EL EMPERADOR

—Y hay otra cosa —dijo Mrs. Murgatroyd.

A su lado, en el taxi, su marido disimuló un ligero suspiro. Con Mrs. Murgatroyd, siempre había otra cosa. Por muy bien que marchase todo, Edna Murgatroyd no podía vivir sin un acompañamiento de quejas continuas, sin una letanía de lamentaciones. En una palabra, incordiaba sin cesar.

En el asiento junto al conductor, Higgins, el joven ejecutivo de la oficina central que había sido seleccionado para las vacaciones de una semana a costa del Banco, por ser «el recién llegado más prometedor» del año, guardaba silencio. Era el encargado de la sección de cambio de divisas; un joven animoso al que habían conocido en el aeropuerto de Heathrow hacía veinticuatro horas y cuyo entusiasmo natural había menguado gradualmente ante los ex abruptos de Mrs. Murgatroyd.

El conductor criollo, rebosante de sonrisas y de amabilidad cuando habían tomado el taxi hacía unos minutos para dirigirse al hotel, había captado también el humor de la pasajera y había optado también por callarse. Aunque su lengua nativa era el francés criollo, comprendía perfectamente el inglés. A fin de cuentas, Mauricio había sido antes colonia británica durante ciento cincuenta años.

Edna Murgatroyd siguió rezongando, fuente inagotable de autoconmiseración y de enojo. Murgatroyd miraba por la ventanilla, mientras el aeropuerto de Plaisance desaparecía detrás de ellos y rodaban por la carretera que conducía a Mahebourg, antigua capital francesa de la isla, y a los arruinados fuertes donde los galos habían esperado defenderla contra la flota británica en 1810.

Murgatroyd miraba fijamente a través de la ventanilla, fascinado por lo que veía. Estaba resuelto a disfrutar hasta el máximo de estas vacaciones de una semana en una isla tropical, primera aventura verdadera de su vida. Antes de emprender el viaje, se había tragado dos gruesas guías de Mauricio y había estudiado la isla de Norte a Sur en un mapa a gran escala.

Cruzaron una aldea, donde empezaban los campos de caña de azúcar. En las entradas de las casitas de campo a orillas de la carretera, vio indios, chinos y negros, y mestizos criollos, viviendo unos al lado de los otros. Templos hindúes y santuarios budistas se alzaban a pocos metros de una iglesia católica, carretera abajo. Sus libros le habían informado de que Mauricio era una mezcla racial de media docena de grupos étnicos principales y cuatro grandes religiones, pero nunca había visto una cosa semejante, al menos viviendo en santa compañía.

Cruzaron más aldeas, pobres y, desde luego, sucias; pero los lugareños sonreían y les saludaban con la mano. Murgatroyd correspondía a su saludo. Cuatro gallinitas flacas se apartaron aleteando al acercarse el taxi, librándose por milímetros de la muerte, y, al mirar él hacia atrás, vio que estaban de nuevo en la carretera, picoteando en el polvo una comida al parecer inverosímil. El coche redujo la marcha en un recodo. Un muchachito tamil, en camisa, salió de una choza, se plantó junto a la cuneta y arremangó aquella prenda hasta la cintura. Debajo, no llevaba nada. Se puso a hacer pipí en la carretera, al pasar el taxi. Sujetándose la camisa con una mano, saludó con la otra. Mrs. Murgatroyd lanzó un bufido.

—¡Qué asco! —exclamó. Se inclinó hacia delante y tocó el hombro del conductor—. ¿Por qué no lo hace en el retrete? —preguntó.

El chofer echó la cabeza atrás y se echó a reír. Después volvió la cara para contestarle. El vehículo siguió dos curvas por control remoto.

Pas de toilette, Madame —contestó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó ella.

—Al parecer, la carretera es el retrete —explicó Higgins.

Ella sonrió por la nariz.

—Miren —señaló Higgins—. El mar. A su derecha, mientras rodaban un trecho junto a un risco escarpado, el océano Índico se extendió hasta el horizonte, límpido y azul bajo el sol de la mañana. A media milla de la costa, había una blanca faja de espuma sobre el gran arrecife que resguarda Mauricio de unas aguas más furiosas. Más acá del arrecife, pudieron ver la laguna, agua mansa de un verde muy pálido y tan clara que los racimos de coral eran fácilmente visibles a una profundidad de seis metros. Después, el taxi volvió a meterse entre los campos de caña. Al cabo de cincuenta minutos, cruzaron la aldea de pescadores de Trou d’Eau Douce. El chofer señaló hacia delante.

Hôtel —dijo—, dix minutes.

—Gracias a Dios —bufó Mrs. Murgatroyd—. No puedo aguantar más este traqueteo.

Entraron en el paseo, entre pulidos campos de césped salpicados de palmeras. Higgins se volvió, sonriendo.

—Esto está muy lejos de Ponder’s End —dijo. Murgatroyd sonrió a su vez.

—Ciertamente —convino.

Y no era que tuviese motivos para estar descontento del suburbio de Ponder’s End, Londres, donde era director de sucursal del Banco. Una instalación de industria ligera había iniciado sus actividades hacía seis meses, y, cediendo a una inspiración, Murgatroyd se había dirigido a la dirección y a los trabajadores y les había propuesto que, para reducir el riesgo de robo de los salarios, pagasen las semanas de los obreros igual que los sueldos de los ejecutivos: mediante cheques. Para sorpresa suya, la mayoría se había mostrado de acuerdo, y varios cientos de nuevas cuentas corrientes se habían abierto en su sucursal. Este logro había despertado la atención de la oficina central y alguien había lanzado la idea de un plan de incentivos para el personal de las sucursales y de provincias. Él había ganado el premio correspondiente al primer año, y este premio consistía en una semana en Mauricio, con los gastos pagados por el Banco.

El taxi se detuvo al fin delante de los arcos de la gran entrada del «Hôtel St. Geran», y dos mozos se apresuraron a recoger las maletas del portaequipajes y de la baca del coche. Mrs. Murgatroyd se apeó inmediatamente. Aunque sólo en dos ocasiones se había aventurado al este del estuario del Támesis —generalmente pasaban las vacaciones con su hermana en Bognor—, empezó inmediatamente a arengar a los mozos como si estuviese acostumbrada a tener la mitad del Reino a su disposición personal.

Seguidos de los mozos y del equipaje, cruzaron los tres el portal con arcos y penetraron en el fresco vestíbulo abovedado. Mrs. Murgatroyd marchaba en cabeza, luciendo su vestido estampado con motivos florales; Higgins llevaba prendas tropicales de color crema, y Murgatroyd un serio traje gris. A la izquierda, estaba la mesa de recepción, a cargo de un empleado indio que les dio la bienvenida sonriendo. Higgins tomó la iniciativa.

—Mr. y Mrs. Murgatroyd —dijo—. Yo soy Mr. Higgins.

El empleado consultó la lista de reservas.

—Sí, muy bien —dijo.

Murgatroyd miró a su alrededor. El vestíbulo era de piedra local, toscamente labrada, y muy majestuoso. A gran altura, unas vigas de madera oscura sostenían el techo. El vestíbulo se extendía hasta una columnata al fondo, y otras columnas sostenían los lados, a través de los cuales entraba una fresca brisa. Por el otro extremo llegaba el resplandor del sol tropical y el ruido de chapoteo y de gritos propio de una piscina en plena utilización. En mitad del vestíbulo, a la izquierda, una escalera de piedra llevaba a lo que debía ser el piso superior del ala destinada a dormitorios. A nivel del suelo, otro arco conducía a las habitaciones de la planta baja.

Un joven inglés rubio, de camisa almidonada y pantalón de color pastel, emergió de un despacho situado detrás de recepción.

—Buenos días —dijo, sonriendo—. Soy Paul Jones, gerente del hotel.

—Higgins —dijo éste—. Le presento a los señores Murgatroyd.

—Sean bien venidos —dijo Jones—. Ahora me ocuparé de sus habitaciones.

Desde el fondo del vestíbulo, un tipo larguirucho avanzó en su dirección. Sus flacas piernas emergían de unos shorts de dril, y una camisa con flores estampadas revoloteaba a su alrededor. Iba descalzo, sonreía beatíficamente y llevaba un bote de cerveza en una de sus manazas. Se detuvo a pocos metros de Murgatroyd y le miró fijamente.

—Hola. ¿Recién llegados? —inquirió, con perceptible acento australiano. Murgatroyd se sorprendió.

—Pues…, sí —dijo.

—¿Cómo se llama? —preguntó el australiano, sin la menor ceremonia.

—Murgatroyd —contestó el director bancario—. Roger Murgatroyd.

El australiano asintió con la cabeza, grabando en su mente la información.

—¿De dónde? —preguntó.

Murgatroyd lo interpretó mal. Pensó que el hombre quería decir: «¿De dónde es usted?».

—De Midland —dijo.

El australiano se llevó el bote a los labios y apuró la cerveza. Eructó.

—¿Quién es él? —preguntó.

—Higgins —respondió Murgatroyd—. De la Casa Central.

El australiano sonrió satisfecho. Pestañeó varias veces para enfocar la mirada.

—Esto me gusta —dijo—. Murgatroyd de Midland, y Higgins de la Casa Central.

Mientras tanto, Paul Jones había advertido la presencia del australiano y salido de detrás del mostrador. Asió al larguirucho de un codo y se alejó con él por el vestíbulo.

—Vamos, vamos, Mr. Foster. Si vuelve usted al bar, podré atender debidamente a los nuevos huéspedes…

Foster se dejó llevar por aquel hombre de modales suaves pero firmes. Al alejarse, agitó amigablemente la mano.

—Que lo pase bien, Murgatroyd —gritó. Paul Jones volvió junto a ellos.

—Ese hombre está borracho —dijo Mrs. Murgatroyd, con helada desaprobación.

Está de vacaciones, querida —repuso Murgatroyd.

—Esto no es una excusa —dijo Mrs. Murgatroyd—. ¿Quién es?

—Harry Foster —respondió Jones—. De Perth.

—No habla como un escocés —repuso Mrs. Murgatroyd.

—Perth, Australia —dijo Jones—. Permitan que les muestre sus habitaciones.

Murgatroyd se asomó entusiasmado al balcón de su dormitorio del primer piso. Debajo de él, un pequeño prado de césped descendía hasta una franja de brillante arena blanca sobre la cual las palmeras dibujaban sombras al ser agitadas por la brisa. Una docena de redondas sombrillas de paja ofrecían una protección más eficaz. La tibia laguna lamía el borde de la playa. Más allá, era de un verde translúcido, y más allá, parecía azul. A quinientos metros, se distinguía el arrecife coronado de espuma.

Un joven del color de la caoba y de cabellos que parecían de paja hacía windsurfing a unos cien metros de la orilla. Plantado sobre la pequeña tabla, captaba una ráfaga de viento, se inclinaba hacia afuera para contrarrestar el tirón de la vela y se deslizaba sobre la superficie del agua sin esfuerzo aparente. Dos chiquillos morenos, de cabellos y ojos negros, se arrojaban agua y chillaban junto a la orilla. Un europeo maduro y barrigudo salió trabajosamente del agua con su calzado de aletas y llevando a rastras las gafas y el tubo para respirar.

—¡Jesús! —gritó con acento sudafricano a una mujer que se hallaba a la sombra—. ¡Qué cantidad de peces hay ahí! Es increíble.

A la derecha de Murgatroyd, junto al cuerpo principal del edificio, hombres y mujeres envueltos en telas del país se dirigían al bar de la piscina para tomar un aperitivo helado antes del almuerzo.

—Vayamos a nadar un poco —sugirió Murgatroyd.

—Podríamos ir más pronto si me ayudases a deshacer las maletas —dijo su esposa.

—Déjalo para después. Sólo necesitamos los trajes de baño hasta después del almuerzo.

—De ninguna manera —replicó Mrs. Murgatroyd—. No permitiré que te presentes en el comedor como un indígena. Aquí están tus shorts y tu camisa.

Murgatroyd asimiló en dos días el ritmo de las vacaciones en los trópicos, al menos hasta donde le era permitido. Se levantaba temprano, como siempre, pero, en vez de contemplar a través de los visillos el panorama de las calles mojadas por la lluvia, se sentaba en el balcón y observaba cómo se elevaba el sol sobre el océano Índico, allende el arrecife, haciendo que el agua oscura y mansa brillase súbitamente como una lámina de cristal hecha añicos. A las siete, salía a tomar el baño de la mañana, dejando a Edna Murgatroyd recostada en las almohadas, sin haberse quitado aún los bigudíes, y quejándose de la lentitud con que servían el desayuno, cosa que, en realidad, hacían con asombrosa rapidez.

Pasaba una hora en el agua tibia y, en una ocasión, llegó a nadar casi doscientos metros mar adentro, sorprendiéndose de su propia audacia. No era buen nadador, pero estaba aprendiendo rápidamente. Por fortuna, su esposa, no presenció tal hazaña, pues estaba convencida de que la laguna estaba infestada de tiburones y barracudas, y nada habría podido persuadirla de que tales depredadores no podían cruzar el arrecife y de que la charca era tan segura como la piscina.

Tomaba el desayuno en la terraza de la piscina y, a semejanza de los otros huéspedes, comía melón y mangos y papayas con los cereales, desdeñando los huevos y el tocino, a pesar de que habría podido pedirlos. A aquella hora, la mayoría de los hombres llevaban calzón de baño y camisa de playa, y las mujeres, ligeras camisas o túnicas de algodón sobre sus bikinis. Murgatroyd seguía fiel a los shorts de dril hasta la rodilla y a las camisas de tenis que había traído de Inglaterra. Su esposa se reunía con él bajo «su» sombrilla de paja, momentos antes de las diez, para empezar una larga serie de peticiones de bebidas sin alcohol y de aplicaciones de aceite, a pesar de que apenas se exponía nunca a los rayos del sol.

Ocasionalmente, sumergía su cuerpo sonrosado en la piscina del hotel —que rodeaba el bar en una especie de isla sombreada—, protegiéndose la permanente con un gorro de baño escarolado, y nadaba lentamente varios metros y volvía a salir.

Higgins, que se sentía solo, tardó poco en incorporarse a un grupo de ingleses mucho más jóvenes, por lo que apenas le veían. Se consideraba buen nadador, y se equipó en la «boutique» del hotel, adquiriendo, entre otras cosas, un sombrero de paja de ala ancha, parecido al que llevaba Hemingway en una foto que había visto una vez. Pasaba el día en calzón de baño y camisa, y, para la cena, se ponía, como los demás, unos pantalones de color pastel y camisa de safari con bolsillos sobre el pecho y charreteras en los hombros. Después de cenar, se iba al casino o a la discoteca. Murgatroyd se preguntaba cómo serían éstos.

Desgraciadamente, Harry Foster no había guardado para sí su sentido del humor. Para los sudafricanos, australianos y británicos que constituían el grueso de la clientela, Murgatroyd de Midland llegó a ser muy conocido, mientras Higgins se esforzaba en hacer olvidar su título de la Casa Central precisamente asimilándolo. Sin pretenderlo, Murgatroyd se hizo popular. Al llegar a la terraza para el desayuno, con sus shorts largos y sus zapatillas con suelas de goma, provocaba bastantes sonrisas y alegres saludos de «Buenos días, Murgatroyd».

En ocasiones, se tropezaba con el inventor de su título. Harry Foster pasaba por su lado, envuelto en su nube personal, y le saludaba con la mano izquierda, pues la derecha parecía abrirla únicamente para dejar su bote de cerveza y cerrarla de nuevo para agarrar otro. Cada vez, el genial australiano sonreía afectuosamente, levantaba la mano libre y decía: «Que lo pase bien, Murgatroyd».

La tercera mañana, Murgatroyd salió del agua, habiendo tomado el baño de después del desayuno, se sentó debajo de la sombrilla de paja, apoyando la espalda en el soporte central, y empezó a examinarse. El sol estaba ya bastante alto y empezaba a hacer mucho calor, aunque sólo eran las nueve y media. Contempló su cuerpo, que, a pesar de todas sus precauciones y de las advertencias de su esposa, empezaba a tomar el color de una langosta. Envidió a los que podían adquirir un tono tostado en breve tiempo. Sabía que la solución estaba en conservar este tono una vez adquirido, en vez de volver al blanco marmóreo entre cada vacación y la siguiente. Pero esto era inútil en Bognor, pensó. Sus tres últimas vacaciones sólo le habían ofrecido cantidades variables de lluvia y de nubes grises.

Sus piernas emergían de su calzón de baño de tartán, delgadas y velludas, como ramas de espino alargadas. Su barriga era redonda, y fláccidos los músculos del pecho. Años de estar sentado detrás de una mesa habían ensanchado sus posaderas, y sus cabellos se aclaraban. Conservaba todos sus dientes y llevaba gafas sólo para leer, principalmente informes de la compañía y cuentas bancarias.

Llegó del agua el zumbido de un motor y, al levantar la cabeza, vio una pequeña lancha rápida que adquiría velocidad. Arrastraba una cuerda, al extremo de la cual se bamboleaba una cabeza sobre el agua. Mientras observaba, la cuerda se tensó y, entre un remolino de espuma, surgió la figura bronceada del esquiador acuático, que era un joven huésped del hotel. Éste utilizaba un solo esquí, colocando un pie delante del otro, y un surtidor de espuma se elevó tras él al adquirir velocidad detrás de la lancha. El timonel hizo girar la rueda y el esquiador describió un gran arco, pasando cerca de la playa por delante de Murgatroyd. Con los músculos contraídos, tensos los muslos contra los embates de la estela de la embarcación, aquel hombre parecía tallado en roble. El ruido de su risa triunfal despertó ecos sobre el agua al alejarse de nuevo a toda velocidad. Murgatroyd observó y envidió a aquel joven.

Él tenía cincuenta años, se dijo, y era bajo, barrigón, y no estaba en buena forma, a pesar de las tardes de verano pasadas en el club de tenis. Sólo faltaban cuatro días para el domingo, y entonces, tomaría de nuevo el avión y no volvería nunca. Probablemente, pasaría otros diez años en Ponder’s End y se retiraría, seguramente, a Bognor.

Miró a su alrededor y vio una jovencita que venía caminando por la playa, desde la izquierda. La cortesía hubiese debido impedirle mirarla con fijeza, pero no pudo evitarlo. Andaba descalza, con la gracia cimbreante de las chicas de la isla. Su cutis tenía un fuerte color dorado, sin ayuda de aceites o lociones. Llevaba un paño blanco de algodón, con un dibujo escarlata, anudado debajo del brazo izquierdo. Le llegaba justo debajo de las caderas. Murgatroyd presumió que debía llevar algo debajo de aquello. Una ráfaga de viento apretó la tela sobre su cuerpo, revelando por un segundo los firmes y jóvenes senos y la estrecha cintura. Después, el céfiro se extinguió y la ropa pendió de nuevo recta.

Murgatroyd vio que era una criolla pálida, de ojos grandes y negros, pómulos salientes y lustrosos cabellos negros que caían en ondas sobre su espalda. Al pasar por delante de él, se volvió para dirigir una amplia y feliz sonrisa a alguien. Esto pilló por sorpresa a Murgatroyd. No sabía que hubiese alguien cerca de él. Miró vivamente a su alrededor, para ver a quién había sonreído la muchacha. Allí no había nadie. Cuando se volvió de cara al mar, la joven sonrió de nuevo, brillando sus dientes blancos bajo el sol de la mañana. Estaba seguro de que no les habían presentado. En tal caso, la sonrisa tenía que ser espontánea. A un desconocido. Murgatroyd se quitó las gafas de sol y sonrió a su vez.

—Buenos días —dijo.

Bonjour, m’sieu —respondió la chica, y siguió su camino.

Murgatroyd la observó mientras se alejaba. Los negros cabellos le llegaban hasta las caderas, que oscilaban ligeramente bajo el blanco algodón.

—Será mejor que dejes de pensar en esas cosas —dijo una voz a su espalda.

Había llegado Mrs. Murgatroyd. También ésta contempló a la chica.

—Una buena pieza —admiró, acomodándose en la sombra.

Diez minutos más tarde, él la miró. Estaba enfrascada en la lectura de otra novela romántica de una autora popular, de las que había traído una buena provisión. Murgatroyd volvió a contemplar el mar y se preguntó, como había hecho tantas veces, por qué tenía ella una afición tan insaciable por las novelas románticas y un desprecio tan grande por la realidad. Su matrimonio no había estado marcado por la pasión amorosa, ni siquiera en los primeros tiempos, antes de que ella le dijese que desaprobaba «aquello» y que estaba equivocado si pensaba que había necesidad de continuarlo. Desde entonces, durante más de veinte años, se había visto como preso en un matrimonio sin amor, cuyo tedio sofocante sólo se animaba ocasionalmente en períodos de franca antipatía.

En una ocasión, había oído, en los vestuarios del club de tenis, que un socio le decía a otro que «hubiese tenido que azotarla hacía años». De momento, se había enfadado y había estado a punto de salir de detrás de los armarios para reprenderle. Pero se había contenido, reconociendo que aquel tipo tenía probablemente razón. Lo malo estaba en que él era incapaz de azotar a nadie y que ella no era persona capaz de mejorar con los azotes. Él había sido siempre, incluso de joven, un hombre de modales suaves, y, aunque podía dirigir un Banco, su debilidad en casa había degenerado en pasividad y después en sumisión. La carga de sus pensamientos íntimos se desahogó en forma de ronco suspiro.

Edna Murgatroyd le miró por encima de sus gafas.

—Si tienes gases —le dijo—, deberías tomar una tableta.

El viernes por la noche, Higgins se acercó a él en el vestíbulo, donde estaba esperando a que su mujer saliese del lavabo de señoras.

—Tengo que hablarle… a solas —susurró Higgins, torciendo la boca con un disimulo capaz de llamar la atención en varias millas a la redonda.

—Ya —dijo Murgatroyd—. ¿No puede hacerlo aquí?

—No —gruñó Higgins, mirando hacia un helecho—. Su esposa puede salir en cualquier momento. Sígame.

Echó a andar con estudiada indiferencia, dio varios pasos en el jardín, se ocultó detrás de un árbol, apoyó la espalda en el tronco y esperó. Murgatroyd le siguió.

—¿De qué se trata? —preguntó éste, al reunirse con Higgins en la oscuridad de la vegetación.

Higgins miró hacia el vestíbulo iluminado, más allá de la arcada, para asegurarse de que la media naranja de Murgatroyd no les había seguido.

—Una partida de pesca —explicó—. ¿Lo ha hecho alguna vez?

—No, desde luego que no —contestó Murgatroyd.

—Yo tampoco. Pero me gustaría. Sólo una vez. Por probar. Escuche: tres hombres de negocios de Johannesburgo alquilaron una barca para mañana por la mañana. Por lo visto, no pueden salir. Por consiguiente, la barca está disponible, y por la mitad del precio, porque habían dado paga y señal. ¿Qué me dice? ¿Vamos a tomarla?

Murgatroyd se sorprendió de que se lo preguntase.

—¿Por qué no va con un par de compañeros de su grupo? —inquirió.

Higgins se encogió de hombros.

—Todos ellos quieren pasar el último día con sus amiguitas, y las chicas no quieren ir. Vamos, Murgatroyd, ¿por qué no hacemos la prueba?

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Murgatroyd.

—Normalmente, cien dólares americanos por cabeza —dijo Higgins—, pero, como la mitad está pagada, sólo serán cincuenta dólares cada uno.

—¿Por unas pocas horas? Son veinticinco libras.

—Veintiséis libras y setenta y cinco peniques —precisó automáticamente Higgins, que por algo estaba en la sección de cambio de moneda extranjera.

Murgatroyd calculó. Contando el taxi para ir al aeropuerto y los diversos gastos para llegar a Ponder’s End, le quedaría poco más de aquella cantidad. El sobrante sería destinado por Edna Murgatroyd a comprar artículos libres de impuestos y regalos para su hermana de Bognor. Meneó la cabeza.

—Edna no estaría de acuerdo —dijo.

—No se lo diga.

—¿Que no se lo diga? La idea le escandalizó.

—Exactamente —insistió Higgins. Se acercó más, y Murgatroyd advirtió que su aliento olía a ponche—. No diga nada. Ella le echará después una bronca; pero se la echaría de todos modos. Piénselo. Probablemente, no volveremos nunca aquí. Probablemente, no volveremos a ver el océano Índico. Entonces, ¿por qué no hacerlo?

—Bueno, no sé…

—Sólo una mañana, en el mar abierto y en una pequeña barca. Con el viento agitando nuestros cabellos, y echándole el sedal a los bonitos, a los atunes y quizás a algún pez sierra. Al menos, será una aventura para recordarla en Londres.

Murgatroyd se irguió. Pensó en el joven del esquí, deslizándose sobre la laguna.

—Lo haré —dijo—. Trato hecho. ¿Cuándo salimos?

Sacó la cartera, arrancó tres cheques de viajero de 10 libras, dejando sólo dos en el talonario, firmó al pie de aquéllos y los entregó a Higgins.

—Muy temprano —murmuró Higgins, guardándose los cheques—. Tenemos que levantarnos a las cuatro, para salir de aquí a las cuatro y media. Estaremos en el puerto a las cinco. Partiremos de allí a las seis menos cuarto y llegaremos a la zona de pesca poco antes de las siete. Es la hora mejor; cuando amanece. Nos acompañará el encargado de actividades deportivas, que es muy entendido en pesca. Nos encontraremos en el vestíbulo principal a las cuatro y media.

Volvió al hotel y se dirigió al bar. Murgatroyd le siguió, pasmado por su propia audacia, y encontró a su mujer, que le esperaba enfurruñada. La acompañó al comedor.

Murgatroyd apenas si durmió en toda la noche. Aunque tenía un pequeño despertador, no se atrevió a montarlo, por miedo de que despertase a su esposa al dispararse. Tampoco podía exponerse a dormir más de la cuenta y que Higgins llamase a la puerta de la habitación a las cuatro y media. Dio varias cabezadas, hasta que vio que las manecillas fluorescentes se acercaban a las cuatro. Más allá de las cortinas, era aún noche cerrada.

Se deslizó sin ruido fuera de la cama y miró a Mrs. Murgatroyd. Ésta yacía boca arriba, como de costumbre, respirando ruidosamente, con su arsenal de bigudíes sujeto por una redecilla. Colocó cuidadosamente el pijama sobre la cama y se puso los calzoncillos. Cogió los zapatos con suela de goma, los shorts y la camisa, salió sin hacer ruido y volvió a cerrar la puerta. En el corredor a oscuras, se puso el resto de sus prendas y se estremeció al sentir un frío inesperado.

En el vestíbulo, encontró a Higgins y a su guía, un sudafricano alto y huesudo, llamado Andre Kilian, que era quien cuidaba de todas las actividades deportivas de los huéspedes. Kilian observó su ropa.

—En el mar hace frío antes de la aurora —dijo— y, después, un calor abrasador. El sol puede achicharrarle ahí fuera. ¿No ha traído unos pantalones largos y una blusa con mangas?

—No pensaba que… —dijo Murgatroyd—. No, no lo he traído.

Pero no se atrevía a volver a su habitación.

—Yo tengo uno de sobra —dijo Kilian, alargándole un pulóver—. Marchémonos ya.

Rodaron durante quince minutos entre los oscuros campos, dejando atrás unas chozas donde un solo destello de luz indicó que alguien estaba ya despierto. Después siguieron la carretera principal hasta el pequeño puerto de Trou D’Eau Douce, Hoyo de Agua Dulce, bautizado con este nombre por algún capitán francés de lejanos tiempos que debió encontrar un manantial de agua potable en este sitio. Las casas del pueblo estaban cerradas y a oscuras, pero Murgatroyd pudo distinguir, en el muelle, la forma de una barca amarrada y otras formas que trabajaban a bordo a la luz de unas antorchas. Los viajeros se acercaron al embarcadero de madera y Kilian sacó un frasco de café caliente de la guantera del coche y lo pasó a sus acompañantes. Desde luego, fue muy bien recibido.

El sudafricano se apeó del coche y avanzó por el embarcadero hasta la barca. Retazos de una conversación en voz baja, en francés criollo, llegaron hasta el automóvil. Es extraño que la gente hable siempre en voz baja en la oscuridad que precede al amanecer.

Volvió al cabo de diez minutos. Ahora se veía una franja pálida en el horizonte oriental, y unas cuantas nubes bajas e inmóviles brillaban débilmente allí. El agua era distinguible por su propio brillo, y los perfiles del embarcadero, de la barca y de los hombres eran cada vez más claros.

—Ya podemos llevar el equipo a bordo —dijo Kilian.

Sacó del portaequipajes del coche una nevera portátil que más tarde les proporcionaría cerveza fresca, y, entre él y Higgins, la llevaron al embarcadero. Murgatroyd cargó con los paquetes del almuerzo y otros dos frascos de café.

La embarcación no era uno de esos modelos nuevos y lujosos de fibra de plástico, sino una vieja y ancha barca con el casco de madera y la cubierta de tablas. Tenía una pequeña cabina hacia la proa, que parecía atestada de útiles diversos. A estribor de la puerta de la cabina, había un solo asiento acolchonado sobre un alto soporte, frente a la rueda del timón y los controles básicos. Esta zona estaba cubierta. La zona de popa era descubierta y había en ella un banco a lo largo de cada costado. En la popa había un solo sillón giratorio, como los que se usan en los despachos de la ciudad, salvo que éste estaba fijo en la cubierta y provisto de correas sueltas parecidas a unos arneses.

A ambos lados de la cubierta de popa se alzaban sendas horquetas inclinadas hacia fuera, como antenas. Murgatroyd pensó al principio que eran cañas de pescar, pero después se enteró de que eran horquillas destinadas a mantener los sedales exteriores apartados de los interiores, evitando así que se enredasen.

Un viejo estaba sentado en la silla del patrón, apoyada una mano en la rueda y observando en silencio los últimos preparativos. Kilian metió la caja de las cervezas debajo de unos de los bancos e hizo un ademán a los otros para que se sentasen. Un muchacho, apenas en la adolescencia, soltó la amarra de popa y la arrojó sobre la cubierta. Un lugareño, desde las tablas del pequeño muelle, hizo lo propio con la amarra de proa y empujó la barca para apartarla del embarcadero. El viejo puso el motor en marcha, y se produjo un sordo zumbido bajo los pies de los pasajeros. La barca giró lentamente hacia la laguna.

El sol ascendía ahora rápidamente; se hallaba justo bajo la línea del horizonte, y su luz se extendía hacia el Oeste sobre el agua. Murgatroyd podía ver claramente las casas del pueblo a lo largo de la orilla, y volutas de humo elevándose en el aire, al preparar las mujeres el café del desayuno. En pocos minutos, se desvanecieron las últimas estrellas, el cielo se tino de un azul claro y destellos de brillante luz surcaron el agua. De pronto, una garra, procedente de ninguna parte y que no iba a parte alguna, arañó la superficie de la laguna y la luz se rompió en añicos de plata. Fue sólo un momento. Después volvió la calma total, rota únicamente por la larga estela de la barca, desde su popa hasta el embarcadero que se alejaba. Murgatroyd miró por encima de la borda y pudo distinguir masas de coral a cuatro brazas de profundidad.

—A propósito —dijo Kilian—, permitan que les presente. —Con la creciente luz, su voz se había hecho más fuerte—. Esta barca se llama Avant, que en francés significa Adelante. Es vieja pero sólida como una roca, y ha pescado no pocos peces en su vida. El patrón es Monsieur Patient, y éste es su nieto Jean-Paul.

El viejo se volvió y movió la cabeza saludando a los pasajeros. No dijo nada. Vestía una tosca camisa azul y pantalones, de los que pendían dos nudosos pies. Su cara era morena y curtida, como tallada en vieja madera de nogal, y la cubría con una gorra raída. Contemplaba el mar con ojos rodeados de arrugas, fruto de toda una vida de mirar el agua brillante.

—Monsieur Patient lleva pescando en estas aguas desde que era chico, al menos desde hace sesenta años —dijo Kilian—. Ni siquiera él sabe exactamente cuántos, y nadie en el pueblo puede recordarlo. Conoce el mar y conoce los peces. Éste es el secreto del buen pescador.

Higgins sacó una cámara de la funda que llevaba colgada del hombro.

—Quisiera tomar una foto —dijo.

—Yo esperaría unos minutos —repuso Kilian—. Y agárrense bien. Cruzaremos el arrecife dentro de un momento.

Murgatroyd miró hacia delante, al arrecife que se acercaba. Visto desde el balcón de su hotel, parecía una rompiente suave como una pluma y la espuma era como leche derramada. De cerca, podía oír el bramido de las olas del océano al lanzarse contra los picos de coral, rompiéndose como rasgadas por afilados cuchillos debajo de la superficie. Y no veía ninguna interrupción en la franja blanca.

Justo antes de llegar a la espuma, el viejo Patient hizo girar bruscamente la rueda hacia la derecha, y el Avant se colocó en posición paralela a la franja de espuma y a unos 20 metros de ella. Entonces vio Murgatroyd el canal. Discurría entre dos bancos de coral que dejaban entre ellos una angosta abertura. Cinco minutos más tarde, estaban en el canal, con rompientes a la derecha y a la izquierda, avanzando paralelamente a la costa en dirección Este, a lo largo de media milla. La Avant se balanceaba y cabeceaba a impulso del oleaje.

Murgatroyd miró hacia abajo. Había rompientes a ambos lados, pero, en el suyo, podía ver, al retirarse la espuma, los corales a una distancia de tres metros; frágiles y delicados a la vista, pero afilados como navajas al tacto. Una rozadura, y podían despellejar a un hombre o a una barca con desdeñosa facilidad. El patrón parecía no mirar. Seguía sentado, con una mano en la rueda y la otra en la palanca del acelerador, fija la vista hacia delante, a través del parabrisas, como si recibiese señales de un faro sólo visible para él en el horizonte en blanco. De vez en cuando, movía la rueda o daba gas, y la Avant se apartaba tranquilamente de algún nuevo peligro. Murgartoyd sólo vio tres de ellos, deslizándose impotentes ante sus ojos.

Sesenta segundos que parecieron una eternidad, y se acabó la cosa. A la derecha, continuaba el arrecife; pero, a la izquierda, había terminado. Estaban fuera del canal. El patrón hizo girar de nuevo la rueda y la Avant puso proa al mar abierto. Y se hallaron de pronto en el temible océano Índico. Murgatroyd se dio cuenta de que aquello no era un paseo en barca para timoratos, y confió en no hacer el ridículo.

—Bueno, Murgatroyd, ¿ha visto ese maldito coral? —inquirió Higgins. Kilian hizo un guiño.

—Todo un espectáculo, ¿no? ¿Un poco de café?

—Después de eso, preferiría algo más fuerte —dijo Higgins.

—Nosotros pensamos en todo —dijo Kilian—. Aquí hay brandy.

Destapó el segundo frasco.

El muchacho empezó en seguida a preparar las cañas. Sacó cuatro de ellas de la cabina; cañas resistentes de fibra de vidrio, de unos dos metros de longitud y con la parte inferior revestida de corcho para agarrarlas mejor. Cada una de ellas estaba provista de un enorme carrete con 800 metros de hilo de nylon de un solo filamento. Las conteras eran de sólido metal y tenían una ranura para encajarlas en las abrazaderas de la barca y evitar que se torciesen. Encajó cada una en su sitio y las afianzó con acolladores y pernos para que no saltasen por la borda.

El primer arco del borde del sol asomó sobre el océano y vertió sus rayos sobre las olas. En pocos minutos, el agua oscura adquirió un fuerte tono azul índigo, que se volvió más claro y verdoso a medida que se elevaba el sol.

Murgatroyd se apercibió contra los saltos y el balanceo de la barca, mientras trataba de tomar su café, y observó fascinado los preparativos del muchacho. De una caja grande, sacó hilos de acero de longitudes diversas, y eligió diferentes señuelos. Algunos parecían pequeños calamares rosados o verdes de caucho blando; había plumas de pollo rojas y blancas, y brillantes cucharillas y señuelos giratorios, destinados a centellear en el agua y llamar la atención de los depredadores al acecho. También había unos pesos gruesos, en forma de cigarro y todos ellos con un clip para sujetarlos al sedal.

El chico preguntó algo en criollo a su abuelo, y el viejo le respondió con unos gruñidos. El muchacho escogió dos pequeños calamares, una pluma y una cucharilla. Cada señuelo tenía un alambre de acero de unos 25 cm. sobresaliendo de un extremo y un anzuelo único o triple en el otro. El chico fijó el clip del señuelo en un hilo de acero más largo, y el otro extremo de éste en el sedal de una caña. También colocó un peso de plomo, para que el señuelo se mantuviese justo por debajo de la superficie al deslizarse en el agua. Kilian explicó la finalidad de los señuelos que se empleaban.

—La cucharilla giratoria —dijo— es buena para las barracudas errantes. El calamar y la pluma atraen a los bonitos, las doradas e incluso los grandes atunes.

Monsieur Patient cambió súbitamente de rumbo, y todos se irguieron para ver la razón. Nada se percibía en el horizonte, frente a ellos. Sesenta segundos más tarde, descubrieron lo que el hombre había visto antes. En el lejano horizonte, varias aves marinas revoloteaban sobre el mar y se lanzaban en picado, como pequeñas motas a tal distancia.

—Golondrinas de mar —dijo Kilian—. Han descubierto un banco de pececillos y se sumergen para cazarlos.

—¿Nos interesan los peces pequeños? —preguntó Higgins.

—No —respondió Kilian—, pero interesan a otros peces más grandes. Las aves nos indican la presencia de aquéllos. Y los bonitos, y también los atunes, gustan de cazar las sardinetas.

El patrón se volvió e hizo una señal con la cabeza al chico, que empezó a lanzar los sedales preparados a la estela de la embarcación. Al saltar cada uno de ellos sobre la espuma, el muchacho soltaba un resorte del carrete correspondiente y éste rodaba libremente. La corriente arrastraba el señuelo, el plomo y el alambre de acero entre la espuma, hasta que desaparecían completamente. El chico dejaba que se deslizase el sedal hasta que comprendía que el señuelo estaba a más de 30 metros de la barca. Entonces, fijaba de nuevo el carrete. En alguna parte, detrás de nosotros, el señuelo y el anzuelo se deslizaban regularmente debajo de la superficie, como lo haría un pez veloz.

Había dos cañas fijadas en el borde de popa de la barca, una en el ángulo de la izquierda, y la otra, en el de la derecha. Las otras dos estaban fijas en sus soportes, más arriba, en los lados de la cubierta de popa. Sus sedales estaban enganchados en gran des perchas, sujetas a su vez a unas cuerdas que subían a lo largo de las horquetas. El muchacho arrojó los señuelos al mar e hizo subir las perchas hasta la punta de las horquetas. La inclinación de éstas haría que los sedales exteriores no se enredasen con los interiores y se deslizasen paralelamente a éstos. Si un pez picaba, soltaría el sedal de la percha y el tirón pasaría directamente del carrete a la caña y al pez.

—¿Han pescado ustedes alguna vez? —preguntó Kilian. Murgatroyd y Higgins negaron con la cabeza y aquél prosiguió—: Entonces, será mejor que les explique lo que pasa cuando un pez muerde el anzuelo. Mejor dicho, un poco después. Vengan y verán.

El sudafricano se sentó en la silla del pescador y tomó una de las cañas.

—Cuando muerde el pez, el sedal sufre un brusco tirón y el carrete, al rodar, emite un chirrido agudo. Es el aviso. Cuando ocurre esto, la persona a quien le toca el turno se sienta aquí, y Jean-Paul o yo le entregamos la caña. ¿O.K.?

Los ingleses asintieron con la cabeza.

—Entonces, toma la caña y coloca la contrera en este hueco, entre los muslos. Después, la sujeta en este acollador del asiento. Así, si es arrancada de sus manos, no perdemos una caña muy cara con todos sus accesorios. Ahora, miren esto…

Kilian señaló una rueda dentada de metal, que sobresalía del lado del tambor del carrete.

—Es la rueda reguladora —explicó Killian—. En este momento, está preparada para una tensión muy débil, digamos de dos kilos; así, cuando muerde el pez, el sedal se desliza, el rodete gira, y los chasquidos de la ruedecilla son tan rápidos que parecen un chirrido. Cuando está usted preparado, y debe procurar hacerlo aprisa, porque, cuanto más tarde en ello, más sedal tendrá que recuperar después, cuando esté preparado, digo, tiene que adelantar despacio el cierre de control, de esta manera. Al pararse el carrete, dejará de desenrollarse el sedal. Y entonces será la barca quien tire del pez, en vez de ser el pez quien tire del sedal.

»Después, hay que enrollar hilo. Agarrar el corcho con la izquierda, y enrollar. Si la presa es muy pesada, hay que agarrar la caña con ambas manos y tirar hacia atrás hasta que quede vertical. Después, bajar la mano derecha para seguir enrollando, bajando entretanto la caña hacia la popa. Esto hace que el sedal se enrolle más fácilmente. Luego, se repite la operación. Sujetar la caña con ambas manos, tirar hacia atrás, aflojar hacia delante, enrollando al mismo tiempo. Al cabo de un rato, verá que la presa surge de la espuma debajo de la popa. Entonces, el muchacho la enganchará y la izará a bordo.

—¿Para qué son esas marcas en el seguro deslizante y en la cubierta metálica del tambor? —preguntó Higgins.

—Indican el máximo posible de tensión —respondió Kilian—. Estos sedales se rompen bajo una tensión de setenta kilos. Si están mojados, hay que deducir un diez por ciento. Para mayor seguridad, el carrete está marcado de manera que, cuando coinciden esas señales, el regulador sólo soltará sedal cuando haya una tracción de 50 kilos en el otro extremo. Pero, al aguantar 50 kilos durante mucho rato, y más si se enrolla hilo al mismo tiempo, se corre el peligro de que le arranquen a uno los brazos; por consiguiente, creo que no debemos ocuparnos de esto.

—Pero, ¿qué pasa si pillamos una presa grande? —insistió Higgins.

—Entonces —dijo Kilian—, lo único que puede hacerse es tratar de fatigarla. Es cuando empieza la verdadera lucha. Hay que soltar hilo, cobrarlo, volver a soltarlo, y así sucesivamente, hasta que el pez está tan cansado que no puede seguir tirando. Pero ya trataremos de esto si llega el momento.

Apenas había acabado de decir esto cuando la Avant se encontró entre las golondrinas de mar, después de haber cubierto tres millas en treinta minutos. Monsieur Patient redujo la marcha y empezaron a navegar sobre el invisible banco de peces. Las pequeñas aves, con incansable gracia, trazaban círculos a 6 metros sobre el agua, bajas las cabezas, rígidas las alas, hasta que sus ojos penetrantes descubrían algún brillo en las abultadas olas. Entonces recogían las alas y se dejaban caer, con el afilado pico por delante, y se sumergían en la ola. Un segundo más tarde, el mismo pájaro emergía con una astilla de plata en el pico y la engullía inmediatamente. Su búsqueda era tan incansable como su energía.

—Murgatroyd —dijo Higgins—, creo que deberíamos decidir quién prueba el primero. Echémoslo a suertes.

Sacó una rupia de Mauricio del bolsillo. La echaron al aire, y ganó Higgins. Pocos segundos después, una de las cañas interiores se agitó violentamente y el sedal se puso tirante. El carrete emitió un zumbido que se convirtió en chirrido.

—¡Ya es mío! —gritó Higgins, entusiasmado, saltando sobre el sillón.

Jean-Paul le pasó la caña. El rodete giraba todavía, pero más despacio, y Higgins metió de golpe la contera en el soporte. Sujetó la caña en el acollador y empezó a cerrar el resorte. El sedal deslizante se detuvo casi inmediatamente. Se dobló la punta de la caña. Agarrando ésta con la mano izquierda, Higgins empezó a cobrar hilo con la derecha. La caña se dobló un poco más, pero él siguió enrollando.

—Siento sus tirones en el hilo —balbuceó Higgins.

Siguió enrollando. El sedal no oponía resistencia, y Jean-Paul se inclinó sobre la popa. Agarrando el hilo con la mano, izó un pez rígido de plata y lo dejó caer en la barca.

—Un bonito de unos dos kilos —dijo Kilian. El muchacho tomó unas tenacillas y desprendió el anzuelo de la boca del bonito. Murgatroyd vio que, sobre el vientre plateado, tenía unas rayas de un azul negruzco, como las caballas. Higgins pareció desilusionado. La nube de golondrinas de mar quedó a popa, al salir ellos del banco de pececillos. Eran poco más de las ocho y la cubierta empezaba a calentarse, pero el calor era agradable. Monsieur Patient hizo describir un lento semicírculo a la Avant, para volver al banco y a las golondrinas delatoras, mientras su nieto arrojaba al agua el anzuelo y su señuelo en forma de pequeño calamar, para otro intento.

—Podríamos comérnoslo esta noche —dijo Higgins.

—El bonito se emplea de cebo —dijo Kilian—. Los indígenas hacen sopa con ellos, pero no saben muy bien.

Dieron otra vuelta sobre el banco de peces, y hubo un segundo tirón. Murgatroyd tomó la caña, vivamente excitado. Era la primera vez que hacía esto, y quizá no volvería a hacerlo nunca. Cuando agarró la caña por la parte revestida de corcho, pudo sentir las sacudidas del pez como si estuviera junto a él, a pesar de que se hallaba a 200 metros de distancia. Empujó lentamente el seguro hacia delante y el sedal se inmovilizó. La punta de la caña se dobló hacia el mar. Con el brazo izquierdo tenso, aguantó el tirón y se sorprendió al ver la fuerza que tenía que hacer para ello.

Contrajo los músculos de aquel brazo y empezó a hacer girar metódicamente la manivela del carrete con la mano derecha. La fuerza de tracción del otro extremo le admiraba. Quizás era uno grande, pensó, o incluso muy grande. Aquello era emocionante. Imposible saber que clase de gigante de las profundidades se debatía en la estela de la barca. Y si no era tal cosa, como el bonito de Higgins, el próximo podía ser un monstruo. Siguió dándole despacio a la manivela, sintiendo que jadeaba a causa del esfuerzo. Cuando el pez estuvo a veinte metros de la embarcación, pareció ceder y el sedal se enrolló sin esfuerzo. Pensó que había perdido su presa, pero no, el pez estaba allí. Dio un último tirón al llegar bajo la popa, y se acabó. Jean-Paul lo enganchó y lo subió a la barca. Era otro bonito, pero más grande, de unos 5 kilos.

—Es magnifico, ¿no? —dijo Higgins, muy excitado.

Murgatroyd asintió con la cabeza y sonrió. Tendría algo que contar en Ponder’s End. En el timón, el viejo Patient puso rumbo a un sector en que el agua era de un azul intenso, a varias millas delante de ellos. Observó a su nieto, que desenganchaba el anzuelo de la boca del bonito, y dijo algo al muchacho. Éste desprendió el señuelo y el alambre de acero y los depositó en la caja de los aparejos. Plantó la caña en su oquedad, y el pequeño clip de acero de la punta de aquélla osciló libremente. Después, dio unos pasos y asió la rueda del timón. Su abuelo le dijo algo y señaló a través del cristal. El chico asintió con la cabeza.

—¿No vamos a emplear esa caña? —preguntó Higgins.

—Monsieur Patient debe tener otra idea —dijo Kilian—. Dejémosle hacer. Él sabe lo que se lleva entre manos.

El viejo caminó fácilmente sobre la oscilante cubierta, se acercó al sitio donde estaban ellos y, sin decir palabra, se sentó con las piernas cruzadas junto al imbornal, eligió el bonito más pequeño y empezó a prepararlo para cebo. El pescadito estaba duro como un palo, rígidas las aletas en forma de media luna en la cola, entreabierta la boca, fijos los ojos negros y menudos, que miraban sin ver.

Monsieur Patient sacó de la caja de los aparejos un gran anzuelo de un solo garfio y en cuya espiga se hallaban firmemente sujetos un alambre de acero de 45 centímetros y una afilada púa de acero de 30 centímetros, parecida a una aguja de hacer calceta. Introdujo la púa en el orificio anal del pescado y empujó hasta que la punta ensangrentada salió por la boca del bonito. Sujetó el alambre de acero al otro extremo de la púa y, con unas tenacillas, tiró de la aguja y del alambre, haciéndolos pasar por el cuerpo del pescado, hasta que el alambre colgó de la boca de aquél.

Después, el viejo hundió profundamente la espiga del anzuelo en el vientre del bonito, de manera que desapareció en él, salvo la curva y la afilada punta con su garfio. Éstos sobresalían rígidos hacia fuera y hacia abajo en la base de la cola, con la punta hacia delante. Sacó el resto del alambre de la boca del pescado, hasta que quedó tirante.

A continuación, tomó una aguja mucho más pequeña, no mayor de las que usan las amas de casa para coser los calcetines del marido, y un metro de hilo torcido de algodón. La aleta dorsal y las dos ventrales del bonito estaban planas. El viejo pasó el hilo de algodón por la espina principal de la aleta dorsal, le dio varias vueltas y, después, hizo pasar la aguja por un músculo de detrás de la cabeza del pescado. Así, al tirar del hilo, se levantó la aleta, con la serie de espinas y membranas que le dan estabilidad vertical en el agua. Hizo lo propio con las dos aletas ventrales y, por último, cerró la boca del bonito con unas cuantas puntadas pequeñas y limpias.

Cuando hubo terminado, el bonito tenía casi el mismo aspecto que cuando estaba vivo. Sus tres aletas estaban desplegadas en perfecta simetría, para impedir que se ladease o diese vueltas. La cola vertical mantendría la dirección al ser arrastrado el bonito a gran velocidad. La boca cerrada evitaría la turbulencia y las burbujas. Sólo el hilo de acero entre sus cerrados labios y el cruel anzuelo colgando de su cola delataban su condición de cebo. Por último, el viejo pescador sujetó los centímetros de alambre de la boca del bonito al segundo alambre que pendía de la punta de la caña y lanzó el nuevo cebo al océano. Todavía con los ojos abiertos, el bonito osciló dos veces sobre la estela y fue sumergido por el plomo, para empezar su último viaje submarino. El hombre dejó que se alejase 70 m, más allá de los otros señuelos, antes de fijar de nuevo la caña y volver a su silla de mando. El agua había trocado su color azul grisáceo por un brillante azul verdoso.

Diez minutos más tarde. Higgins hizo otra presa, esta vez con el señuelo giratorio. Estuvo tirando y aflojando durante más de diez minutos. Fuese lo que fuere, el pez luchaba desesperadamente por liberarse. Dada la fuerza de sus tirones, todos pensaron que podía ser un atún de buen tamaño; pero, cuando lo izaron a bordo, vieron que se trataba de un pez de un metro de largo, de cuerpo fino y delgado, y que tenía doradas las aletas y la parte superior del cuerpo.

—Un dorado —dijo Kilian—. Buena pesca. Esos bichos se defienden muy bien. Y son sabrosos. Pediremos al cocinero del «St. Geran» que lo prepare para la cena.

Higgins estaba colorado y entusiasmado.

—Tuve la impresión de estar tirando de un camión que se daba a la fuga —jadeó.

El muchacho ajustó de nuevo el señuelo y volvió a echarlo al agua.

El mar se estaba encrespando. Murgatroyd se agarró a uno de los soportes de un tejadillo colocado sobre la parte anterior de la cubierta, para ver mejor. La Avant cabeceaba ahora fuertemente entre las grandes olas. Al descender, contemplaban grandes muros de agua por todos lados, masas movedizas cuya lustrosa superficie ocultaba la fuerza enorme acumulada en ellas. Y al subir, podían ver crestas de espuma que se extendían muchas millas y, hacia el Oeste, la borrosa costa de Mauricio en el horizonte.

Las olas venían del Este, una tras otra, como apretadas filas de soldados gigantescos y verdes que marchasen sobre la isla, para morir bajo la artillería del arrecife. Murgatroyd se sorprendió al ver que no sentía mareo, pues, en una ocasión, se había mareado en el ferry que hacia la travesía de Dover a Boulogne. Pero aquél era un barco grande, que batía las olas para abrirse paso, y donde los pasajeros tenían que respirar olores de aceite, de grasa de la cocina, de humo y de otras cosas. La pequeña Avant no luchaba contra el mar; se dejaba llevar por él, cediendo para elevarse de nuevo.

Murgatroyd contemplaba fijamente el agua y sentía ese temor lindante con el miedo, que suele acompañar a los hombres en los barcos pequeños. Una embarcación puede parecer soberbia, majestuosa, lujosa y segura, en las aguas tranquilas de un puerto de moda, y ser admirada por la gente como muestra de la riqueza de su propietario. Pero, en alta mar, es hermana del desvencijado carguero, del oxidado vapor volandero; una cosita llena de costurones y de ensambladuras, una débil cascara de nuez midiendo su mísera fuerza contra un poder inimaginable, un frágil juguete en la palma de la mano de un gigante. Incluso rodeado de los otros cuatro, Murgatroyd sentía su propia insignificancia y la impertinente pequenez de la barca, y esa impresión de soledad que produce el mar. Sólo los que han viajado por mar o por aire, o a través de grandes nevadas o sobre las arenas del desierto, conocen este sentimiento. Son escenarios inmensos, despiadados, pero el más terrible de todos es el mar, porque se mueve. Poco después de las nueve, Monsieur Patient murmuró algo, sin dirigirse a nadie en particular.

Y’a quelque chose —dijo—. Nous suit.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Higgins.

—Ha dicho que hay algo por ahí —indicó Kilian—. Algo que nos sigue.

Higgins miró fijamente a su alrededor. No vio nada; sólo agua.

Kilian se encogió de hombros.

—Es como cuando usted percibe a primera vista que hay un error en una columna de números. Cuestión de instinto.

El viejo redujo la marcha y la Avant se deslizó más despacio, hasta que pareció que se paraba. El balanceo y los cabeceos parecieron aumentar al reducirse la velocidad. Higgins tragó varias veces, al llenarse su boca de saliva. A las nueve y cuarto, una caña se dobló bruscamente y el hilo empezó a desenrollarse, no muy de prisa pero continuamente, y el rodillo empezó a chascar como una matraca.

—Para usted —dijo Kilian, sacando la caña de su agujero y plantándola en el sillón del pescador.

Murgatroyd salió de la sombra y se sentó en el sillón. Sujetó la contera de la caña en su sitio y agarró fuertemente el asidero de corcho con la mano izquierda. El rodete, un gran «Penn Senator» que parecía un barrilillo de cerveza, seguía rodando vivamente. El hombre empezó a cerrar el mecanismo de control.

Aumentó la tensión sobre su banco y la caña se arqueó. Pero el sedal siguió deslizándose.

—Apriete —dijo Kilian—, o él se llevará todo el hilo.

El director de Banco contrajo el bíceps y apretó más el freno. La punta de la caña se inclinó más y más, hasta quedar al nivel de sus ojos. El sedal redujo la velocidad, pero volvió a deslizarse. Kilian se inclinó para observar el control. Las marcas de los anillos interior y exterior estaban casi frente a frente.

—Ese truhán está ejerciendo una tensión de cuarenta kilos —dijo—. Tendrá que apretar un poco más.

A Murgatroyd empezaba a dolerle el brazo, y sus dedos se ponían rígidos sobre el asidero de corcho. Hizo girar el control hasta que las dos marcas gemelas coincidieron exactamente.

—Basta —dijo Kilian—. Esto representa 100 kilos. El límite. Sujete fuerte la caña con ambas manos.

Con un sentimiento de alivio, Murgatroyd llevó la otra mano a la caña, sujetó ésta con ambas, apoyó las suelas de sus zapatos en el peto de popa, tensó los músculos de los muslos y de las pantorrillas y se echó atrás. No ocurrió nada. La parte inferior de la caña estaba vertical entre sus muslos, mientras que la punta señalaba la estela. Y el sedal seguía deslizándose, despacio pero continuamente. La reserva de hilo del tambor menguaba ante sus ojos.

—¡Jesús! —exclamó Kilian—. Es un pez gordo. Está tirando a más de 50, como si nada. Aguante, hombre.

Su acento sudafricano se hacía más pronunciado con la excitación. Murgatroyd tensó de nuevo las piernas, cerró los dedos con fuerza, contrajo las muñecas, los antebrazos y los bíceps, encogió los hombros, bajó la cabeza y siguió aguantando. Nadie le había pedido, hasta entonces, que aguantase una tensión de 50 kilos. Al cabo de tres minutos, el carrete’ dejó al fin de girar. Fuese lo que fuere lo que estaba allá abajo, se había llevado 600 metros de sedal.

—Será mejor que le pongamos las correas —dijo Kilian.

Pasó una correa sobre cada hombro de Murgatroyd. Rodeó su cintura con otras dos y levantó otra, más ancha, entre los muslos. Sujetó las cinco con una hebilla central, sobre la panza, y las puso bien prietas. Esto aliviaba un poco las piernas, pero las correas se hincaban delante de los hombros, sobre la camisa de algodón. Por primera vez, advirtió Murgatroyd lo fuerte que era allí el sol. La parte superior de sus muslos desnudos empezó a escocerle.

El viejo Patient se había vuelto, sujetando la rueda con una sola mano. Había observado desde el principio el deslizamiento del sedal. Dijo, simplemente:

—Pez espada.

—Está usted de suerte —dijo Kilian—. Parece que ha enganchado un pez espada.

—¿Es bueno? —preguntó Higgins, que había palidecido.

—Es el rey de la pesca deportiva —contestó Kilian—. Hay hombres ricos que vienen aquí todos los años y gastan montones de dinero en el deporte, y nunca pescan un pez espada. Pero luchará, como nunca vio usted luchar en la vida.

Aunque el sedal había dejado de deslizarse y el pez nadaba detrás de la barca, éste no había cesado de tirar. La punta de la caña seguía arqueada sobre la estela. El pez ejercía una tensión de 35 a 45 kilos.

Los cuatro hombres observaban en silencio, mientras Murgatroyd seguía aguantando. Durante cinco minutos, sujetó con fuerza la caña; el sudor brotaba de su frente y de sus mejillas y rodaba en gotas hasta el mentón. Después, la punta de la caña se alzó poco a poco, al aumentar el pez su velocidad para aflojar la tensión del anzuelo en su boca. Kilian se agachó junto a Murgatroyd y empezó a darle instrucciones, como un profesor de aviación a su discípulo antes del primer vuelo a solas.

—Enrolle ahora —dijo—, despacio pero con firmeza. Reduzca la tensión a 40 kilos; en beneficio de usted, no de él. Cuando dé un tirón, cosa que hará, déjele marchar y ponga el control a 50. No trate de cobrar hilo mientras esté luchando; rompería el sedal como si fuese de algodón. En cambio, si nada en dirección a la barca, enrolle lo más aprisa que pueda. No deje nunca que el hilo se afloje, o tratará de escupir el anzuelo.

Murgatroyd hizo lo que el otro le decía. Consiguió enrollar 50 metros de hilo antes de que el pez diese un tirón. Cuando lo hizo, casi arrancó la caña de las manos del hombre. Murgatroyd tuvo el tiempo justo de llevar la otra mano al asidero y sujetar la caña con ambos brazos. El pez arrastró otros 100 metros de sedal antes de detenerse en su carrera y empezar de nuevo a seguir la barca.

—Hasta ahora, se ha llevado seiscientos cincuenta metros de hilo —dijo Kilian—. Y sólo tiene usted ochocientos.

—Entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó entre dientes Murgatroyd.

El sedal se aflojó y el hombre volvió a enrollar.

—Rezar —dijo Kilian—. Si la tensión pasa de 50 kilos, no podrá retenerle. Y si se agota todo el hilo del tambor, lo romperá sencillamente.

—Hace mucho calor —dijo Murgatroyd. Kilian miró sus shorts y su camisa.

—Se va a asar —dijo—. Espere un momento. Se quitó sus propios pantalones deportivos y deslizó sucesivamente ambas perneras sobre las perneras de Murgatroyd. Después, tiró del pantalón lo más arriba que pudo. Las correas impedían que llegase a la cintura de Murgatroyd, pero, al menos, sus piernas y sus muslos estaban cubiertos. El alivio fue inmediato. Kilian sacó de la cabina un suéter de mangas largas. Olía a sudor y a pescado.

—Voy a pasarle esto por la cabeza —dijo—, pero no se lo podrá poner si no soltamos las correas durante unos segundos. Esperemos que el pez no arranque en estos instantes.

Tuvieron suerte. Kilian soltó las dos correas de los hombros y tiró del suéter hasta la cintura de Murgatroyd. Después, volvió a sujetar aquéllas. El pez seguía a la barca; el sedal estaba tirante, pero la tensión no era muy fuerte. Gracias al suéter, los brazos dejaron de dolerle a Murgatroyd. Kilian se volvió en redondo. Desde su asiento, el viejo Patient le alargaba su sombrero de ala ancha. Kilian lo puso sobre la cabeza de Murgatroyd. La franja de sombra protegía sus ojos y era un nuevo alivio, pero la piel de su cara estaba ya roja e irritada. El reflejo del sol sobre el mar puede quemar más que el propio sol.

Murgatroyd aprovechó la pasividad del pez espada. Había cobrado cien metros, aunque los dedos le dolían a cada vuelta de la manivela, pues todavía había una tensión de 20 kilos en el sedal, cuando el pez tiró de nuevo. Recobró sus cien metros en treinta segundos, y la tensión volvió a subir a 50 kilos. Murgatroyd encorvó los hombros y aguantó. Las correas parecían morderle la carne donde le tocaban. Eran las diez de la mañana.

En la hora siguiente, empezó a saber lo que era el dolor. Tenía los dedos agarrotados. Le dolían las muñecas, y los antebrazos enviaban espasmos hasta sus hombros. Los bíceps estaban contraídos, y los hombros, lastimados. A pesar de los pantalones y del suéter, el sol empezaba a tostar de nuevo su piel. Tres veces, en aquella hora, cobró cien metros de sedal, y otras tantas veces los recuperó el pez con sus tirones.

—No creo que pueda aguantar mucho más —dijo, apretando los dientes.

Kilian estaba en pie a su lado, con una lata abierta de cerveza helada en la mano. Él llevaba ahora las piernas descubiertas, pero oscurecidas por años de exposición al sol. No parecían dolerle.

—Aguante, hombre. La batalla consiste en esto. Él tiene la fuerza, usted los aparejos y la astucia. Aparte de esto, es cuestión de aguante; el suyo contra el de él.

Poco después de las doce, el pez espada se dejó ver por vez primera. Murgatroyd lo había acercado a 500 metros. La barca se mantuvo un segundo en la cresta de una ola. Allá abajo, el pez emergió en el costado de una hondonada de agua verde, y Murgatroyd se quedó boquiabierto. El afilado pico de aguja de la mandíbula superior apuntó al cielo; debajo, la mandíbula inferior colgaba abierta. Por encima y detrás de los ojos, la aleta dorsal, parecida a la cresta de un gallo, estaba desplegada y erecta. Su cuerpo resplandecía y, al retirarse la ola de la que había surgido, pareció aguantarse de pie, sobre su cola en media luna. El corpachón se estremeció, como si caminase sobre la cola. Por un instante estuvo allí, mirándoles fijamente sobre la espuma. Después, cayó hacia atrás, engullido por otra pared movible, y se hundió en su oscuro mundo. El viejo Patient fue el primero en romper el silencio.

C’est l’Empereur —dijo. Kilian giró en redondo.

Vous êtes sure? —preguntó. El viejo asintió con la cabeza.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Higgins. Murgatroyd contemplaba fijamente el sitio donde había desaparecido el pez. Después, poco a poco y con firmeza, empezó a enrollar de nuevo.

—Es un pez conocido en estos parajes —dijo Kilian—. Si es realmente él, y no sé que el viejo se haya equivocado nunca, es un pez espada azul, considerado como el que tiene el récord del mundo, con 600 kilos, y esto quiere decir que debe ser viejo y astuto. Le llaman el Emperador. Es como una leyenda para los pescadores.

—Pero, ¿cómo pueden conocer un pez particular? —inquirió Higgins—. Todos parecen iguales.

—Éste fue atrapado dos veces —dijo Kilian—. Y las dos veces se escapó. Pero la segunda vez estaba cerca de la barca, frente a la Riviére Noire. Vieron que el primer anzuelo colgaba de su boca. Entonces rompió el sedal en el último momento y se llevó otro anzuelo consigo. Cada vez que fue enganchado, se irguió sobre la cola y todos pudieron verle bien. Incluso hubo uno que le fotografió cuando estaba en el aire, y por esto le conocen. Yo no podría identificarle a quinientos metros de distancia, pero Patient, a pesar de sus años, tiene ojos de lince.

A mediodía, Murgatroyd parecía viejo y enfermo. Estaba sentado, inclinado sobre su caña, en un mundo exclusivo de él, solo con su dolor y con una determinación interior como no había sentido jamás. Las palmas de ambas manos rezumaban agua de las ampollas reventadas, y las correas mojadas de sudor se hincaban cruelmente en los tostados hombros. Pero él agachaba la cabeza y hacía girar el rodete.

A veces se enrollaba fácilmente el hilo, como si el pez se tomase también un rato de descanso. Cuando cesaba la tensión del sedal, Murgatroyd sentía un alivio tan exquisito que más tarde no podría describir. Pero, cuando la caña se doblaba y tenía que contraer de nuevo los doloridos músculos para luchar contra el pez, el dolor era algo inimaginable.

—Mire, amigo, está usted hecho polvo. Lleva tres horas en esto, y no está lo bastante preparado. No hace falta que se mate. Si necesita ayuda o un poco de descanso, sólo tiene que decirlo.

Murgatroyd sacudió la cabeza. Tenía los labios agrietados por el sol y el agua salada.

—Ese pez es mío —dijo—. Déjeme en paz. La batalla prosiguió, mientras el sol martillaba la cubierta. El viejo Patient seguía encaramado en su alto asiento como un viejo corvejón castaño, con una mano en la rueda del timón, manteniendo el motor justo por encima del punto muerto, con la cabeza vuelta para observar la estela y descubrir cualquier señal de el Emperador. Jean-Paul, que había ya recogido y guardado las otras cañas, estaba acurrucado a la sombra del cobertizo. A nadie le interesaba ya el bonito, y los sedales inútiles sólo hubiesen servido de estorbo. Higgins había sucumbido al fin a la marea y estaba sentado con la cabeza gacha sobre un cubo en el que había devuelto los bocadillos que había tomado para el almuerzo y dos latas de cerveza. Kilian, sentado delante de él, daba cuenta de su quinta cerveza fría. De vez en cuando, echaba una mirada al doblado espantapájaros, con su sombrero indígena, en el sillón giratorio, v escuchaba el susurro estridente del sedal al enrollarse o el desesperante zumbido del mismo al ceder de nuevo.

El pez espada estaba a 300 metros cuando apareció por segunda vez. Ahora, la barca estaba en un seno entre dos olas, y el Emperador rompió la superficie de cara a ellos. Emergió en un salto sorprendente, sacudiendo el agua de su espalda. El arco descrito al saltar el pez hizo que el sedal se aflojase de pronto. Kilian se puso en seguida en pie.

—Recoja hilo —gritó—, o escupirá el anzuelo. Los cansados dedos de Murgatroyd dieron vueltas a la manivela del tambor para tensar el sedal. Lo consiguió por poco. El hilo se puso tirante al sumergirse el pez. Murgatroyd había ganado 50 metros. Pero el pez los recobró. En la quieta y oscura profundidad, a varias brazas de las olas y del sol, el gran cazador pelágico, con un instinto fruto de millones de años de evolución, reaccionó al tirón de su enemigo y se sumergió, aguantando la tensión en el ángulo de su huesuda boca.

En su sillón, el pequeño director de Banco se apercibió de nuevo, apretó los doloridos dedos alrededor del asidero de corcho, sintió que las correas desgarraban sus hombros como finos alambres, pero siguió aguantando. Observó que el todavía mojado sedal de nylon se hundía, braza tras braza, ante sus ojos. Había perdido ya cincuenta metros, y el pez seguía sumergiéndose.

—Tendrá que volverse y subir de nuevo —dijo Kilian, mirando por encima del hombro de Murgatroyd—. Entonces será el momento de darle a la manivela.

Se inclinó para mirar aquella cara roja como un ladrillo y que se estaba desollando. Dos lágrimas brotaron de los ojos medio cerrados y rodaron por las fláccidas mejillas de Murgatroyd. El sudafricano apoyó amablemente una mano en su hombro.

—Escuche —dijo—, ya no puede más. ¿Por qué no me deja el sitio durante una horita? Después podrá encargarse de la última parte, cuando él esté cerca y a punto de rendirse.

Murgatroyd observó el sedal, que ahora se deslizaba más despacio. Abrió la boca para hablar. Pero se abrió también una grieta de su labio, y un hilillo de sangre resbaló hasta su mentón. El asidero de corcho se había vuelto escurridizo, a causa de la sangre de las palmas de las manos.

—El pez es mío —gruñó—. Mío. Kilian se irguió.

—Está bien, señor inglés, el pez es suyo —admitió.

Eran las dos de la tarde. El sol se había adueñado de la popa de la Avant, martillándola como si fuese un yunque. El Emperador dejó de sumergirse y la tensión del sedal bajó a 20 kilos. Murgatroyd empezó a tirar de nuevo.

Una hora más tarde, el pez espada saltó fuera del agua por última vez. Estaba sólo a 100 metros de distancia. Su salto hizo que Kilian y el muchacho corriesen a la barandilla para observarlo. Se mantuvo suspendido sobre la espuma durante dos segundos, sacudiendo la cabeza de un lado a otro como un perro, para librarse del anzuelo que le acercaba inexorablemente a sus enemigos. De un ángulo de su boca, pendía un hilo de acero que brilló bajo la luz del sol.

Después, aquella masa de carne cayó con un chasquido y se hundió en el mar.

—¡Es él! —exclamó Kilian, aterrado—. Es el Emperador. Pesa al menos seiscientos kilos, mide seis metros desde el pico hasta la cola, y su espada puede atravesar un madero de 25 cm. si se mueve a su velocidad de cuarenta nudos por hora. ¡Qué animal!

Se volvió a Monsieur Patient.

—Vous avez vu?

El viejo asintió con la cabeza.

Que pensez vous? Il va venir vite?

—Deux heures encore —dijo el viejo—. Mais il est fatigué.

Kilian se agachó junto a Murgatroyd.

—El viejo dice que ahora está cansado —dijo—. Pero que puede seguir luchando durante un par de horas. ¿Quiere usted continuar?

Murgatroyd contemplaba fijamente el sitio donde se había hundido el pez. El cansancio enturbiaba su visión, y todo su cuerpo estaba dolorido. Punzadas de agudo dolor recorrían su hombro derecho, donde había sufrido una distensión muscular. Nunca había puesto a prueba sus últimas reservas de fuerza de voluntad; por consiguiente, no sabía cuánta le quedaba. Pero asintió con la cabeza. El sedal estaba inmóvil; la caña, arqueada. El Emperador tiraba, pero a menos de 50 kilos. El banquero siguió sentado, aguantando.

Durante otros noventa minutos, continuó la lucha entre el hombre de Ponder’s End y el gran pez espada. Cuatro veces arrancó éste, cobrando hilo, pero sus escapadas eran cada vez más cortas, porque los esfuerzos anteriores habían debilitado su fuerza primitiva. Y cuatro veces le obligó el dolorido Murgatroyd a retroceder, ganando unos pocos metros en cada ocasión. Su agotamiento le estaba acercando al delirio. Los músculos de las pantorrillas y de los muslos fluctuaban locamente, como bombillas antes de fundirse. Su visión se hacía más confusa. A las cuatro y media, llevaba siete horas y media luchando, cosa que nadie se habría atrevido a pedir a un hombre entrenado. Sólo era cuestión de tiempo, y no podía durar. Uno de los dos tenía que reventar.

A las cinco menos veinte, se aflojó el sedal. Esto pilló a Murgatroyd por sorpresa. Después, empezó a recoger hilo. El sedal entraba fácilmente. El peso seguía allí, pero pasivamente. Habían cesado las sacudidas. Kilian oyó los rítmicos chasquidos del carrete y salió de la sombra donde estaba. Miró por encima de la popa.

—Ya viene —gritó—. Llega el Emperador.

El mar se había calmado al caer la tarde. Las crestas espumosas habían sido sustituidas por un manso oleaje. Jean-Paul y Higgins, que todavía estaba mareado pero ya no vomitaba, se acercaron para observar. Monsieur Patient paró el motor y fijó la rueda del timón. Después, bajó de su taburete y se reunió con los demás. El grupo observó en silencio el agua, a popa.

Algo rompió la superficie del mar, algo que rodaba y se balanceaba, pero que se acercaba a la barca remolcado por el hilo de nylon. La aleta dorsal sobresalió un momento, pero cayó hacia un lado. El largo pico apuntó hacia lo alto y volvió a hundirse bajo la superficie.

A veinte metros de distancia, pudieron ver perfectamente el cuerpo enorme de el Emperador. A menos de que quedase un resto de violencia en sus huesos y tendones, no volvería a tratar de liberarse. Se había rendido. Cuando estuvo a seis metros, el alambre de acero subió hacia la punta de la caña. Kilian se puso un guante de cuero grueso y lo agarró. Lo desprendió con la mano. Todos se habían olvidado de Murgatroyd, derrumbado en su sillón.

Murgatroyd soltó la caña por primera vez en ocho horas, y ésta cayó sobre la barandilla de popa. Poco a poco y dolorosamente, el hombre soltó las correas, que quedaron colgando del sillón. Cargó su peso sobre los pies y trató de levantarse. Pero sus pantorrillas y sus muslos estaban demasiado débiles y cayó junto al imbornal, al lado de la dorada muerta. Los otros cuatro estaban asomados a la barandilla, mirando lo que oscilaba bajo la popa. Jean-Paul se plantó de un salto sobre aquélla, enarbolando un grueso garfio. Murgatroyd miró hacia arriba y vio al muchacho plantado allí, blandiendo el gancho sobre su cabeza.

Su voz fue un ronco aullido más que un grito.

¡No!

El muchacho se detuvo y miró hacia abajo. Murgatroyd estaba de manos y rodillas en el suelo, mirando la caja de los aparejos. Había, encima, un par de alicates. Los asió con el índice y el pulgar de la mano izquierda y los puso en la palma de su magullada derecha. Poco a poco, cerró los dedos. Apoyándose en la mano libre, se levantó y se asomó a la popa.

El Emperador estaba exactamente debajo de él, agotado, casi a punto de morir. El enorme cuerpo yacía atravesado en la estela, de costado, con la boca entreabierta. Colgando de un ángulo de ésta, veíase la huella de acero de una lucha anterior con los pescadores, todavía brillante porque era nueva. De la mandíbula inferior sobresalía otro anzuelo, ya orientado. Kilian tenía en la mano el alambre de acero conectado con el tercer anzuelo, el suyo, que estaba profundamente clavado en el cartílago del labio superior. Sólo se veía parte de la espiga.

Las olas resbalaban sucesivamente sobre el cuerpo azul negruzco del pez espada. Desde una distancia de 60 cm., el pez miraba fijamente a Murgatroyd con un ojo jaspeado y redondo como un platillo. Todavía estaba vivo, pero no tenía fuerza para seguir luchando. El sedal, sostenido por Kilian, estaba tirante. Murgatroyd se inclinó despacio, alargando la mano derecha hacia la boca del pez.

—Ya le acariciará más tarde, hombre —dijo Kilian—, cuando le hayamos subido.

Murgatroyd colocó deliberadamente las puntas de los alicates a ambos lados del alambre de acero, en el punto en que se unía a la espiga del anzuelo. Apretó. De la palma de su mano, brotó sangre que cayó sobre la cabeza del pez. Volvió a apretar, y el alambre de acero se partió.

—¿Qué está haciendo? —gritó Higgins—. Se escapará.

El Emperador miró a Murgatroyd, en el momento en que otra ola pasaba sobre él. Sacudió la vieja y cansada cabeza y sumergió el largo pico en el agua fría. La ola siguiente le hizo rodar panza arriba, y la cabeza se hundió más. A la izquierda, su cola grande, en forma de media luna, se alzó y cayó, golpeando cansadamente el agua. Al establecer contacto, se agitó dos veces y empujó el cuerpo hacia delante y hacia abajo. La cola fue lo último que vieron, trabajando a pesar de la fatiga, empujando al pez espada debajo de las olas, hacia la fría oscuridad de su mundo.

—¡Por mil diablos! —exclamó Kilian. Murgatroyd trató de levantarse, pero había afluido demasiada sangre a su cabeza. El cielo giró despacio, en un enorme círculo, y anocheció rápidamente. La cubierta subió, golpeándole primero en las rodillas y después en la cara. Murgatroyd se desmayó.

El sol estaba suspendido sobre las montañas de Mauricio, hacia el Oeste.

Cuando la Avant cruzó la laguna, de vuelta a casa, hacía una hora que se había puesto el sol, y Murgatroyd se había despertado. Durante el trayecto, Kilian le había retirado los pantalones y el suéter, para que el aire fresco del anochecer aliviase los tostados miembros. Murgatroyd había bebido tres botes seguidos de cerveza y estaba sentado en un banco, encorvados los hombros y sumergidas las manos en un cubo lleno de agua salada. Ni siquiera se dio cuenta de que la barca atracaba junto al embarcadero de madera y de que Jean-Paul echaba a correr en dirección al pueblo.

El viejo Monsieur Patient paró el motor y se aseguró de que las amarras estaban bien sujetas. Arrojó el bonito grande y la dorada sobre el muelle y guardó los aparejos y los señuelos. Kilian subió la nevera al embarcadero y saltó de nuevo a la barca.

—Es hora de largarnos —dijo.

Murgatroyd se puso trabajosamente en pie y Kilian le ayudó a desembarcar. El borde de sus shorts le llegaba a las rodillas y su camisa ondeaba a su alrededor, negra de sudor que se había secado. Sus zapatos deportivos boqueaban. Numerosos lugareños se habían alineado en el embarcadero, por lo cual tuvieron los pescadores que pasar en fila india. Higgins se había adelantado.

El primero de la fila era Monsieur Patient. Murgatroyd habría querido estrecharle la mano, pero las suyas le dolían demasiado. Saludó con la cabeza al patrón y sonrió.

Merci —dijo.

El viejo, que había recobrado su sombrero, se descubrió.

Salut, Maître —respondió.

Murgatroyd avanzó despacio sobre las tablas. Todos los aldeanos inclinaban la cabeza y le decían:

«Salut, Maître». Llegaron al extremo del embarcadero y pisaron la gravilla de la calle del pueblo. Había allí multitud de lugareños agrupados alrededor del coche. «Salut, salut, salut, Maître», decían en tono respetuoso.

Higgins estaba guardando la ropa sobrante y la caja vacía del almuerzo. Higgins metió la nevera en el portaequipajes y cerró éste. Se acercó a la portezuela de atrás, junto a la cual esperaba Murgatroyd.

—¿Qué están diciendo? —murmuró éste.

—Le saludan —dijo Higgins—. Le llaman maestro pescador.

—¿Por el Emperador?

—Éste es una leyenda en estos parajes.

—¿Porque pesqué a el Emperador? Kilian rió en voz baja.

—No, señor inglés; porque le devolvió la vida. Subieron al coche; Murgatroyd, en la parte de atrás, donde se arrellanó en los cojines, con las manos ardientes dobladas sobre los muslos. Kilian se puso al volante y Higgins se sentó a su lado.

—Parece, Murgatroyd —dijo Higgins—, que esa gente le toma por un fenómeno.

Murgatroyd miró a través de la ventanilla todas aquellas caras morenas y sonrientes, y los niños que agitaban las manos.

—Antes de volver al hotel —dijo Kilian—, deberíamos pasar por el hospital de Flacq, para que el médico le echase un vistazo.

El joven médico indio pidió a Murgatroyd que se desnudase y frunció el ceño, con preocupación. Las nalgas estaban en carne viva, debido al rozamiento con el asiento del sillón de pescador. Oscuras equimosis surcaban sus hombros y su espalda, en los sitios donde le habían apretado las correas. Los brazos, los muslos y las piernas aparecían rojos y quemados por el sol, y la cara estaba congestionada por el calor. Las palmas de ambas manos parecían bistés crudos.

—¡Dios mío! —exclamó el médico—. Esto requerirá algún tiempo.

—¿Le parece que venga a buscarle dentro de un par de horas? —preguntó Kilian.

—No es necesario —dijo el médico—. El «Hôtel St. Geran» me pilla casi de camino en mi regreso a casa. Yo mismo llevaré a este caballero.

Eran las diez de la noche cuando Murgatroyd cruzó la puerta principal del «St. Geran» y entró en el iluminado vestíbulo. Le acompañaba el médico. Uno de los huéspedes le vio entrar y corrió al comedor para avisar a los que cenaban tarde. La noticia había circulado en el bar de la piscina. Hubo un fuerte rumor de sillas y chasquidos de cubiertos. Una multitud apareció al cabo de unos momentos en la esquina y avanzó por el vestíbulo. Pero se detuvo a medio camino.

Era una visión extraña. Los brazos y las piernas de Murgatroyd aparecían fuertemente untados con loción de calamina que, al secarse, había tomado un color blanquecino de yeso. Ambas manos estaban vendadas como las de una momia. La cara era de un rojo de ladrillo y brillaba a causa de la crema que le habían aplicado. Los cabellos formaban un halo fantástico sobre su cabeza, y los shorts caqui le llegaban aún a las rodillas. Parecía un negativo fotográfico. Poco a poco, avanzó hacia la multitud, que se apartó para dejarle pasar.

—Buena hazaña, viejo —dijo alguien.

—Estupendo, estupendo —dijo otro. Ni pensar en estrecharle la mano. Algunos pretendieron darle unas palmadas en la espalda al pasar él, pero el médico se lo impidió. Otros levantaron sus copas, brindando por él. Murgatroyd llegó al pie de la escalera que llevaba al piso superior y empezó a subir los peldaños.

En aquel momento, Mrs. Murgatroyd salió del salón de peluquería, atraída por el ruido provocado por el regreso de su marido. Había pasado el día en un acceso de furor, desde que, a media mañana, intrigada por su ausencia del lugar acostumbrado de la playa, había ido en su busca y se había enterado de su, escapada. Tenía el semblante enrojecido, aunque más por la ira que por el sol. Su permanente de última hora había quedado incompleta y varios rulos sobresalían de su cráneo como baterías de Katiuskas.

—Murgatroyd —tronó, llamándole por su apellido como siempre que se enojaba—, ¿a dónde vas?

Murgatroyd se volvió en el descansillo y miró hacia abajo, a su mujer y a la muchedumbre. Kilian diría más tarde a sus colegas que tenía una extraña mirada en los ojos. Todos guardaron silencio.

—¿Y qué aspecto crees que tienes? —gritó, furiosa, Edna Murgatroyd.

Entonces, el director de Banco hizo algo que no había hecho en su vida. Gritó:

¡A callar…!

Edna Murgatroyd se quedó boquiabierta, como el pez espada, pero con menos dignidad que éste.

—Durante veinticinco años, Edna —dijo Murgatroyd con voz pausada—, has estado amenazándome con marcharte a vivir con tu hermana en Bognor. Te encantará saber que ya no voy a detenerte. Porque mañana no regresaré contigo. Voy a quedarme aquí, en esta isla.

La multitud le contempló, pasmada.

—No te quedarás desamparada —dijo Murgatroyd—. Te cederé nuestra casa y mis ahorros. Tomaré los fondos acumulados de mi pensión y aumentaré con ellos mi ya importante seguro de vida.

Harry Foster, que estaba bebiendo una lata de cerveza, se atragantó. Higgins se estremeció.

—No puede usted abandonar Londres, viejo. No tendría con qué vivir.

—Vaya si puedo —dijo el director de sucursal de Banco—. Mi decisión está tomada, y no voy a volverme atrás. Estaba pensando en todo esto en el hospital, cuando entró Monsieur Patient para ver cómo estaba. E hicimos un trato… Él me venderá su barca, y todavía me quedará lo suficiente para adquirir una casucha en la playa. Él continuará como patrón y enviará a su nieto al colegio. Yo seré su ayudante en la barca y, durante dos años, él me enseñará todo lo referente al mar y a los peces. Después de esto, llevaré a los turistas a pescar y me ganaré la vida de esta manera.

El grupo de los que estaban allí de vacaciones seguía mirándole fijamente, presas todos ellos de un pasmado asombro.

Fue Higgins quien volvió a romper una vez más él silencio.

—Pero, Murgatroyd, viejo amigo, ¿qué me dice del Banco? ¿Qué me dice de «Ponder’s End»?

—¿Y qué dices de mí? —aulló Edna Murgatroyd. Él reflexionó sobre cada pregunta.

—¡Al diablo con el Banco! —dijo al fin—. ¡Al diablo con «Ponder’s End»! Y, señora, ¡al diablo contigo!

Dicho lo cual, dio media vuelta y subió los últimos peldaños. Una salva de aplausos resonó a su espalda. Mientras se dirigía a su habitación por el pasillo, llegaron hasta él voces entusiastas de despedida:

—¡Así se hace, Murgatroyd!