a Mellery al día siguiente y a insistirle de nuevo en que acudiera a la Policía. Las apuestas eran demasiado altas; el riesgo, demasiado palpable. Sin embargo, una vez que estuvo en la cama, le resultó imposible descansar. Su mente era una pista de carreras sin línea de salida ni de meta. Era una sensación con la que estaba familiarizado: un precio que había pagado (eso había llegado a creer) por la intensa atención que dedicaba a cierta clase de desafíos. Una vez que su mente obsesionada caía en esta rutina circular, en lugar de caer vencida por el sueño, sólo le quedaban dos opciones: podía dejar que el proceso siguiera su curso, lo cual quizá se prolongaría tres o cuatro horas, o podía obligarse a levantarse de la cama y vestirse.

Al cabo de unos minutos, estaba en el patio, vestido con tejanos y con un cómodo jersey viejo de algodón. La luna llena detrás del cielo encapotado creaba una tenue iluminación que permitía ver el granero. Decidió caminar en esa dirección, por el camino lleno de surcos del césped.

Más allá del granero se hallaba el estanque. A medio camino se detuvo y oyó el sonido de un coche que subía por el camino desde el pueblo. Calculó que estaría a menos de un kilómetro. En ese tranquilo rincón de los Catskills, donde los esporádicos aullidos de coyotes constituían el sonido más fuerte de la noche, un vehículo podía oírse a gran distancia.

Pronto los faros del coche barrieron la maraña de solidago marchito que bordeaba el prado. Madeleine giró el vehículo hacia el granero, se detuvo en la gravilla crujiente y apagó los faros. Salió y caminó hacia él: con precaución, ajustando las pupilas a la semioscuridad.

—¿Qué estás haciendo? —La pregunta sonó suave, amistosa.

—No podía dormir. La cabeza me iba a mil. Pensaba dar una vuelta por el estanque.

—Creo que va a llover. —Un rugido en el cielo puntuó la observación de Madeleine.

David asintió con la cabeza.

Ella se quedó de pie a su lado en el sendero y respiró profundamente.

—¡Qué bien huele! Vamos a caminar un poco —propuso, cogiéndole del brazo.

Al llegar al estanque, el sendero se ensanchaba en una franja segada. En algún lugar del bosque, ululó un búho, o, más precisamente, se oyó un sonido familiar que ambos pensaron que podría ser un búho cuando lo oyeron por primera vez ese verano, y cada vez estaban más seguros de que se trataba de un búho. Se daba cuenta de que ese proceso de creciente convicción no tenía lógica, pero David también sabía que señalarlo, por interesante que este truco mental pudiera parecerle a él, sería un comentario incordiante y aburrido para ella. Así que no dijo nada, feliz de conocerla lo bastante bien para saber cuándo quedarse callado, y caminaron hasta el otro lado del estanque en un silencio cordial. Ella tenía razón con lo del olor: una maravillosa dulzura en el aire.

Disfrutaban de momentos así de vez en cuando, momentos de sencillo amor y de cercanía silenciosa que le recordaban los primeros años de su matrimonio, los años anteriores al accidente.

«El accidente». Esa etiqueta densa y genérica con la cual envolvía el suceso en su memoria para impedir que sus detalles afilados le rebanaran el corazón. El accidente —la muerte— que eclipsó el sol y que convirtió su matrimonio en una combinación cambiante de hábito, deber, compañerismo nervioso y raros momentos de esperanza: extrañas ocasiones en que algo brillante y claro como un diamante llegaba hasta ellos, y le recordaba lo que había sido y lo que podría volver a ser posible.

—Siempre pareces estar combatiendo con algo —dijo ella, apretándole con los dedos en torno al interior de su brazo, justo encima del codo.

Acertaba otra vez.

—¿Cómo ha ido el concierto? —preguntó al fin Gurney.

—La primera mitad fue barroco, encantador. La segunda mitad era del siglo XX, no tan encantador.

David estaba a punto de meter baza con su propia opinión negativa de la música moderna, pero se lo pensó mejor.

—¿Qué te impide dormir? —preguntó ella.

—No estoy seguro.

Madeleine percibió su escepticismo. Se soltó de su brazo. Algo chapoteó en el estanque a unos metros de ellos.

—No podía quitarme de la cabeza el asunto de Mellery —dijo.

Madeleine no respondió.

—No paraba de darle vueltas en la cabeza a trozos y piezas de todo ese asunto sin llegar a ninguna parte, sólo conseguía sentirme incómodo, demasiado cansado para pensar con claridad.

Una vez más, ella no le ofreció nada, salvo un silencio reflexivo.

—He estado pensando en ese nombre de la nota.

—¿X. Arybdis?

—¿Cómo lo…? ¿Nos oíste mencionarlo?

—Tengo buen oído.

—Lo sé, pero siempre me sorprende.

—Podría no ser realmente X. Arybdis, ¿sabes? —dijo ella de ese modo casual que él sabía que era cualquier cosa menos casual.

—¿Qué?

—Podría no ser X. Arybdis.

—¿Qué quieres decir?

—Estaba sufriendo una de esas atrocidades atonales en la segunda mitad del concierto, pensando que algunos de los compositores modernos tienen que odiar el chelo. ¿Por qué forzar a un instrumento tan hermoso a hacer ruidos tan desagradables? Esos aullidos horribles y deshilvanados…

—¿Y…? —dijo él en voz baja, tratando de impedir que su curiosidad sonara nerviosa.

—Y tendría que haberlo dejado en ese punto, pero no podía, porque tenía que llevar a Ellie.

—¿Ellie?

—Ellie, la que vive al pie de la colina. Era mejor no coger dos coches. Pero ella parecía estar disfrutando, Dios sabe por qué.

—¿Sí?

—Así que me pregunté: «¿Qué puedo hacer para pasar el tiempo y no matar a los músicos?».

Hubo otro chapoteo en el estanque, y ella se detuvo para escuchar. Medio vio, medio sintió su sonrisa. A Madeleine le gustaban las ranas.

—¿Y?

—Y pensé que podía empezar a preparar mi lista de tarjetas de Navidad (casi estamos en noviembre), así que saqué mi pluma y, por detrás de mi programa, en la parte superior, escribí «Xmas Cards». No toda la palabra Christmas, sino la abreviación X-M-A-S —dijo, deletreándola.

En la oscuridad, David podía sentir más que ver la mirada inquisitiva de su esposa, como si estuviera preguntándole si lo estaba entendiendo.

—Continúa —dijo David.

—Cada vez que veo esa abreviación, me acuerdo del pequeño Tommy Milakos.

—¿Quién?

—Tommy estaba enamorado de mí en noveno grado en Nuestra Señora de la Castidad.

—Pensaba que era Nuestra Señora de las Penas —dijo Gurney con una punzada de irritación.

Madeleine se detuvo para dejar que su chiste pudiera captarse, luego continuó.

—Da igual. Cierto día, la hermana Inmaculada, una mujer muy grande, empezó a gritarme porque abrevié «Christmas» como «Xmas» en un cuestionario del santoral católico. Ella decía que cualquiera que escribía de esa manera estaba voluntariamente tachando a Cristo de la Navidad. Estaba furiosa. Pensaba que iba a pegarme. Pero, justo entonces, Tommy (el dulce Tommy de ojos castaños) se levantó de un salto y gritó: «No es una X». La hermana Inmaculada se quedó asombrada. Fue la primera vez que alguien había osado interrumpirla. Ella se lo quedó mirando, pero Tommy le sostuvo la mirada, mi pequeño campeón. «No es una letra inglesa —dijo—. Es una letra griega. Es igual que la “ch” inglesa. Es la primera letra de Cristo en griego». Y, por supuesto, Tommy Milakos era griego, así que nadie lo puso en duda.

Pese a la oscuridad, David pensó que podía verla sonriendo con dulzura al recordarlo, incluso sospechaba que había oído un pequeño suspiro. Quizá se equivocaba con el suspiro, eso esperaba. Y otra distracción, ¿había delatado Madeleine una preferencia personal por los ojos castaños sobre los azules? «Contente, Gurney, está hablando de noveno grado».

Madeleine continuó.

—Así que quizá X. Arybdis es, en realidad, «Ch. Arybdis», o quizá «Charybdis». ¿No es eso algo de la mitología griega?

—Sí, lo es —dijo David, tanto para sus adentros como para ella—. Entre Scylla y Charybdis…

—Como entre la espada y la pared.

David asintió.

—Algo así.

—¿Cuál es cuál?

David daba la impresión de que no había oído la pregunta, su mente se aceleraba al examinar las implicaciones que podía tener aquello de Charybdis, jugando con las posibilidades.

—¿Eh? —Se dio cuenta de que Madeleine le había preguntado algo.

—Scylla y Charybdis —dijo ella—. Entre la espada y la pared. ¿Cuál es cuál?

—No es una traducción directa, sino una aproximación al significado. Scylla y Charybdis eran, en realidad, peligros reales cuando se navegaba por el estrecho de Messina. Los barcos tenían que pasar entre ellos y tendían a acabar destrozados. En la mitología, se personalizaban en demonios de destrucción.

—Cuando dices peligros…, ¿a qué te refieres?

—Scylla era el nombre de un saliente rocoso afilado contra el que los barcos chocaban y se hundían.

Al ver que él no continuaba de inmediato, Madeleine insistió.

—¿Y Charybdis?

Gurney se aclaró la garganta. Algo de la idea de Charybdis le resultaba especialmente inquietante.

—Charybdis era una suerte de remolino. Un remolino muy poderoso. Una vez que un hombre quedaba atrapado en él, no lograba salir. Lo tragaba y lo despedazaba.

Recordaba con inquietante claridad una ilustración que había visto años antes en una edición de la Odisea que mostraba a un navegante atrapado en el violento torbellino, con el rostro contorsionado por el horror.

Una vez más oyeron esa especie de ululato procedente del bosque.

—Vamos —dijo Madeleine—. Entremos en casa. Se va a poner a llover en cualquier momento.

David se quedó quieto, perdido en sus pensamientos acelerados.

—Vamos —le instó ella—. Antes de que nos empapemos.

La siguió hasta el coche y Madeleine condujo despacio por el prado hasta la casa.

—¿No piensas en todas las «X» que ves como una posible «CH», no?

—Por supuesto que no.

—Entonces ¿por qué…?

—Porque «Arybdis» sonaba griego.

—Claro. Por supuesto.

Madeleine miró hacia él, en el otro asiento, con expresión ilegible, tal vez inducida por la noche nublada. Al cabo de un rato, le dijo con una pequeña sonrisa en la voz.

—¿Nunca dejas de pensar?

Entonces, tal y como ella había pronosticado, empezó a llover.