El año pasado, tras la publicación en La Stampa de La desaparición de Majorana, Lorenzo Mondo me envió un texto de Nina Ruffini aparecido en una compilación de estudios sobre figuras y hechos piamonteses, Un magistrado piamontés en Sicilia: 1862-1863. Lo hizo con una intención: darme pie a investigar y reconstruir aquella historia como había hecho con La desaparición de Majorana; una historia cuyo primer y justo destino sería su publicación por entregas en La Stampa, ya que el protagonista era Guido Giacosa, el padre de Giuseppe y Piero y el bisabuelo de Nina Ruffini.
La idea me interesó desde el principio. Por lo que Nina Ruffini contaba parecía un caso extraño, oscuro, complejo. Yo creía saberlo ya todo por lo que algunos autores sicilianos contemporáneos habían escrito, por ejemplo, Pagano, que, en su crónica de los siete días y medio de la revuelta palermitana de 1866, al comentar los acontecimientos de 1862-1863, despacha la actuación de Guido Giacosa y del juez instructor Mari que estuvo de su lado diciendo que el primero demostró «tener poco criterio» y que, como ambos «ignoraban el dialecto y la idiosincrasia de la isla», se equivocaron de medio a medio. El texto de Nina Ruffini me hizo ver que, en realidad, sabía muy poco de todo aquello, y que quizá debíamos revisar el juicio que nos habíamos formado de los dos magistrados a la luz de un mejor conocimiento de los hechos.
Empecé yendo al archivo de Estado de Palermo, pero diez días después no había conseguido más que un informe de los carabineros muy sumario (y muy impreciso, como luego supe). No saqué más en claro del archivo central de Roma. Quise entonces ponerme en contacto con Nina Ruffini, y no me resultó fácil. Cuando lo logré, gracias a Vittorio Gorresio, le escribí. Me contestó que ponía a mi disposición todos los documentos y papeles que poseía, y que fuera a ver. Partí, pues, para Colleretto Giacosa, donde me recibieron con una hospitalidad y una amabilidad de otros tiempos (y mejores). La casa era preciosa y estaba llena de recuerdos: de Zola a Gide, de Sarah Bernhardt a Giovanni Verga, de Tolstói a Croce. Lo primero que hizo Nina Ruffini fue enseñarme la firma autógrafa de Verga en un pilar del balcón (luego me dio la copia —que había hecho para mí mientras me esperaba— de una fotografía del Verga joven que yo no conocía y en la que se ve más claramente que en otras que Verga era —detalle al que sólo Lawrence dio importancia— pelirrojo, rosso malpelo).[13]
Leí todos sus documentos y papeles y los copié. No eran pocos, y no resultó fácil ordenarlos, articularlos; simplificarlos, en cierto sentido. Espero haberlo logrado, y también haber correspondido a la generosidad y amabilidad de Nina Ruffini al menos con un relato que resulte claro al mayor número de personas, y que interese. Que interese, quiero decir, en relación con lo que ocurre hoy.
Me habría gustado que Nina Ruffini lo leyese. Por desgracia, lo publico sólo en su memoria.
(Los documentos que Nina Ruffini puso a disposición del autor son propiedad de Piero y Rodolfo Malvezzi y de Raimondo Craveri.)