Timothy Hanson enfocaba los problemas de la vida con paso tranquilo y pausado. Se enorgullecía de su acostumbrado sistema de análisis sereno, seguido de la elección de la alternativa más favorable y de una resuelta puesta en práctica, todo lo cual le había llevado, en los comienzos de su edad madura, a la riqueza y a la posición de que ahora disfrutaba.
Aquella fresca mañana de abril, se quedó plantado en el peldaño superior de la escalinata de la casa de Devonshire Street, corazón de la élite médica de Londres, y se examinó, mientras la reluciente puerta negra se cerraba respetuosamente detrás de él.
El doctor, viejo amigo que era su médico de cabecera desde hacía muchos años, se habría sentido preocupado y afligido incluso con un extraño. Tratándose de un amigo, la cosa había resultado aún más dura para él. Había mostrado una angustia mayor que la de su paciente.
—Timothy, sólo tres veces en mi carrera he tenido que dar una noticia como ésta —había dicho, apoyando las manos sobre los dictámenes y las radiografías que tenía delante—. Debes creerme si te digo que es la experiencia más triste en la vida de un médico.
Hanson le había dicho que le creía.
—Si fueses diferente de como sé que eres —había dicho el médico—, me habría sentido tentado a mentirte.
Hanson le había dado las gracias por el cumplido y por su sinceridad.
El doctor le había acompañado personalmente hasta la puerta del consultorio.
—Si puedo hacer algo… Sé que parece una tontería…, pero ya sabes lo que quiero decir…, cualquier cosa…
Hanson había dado un apretón al brazo del médico y sonreído a su amigo. Había sido suficiente.
La recepcionista en bata blanca le había abierto la puerta de la calle. Hanson estaba ahora plantado allí, y respiró profundamente. El aire era fresco y limpio. El viento del nordeste había barrido la ciudad durante la noche. Desde el peldaño superior, contempló la calle de casas discretas y elegantes, casi todas ellas oficinas de asesores financieros, bufetes de abogados caros y consultorios de médicos particulares.
Una joven con tacones altos pasó vivamente por la acera, en dirección a Maryiebone High Street. Era bonita y lozana, de ojos vivarachos y mejillas sonrosadas. Hanson la miró y, cediendo a un impulso, le dirigió una sonrisa e inclinó su cabeza gris. Ella pareció sorprendida y en seguida se dio cuenta de que no le conocía, ni él la conocía a ella. Era un ademán de galantería, no un saludo. Le devolvió la sonrisa y siguió su camino, acentuando un poquitín la ondulación de sus caderas. Richards, el chofer, fingió no advertirlo, pero lo había visto y aprobado. Estaba de pie juno al «Rolls», esperando.
Hanson bajó la escalinata y Richards abrió la portezuela. Hanson subió al automóvil y se arrellanó en su cálido interior. Se quitó el abrigo, lo dobló cuidadosamente, lo colocó sobre el asiento a su lado y depositó el negro sombrero sobre él. Richards ocupó su sitio detrás del volante.
—¿A la oficina, Mr. Hanson? —preguntó.
—A Kent —dijo Hanson.
El «Silver Wraith» había girado hacia el Sur y entrado en Great Portiand Street, en dirección al río, cuando Richards se atrevió a preguntar.
—¿Le ocurre algo a la bomba, señor?
—No —dijo Hanson—. Sigue funcionando. Ciertamente, nada le pasaba a su corazón. En este sentido, era fuerte como un toro. Y no era momento de comentar con su chofer las furiosas e insaciables células que roían su intestino. El «Rolls» pasó por delante de la estatua de Eros, en Piccadilly Circus y entró en la corriente de tráfico que bajaba por Haymarket.
Hanson se echó atrás y contempló la tapicería del techo. Seis meses parecen una eternidad, murmuró para sí, cuando es todo lo que le queda de vida, no parece un período tan largo. No, no lo parece.
Desde luego, tendría que hospitalizarse durante el último mes, le había dicho el médico. Cuando la cosa se pusiese mal. Y se pondría. Pero había calmantes, nuevas drogas, muy poderosas…
El automóvil torció a la izquierda en Westminster Bridge Road y entró en el puente. Por encima del Támesis, Hanson observó la mole cremosa de County Hall moviéndose en su dirección.
Era, pensó, un hombre de fortuna considerable, a pesar de los gravosos índices de impuestos establecidos por el nuevo régimen socialista. Tenía su negocio de monedas raras y preciosas; gozaba de prestigio y de respeto en el ramo, y era dueño de la casa donde aquél se hallaba establecido. Y él era el único amo, sin socios ni participantes.
El «Rolls» había tomado el desvío de Elephant y Castie y se dirigía a la Oíd Kent Road. La estudiada elegancia de Maryiebone había quedado muy atrás, así como la riqueza comercial de Oxford Street y las sedes gemelas de poder de Whitehall y County Hall, a horcajadas sobre el río en Westminster Bridge. Desde el Elephant hacia delante, el escenario era más pobre, modesto, parte de la faja de zonas urbanas conflictivas, entre la riqueza y el poder del centro y la pulida complacencia de los suburbios residenciales.
Hanson observó los viejos y cansados edificios, ovillado en su automóvil de 50.000 libras, que rodaba por una autopista de 1.000.000 de libras la milla. Pensó con cariño en la adorable casa solariega de Kent a la que se dirigía, levantada en medio de un cuidado parque de 600 áreas, salpicado de robles, hayas y limas. Se preguntó qué sería de ella. Además, tenía el gran apartamento de Mayfair, donde pasaba ocasionalmente noches de entre semana, en vez de viajar a Kent, y donde podía recibir a compradores extranjeros en un ambiente menos formal que el de un hotel y generalmente más adecuado para la campechanía y, por ende, para hacer buenos negocios.
Aparte de la empresa y de los dos inmuebles de su propiedad, tenía su colección de monedas particular, reunida con amoroso cuidado durante muchos años, y la cartera de acciones y obligaciones, por no hablar de las cuentas corrientes en diferentes Bancos y del automóvil en que ahora viajaba.
Éste se detuvo en seco en un paso de peatones de uno de los sectores más pobres de la Oíd Kent Road. Richards emitió un gruñido de irritación. Hanson miró por la ventanilla. Una hilera de niños cruzaba la calle bajo la dirección de cuatro monjas. Dos de éstas iban en cabeza, y las otras dos cerraban la retaguardia. Al final de la cola, un niño pequeñito se había detenido en mitad del paso y contemplaba el «Rolls Royce» con no disimulado interés.
Tenía una cara redonda y agresiva, y chata la nariz. Sus cabellos despeinados estaban cubiertos por un gorro torcido y con las iniciales Tt. B; uno de sus calcetines estaba caído, arrugado sobre el tobillo, sin duda porque la liga desempeñaba una función más importante en otro sitio, como parte vital de un tirachinas. Levantó la mirada y vio la distinguida cabeza de plata que le miraba desde detrás del cristal de la ventanilla. Sin vacilar, el rapazuelo hizo una mueca, se llevó el pulgar de la mano derecha a la nariz y movió los otros dedos, en ademán desafiador.
Sin cambiar de expresión, Timothy Hanson colocó también el pulgar de su mano derecha sobre la punta de la nariz y correspondió al chaval con un ademán idéntico al suyo. El chico pareció pasmado. Bajó la mano y, después, sonrió de oreja a oreja. Un segundo más tarde, fue empujado fuera del paso de peatones por una atribulada y joven monja. La cola se había formado de nuevo y marchaba en dirección a un gran edificio gris apartado de la calzada, detrás de la barandilla. Libre del impertinente obstáculo, el «Rolls» arrancó de nuevo hacia Kent.
Treinta minutos más tarde, habían dejado atrás los extensos suburbios, y se abrió ante ellos la larga cinta de la autopista M20. Los North Downs quedaron también atrás, y el automóvil entró en el paisaje de onduladas colinas y valles del jardín de Inglaterra. Hanson pensó ahora en su esposa, muerta hacía diez años. Su matrimonio había sido feliz; sí, muy feliz, aunque no habían tenido hijos. Quizás hubiesen debido adoptar uno; habían pensado bastante en ello. Ella era hija única, y sus padres habían muerto hacía tiempo. En cuanto a él, solo le quedaba una hermana, por la que sentía verdadera antipatía, sólo igualada por la que le inspiraban su aborrecible marido y su igualmente desagradable hijo.
Al sur de Maidstone, se acabó la autopista y, unas millas más adelante, en Harrietsham, Richards salió de la carretera principal y torció hacia el Sur, en dirección a ese estuche de huertos pulquérrimos, campos, bosques y alegres jardines, al que llaman el Weald. Era en este delicioso sector rural donde Timothy Hanson tenía su casa de campo.
Tenía que contar también con el ministro de Hacienda, pensó Hanson. Reclamaría su parte, y no sería grano de anís. Porque la suerte estaba echada. Después de demorarlo años y años, por una u otra razón, tenía ahora que hacer testamento.
—Mr. Pound le recibirá en seguida, señor —dijo la secretaria.
Timothy Hanson se levantó y entró en el despacho de Martin Pound, socio más antiguo de la firma de abogados «Pound y Gogarty».
Como muchos hombres ricos y maduros, Hanson había contraído amistad personal con sus cuatro consejeros más valiosos: el abogado, el agente de cambio y Bolsa, el asesor mercantil y el medico, y estaba en inmejorables relaciones con todos ellos. Los dos hombres se sentaron.
—¿En qué puedo servirte? —preguntó Pound.
—Desde hace tiempo, Martin, me has aconsejado que haga testamento —dijo Hanson.
—Cierto —respondió el abogado—. Es una precaución muy necesaria y que se olvida muchas veces.
Hanson hurgó en su cartera y sacó un abultado sobre de papel manila, sellado con lacre rojo. Lo alargó sobre la mesa al sorprendido abogado.
—Aquí está —dijo.
Pound tomó el sobre con un gesto de perplejidad en su rostro siempre tranquilo.
—Espero, Timothy, que… En el caso de un caudal tan importante como el tuyo…
—No te preocupes —repuso Hanson—. Ha sido redactado por un abogado. Debidamente firmado por mí y por los testigos. No hay ninguna ambigüedad, nada que pueda dar pie a impugnarlo.
—Comprendo —dijo Paul.
—No lo tomes a mal, viejo amigo. Sé que te estás preguntando por qué no te encargué su redacción y acudí a un abogado provinciano. Tuve mis razones. Por favor, confía en mí.
—Desde luego —dijo apresuradamente Pound—. No hables más de ello. ¿Deseas que lo guarde en lugar seguro?
—Sí. Pero hay otra cosa. En él te designo como único albacea. Sé que preferirías haberlo visto. Pero te doy mi palabra de que no hay nada, en las funciones del albacea, que pueda turbar tu conciencia, tanto profesional como personalmente. ¿Aceptas?
Pound sopesó el grueso sobre con las manos.
—Sí —dijo—, puedes contar con ello. En todo caso, estoy seguro de que hablamos de un futuro remoto. Tienes un aspecto magnífico. Viendo las cosas como son, es probable que vivas más que yo. ¿Qué harás entonces?
Hanson aceptó la lisonja por la buena intención que la había provocado. Diez minutos más tarde, salió al claro sol de mayo, en Gray’s Inn Road.
Hasta mediados de setiembre, Timothy Hanson se mostró tan activo como siempre. Hizo varios viajes al Continente y frecuentó aún más la City de Londres. Pocos hombres que mueren antes de hora tienen oportunidad de poner en orden sus muchos y complicados asuntos, y Hanson quería estar seguro de que los suyos quedarían exactamente arreglados como él pretendía.
El 15 de setiembre, llamó a Richards. El chofer y hombre-para-todo que, con su esposa, cuidaba de Hanson desde hacía doce años, encontró a su patrono en la biblioteca.
—Tengo que darle una noticia —Hanson—. A final de año, pienso retirarme.
Richards se sorprendió, pero no dio señales de ello. Pensó que habría algo más.
—También pienso emigrar —dijo Hanson— y pasar mi retiro en una residencia mucho más pequeña, en algún lugar donde luzca el sol.
Conque era esto, pensó Richards. De todos modos, el viejo se mostraba considerado al avisarle con tres meses de anticipación. Pero, tal como estaba el mercado de trabajo, tendría que empezar a buscar en seguida. Y no era sólo el trabajo, sino la linda y pequeña vivienda de que disfrutaba ahora.
Hanson tomó un grueso sobre de encima de la repisa de la chimenea. Lo tendió a Richards, que lo tomó sin comprender.
—Temo —dijo Hanson— que, a menos que los futuros ocupantes de la casa quieran seguir contando con sus servicios y con los de Mrs. Richards, tendrá que buscar otro empleo.
—Sí, señor —dijo Richards.
—Desde luego, le dejaré las, mejores referencias antes de marcharme —repuso Hanson—. Sin embargo, por razones de negocio, le estimaré que no mencione esto en el pueblo, ni lo diga a nadie hasta que sea necesario. También le agradecería que no buscase otro empleo hasta, digamos, el primero de noviembre. Dicho en pocas palabras, no quisiera que se supiese de momento la noticia de mi próxima partida.
—Muy bien, señor —contestó Richards, que sostenía aún el grueso sobre.
—Esto me lleva —dijo Hanson— a la última cuestión. Ese sobre. Usted y Mrs. Richards me han servido bien y fielmente durante los pasados doce años. Quiero que sepa que lo aprecio. Siempre lo he apreciado.
—Gracias, señor.
—Les agradecería mucho que siguiesen igualmente fieles a mi memoria cuando me haya ido. Sé que pedirle que no busque empleo durante las próximas seis semanas puede ser duro para usted. Aparte de esto, quisiera ayudarle de algún modo en su vida futura. Este sobre contiene diez mil libras, en billetes usados de veinte libras.
Richards perdió al fin su aplomo. Arqueó las cejas.
—Gracias, señor —dijo.
—Por favor, no me lo agradezca —dijo Hanson—. Se lo doy en la desacostumbrada forma de dinero efectivo, porque, como casi todo el mundo, me fastidia que el fisco se lleve una buena tajada del dinero que he ganado con mi trabajo.
—Tiene usted razón —dijo, calurosamente, Richards.
Podía palpar los gruesos fajos de billetes a través del sobre.
—Una cantidad como esta devengaría un fuerte impuesto, que usted tendría que pagar. Yo le aconsejaría que no lo ingresase en el Banco, sino que lo guardase en lugar seguro. Y que no gastara cantidades importantes que pudiesen llamar la atención. Está únicamente destinado a ayudarle en su nueva vida, dentro de unos meses.
—No se preocupe, señor —dijo Richards—. Conozco el paño. Todos hacen lo mismo, hoy en día. Y muchísimas gracias, en nombre de los dos.
Richards cruzó el patio enarenado para seguir limpiando el flamante «Rolls Royce». Se sentía optimista. Su salario había sido siempre generoso, y, teniendo habitación de balde, había podido ahorrar bastante. Con esta nueva ganga, quizá no tendría necesidad de volver a la cada vez más agotada bolsa de trabajo. Había una pequeña casa de huéspedes en Porthcawl, en su Gales natal, que él y Megan habían descubierto aquel mismo verano…
El 1 de octubre por la mañana, Timothy Hanson bajó de su dormitorio antes de que el sol se hubiese elevado sobre el horizonte. Mrs. Richards tardaría aún una hora en llegar para prepararle el desayuno y empezar la limpieza.
Había sido otra noche terrible, y las píldoras que guardaba en el cajón cerrado de su mesita de noche iban perdiendo la batalla contra las punzadas de dolor que le desgarraban el bajo vientre. Estaba pálido y macilento, más viejo de lo que correspondía a su edad. Se dio cuenta de que ya no había nada que hacer. Había llegado su hora. Pasó diez minutos escribiendo una breve nota a Richards, pidiéndole disculpas por su inofensiva mentira de quince días atrás y diciéndole que telefonease a Martin Pound para que viniese inmediatamente. Dejó la carta sobre el suelo, en lugar visible junto a la puerta de la biblioteca, destacando contra el oscuro entarimado. Después telefoneó a Richards y dijo al hombre adormilado que le contestó que no necesitaría que Mrs. Richards le sirviese temprano el desayuno, pero que, en cambio, necesitaría al chofer en la biblioteca, dentro de treinta minutos.
Cuando hubo terminado, sacó de su mesa escritorio la escopeta cuyos cañones había recortado unos 25 cm. para hacerla más manejable. La cargó con dos cartuchos de grueso calibre y se retiró a la biblioteca.
Meticuloso hasta el fin, cubrió su sillón de orejas predilecto con una gruesa manta, consciente de que pronto pertenecería a otra persona. Se sentó en el sillón, acariciando el arma. Echó una última mirada a los libros que tanto apreciaba y a las vitrinas que habían albergado su tan querida colección de monedas raras. Después, dirigió los cañones contra su pecho, apoyó el dedo en los gatillos, aspiró profundamente y disparó sobre su corazón.
Mr. Martin Pound cerró la puerta de la sala de juntas contigua a su despacho y ocupó su sitio en la cabecera de la larga mesa. En la mitad de ésta, a la derecha, hallábase sentada Mrs. Armitage, hermana de su cliente y amigo, y a la que conocía por referencias. Su marido se sentaba a su lado. Ambos vestían de negro. Al otro lado de la mesa, con aire aburrido e indolente, estaba sentado su hijo. Tarquín, joven de poco más de veinte años y que parecía sentir un interés desordenado por el contenido de su desmesurada nariz. Mr. Pound se caló las gafas y se dirigió al trío.
—Deben saber que el difunto Timothy Hanson me pidió que actuase como único albacea en su sucesión. En circunstancias normales, y en mi expresada condición, habría abierto el testamento inmediatamente después de su muerte, para el caso de que hubiese alguna instrucción inmediata, referente, por ejemplo, a la forma del entierro.
—Entonces, ¿no lo redactó usted? —preguntó Armitage, padre.
—No, no lo redacté —respondió Pound.
—¿Y no sabe el contenido? —preguntó Armitage, hijo.
—No; lo desconozco —dijo Pound—. En realidad, el difunto Mr. Hanson impidió la apertura del testamento, al dejarme una carta personal sobre la repisa de la chimenea de la habitación donde murió. En ella ponía en claro varias cosas, que ahora estoy en condiciones de comunicarles a ustedes.
—Vayamos al testamento —dijo el joven Armitage.
Mr. Pound le miró fríamente y no le respondió.
—Cállate, Tarquín —dijo suavemente Mrs. Armitage.
Pound siguió diciendo:
—En primer lugar, Timothy Hanson no se suicidó en un estado de desequilibrio mental. En realidad, estaba en la última fase de un cáncer incurable, y conocía su enfermedad desde el mes de abril último.
—Pobre infeliz —dijo Armitage, padre.
—Yo mostré después esta carta al instructor del Condado de Kent, y el hecho fue confirmado por el médico forense en la autopsia. Esto permitió que las formalidades del certificado de defunción y la encuesta se cumplieran en sólo quince días. En segundo lugar, decía claramente que no quería que se abriese y leyese el testamento hasta que hubiesen terminado aquellas formalidades. Por último, declaraba su deseo de que se procediese a una lectura formal del testamento, con abstención de toda comunicación por correo, en presencia de su única pariente superviviente, su hermana Mrs. Armitage, y el marido y el hijo de ésta.
Los otros tres miraron a su alrededor con creciente y no precisamente dolorida sorpresa.
—Pero sólo estamos nosotros tres aquí —dijo Armitage, hijo.
—Exacto —dijo Pound.
—Entonces, debemos ser los únicos beneficiarios —dijo Armitage, padre.
—No necesariamente —repuso Pound—. Si les he convocado hoy aquí, ha sido sólo atendiendo a la carta de mi difunto cliente.
—Si pretendió gastarnos una broma… —dijo hoscamente Mrs. Armitage.
Apretó los labios, con facilidad nacida de una larga práctica.
—¿Puedo proceder a la lectura del testamento? —preguntó el señor Pound.
—Adelante —dijo el joven Armitage. Martín Pound tomó un fino cortapapeles y abrió cuidadosamente el grueso sobre que tenía en la mano. Sacó de el otro sobre abultado y un documento de tres páginas, con los márgenes de la izquierda sujetos con una cinta verde. Pound dejó a un lado el voluminoso sobre y abrió el pliego de papeles. Empezó a leer.
—«Esta es la última voluntad de Timothy John Hanson, natural de…».
—Sabemos todo esto —interrumpió Armitage, padre.
—Vaya al grano —dijo Mrs. Armitage. Pound les miró con disgusto por encima de las gafas. Prosiguió:
—«Declaro que este mi testamento debe ser protocolizado de acuerdo con la ley inglesa. Segundo: revoco todos mis anteriores testamentos y actos de última voluntad…».
Armitage, hijo, lanzó un ruidoso suspiro, como si estuviese acabando la paciencia.
—«Tercero: nombro albacea a Martín Pound, de Pound y Gogarty, abogado, y le encargo que administre mi herencia, pague todas mis deudas legítimas y cumpla la cláusula de este mi testamento. Cuarto: pido a mi albacea que, al llegar a este punto de la lectura, abra el sobre adjunto, en el que encontrará el dinero para los gastos de mi entierro, el pago de sus honorarios profesionales y cualesquiera otros desembolsos que tuviese que hacer para el cumplimiento de mi voluntad. En el caso de que sobrase algún dinero, le ruego que lo destine a una obra de caridad de su propia parroquia».
Mr. Pound dejó el testamento y asió de nuevo el cortapapeles. Sacó del sobre cinco fajos de billetes de 20 libras, todos nuevos y sujetos con una cinta de color castaño en la que se indicaba que cada fajo contenía la suma de 1.000 libras. Se hizo el silencio en la sala. Armitage, hijo, dejó de explorar una de sus cavidades nasales y contempló fijamente el montón de dinero, con la indiferencia de un sátiro observando a una virgen. Martín Pound volvió a tomar el testamento.
—«Quinto: pido a mi único albacea que, en consideración a nuestra larga amistad, asuma sus funciones el día siguiente a mi entierro».
Martin Pound volvió a mirar por encima de las gafas.
—En circunstancias normales —dijo—, habría ya inspeccionado el negocio de Mr. Hanson en la ciudad y sus otros bienes conocidos, para asegurarme de que eran administrados bien y fielmente, al objeto de que los beneficiarios no sufriesen perjuicios por negligencias en la gestión. Sin embargo, sólo en este instante he sido encargado oficialmente del albaceazgo, y antes de ahora no podía hacerlo. Además, resulta que no puedo empezar hasta el día siguiente al del entierro.
—Oiga —dijo Armitage, padre—, si hubiese negligencia, podría reducirse el valor de la herencia, ¿no?
—No puedo decirlo —respondió Pound—. Pero dudo de que se produzca tal cosa. Mr. Hanson tenía unos auxiliares excelentes en su negocio de la City, y sé de fijo que confiaba en su lealtad y en su competencia.
—Sin embargo, ¿no sería mejor que usted hiciese algo? —sugirió Armitage.
—El día después del entierro —dijo Pound.
—Entonces, que el entierro se celebre lo antes posible —intervino Mrs. Armitage.
—Como usted quiera —dijo Pound—. Usted es su más próxima pariente. «Sexto: de todo el resto de mis bienes, instituyo…».
Aquí, Martin Pound hizo una pausa y pestañeó, como si no pudiese dar crédito a lo que leía. Tragó saliva y prosiguió:
—«… instituyo heredera a mi querida hermana, en la confianza de que compartirá su buena fortuna con su querido esposo Norman y con su simpático hijo Tarquín. Ello sujeto a la condición establecida en el párrafo séptimo».
Hubo un silencio de pasmo. Mrs. Armitage se llevó delicadamente el pañuelo a los ojos, no para enjugar una lágrima, sino para disimular la sonrisa que torcía las comisuras de sus labios. Cuando apartó el pañuelo, miró a su esposo y a su hijo con el aire de una gallina vieja que, al levantar el trasero, se ha encontrado con un huevo de oro macizo. Los dos Armitage varones permanecieron sentados, con la boca abierta.
—¿A cuánto asciende su caudal? —preguntó al fin el padre.
—Realmente, no lo sé —dijo Pound.
—Vamos, tiene usted que saberlo —insistió el hijo—. Aproximadamente. Usted llevaba todos sus asuntos.
Pound pensó en el abogado desconocido que había redactado el testamento que tenía en la mano.
—Casi todos… —dijo.
—¿Y bien…?
Pound cedió. Por muy desagradable que le resultasen los Armitage, eran los únicos beneficiarios del testamento de su difunto amigo.
—Yo diría, dados los precios actuales en el mercado, y suponiendo que se realizasen todos los bienes, entre dos millones y medio y tres millones de libras.
—¡Diablos! —exclamó el viejo Armitage, y empezó a hacer un cálculo mental—. ¿A cuánto ascenderá el impuesto de sucesiones?
—Temo que a un suma muy importante.
—¿Cuánto?
—Siendo una herencia tan cuantiosa, aplicarán a buena parte de ella el mayor índice, que es del setenta y cinco por ciento. Sobre el total, calculo que será aproximadamente el sesenta y cinco por ciento.
—¿Quedando un millón limpio? —preguntó el hijo.
—Es una estimación muy vaga, compréndalo —respondió Pound, desatentadamente.
Pensó en cómo había sido su amigo Hanson: educado, caprichoso minucioso. Por el amor de Dios, Timothy, ¿por qué, por qué lo has hecho?
—Queda el párrafo séptimo —observó.
—¿Qué dice? —preguntó Mrs. Armitage, saliendo de su ensueño referente a un auge social. Pound reanudó la lectura.
—«Durante toda mi vida, me ha horrorizado que un día pueda ser comido bajo tierra por los gusanos y otros parásitos —leyó—. Por consiguiente, hice construir un ataúd forrado de plomo, que se encuentra depositado en la empresa de pompas fúnebres “Bennet y Gaines”, en la población de Ashford. Quiero ser llevado en él a mi última morada. En segundo lugar, nunca he querido que un día pudiese desenterrarme una excavadora o algo por el estilo. En consecuencia, ordeno que arrojen mi cadáver al mar, concretamente a veinte millas al sur de la costa de Devon, donde antaño serví como oficial de Marina. Por último, quiero que sean mi hermana y mi cuñado quienes, por el amor que me profesaron durante toda su vida, se encarguen de lanzar mi ataúd al océano. Y digo a mi albacea que, si no se cumpliese cualquiera de estas disposiciones, o mis beneficiarios pusiesen cualquiera impedimento, quedará nulo y sin efecto todo lo anteriormente establecido, y la totalidad de mi herencia pasarán a la Hacienda».
Martin Pound levantó la mirada. En su fuero interno, le sorprendían los temores y caprichos de su amigo, pero no dio la menor señal de ello.
—Ahora, Mrs. Armitage, tengo que preguntarle formalmente: ¿tiene usted que formular alguna objeción a los deseos expresados por su difunto hermano en el párrafo séptimo?
—Realmente, un entierro en el mar es una estupidez —dijo ella—. Y no creía que estuviese permitido.
—Es sumamente raro, pero no ilegal —respondió Pound—. Conozco otros casos.
—Será muy caro —dijo el hijo—. Mucho más que en un cementerio. ¿Por qué no una cremación?
—El costo del entierro no afectará a la herencia —dijo seriamente Pound—. Los gastos saldrán de aquí. —Tocó las 5.000 libras que tenía junto al codo—. Y ahora, ¿alguna objeción?
—Bueno, no sé…
—Tengo que advertirles que, si se oponen, el testamento quedará nulo y sin valor en lo tocante a ustedes.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Que todo pasaría al Estado —gruñó su marido.
—Exactamente —dijo Pound.
—Entonces, no me opongo —dijo Mrs. Armitage—. Aunque pienso que es una ridiculez.
—Si es así, ¿debo entender que me autoriza para tomar las disposiciones necesarias? —preguntó Pound.
Mrs. Armitage asintió bruscamente con la cabeza.
—Cuanto antes mejor —dijo su marido—. Así podremos proceder a la protocolización del testamento y al cobro de la herencia.
Martin Pound se levantó rápidamente. Estaba harto.
—No hay más cláusulas en el testamento. Todas sus páginas están firmadas por el testador y los testigos. Por consiguiente, creo que no hay más que discutir. Haré las gestiones necesarias y me pondré en contacto con ustedes para fijar el día y el lugar, Buenos días.
No es muy agradable encontrarse en medio del Canal de la Mancha a mediados de octubre, salvo para los entusiastas. Mr. y Mrs. Armitage dejaron bien claro, antes de salir del puerto, que a ellos no les entusiasmaba en absoluto.
Mr. Pound suspiró, mientras aguantaba los embates del viento en la popa de la embarcación, para no tener que estar con ellos en la cabina. Había tardado una semana en hacer las gestiones y había contratado una barca de arrastre en Brixham, Devon. Los tres marineros que la tripulaban habían aceptado el desacostumbrado trabajo, después de fijar un precio adecuado y de asegurarse de que no quebrantarían ninguna ley. En aquella época, la pesca en el Canal rendía poco.
Se había necesitado una polea para subir el ataúd de media tonelada a la camioneta, en el patio de atrás de la empresa de pompas fúnebres kentiana. Después, la camioneta había arrancado y el automóvil negro la había seguido hasta la costa del Sudoeste. Los Armitage no habían parado de quejarse en todo el trayecto. En Brixham, la camioneta se había arrimado al muelle, y el ataúd había sido depositado en la barca. Ahora estaba atravesado sobre dos tablones en la amplia cubierta de popa, brillando su encerada madera de roble y sus pulidas guarniciones de metal bajo el cielo de la mañana de otoño.
Tarquin Armitage había acompañado al grupo en el automóvil hasta Brixham, pero, después de echar una mirada al mar, había preferido quedarse en el caldeado interior de una hostería de la población. En todo caso, su presencia en la ceremonia fúnebre era innecesaria. El capellán retirado de la Marina Real, a quien había localizado Pound a través del correspondiente departamento del Almirantazgo, había aceptado con satisfacción un generoso estipendio por sus servicios y se hallaba ahora sentado en la pequeña cabina con los demás, cubierto su sobrepelliz con un grueso gabán.
El patrón de la barca de arrastre anduvo sobre la cubierta y se acercó a Pound. Sacó una carta marina, que fue agitada por la brisa, y señaló con el dedo índice un punto a veinte millas al sur del puerto de partida. Arqueó una ceja. Pound asintió con un movimiento de cabeza.
—Aguas profundas —dijo el patrón. Señaló el ataúd con la cabeza—. ¿Le conocía usted?
—Mucho —dijo Pound.
El patrón lanzó un gruñido. Tripulaba la pequeña barca de arrastre con su hermano y un primo; casi todos aquellos pescadores eran parientes. Estos tres eran rudos devonianos, de cara y manos tostadas por el sol, de la madera de sus antepasados, que habían pescado en aquellas turbulentas aguas desde los tiempos en que Drake aprendía la diferencia entre el palo mayor y el de mesana.
—Llegaremos dentro de una hora —dijo, y volvió tambaleándose a la proa.
Cuando llegaron al lugar señalado, el patrón situó la barca de proa al viento y la mantuvo inmóvil con el motor casi parado. El primo tomó una larga pieza de madera, tres tablas fijadas con travesanos por su parte inferior, de una anchura total de un metro, y la apoyó en la borda, con la cara lisa hacia arriba y de manera que la barandilla quedase casi en la mitad del plano en declive, a la manera del eje de un columpio. Así, la mitad de la rampa se apoyaba en la cubierta, y la otra mitad sobresalía sobre el encrespado mar. Mientras el hermano del patrón manejaba el motor de la cabria, su primo prendía unos ganchos en las cuatro asas metálicas del ataúd.
Zumbó el motor y se tensaron los cables. El gran ataúd se alzó de la cubierta. El hombre de la cabria lo mantuvo a una altura de un metro y el primo empujó el féretro de roble sobre las tablas. Lo situó de cara al mar y asintió con la cabeza. El de la cabria lo bajó hasta apoyarlo justamente sobre la barandilla. Aflojó los cables y el ataúd, con un chasquido, quedó en la debida posición, medio fuera y medio dentro de la barca. Mientras el primo lo mantenía fijo, el de la cabria bajó, quitó los ganchos y ayudó a levantar el borde de las tablas hasta dejarlas en sentido horizontal. Ahora el ataúd pesaba poco, porque estaba equilibrado. Uno de los hombres miró a Pound y éste llamó al capellán y a los Armitage para que saliesen de su refugio.
Los seis permanecieron en silencio bajo las nubes bajas, salpicados ocasionalmente por la cresta de una ola al pasar y esforzándose en mantener el equilibrio en aquel mar embravecido y sobre la oscilante cubierta. En honor del capellán, hay que decir que fue lo más breve posible, dentro de la dignidad, agitados sus blancos cabellos y el sobrepelliz por las ráfagas del viento. Norman Armitage estaba también descubierto, y parecía mareado como el loro del cuento y helado hasta los huesos. Lo que pensaba de su difunto pariente, que yacía ahora tan cerca de él, envuelto en capas de alcanfor, plomo y roble, puede presumirse fácilmente. En cuanto a Mrs. Armitage, con su abrigo de pieles, su sombrero y una bufanda de lana, sólo se le podía ver la afilada y helada nariz.
Martin Pound contempló el cielo mientras seguía el sacerdote con su rezo. Una gaviota solitaria daba vueltas en el viento, insensible a la humedad, al frío y al mareo, sin saber nada de impuestos y testamentos y parientes, autosuficiente en su perfección aerodinámica, independiente, libre. El abogado volvió a mirar el ataúd y, después, el océano. No estaba mal, pensó, si uno se dejaba llevar por el sentimentalismo. Personalmente, nunca se había preocupado de lo que sería de él después de muerto, y no sabía que a Hanson le hubiese importado tanto esta cuestión. Pero, si a uno le importaban estas cosas, no era un mal lugar de descanso. Vio la madera de roble salpicada de espuma que nunca podría penetrar en ella. «Bueno, nadie te molestará ahí, viejo amigo», pensó.
—… encomendamos a Tu eterna clemencia a nuestro hermano Timothy John Hanson, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Pound advirtió, de pronto, que el sacerdote había terminado. Éste le miraba, interrogador. Pound hizo una seña a los Armitage. Éstos se situaron junto a los pescadores y apoyaron una mano en la parte de atrás del ataúd. Pound asintió con la cabeza, en dirección a los hombres, que levantaron poco a poco el extremo de las tablas. El otro extremo se hundió en el agua. Por fin se movió el ataúd. Los dos Armitage empujaron. Se oyó un chirrido y el féretro se deslizó rápidamente. La barca osciló. El ataúd golpeó el lado de una ola, con un ruido sordo, más que un chasquido. Y desapareció. Instantáneamente. Pound miró al patrón, que estaba arriba, en la caseta del timón. El hombre levantó una mano y señaló en dirección al sitio de donde habían venido. Pound asintió de nuevo con la cabeza. Aumentó el zumbido del motor. Las tablas habían sido retiradas y guardadas. Los Armitage y el capellán corrían a guarecerse. Aumentaba la fuerza del viento.
Era casi de noche cuando doblaron la punta del malecón de Brixham; las primeras luces brillaban en las casas de allende el muelle. El capellán tenía su cochecito aparcado cerca de allí, y se marchó rápidamente. Pound pagó al patrón, satisfecho de ganar en una tarde tanto como en una semana pescando caballas. Los de la empresa de Pompas Fúnebres esperaban con el automóvil y el aburrido Tarquín Armitage. Pound les cedió el automóvil para ellos solos. Prefería volver a Londres en tren, sin compañía.
—Espero que calculará usted inmediatamente el valor del caudal —dijo Mrs. Armitage, con voz estridente—. Y que hará protocolizar el testamento. No queremos más comedias.
—Tengan la seguridad de que no perderé tiempo —dijo fríamente Pound—. Tendrán mis noticias.
Saludó y se dirigió a la estación. Presumía que el asunto no sería largo. Tenía ya todos los detalles de la herencia de Hanson. Y todo estaría en orden. Hanson era un hombre tan precavido…
Hasta mediados de noviembre no pudo Mr. Pound comunicar de nuevo con los Armitage. Aunque sólo invitó a Mrs. Armitage, como única beneficiaria, a visitar su bufete de Gray’s Inn Road, ella se presentó con su marido y su hijo.
—En cierto modo, me encuentro un poco perplejo —digo el abogado.
—¿Sobre qué?
—Sobre el caudal de su difunto hermano, Mrs. Armitage. Permita que le explique. Como abogado de Mr. Hanson, sabía ya cuáles eran las diversas partidas que componían su herencia; por consiguiente, pude examinarlas una a una sin pérdida de tiempo.
—¿Y qué son? —preguntó ella, bruscamente. Pound no permitió que le apremiasen.
—Tenía, en efecto, siete partidas importantes en su caudal. En conjunto, representan el noventa y nueve por ciento de sus bienes. En primer lugar, estaba el negocio de monedas raras y preciosas que tenía en la City. Debe usted saber que era una empresa privada de su exclusiva propiedad. La fundó y la desarrolló él mismo. También poseía, a través de la empresa, el edificio en que se halla emplazada. Lo compró, con una hipoteca, poco después de la guerra, cuando los precios eran bajos. La hipoteca fue cancelada hace tiempo; la empresa poseía el edificio libre de cargas, y él poseía la empresa.
—¿Qué valor tiene todo esto? —preguntó Armitage, padre.
—Aquí no hay problema —dijo Pound—. Con el edificio, las mercaderías en existencia, la clientela y los alquileres pendientes de las otras tres compañías ocupantes del inmueble, exactamente un millón doscientas cincuenta mil libras.
El joven Armitage silbó entre dientes e hizo un guiño.
—¿Cómo lo sabe con tanta exactitud? —preguntó Armitage.
—Porque lo vendió por esa suma.
—¿Qué…?
—Tres meses antes de morir, después de unas breves negociaciones, vendió la empresa, con todo su activo, a un rico comerciante holandés que deseaba comprarla desde hacía años. La suma pagada es la que acabo de mencionar.
—Pero él trabajó allí hasta casi el día de su muerte —objetó Mrs. Armitage—. ¿Quién más sabía esto?
—Nadie —dijo Pound—. Ni siquiera el personal. La escritura de venta del edificio fue redactada por un abogado modesto, el cual, cumpliendo su deber, no dijo una palabra acerca de ello. El resto de la venta se hizo constar en contrato privado entre él y el comprador holandés. Pero se establecían condiciones. Sus cinco empleados debían conservar sus puestos, y él seguiría como único gerente hasta final de este año o hasta su muerte, si se producía, como así fue, antes de aquella fecha. Desde luego, el comprador pensó que esto no era más que una formalidad.
—¿Ha visto usted a ese hombre? —preguntó Mrs. Armitage.
—¿Al señor de Jong? Sí. Es un acreditado comerciante en monedas de Amsterdam. He visto los documentos. Todos están perfectamente en regla; son absolutamente legales.
—¿Y qué hizo él con el dinero? —preguntó el viejo Armitage.
—Lo ingresó en el Banco.
—Entonces, no hay problema —dijo el hijo.
—La segunda partida era su casa solariega de Kent, una propiedad magnífica, con 60 áreas de parque. En junio pasado, hipotecó esta propiedad por el noventa y cinco por ciento de su valor. En el momento de su muerte, sólo había pagado un trimestre de intereses. Al morir el la sociedad constructora se convirtió en primer acreedor, y ahora, ha tomado posesión de los títulos de propiedad. También esto es perfectamente legal.
—¿Cuánto le dieron por la finca? —preguntó Mrs. Armitage.
—Doscientas diez mil libras —dijo Pound.
—¿Y también las ingresó en el Banco?
—Sí. Después, estaba su apartamento de Mayfair. Lo vendió por contrato privado aproximadamente al mismo tiempo, valiéndose de otro abogado para el contrato de venta, y por el precio de ciento cincuenta mil libras. Esta suma fue también ingresada en el Banco.
—Y van tres. ¿Qué más? —preguntó el hijo.
—Aparte de estas tres propiedades, tenía una valiosa colección de monedas. Ésta fue vendida por partes, a través de la empresa, por poco más de medio millón de libras, en un periodo de varios meses. Pero las facturas se guardaron por separado y fueron encontradas en su caja de caudales de la casa de campo. Perfectamente legales y cuidadosamente anotadas. Ingresó en el Banco los precios de cada una de las ventas. Su agente de Cambio y Bolsa, por orden suya, vendió toda su cartera de valores antes del primero de agosto. En penúltimo lugar, estaba su «Rolls Royce». Lo vendió por cuarenta y ocho mil libras, y alquiló otro coche. Por último, tenía cuenta corriente en diversos Bancos. La herencia total, por lo que he podido averiguar, y estoy convencido de no haberme dejado nada, importa poco más de tres millones de libras.
—¿Quiere usted decir —dijo Armitage, padre— que, antes de morir, él realizó todos los bienes que poseía, los convirtió en dinero efectivo e ingresó éste en el Banco, sin decirlo a nadie ni levantar la menor sospecha en sus conocidos y en los que trabajaban para él?
—Ni yo habría podido expresarlo mejor —confesó Pound.
—Bueno, a nosotros no nos habría interesado toda esa chatarra —dijo el joven Armitage—. Le habríamos encargado que la vendiese. Por consiguiente, él le ahorró este trabajo en los últimos meses. Ahora, sólo hace falta que pague las deudas, liquide el impuesto y nos dé el dinero.
—Siento no poder hacerlo —dijo Mr. Pound.
—¿Por qué no? —preguntó Mrs. Armitage, en tono ligeramente irritado.
—El dinero que depositó, por todas aquellas ventas…
—¿Qué?
—Lo retiró.
—¿Qué…?
—Lo ingresó, y después lo retiró. De muchos Bancos, en cantidades parciales, en un período de muchas semanas. Pero lo retiró todo. En dinero efectivo.
—No se pueden retirar tres millones de libras en efectivo —dijo el viejo Armitage, con incredulidad.
—¡Oh, sí que se puede! —replicó mansamente Pound—. No de una sola vez, desde luego; pero sí en cantidades de cincuenta mil libras, de los Bancos importantes y con previo aviso. Muchos negocios operan con grandes sumas en efectivo. Por ejemplo, los casinos o los corredores de apuestas. Y los traficantes en artículos de segunda mano…
Le interrumpió un creciente vocerío. Mrs. Armitage golpeaba la mesa con su puño rollizo; su hijo se había puesto en pie y agitaba el dedo índice sobre la mesa; su marido trataba de adoptar la actitud de un juez disponiéndose a dictar una grave sentencia. Y todos gritaban a la vez.
—No pudo llevarse el dinero… Tuvo que meterlo en alguna parte… Usted tenía que encontrarlo… Los dos se habían puesto de acuerdo para esto…
Esta última observación agotó la paciencia de Martin Pound.
—¡Silencio…! —rugió.
Su exabrupto fue tan inesperado que todos se callaron.
Apuntó con un dedo al joven Armitage.
—Usted, señor, retirará inmediatamente sus últimas palabras. ¿Lo ha entendido?
El joven Armitage rebulló en su asiento. Miró a sus padres, que le observaban con ceño.
—Disculpe —dijo.
—Bueno —siguió diciendo Pound—, este truco especial ha sido empleado otras veces, generalmente para eludir el pago de impuestos. Pero me sorprende en Timothy Hanson. Raras veces da resultado. Se puede retirar una importante cantidad de dinero, pero disponer de él es algo muy distinto. Pudo depositarlo en un Banco extranjero; pero, sabiendo que iba a morir, habría sido una insensatez. Él no podía desear favorecer a unos banqueros que son ya bastante ricos. No; debió ponerlo en alguna parte, o comprar algo con él. Puede que tardemos algún tiempo, pero llegaremos al final. Si el dinero fue depositado, lo encontraremos. Si adquirió con él otros bienes, también lo descubriremos. Aparte de todo lo demás, existen los impuestos de plusvalía y de transmisión de bienes y sobre el propio capital. Por consiguiente, tendrán que tener alguna información.
—¿Qué puede hacer usted personalmente? —preguntó al fin el viejo Armitage.
—Hasta ahora, y gracias a los poderes que me otorga el testamento, me he puesto en contacto con todos los Bancos importantes y de negocios del Reino Unido. Hoy en día, todo está regulado por computadoras. Pero, hasta ahora, no ha aparecido ningún depósito a nombre de Hanson. También he publicado anuncios en los periódicos más importantes de la nación, pero no he obtenido ninguna respuesta. He visitado a su antiguo chófer y criado, Mr. Richards, ahora retirado en el sur de Gales; pero nada ha podido aclararme. Él no vio nunca grandes cantidades de billetes, y pueden creerme si les digo que debían abultar mucho. Y ahora, mi pregunta es: ¿qué quieren que haga?
Hubo un silencio mientras los tres consideraban la pregunta.
En su fuero interno, Martín Pound lamentaba lo que su amigo había tratado de hacer. «¿Cómo pudiste pensar que te saldrías con la tuya? —preguntó al espíritu ausente—. ¿Tan poco respeto sentías por el fisco? No tenías que temer a estas personas ambiciosas y vanas, Timothy. Pero sí a los de los impuestos. Son inexorables, incansables. No se paran nunca. Nunca acaban los fondos. Por muy bien escondido que esté el caudal, seguirán buscando hasta que nos cansemos. Mientras no sepan dónde está, proseguirán la caza sin cesar. Sólo cuando lo sepan, y aunque esté fuera de Gran Bretaña y de su jurisdicción, cerrarán el expediente».
—¿No se propone seguir buscando? —preguntó el viejo Armitage, con un poco más de cortesía que la mostrada hasta entonces.
—Un poco más, sí —convino Pound—. Aunque he hecho ya cuanto he podido. Y tengo que atender a mi clientela. No puedo dedicar todo mi tiempo a esta investigación.
—Entonces, ¿qué aconseja usted? —preguntó Armitage.
—Siempre nos queda el Fisco —dijo suavemente Pound—. Más pronto o más tarde, y seguramente más pronto que tarde, tendré que informarles de lo ocurrido.
—¿Y piensa que ellos lo descubrirán? —preguntó afanosamente Mrs. Armitage—. A fin de cuentas, ellos son también beneficiarios, en cierto sentido.
—Estoy seguro de que lo harán —dijo Pound—. Querrán su tajada. Y tienen todos los recursos del Estado a su disposición.
—¿Cuánto tardarían? —preguntó Armitage.
—¡Ah! —dijo Pound—. Esto es otra cuestión. A juzgar por mi experiencia, no suelen tener prisa. Las cosas de palacio van despacio.
—¿Meses? —preguntó el joven Armitage.
—Probablemente años. No renunciarán a la búsqueda. Pero tampoco se apresurarán.
—No podemos esperar tanto tiempo —chilló Mrs. Armitage, cuya ascensión social parecía retrasarse demasiado—. Tiene que haber un camino más rápido.
—¿Qué le parecería un detective privado? —sugirió Armitage, hijo.
—¿Podría contratar a un detective privado? —preguntó Mrs. Armitage.
—Ellos prefieren el término agente privado de investigación —contestó Pound—. Sí, podría hacerlo. En el pasado, tuve ocasión de emplear uno de estos agentes, hombre de gran competencia, en el descubrimiento de unos herederos ignorados. En nuestro caso, los herederos están presentes y lo que se ha extraviado es el caudal. Sin embargo…
—Entonces, acuda a él —saltó Mrs. Armitage—. Dígale que tiene que descubrir dónde puso todo su dinero aquel desgraciado.
«Codicia —pensó Pound—. Si Hanson hubiese sospechado lo codiciosos que podían llegar a ser…».
—Muy bien. Pero está la cuestión de sus honorarios. Tengo que decirles que, de las cinco mil libras que me fueron confiadas para gastos, queda un saldo muy pequeño. Los desembolsos han sido más importantes que de costumbre… Y el investigador cobrará bastante. Sin embargo, es lo mejor que…
Mrs. Armitage miró a su marido.
—¿Norman?
El viejo Armitage tragó saliva. Veía esfumarse su automóvil y sus proyectadas vacaciones de verano. Asintió con la cabeza.
—Yo… bueno… me haré cargo de los honorarios cuando se haya agotado el saldo de las cinco mil libras —dijo.
—Muy bien —admitió Pound, levantándose—. Contrataré los servicios de Mr. Eustace Miller, exclusivamente. No me cabe duda de que descubrirá el paradero de la fortuna desaparecida. Hasta ahora, nunca me ha fallado.
Dicho lo cual, les despidió y se encerró en su despacho para telefonear a Eustace Miller, investigador privado.
Durante cuatro semanas, Mr. Miller guardó silencio; no así los Armitage, que acribillaban a Martin Pound con sus incesantes exigencias de una rápida localización de la desaparecida fortuna que les correspondía. Por fin, Miller informó a Martin Pound de que había llegado a un punto crucial en su investigación y pensaba que debía explicar sus progresos hasta la fecha.
Pound sentía casi tanta curiosidad como los Armitage, y convocó una reunión en su despacho.
Si la familia Armitage había esperado enfrentarse con un personaje al estilo de Philip Marlowe o de la imagen popular del sagaz detective privado, debió sentirse desilusionada. Eustace Miller era bajito, redondo y de aspecto bonachón, con mechones de cabellos blancos alrededor de su, por lo demás, calva cabeza, y gafas en media luna. Vestía seriamente, llevaba una cadena de reloj, de oro, cruzada sobre el chaleco, y se levantó sobre sus cortas piernas para emitir su informe.
—Empecé esta investigación —dijo, mirándoles sucesivamente a todos por encima de las gafas— partiendo de tres presunciones. Primera: el difunto Mr. Hanson había realizado sus extrañas actuaciones en los meses anteriores a su muerte, con un propósito deliberado y firme. Segunda: creí, y sigo creyendo, que la intención de Mr. Hanson fue privar a sus presuntos herederos y a los agentes del Fisco de toda participación en su fortuna después de su muerte…
—¡El viejo bastardo! —saltó el joven Armitage.
—No estaba obligado a dejarles nada —terció suavemente Pound—. Prosiga, Mr. Miller.
—Gracias. Presumí que Mr. Hanson no había quemado el dinero, ni había corrido el enorme riesgo de llevarlo al extranjero, habida cuenta del gran volumen que hubiese tenido una cantidad tan importante en dinero efectivo. Dicho en pocas palabras, llegué a la conclusión de que había comprado algo con él.
—¿Oro? ¿Diamantes? —preguntó Armitage, padre.
—No. Examiné todas estas posibilidades, pero las descarté después de intensas investigaciones. Entonces pensé en otro artículo de gran valor y volumen relativamente pequeño. Consulté a la empresa «Johnson Matthey», dedicada al comercio de metales preciosos. Y lo encontré.
—¿El dinero? —preguntaron a coro los tres Armitage.
—La solución —replicó Miller, y, muy satisfecho, sacó un fajo de papeles de su cartera de mano—. Éstos son los documentos de la compra de Mr. Hanson a «Johnson Matthey» de doscientos cincuenta lingotes, de cincuenta onzas, de platino de una pureza del 99,95 por ciento.
Se hizo un pasmado silencio alrededor de la mesa.
—Francamente, no fue un ardid muy hábil —añadió Mr. Miller, con cierto desencanto—. El comprador pudo destruir todos sus papeles referentes a la compra, pero, naturalmente, el vendedor no destruyó los suyos. Y aquí están.
—¿Por qué platino? —preguntó débilmente Pound.
—Esto es interesante. En el actual régimen laborista, se necesita permiso para comprar y almacenar oro. Los diamantes son inmediatamente identificables dentro del ramo y mucho menos fáciles de realizar de lo que dan a entender algunas novelas policíacas mal informadas. En cambio, el platino no requiere permiso para su compra, tiene aproximadamente el mismo valor que el oro y, aparte del rodio, es uno de los metales más apreciados del mundo. Cuando él lo compró, pagó el precio establecido en el mercado libre; o sea, quinientos dólares americanos la onza.
—¿Cuánto gastó? —preguntó Mrs. Armitage.
—Aproximadamente los tres millones de libras que obtuvo de la realización de sus bienes —contestó Miller—. En dólares USA, y este mercado calcula siempre en dólares USA, seis millones doscientos cincuenta mil dólares. Correspondientes, como dije, a doscientos cincuenta lingotes de cincuenta onzas de peso.
—¿Adonde los llevó? —preguntó el viejo Armitage.
—A su casa solariega de Kent —respondió Miller. Estaba disfrutando del momento y su aire satisfecho daba a entender que aún tenía más que revelar.
—Pero yo estuve allí —protestó Pound.
—Con ojos de abogado —dijo Miller—. Los míos son de investigador. Y sabía lo que buscaba. Por consiguiente, no empecé en la casa, sino en los edificios exteriores. ¿Saben ustedes que Mr. Hanson tenía un taller de carpintería magníficamente equipado en un granero, detrás de la caballeriza?
—Sí —dijo Pound—. Era su hobby.
—Exacto —asintió Miller—. Y allí concentré mis esfuerzos. El lugar había sido escrupulosamente limpiado; con un aspirador eléctrico.
—Posiblemente por Richards, el chófer y hombre para todo —dijo Pound.
—Es posible, pero no probable. A pesar de la limpieza, observé unas manchas en las tablas del suelo e hice analizar algunas astillas. Las manchas eran de fuel. Siguiendo una idea, pensé en alguna clase de máquina, tal vez un motor. Como este mercado es bastante reducido, encontré la respuesta al cabo de una semana. En mayo último, Mr. Hanson compró un potente generador eléctrico alimentado con fuel y lo instaló en su taller. Poco antes de morir lo vendió como chatarra.
—Lo debió utilizar para sus máquinas de carpintería —dijo Pound.
—No; su fuerza mecánica era suficiente para esto. Lo compró para otra cosa. Para algo que requería una enorme potencia. También descubrí esto, en otra semana. Era un horno pequeño, moderno y muy eficaz. También éste desapareció hace tiempo, y estoy seguro de que fue arrojado, con los guantes de amianto y las tenazas, en lo más profundo de algún lago o río. Pero creo que puedo decir que fui incluso más minucioso que Mr. Hanson. Entre dos tablas, cubierto por una compacta capa de aserrín, sin duda en el sitio donde había caído durante su operación, encontré esto.
Era su pièce de résistance, y el momento de su triunfo. Sacó de su cartera un paquetito de tejido blanco y lo desenvolvió despacio. Extrajo de él una laminilla de metal que brilló bajo la luz, una pizca de metal que debió gotear de un cucharón y solidificarse. Miller esperó, mientras todos lo miraban.
—Desde luego, lo hice analizar. Es platino de alta calidad, un 99,95 por ciento puro.
—¿Ha encontrado el resto? —murmuró Mrs. Armitage.
—Todavía no, señora, pero lo encontraré. No tema. Mr. Hanson cometió un gran error al elegir el platino. Éste tiene una propiedad que él debió menospreciar, pero que es única. Su peso. Ahora, sabemos al menos lo que buscamos. Un recipiente de madera de alguna clase, aparentemente insignificante, pero que…, y esto es lo importante…, debe pesar casi media tonelada…
Mrs. Armitage echó la cabeza atrás y lanzó un grito extraño y ronco, como el aullido de un animal herido. Miller se sobresaltó. Mr. Armitage hundió la cabeza entre las manos. Tarquín Armitage se puso en pie, rojo el semblante de furor, y gritó:
—¡Maldito bastardo!
Martín Pound miró con incredulidad al sorprendido investigador privado.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué barbaridad! Se lo llevó consigo.
Dos días más tarde, Mr. Pound informó al Fisco de todas las circunstancias del caso. Una vez comprobados los hechos, resolvieron, aunque de mala gana, dar por fallido el crédito.
Barney Smee se dirigió alegremente y con paso vivo a su Banco, confiando en que llegaría antes de que cerrasen para las vacaciones de Navidad. La razón de su regocijo estaba en el bolsillo de su chaqueta: un cheque por una suma muy importante, pero que era el último de una serie que, durante los últimos meses, le habían asegurado unos ingresos muy superiores a los que jamás había conseguido en veinte años de dedicarse al arriesgado negocio de metales de desecho para la industria de joyería.
Ahora se felicitaba de haber corrido el riesgo, que no había sido pequeño. Sin embargo, todo el mundo se dedicaba hoy en día a defraudar al Fisco, ¿y quién era él para condenar al que había sido causa de su buena fortuna, simplemente porque el hombre sólo había querido negociar en dinero efectivo? Barney Smee comprendía perfectamente al inversor de blancos cabellos que decía llamarse Richards y que tenía un permiso de conducción para demostrarlo. Por lo visto, el hombre había comprado sus lingotes de 50 onzas hacía años, cuando eran baratos. Si los hubiese vendido en el mercado libre, a través de «Johnson Matthey», sin duda habría obtenido un precio más alto, pero, ¿cuánto le habría costado en impuestos? Él debía saberlo muy bien, y Barney Smee no iba a llevarle la contraria.
En todo caso, las operaciones en dinero efectivo eran el pan de cada día en el negocio. Los lingotes eran auténticos; incluso llevaban la marca original de «Johnson Matthey», empresa de la que procedían en su origen. Sólo el número de serie había sido borrado. Esto le había costado un buen pico al viejo, porque, sin número de serie, Smee no podía ofrecerle un precio que se acercase al corriente en el mercado. Sólo podía ofrecerle un precio de saldo, o de mayorista, unos 440 dólares USA la onza. Pero los números de serie habrían delatado al propietario a efectos fiscales, por lo que, a fin de cuentas, el viejo debía saber lo que llevaba entre manos.
Barney Smee había liquidado sus cincuenta lingotes y había ganado diez dólares limpios por onza. El cheque que llevaba en el bolsillo era el precio de la venta de los dos últimos lingotes. Lo que no sabía era que, en otros lugares de Gran Bretaña, otros cuatro traficantes como él habían pasado el otoño introduciendo en el mercado, cada uno de ellos, cincuenta lingotes de 50 onzas, en operaciones de segunda mano y pagando en dinero efectivo al vendedor de blancos cabellos. Salió de una calle lateral y entró en Oíd Kent Road. Al hacerlo, tropezó con un hombre que se apeaba de un taxi. Los dos se disculparon y se desearon Feliz Navidad. Barney Smee siguió alegremente su camino.
El otro, un abogado de Guernsey, miró el edificio ante el que se había apeado, se ajustó el sombrero y se dirigió a la entrada. Diez minutos más tarde, celebraba una conferencia privada con la un tanto desconcertada madre superiora.
—¿Puedo preguntarle, madre superiora, si el Orfanato de Saint Benedict está registrado como institución caritativa, según la Ley de Beneficencia?
—Si —dijo la madre superiora—. Así es.
—Bien —dijo el abogado—. Entonces, no existe infracción alguna y no podrán aplicarle el impuesto sobre transmisión de capital.
—¿Oué? —inquirió ella.
—Es el llamado vulgarmente «impuesto sobre donaciones» —dijo, sonriendo, el abogado—. Me complace decirle que un donante cuya identidad no puedo revelar, por ser secreto profesional, resolvió donar una suma importante a este establecimiento.
Esperó una reacción, pero la vieja monja de cabellos grises no hizo más que mirarle como pasmada.
—Mi cliente, cuyo nombre no sabrá usted nunca, me encargó concretamente que me presentase a usted, precisamente en este día, víspera de Navidad, y le entregase este sobre.
Sacó un sobre de grueso papel de la cartera y lo tendió a la madre superiora. Ésta lo tomó, pero no hizo nada por abrirlo.
—Tengo entendido que contiene un talón bancario conformado por un acreditado Banco mercantil de Guernsey, librado a cargo del mismo y a favor del Orfanato de Saint Benedict. No he visto el contenido, y me limito a seguir las instrucciones.
—¿Libre de impuestos? —preguntó ella, sosteniendo el sobre y con aire indeciso.
Los donativos de caridad eran pocos y espaciados, a pesar de las muchas solicitudes.
—En las Islas del Canal tenemos un sistema fiscal distinto del general del Reino Unido —dijo pacientemente el abogado—. Nosotros no tenemos el impuesto de transferencia de capital. Y también practicamos el secreto bancario. Un donativo dentro de Guernsey o de las Islas no devenga impuesto. Si el recipiendario está domiciliado o reside en el Reino Unido, fuera de las Islas, puede verse afectado por su sistema fiscal. A menos que esté exceptuado. Como, por ejemplo, por la Ley de Beneficencia. Y ahora, si tiene la bondad de firmarme recibo de un sobre de contenido ignorado, daré por cumplida mi misión. Mis honorarios fueron liquidados en su día, y tengo deseos de volver a casa para reunirme con mi familia.
Dos minutos más tarde, la madre superiora se quedó sola. Poco a poco, abrió el sobre con un cortapapeles y extrajo su contenido. Era un solo talón bancario, conformado. Cuando vio la cifra, sacó el rosario del bolsillo y empezó a pasar rápidamente las cuentas. Cuando hubo recobrado parte de su aplomo, se acercó al reclinatorio que había junto a la pared, se arrodilló en él y estuvo media hora rezando.
De nuevo en su mesa escritorio, y sintiendo que aún le temblaban las rodillas, volvió a contemplar el cheque, que importaba algo más de dos millones y medio de libras. ¿Quién había tenido nunca tanto dinero en el mundo? Trató de pensar lo que haría con él. Una fundación, pensó. O un fondo en depósito. Con aquello había suficiente para sostener por siempre el orfanato. Y, desde luego, para ver cumplida la ambición de toda su vida: sacar el orfanato de los barrios bajos de Londres y establecerlo en el campo, al aire libre. Podría doblar el número de niños. Podría…
Demasiadas ideas afluían a su mente, y una pugnaba por abrirse paso. ¿Cuál era? ¡Ah, sí! El periódico del último domingo. Algo había llamado su atención y hecho sentir un fuerte deseo. Sí; irían allí. Tenía dinero bastante para comprarlo y sostenerlo indefinidamente: Era un sueño hecho realidad. Había visto un anuncio en la sección de fincas. En venta: una casa solariega en Kent, con sesenta áreas de parque…