El motor del coche había estado tosiendo durante más de dos millas y, cuando pareció a punto de exhalar el último suspiro nos hallábamos en una empinada y serpentina cuesta. Recé a todos mis santos irlandeses para que no nos encontrásemos atascados en aquel punto y perdidos en la salvaje belleza del campo francés.
A mi lado, Bemadette me dirigía miradas asustadas al inclinarme yo sobre el volante y pisar el acelerador, tratando de aprovechar las últimas fuerzas de la agonizante máquina. Era evidente que algo andaba mal debajo del capó, y yo era sin duda el hombre más ignorante del mundo en tales misterios tecnológicos.
El viejo «Triumph Mayflower» subió a duras penas el trecho final de la cuesta y se paró al llegar a la cima. Cerré el contacto, eché el freno de mano y me apeé. Bernadette hizo lo propio, y ambos contemplamos el otro lado del monte, donde la carretera de tercer orden descendía en dirección al valle.
Aquella tarde de verano, de principios de los años cincuenta, era innegablemente hermosa. En aquellos tiempos, la región de la Dordoña estaba aún «por descubrir», al menos por la gente elegante. Era una zona de la Francia rural que había cambiado poco en el curso de los siglos. No había chimeneas de fábricas ni postes de electricidad apuntando al cielo; ni grandes carreteras trazando cicatrices en el valle verdeante. Las casas de campo estaban como acurrucadas junto a estrechos caminos, viviendo de los campos aledaños, cuyas cosechas eran transportadas por chirriantes carretas tiradas por yuntas de bueyes. Bernadette y yo habíamos decidido explorar esta región en nuestro viejo turismo aquel verano de nuestras primeras vacaciones en el extranjero; quiero decir, más allá de Inglaterra e Irlanda.
Saqué mi mapa de carreteras del coche, lo estudié y señalé un punto en la linde norte del valle de Dordoña.
—Estamos por aquí…, creo yo —señalé. Bernadette estaba observando la carretera, delante de nosotros.
—Allá abajo hay un pueblo —dijo. Seguí su mirada.
—Tienes razón.
Podía verse el campanario de una iglesia entre los árboles, y también un trocito del tejado de un henil. Contemplé recelosamente el coche y la carretera.
—Podríamos ir hasta allí con el motor parado —dije—, pero no más lejos.
—Siempre será mejor que pasar aquí toda la noche —convino mi cara mitad.
Volvimos a montar en el coche. Puse punto muerto y solté el freno de mano. El «Mayflower» empezó a rodar suavemente hacia delante y adquirió velocidad. Envueltos en un fantástico silencio, rodamos cuesta abajo en dirección al lejano campanario.
La fuerza de la gravedad nos llevó hasta las afueras de la que resultó ser una pequeña aldea de una docena de casas, y la inercia del automóvil nos empujó hasta el centro de la calle del pueblecito. Entonces, el coche se detuvo. Nos apeamos de nuevo. Empezaba el crepúsculo.
La calle parecía absolutamente desierta. Junto a la pared de un gran henil de ladrillos, picoteaba un pollo solitario. Dos carretas de heno, con las varas sobre el polvo, estaban junto al borde de la calle, pero sus dueños se hallaban evidentemente en otra parte. Yo había resuelto llamar a una de las casas cerradas y, a pesar de mi completa ignorancia del idioma francés, tratar de explicar el apuro en que me hallaba, cuando una figura solitaria salió de detrás de la iglesia, a unos cien metros de distancia, y vino hacia nosotros.
Al acercarse, vi que él era el cura de la aldea. En aquellos tiempos, llevaban todavía larga sotana negra, faja y sombrero de ala ancha. Traté de recordar una palabra francesa para dirigirme a él. Fue inútil. Cuando llegó a nuestra altura, llamé:
—Padre.
Fue suficiente. Se detuvo, se acercó más y me dirigió una sonrisa interrogadora. Señalé mi coche. Él se inclinó y asintió con la cabeza, como diciendo:
«Bonito automóvil». ¿Cómo explicarle que yo no era un orgulloso propietario que quería presumir de coche, sino un turista que acababa de sufrir una avería?
El latín, pensé. El cura era viejo, pero seguramente recordaría algo de latín de sus días escolares. Sin embargo, y esto era lo más importante, ¿lo recordaría yo? Los hermanos de la Doctrina Cristiana habían pasado años tratando de inculcarme algo de latín, pero, aparte de las oraciones de la misa, no había vuelto a emplearlo desde entonces, y los misales no contienen ninguna referencia a los problemas de un «Triumph» averiado.
Señalé el capó del automóvil.
—Carrus meus fractus est —le dije.
En realidad, esto quería decir «Mi carro está roto»; pero pareció surtir efecto. Una expresión comprensiva inundó su cara redonda.
—Ah, est fractus carrus teus, filius meus? —repitió.
—In veritate, Pater meus —le dije.
Él pensó un rato y después me hizo seña de que le esperásemos. Echó a andar a paso vivo calle arriba y entró en una casa que, por lo que vi más tarde al pasar por delante de ella, era el café del pueblo y sin duda su centro vital. Habría tenido que pensar en esto.
El cura salió unos minutos después, acompañado de un hombrón con los pantalones azules y la camisa típicos del campesino francés. Sus alpargatas de esparto rozaban el polvo al caminar hacia nosotros en compañía del cura. Al llegar a nuestra altura, el sacerdote empezó a hablar rápidamente en francés, gesticulando y señalando arriba y abajo de la carretera. Tuve la impresión de que decía a su feligrés que el coche no podía quedarse bloqueando la carretera toda la noche. Sin decir palabra, el campesino asintió con la cabeza y echó a andar de nuevo. Por consiguiente, el cura, Bernadette y yo nos quedamos de nuevo solos junto al coche. Bernadette se apartó y se sentó junto a la cuneta.
Los que no han tenido nunca que esperar a que ocurra algo desconocido, en presencia de alguien con quien no puede cambiar una palabra, sabrán lo que esto significa. Moví la cabeza y sonreí. Él hizo lo mismo. En definitiva, él rompió el silencio.
—Anglais? —preguntó, señalándonos a Bernadette y a mí.
Negué resignadamente con la cabeza. Uno de los males de los irlandeses es que, a lo largo de la Historia, hemos sido siempre confundidos con los ingleses.
—Irlandais —dije, esperando que lo habría pronunciado bien.
Su rostro se iluminó.
—Ah, Hollandais —dijo.
Volví a menear la cabeza, le asi del brazo y le llevé a la parte de atrás del coche. Le mostré el rótulo en letras mayúsculas, en blanco y negro: IRL. Él sonrió, como en presencia de un niño impertinente.
—Irlandais? —Asentí y sonreí—. Irlande? —Más sonrisas y cabezadas—. Partie d’Anglaterre —dijo él.
Suspiré. Hay guerras que no pueden ganarse, y no era el momento ni el lugar adecuados para explicarle al buen cura que Irlanda, en parte gracias a los sacrificios del padre y del tío de Bernadette, no era parte de Inglaterra.
Llegados a este punto, el campesino salió de un estrecho callejón entre dos heniles de ladrillos y lastras, montado en un viejo y ruidoso tractor. En un mundo de carretas tiradas por caballos o bueyes, debía ser el único tractor del pueblo, y su motor sonaba sólo un poco mejor que el del «Mayflower» momentos antes de pararse. Pero bajó por la calle y se detuvo exactamente delante de mi automóvil.
El campesino vestido de azul sujetó mi coche con una gruesa cuerda al gancho de su tractor, y el cura me indicó que debía subir al automóvil. De esta manera, con el cura caminando a nuestro lado, nos remolcaron carretera abajo, doblamos una esquina y entramos en un patio.
A la penumbra del crepúsculo, descubrí un desconchado tablón sobre lo que parecía otro henil de ladrillos. Leíase en él el rótulo «Garage», y por lo visto, estaba cerrado. El campesino desenganchó mi coche y empezó a enrollar su cuerda. El sacerdote señaló su reloj y el garaje cerrado. Me indicó que lo abrirían a las siete de la mañana, y que, entonces, el ausente mecánico vería lo que le pasaba a mi automóvil.
—¿Qué vamos a hacer hasta entonces? —murmuró Bernadette.
Llamé la atención del cura, puse ambas manos juntas a un lado de mi cara e incliné la cabeza en el ademán internacional de la persona que quiere dormir. El cura comprendió.
Hubo otra rápida conversación entre el sacerdote y el campesino. No entendí nada, pero el campesino levantó un brazo y señaló a alguna parte. Capté la palabra «Preece», que nada significaba para mí, pero vi que el sacerdote asentía con la cabeza. Entonces, éste se volvió a mí y me indicó que debíamos tomar una maleta del coche y subir al estribo de atrás del tractor, sujetándonos con fuerza.
Así lo hicimos, y el tractor salió del patio hacia la carretera. El amable sacerdote nos despidió con la mano, y no volvimos a verle. Sintiéndonos muy tontos, subimos al estribo del tractor, sosteniendo yo con una mano la maleta que contenía nuestra ropa de dormir, y arrancamos.
Nuestro silencioso chofer siguió la carretera hasta el otro extremo de la aldea, cruzó un riachuelo y subió una cuesta. Cerca de la cima, se metió en el patio de una granja cuyo suelo era una mezcla de polvo de verano y boñiga de vaca. Se detuvo cerca de la puerta de la granja y nos indicó que nos apeásemos. El motor seguía en marcha y armaba un buen ruido.
El campesino se acercó a la puerta de la granja y llamó. Un minuto después apareció una mujer bajita, madura, con delantal, a la luz de una lámpara de parafina que había detrás de ella. El conductor del tractor le habló y nos señaló. Ella asintió con la cabeza. El conductor, satisfecho, volvió a su tractor y nos indicó la puerta abierta. Después, se alejó.
Mientras hablaban los dos, yo había echado un vistazo al patio, a la poca luz que quedaba del día. Era como muchos de los que había visto hasta entonces: el patio de una granja pequeña, que tenía un poco de todo. Había un establo para vacas, un corral para el caballo y los bueyes, una artesa de madera junto a una bomba de mano, y un gran montón de estiércol en el que picoteaban unas cuantas gallinas. Todo parecía marchito y blanqueado por el sol; nada moderno, nada eficaz; pero la clase de pequeña propiedad tradicional francesa con la que cientos de miles de personas forjaban la espina dorsal de la economía agraria.
Procedente de algún lugar que no podía ver, llegaban a mis oídos los golpes rítmicos de un hacha al morder la leña y el chasquido de los troncos al partirse. Alguien estaba preparando zoquetes para la lumbre en el venidero invierno. La señora de la puerta nos invitó a entrar.
Debía de haber un cuarto de estar, una estancia, un salón —llámenlo ustedes como quieran—, pero la mujer nos condujo a la cocina, que era por lo visto el centro de la vida familiar; una pieza embaldosada, con una mesa para comer, un fregadero y dos poltronas delante del fuego. Otra bomba de mano, cerca del fregadero de piedra, indicaba que el agua procedía del pozo. La iluminación era a base de lámparas de parafina. Di por terminado mi examen.
Nuestra patrona resultó ser muy amable; rolliza, con mejillas de manzana y cabellos grises recogidos en un moño, manos curtidas por el trabajo, vestido largo y gris, delantal blanco, y una vivaracha sonrisa de bienvenida. Se presentó como Madame Preece, y nosotros le dijimos nuestros nombres, para ella totalmente impronunciables. Era evidente que la conversación se limitaría a más sonrisas y movimientos de cabeza, pero yo me alegré de tener un lugar donde alojarnos, teniendo en cuenta nuestros apuros de hacía una hora en el monte.
Madame Preece indicó que Bemadette desearía ver la habitación y lavarse un poco, cortesía de la que, por lo visto, no era yo merecedor. Las dos mujeres desaparecieron escalera arriba con la maleta. Yo me acerqué a la ventana, que estaba abierta al tibio aire del anochecer. Daba a otro patio, en la parte de atrás de la casa, y había una carreta entre los matojos, cerca de un cobertizo de madera. Partiendo del cobertizo, había una corta valla de unos 2 metros de altura y, por encima de ella, veíase subir y bajar una enorme hacha, mientras proseguía el ruido de sus golpes sobre los leños.
Bemadette bajó al cabo de diez minutos más fresca después de haberse lavado en una jofaina de porcelana con el agua fría de un cubo de piedra. El agua que había caído al patio por delante de la ventana abierta debía ser la razón de un extraño chasquido que había oído. Arqueé las cejas.
—Es una pequeña y linda habitación —comentó Bernadette.
Madame Preece, que la estaba observando, hizo una reverencia, comprendiendo únicamente el tono de aprobación de las palabras.
—Confío —dijo Bernadette, sin abandonar su brillante sonrisa— en que no habrá bichitos.
Yo temí que los hubiese. Mi esposa ha sido siempre muy sensible a las picaduras de las pulgas y de los mosquitos, que levantan grandes ampollas en su blanca piel céltica. Madame Preece nos indicó que nos sentásemos en los desvencijados sillones, y así lo hicimos; y ella siguió parloteando mientras se atareaba en la negra cocina de hierro emplazada en el otro extremo de la habitación. Se estaba cociendo algo que olía muy bien, y el olor despertó mi apetito.
Diez minutos después, nos invitó a sentamos a la mesa y colocó delante de nosotros sendos tazones de porcelana, cucharas soperas y dos largas rebanadas de pan blanco y esponjoso. Por último, depositó en el centro una gran sopera de la que sobresalía un mango de acero, y nos indicó que nos sirviéramos.
Serví a Bernadette una ración de lo que resultó ser un espeso y nutritivo puré de verduras, donde dominaban las patatas, y que llenaba bien el estómago; tanto mejor. Constituía la comida de la noche, pero estaba tan buena que ambos repetimos dos veces. Ofrecí servir a Madame Preece, pero ésta no me lo permitió. Por lo visto, no era costumbre en el lugar.
—Servez-vous, Monsieur, servez vous —repetía, logrando que yo llenase mi tazón hasta el borde.
Apenas habían pasado cinco minutos cuando cesó el ruido de los hachazos, y, unos segundos más tarde, se abrió la puerta de atrás y entró el granjero para cenar. Me levanté para saludarle, mientras Madame le explicaba la razón de nuestra presencia; pero el hombre no mostró el menor interés por los dos desconocidos instalados en su mesa. Por consiguiente, volví a sentarme.
Era un hombre corpulento que casi tocaba el techo con la cabeza. Andaba pesadamente y daba la impresión —que después resultó acertada— de una enorme fuerza y una roma inteligencia.
Tendría, más o menos, unos sesenta años, y llevaba sus cabellos grises cortados muy cortos. Advertí que sus orejas eran muy pequeñas y que sus ojos, al mirarnos sin la menor señal de bienvenida, eran azules, inocentes, inexpresivos e infantiles.
El gigantón se sentó en su silla acostumbrada sin decir palabra, y su esposa le sirvió al momento un tazón de sopa hasta los bordes. Sus manos estaban negras de tierra y, según presumí, de otras sustancias, pero no hizo el menor intento de lavárselas. Madame Preece se sentó de nuevo, nos obsequió con otra brillante sonrisa y otro movimiento de su cabeza de pajarito, y seguimos comiendo. Por el rabillo del ojo, vi que el granjero engullía su puré, acompañándolo con grandes trozos de pan que arrancaba sin cumplidos de su hogaza.
No había conversación alguna entre marido y mujer, pero advertí que ella le dirigía miradas afectuosas e indulgentes de vez en cuando, aunque él no parecía darse cuenta.
Bernadette y yo tratamos de hablar, al menos entre nosotros. Era más para romper el enojoso silencio que para transmitirnos información.
—Espero que el coche pueda quedar reparado por la mañana —dije—. Si es algo grave, tendré que ir a la ciudad más próxima en busca de la pieza de recambio o de una grúa.
Me estremecí al pensar en las consecuencias que ello podría tener para nuestro menguado presupuesto de turistas de posguerra.
—¿Cuál es la ciudad más próxima? —preguntó Bernadette, entre dos cucharas de sopa. Traté de recordar el mapa.
—Bergerac, si no recuerdo mal.
—¿A qué distancia está? —preguntó ella.
—Pues, unos sesenta kilómetros —le respondí. No había mucho más que decir, y de nuevo reinó el silencio. Y éste continuó durante más de un minuto, hasta que una voz, venida no sabía yo de dónde, dijo de pronto en inglés:
—Cuarenta y cuatro.
Ambos teníamos la cabeza gacha en aquel momento, y Bernadette la levantó para mirarme. Yo estaba tan intrigado como ella. Miré a Madame Preece. Ésta sonrió encantada y siguió comiendo. Bernadette hizo un imperceptible movimiento de cabeza en la dirección del granjero. Éste seguía devorando su sopa y su pan.
—¿Decía usted…? —le pregunté.
No dio señales de haberme oído, y varias cucharadas más de sopa, acompañadas de más trozos de pan, cayeron en su buche. Después, a los veinte segundos de mi pregunta, dijo claramente en inglés:
—Cuarenta y cuatro. A Bergerac. Kilómetros. Cuarenta y cuatro.
No nos miró, sino que siguió comiendo. Yo miré a Madame Preece. Ésta sonrió feliz, como diciendo:
«¡Oh, sí! Mi marido tiene talento para los idiomas». Benardette y yo dejamos las cucharas, asombrados.
—¿Habla usted inglés? —preguntó el granjero. Transcurrieron más segundos. Al fin, asintió con la cabeza.
—¿Nació usted en Inglaterra? —le pregunté. El silencio se prolongó sin que llegase la respuesta. Ésta tardó cincuenta segundos.
—En Gales —contestó el hombre, y se llenó la boca con otro pedazo de pan.
Aquí debo explicar que, si no acelerase un poco el diálogo al referir esta historia, el lector se moriría de cansancio. Pero entonces no se desarrolló así. La conversación que transcurrió lentamente entre los dos tardó siglos en llegar a su fin, debido a las exageradas pausas entre mis preguntas y sus respuestas.
Al principio, pensé que él debía ser duro de oído. Pero no era esto. Oía bastante bien. Después, pensé que tal vez era un hombre sumamente receloso, astuto, que consideraba las implicaciones de sus respuestas, como piensa un jugador de ajedrez en las consecuencias de sus movimientos. Tampoco era esto. Era, sencillamente, que sus procesos mentales eran tan lentos que necesitaba muchos segundos, incluso un minuto entero, para captar la pregunta, descubrir su significado, elaborar la respuesta y formularla.
Tal vez no hubiese debido sentirme tan interesado como para mantener una fatigosa conversación que duró dos horas, pero el hecho de que un hombre de Gales estuviese haciendo de granjero en un remoto campo francés, había despertado mi curiosidad. Poco a poco, a retazos, se puso de manifiesto la razón, y ésta fue lo bastante fascinante para encantamos a Bernadette y a mí.
El hombre no se llamaba Preece, sino Price, que en francés se pronunciaba Preece. Evan Price. Procedía de Rhondda Valley, en el sur de Gales. Hacía casi cuarenta anos que había sido soldado raso en un regimiento galés, durante la Primera Guerra Mundial.
Como tal, había participado en la segunda gran batalla del Mame que precedió al final de la guerra. Había resultado gravemente herido y pasado semanas en un hospital del Ejército británico al firmarse el Armisticio. Dado que su condición no le permitía volver a casa con las tropas británicas, había sido trasladado a un hospital francés.
Allí había sido cuidado por una joven enfermera, que se enamoró de él mientras él yacía en el lecho del dolor. Se habían casado y trasladado al Sur, a la pequeña granja de los padres de ella en Dordoña. No habían vuelto nunca a Gales. Al morir los padres de su esposa, ésta, como hija única, había heredado la granja donde se encontraban ahora.
Madame Preece había escuchado la lentísima narración, captando de vez en cuando una palabra conocida y sonriendo satisfecha en tales casos. Yo trataba de imaginar cómo habría sido en 1918, esbelta y vivaracha como un pajarillo, de ojos negros, pulcra y activa en su trabajo.
Bernadette estaba también conmovida por la imagen de la pequeña enfermera francesa cuidando y enamorándose de aquel niño enorme, desvalido y sencillo, en el hospital de Flandes. Se inclinó y tocó con la mano un brazo de Price.
—Es una linda historia, Mr. Price —dijo. Él no mostró el menor interés.
—Nosotros somos de Irlanda —dije yo, como para corresponderle con alguna información.
Él guardó silencio, mientras su esposa le servía el tercer plato de sopa.
—¿Ha estado alguna vez en Irlanda? —le preguntó Bernadette.
Transcurrieron más segundos. El hombre gruñó y asintió con la cabeza. Bernadette y yo nos miramos, agradablemente sorprendidos.
—¿Trabajó usted allí?
—No.
—¿Cuánto tiempo estuvo?
—Dos años.
—¿Y cuándo fue? —preguntó Bernadette.
—De mil novecientos quince… a mil novecientos diecisiete.
—¿Qué hacía allí? Transcurrió otro rato.
—Estaba en el Ejército.
Claro, debí suponerlo. No había ingresado en 1917, sino antes, y había sido destinado a Flandes en 1917. Antes de esto, había estado en la guarnición del Ejército británico en Irlanda.
Un ligero nerviosismo se reflejó en los modales de Bernadette. Ésta procede de una familia furiosamente republicana. Quizá yo hubiese debido dejar las cosas como estaban; no insistir. Pero mi instinto de periodista me obligó a seguir preguntando.
—¿Dónde estaba acuartelado?
—En Dublín.
—¡Ah! Nosotros venimos de allí. ¿Le gusta Dublín?
—No.
—¡Oh! Lo siento.
Los dublineses solemos estar bastante orgullosos de nuestra capital. Nos gusta que los extranjeros, incluidas las tropas de guarnición, aprecien las cualidades de la ciudad. La primera parte de la carrera del ex soldado Price se desarrolló con la misma lentitud que la segunda. Había nacido en Rhondda en 1897, de padres muy pobres. La vida había sido dura y yerma para él. En 1914, cuando tenía diecisiete años, había ingresado en el Ejército, más para asegurarse el condumio, la ropa y un lugar donde alojarse, que por fervor patriótico. Nunca había pasado de soldado raso.
Durante doce meses, había estado en campos de instrucción, mientras otros eran enviados al frente de Flandes, y en un almacén de intendencia en Gales. A finales de 1915 había sido destinado a las fuerzas de guarnición en Irlanda y acuartelado en los helados barracones de Islandbridge, en la ribera sur del río Liffey, en Dublín.
Supuse que la vida debió ser, para él, lo bastante aburrida para hacerle decir que no le gustaba Dublín. Los desnudos dormitorios de los cuarteles, la mezquina paga de aquellos tiempos, y la labor interminable y tonta de dar brillo a los botones, de lustrar zapatos y de hacer la cama; servicio de guardia en las heladas noches y rondas por las calles bajo la fuerte lluvia. En cuanto a los ratos de ocio…, poco podía hacerse con la paga de soldado. Alguna cerveza en la cantina, y poco o ningún contacto con una población que era católica. Probablemente se había alegrado cuando le habían sacado de allí al cabo de dos años. ¿O era capaz de alegrarse o de afligirse por algo aquel pesado y lento hombrón?
—¿No le ocurrió nunca algo interesante? —le pregunté al fin, bastante desilusionado.
—Sólo una vez —respondió al cabo de un rato.
—¿Y qué fue?
—Una ejecución —respondió, sorbiendo la sopa. Bernadette dejó su cuchara y se irguió en su silla. Sentimos pasar una ráfaga fría en el aire. Sólo Madame, que no entendía una palabra, y su marido, que era demasiado insensible, no lo advirtieron. Decididamente, yo no hubiese debido insistir.
A fin de cuentas, eran muchos los ejecutados en aquella época. Los asesinos eran ahorcados en Mountjoy. Pero ahorcados. Por verdugos de la cárcel. ¿Necesitaban a los soldados para esto? Y soldados británicos eran también ejecutados, por homicidio y por violación, en Consejo de Guerra y según las leyes militares. ¿Eran ahorcados o fusilados? Yo lo ignoraba.
—¿Recuerda cuándo fue esa ejecución? —le pregunté.
Bernadette estaba como petrificada. Mr. Price me miró con sus claros ojos azules. Después, sacudió la cabeza.
—Hace mucho tiempo —respondió. Pensé que estaba fingiendo; pero no era así. Sencillamente, lo había olvidado.
—¿Estaba usted en el pelotón de fusilamiento? —le pregunté.
Estuvo pensando durante el tiempo acostumbrado. Después, asintió con la cabeza.
Me pregunté qué debían sentir los miembros de los pelotones de ejecución; apuntar un fusil contra otro ser humano, atado a un poste a 20 metros de distancia; hacer coincidir el punto de mira con la señal blanca sobre el corazón y mantener la vista fija sobre aquel hombre vivo; y, a la voz de mando, apretar el gatillo, oír la detonación, sentir el golpe del retroceso; ver como la figura de pálido semblante se dobla sobre las cuerdas. Después, volver al cuartel, limpiar el fusil y tomar el desayuno. Gracias a Dios, nunca me había encontrado ni me encontraría nunca en semejante trance.
—Trate de recordar cuándo fue —insistí. Se esforzó en recordar. De veras. Casi podía sentirse su esfuerzo. Al fin, dijo:
—Mil novecientos dieciséis. Creo que fue en verano.
Me incliné hacia delante y le toqué el antebrazo. Levantó los ojos y me miró. No había malicia en ellos; sólo una paciente interrogación.
—Recuerde… trate de recordar… ¿Quién era el hombre al que fusilaron?
Pero esto era demasiado. Por mucho que se esforzase, no podía recordarlo. Al fin meneó la cabeza.
—Hace mucho tiempo —dijo.
Bernadette se levantó bruscamente. Dirigió una sonrisa forzada y cortés a Madame.
—Voy a acostarme —me dijo—. No tardes.
Subí veinte minutos más tarde. Mr. Price estaba en su sillón delante del fuego, sin fumar, sin leer. Contemplando las llamas. Muy satisfecho.
La habitación estaba a oscuras y no quise encender la lámpara de parafina. Me desnudé a la luz de la luna que se filtraba por la ventana y me metí en la cama.
Bernadette yacía inmóvil, pero yo sabía que estaba despierta. Y en qué pensaba. En lo mismo que yo. En aquella espléndida primavera de 1916 en que, el domingo de Pascua, un grupo de partidarios de la entonces impopular idea de que Irlanda debía ser independiente de Gran Bretaña habían asaltado la oficina de Correos y otros importantes edificios.
En los cientos de soldados enviados para sofocar el motín con fuego de fusil y de artillería…, pero no el soldado Price, que debió permanecer en su aburrido cuartel de Islandbridge, pues no había mencionado el incidente. En el humo y el ruido, y los cascotes en las calles y los muertos y los moribundos, irlandeses e ingleses. Y en los rebeldes que al fin fueron sacados de la oficina de Correos, vencidos y desprestigiados. En la extraña bandera tricolor verde, naranja y blanco que habían izado en lo alto del edificio y que fue vergonzosamente arriada y sustituida de nuevo por la Unión Jack británica.
Desde luego, ahora no lo enseñan en los colegios, pues no forma parte de los mitos necesarios, pero sigue siendo un hecho; cuando los rebeldes fueron llevados encadenados a los muelles de Dublín, para embarcar a la cárcel de Liverpool, los dublineses y entre ellos muchos católicos, les repudiaron y maldijeron por causar trastornos a Dublín.
Probablemente la cosa habría terminado allí, de no haber sido por la estúpida y loca decisión de las autoridades británicas de ejecutar a los dieciséis líderes del levantamiento entre el 3 y el 12 de mayo, en la cárcel de Kilmainham. En el término de un año, cambió todo el ambiente; en las elecciones de 1918, el partido de los independentistas triunfó en todo el país. Y después de dos años de guerra de guerrillas, se logró al fin la independencia.
Bernadette se agitó a mi lado. Estaba rígida, presa de sus pensamientos. Yo sabía cuáles eran éstos. Recuerdos de aquellas mañanas de mayo en que las botas claveteadas de los pelotones de ejecución resonaban al marchar desde el cuartel hasta la cárcel en la oscuridad que precede al amanecer. De los soldados que esperaban pacientemente en el patio gris de la cárcel a que el preso fuese conducido al poste levantado delante del paredón del fondo.
Y de su tío. Debía de estar pensado en él, en la noche tibia. El hermano mayor de su padre, adorado aunque muerto antes de nacer ella, negándose a hablar en inglés con los carceleros, hablando sólo en irlandés ante el Consejo de Guerra, erguida la cabeza, levantando el mentón, mirando los cañones de los fusiles al asomar el sol en el horizonte. Y de todos los otros… O’Connell, Clarke, MacDonocugh, y Padraig Pearse. Sí, Pearse.
Gruñí, irritado por mi propia tontería. Era una estupidez. En aquellos tiempos, hubo muchos otros, violadores, saqueadores, asesinos, desertores del Ejército británico, que habían sido fusilados después de un Consejo de Guerra. Había muchos delitos sancionados obligatoriamente con la pena de muerte. Y había guerra, con lo que aumentaban las penas capitales.
«En el verano», había dicho Price. Era un largo período. Desde mayo hasta finales de setiembre. Y los acontecimientos de la primavera de 1916 fueron grandes sucesos en la historia de una pequeña nación. Los soldados rasos no tienen arte ni parte en los grandes sucesos. Rechacé los recuerdos y me dormí.
Nos despertamos temprano, porque el sol entró a raudales por la ventana poco después del amanecer y las gallinas armaron un ruido capaz de despertar a los muertos. Nos lavamos, y yo me afeité lo mejor que pude, con el agua del aguamanil, y después arrojamos ésta por la ventana al patio. Así humedecería la tierra calcinada. Nos vestimos con la misma ropa del día anterior y bajamos.
Madame Price dispuso tazones de humeante café con leche sobre la mesa, y también pan untado con mantequilla, que despachamos de buen grado. No había señales de su marido. Apenas había terminado mi café cuando Madame Price me hizo señas para que la siguiese a la puerta de la granja. En el patio pisoteado por las vacas, junto a la carretera, estaban mi «Triumph» y un hombre que resultó ser el dueño del taller mecánico. Pensé que Mr. Price podría servirme de intérprete, pero no pude verle en parte alguna.
El mecánico me dio muchas explicaciones, de las que entendí una sola palabra: «Carborateur». La repitió varias veces e hizo ademán de soplar en un tubo como para quitar una partícula de polvo. Conque era esto…, una cosa muy sencilla. Me prometí seguir un curso de mecánica elemental. Me pidió mil francos, que, antes de que De Gaulle inventase el nuevo franco, equivalía más o menos a una libra esterlina. Me dio las llaves del coche y se despidió.
Pague otros mil francos a Madame Price (en aquellos días, uno podía tomarse unas vacaciones en el extranjero por muy poco dinero) y llamé a Bernadette. Cargamos la maleta y montamos en el coche. El motor arrancó inmediatamente. Madame nos dirigió un último saludo y entró en la casa. Puse marcha atrás, giré y me dirigí a la carretera.
Acababa de llegar a ésta cuando me detuvo un fuerte grito. A través de la ventanilla abierta, vi a Mr. Price cruzando el patio en nuestra dirección y blandiendo su hacha como si fuese un mondadientes.
Me quedé boquiabierto, porque pensé que iba a atacarnos. Si hubiese querido, habría podido partir el coche en pedazos. Entonces vi una expresión de júbilo en su semblante. El grito y el movimiento del hacha habían sido solamente para llamar nuestra atención antes de que nos alejásemos.
Llegó jadeando y su cara de luna apareció junto a la ventanilla.
—Lo he recordado —dijo—. Lo he recordado. Me quedé pasmado. Estaba contento como un chiquillo que ha hecho algo especial para agradar a sus padres.
—¿Recordado? —inquirí. Asintió con la cabeza.
—El nombre del hombre a quien matamos aquella mañana. Era un poeta llamado Pearse.
Bernadette y yo nos quedamos aturdidos, inmóviles, inexpresivos, mirándole sin reaccionar. El júbilo se desvaneció en su semblante. Se había esforzado mucho en complacernos, y había fracasado. Había tomado muy en serio mi pregunta y había estrujado su pobre cerebro durante toda la noche, buscando una información que, para él, era completamente baladí. La había encontrado hacía diez segundos, después de tantos esfuerzos. Con el tiempo justo para dárnosla. Y nosotros sólo le mirábamos, sin decir ni expresar nada.
Sus hombros se encogieron. Después, se irguió, se volvió y regresó a sus pedazos de leña detrás del cobertizo. Poco después, escuché el ritmo de sus hachazos.
Bernadette estaba mirando fijamente hacia delante, a través del parabrisas. Estaba blanca como la cera y tenía los labios apretados. En mi mente se pintó la imagen de un muchacho corpulento y torpón de Rhondda Vallcy, tomando un fusil y una sola bala de manos del comisario ordenador, en su cuartel de Islandbridge, hacía muchos años. Bemadette habló:
—Un monstruo —dijo.
Yo miré a través del patio hacia el lugar donde un hacha subía y bajaba, manejada por un hombre que, con un solo disparo, había desencadenado una guerra y lanzado a una nación por el camino de su independencia.
—No, querida mía —dije—; no es ningún monstruo. Sólo es un soldado que cumplió con su deber.
Metí la marcha y arrancamos en dirección a Bergerac.