«Hasta finales de 1860 fui abogado defensor en Ivrea. Por real decreto del 17 de diciembre de 1860 me nombraron abogado de oficio en Módena con un sueldo anual de tres mil liras. Por decreto del 25 de mayo de 1862 fui nombrado fiscal general del rey en el Tribunal de Apelación de Palermo con un sueldo anual de cinco mil liras.»
El 1 de junio de 1862 el Giornale Officiale di Sicilia daba la noticia: «El abogado Guido Giacosa ha sido nombrado fiscal general en el Tribunal de Apelación de Palermo con un sueldo de cinco mil liras». Ese apellido, Giacosa, que en el caso del hijo de Guido, a la sazón quinceañero, tanto significaría luego para sicilianos como Luigi Capuana, Giovanni Verga y Federico de Roberto —una amistad sincera y duradera, una afinidad y solidaridad literarias, un vínculo con las regiones del norte y con Europa—, para los palermitanos que aquel día leyeron la noticia no era sino el de otro piamontés que venía a mandar en Sicilia, y con un sueldo de cinco mil liras al año: un sueldo altísimo, incluso exorbitante, si nos lo imaginamos dividido en mil monedas de cinco liras, de esas monedas que entonces todavía se llamaban de doce, pues equivalían a las de doce tarines, que durante mucho tiempo llevaron grabada la cara nariguda y morruda de Fernando y en las cuales la de Francisco, más delicada, había aparecido fugazmente, durante su primer año de reinado, que para su dinastía fue el último.[1]
El Giornale Officiale, siempre atento a la llegada y partida de generales, magistrados y políticos, nada dice en cambio de la llegada, inmediata al nombramiento, del fiscal Giacosa. Nosotros sabemos a ciencia cierta que en el mes de julio estaba en Palermo, y bien ambientado, pues ya se impacienta y se siente a disgusto ante lo que él llama «el barniz superficial, el fondo pésimo» que ve en Sicilia. En la larga carta a su mujer —que, aunque sin fecha, puede datarse por el discurso de Garibaldi en el circo Guillaume que dice haber oído la tarde anterior— habla precisamente de ese contraste entre lo aparente y lo real, entre lo real y lo aparente: lo espléndida y orgullosa que parece «la pobre gente de esta isla» en la que en realidad «se cometen crímenes horribles» y «hace mucho que no se conoce la justicia». Es el contraste que ofrece el mismo Garibaldi, cuya lamentable apariencia física —«tirando a bajo, más pelirrojo que rubio, de andar desgarbado y voz chillona, y con una pronunciación que acentúa la erre, de suerte que “a Roma” suena “arroma”»— es capaz de decepcionar hasta a quien lo admira, como es el caso del fiscal Giacosa. Entre tanta decepción y tanto desánimo (empezando por el colegio en el que matricula a su hijo Piero, un «colegio que aparenta mucho más de lo que es», como demostraba el hecho de que el muchacho hiciera «progresos de cangrejo» en caligrafía y ortografía), solamente tenía dos consuelos: la compañía del presidente de la audiencia de lo criminal, un siciliano enamorado del Piamonte, hombre activo y escrupuloso, partidario de La Farina y por tanto alejado de Garibaldi, y el saber que dos meses después tendría vacaciones y él y Piero regresarían al Piamonte. «¡Nos abrazaremos! ¡No sabes con qué gusto lo digo! Adiós, querida amiga…» Nosotros sí sabemos con qué gusto lo dice: Guido Giacosa tenía treinta y siete años.
Sin embargo, las vacaciones en el Piamonte no duraron mucho. Según el Giornale Officiale di Sicilia (que no es sino el Giornale di Sicilia de hoy, sólo que sin la oficialidad), el fiscal Giacosa regresaba a Palermo el 16 de septiembre de 1862, a bordo del Elba, un vapor al mando del señor Michele Schiavo. Y apenas quince días después —el 1 de octubre— se enfrentaba a una serie de hechos criminales terribles y novedosos que lo tendrían ocupado más de un año y decidirían su carrera, su vida.
«Una serie de hechos horribles azotaron anoche la ciudad de Palermo», dice el Giornale Officiale del 2 de octubre. A la misma hora, en varios puntos casi equidistantes de la ciudad —una estrella de trece puntas en el mapa de Palermo—, trece personas eran gravemente heridas de arma blanca, casi todas en el bajo vientre. «Las víctimas describen a los agresores con las mismas señas: todos vestían igual y tenían parecida estatura, de modo que por un momento se creyó que se trataba de una sola y misma persona. Afortunadamente…» Afortunadamente, cerca del palacio de Resuttana, ante cuya puerta, gritando de dolor y miedo y con el vientre rajado, caía el empleado de aduanas Antonino Allitto, pasaban en ese momento el teniente Dario Ronchei y los subtenientes Paolo Pescio y Raffaele Albanese, del 51.° regimiento de infantería, quienes, al acudir y ver huir al agresor, lo persiguieron. A ellos se unieron el capitán de la policía nacional Nicolò Giordano y el agente Rosario Graziano. No perdieron de vista al hombre al que perseguían hasta que dobló la esquina del edificio Lanza, en cuyo bajo había un taller de zapatero que pese a ser casi medianoche seguía abierto y en el que aún estaban trabajando, quizás en un encargo urgente para el día siguiente, una boda, un bautizo. Confiando en la solidaridad que no podía faltarle a un perseguido de la policía, el agresor creyó poder salvarse en ese establecimiento: entró, derribó del taburete a uno de los que trabajaban en la mesa y ocupó su puesto como si estuviera trabajando él. Sólo que el agente Graziano, que entró unos segundos después, se halló ante una situación aún anormal y al instante comprendió que el hombre al que debían atrapar era el que menos asombrado se mostraba. Se abalanzó sobre él, lo inmovilizó y lo entregó al capitán Giordano y a los oficiales, que llegaban entonces. Al registrarlo le encontraron una navaja afiladísima y ensangrentada. Y poco después, en el puesto de policía, lo identificaron: Angelo D’Angelo, palermitano, treinta y ocho años, limpiabotas (oficio al que se había pasado después de trabajar como mozo de cuerda en la aduana, un oficio más duro).
Naturalmente, pese a que le encontraron encima la navaja ensangrentada, D’Angelo negó haber herido a Antonino Allitto o a quien fuera frente al palacio del príncipe de Resuttana. Es cierto, dijo, que pasaba por allí, pero si al oír los gritos de la víctima y ver acudir a la gente, él, que era inocente, huyó, fue para evitarse problemas, pues sabía que la policía del Reino de Italia tenía la sospecha de que había sido confidente de la del Reino de las Dos Sicilias. Y lo negó también al día siguiente, ante el juez; «pero al otro, el 3 de octubre, el pobre hombre, apesadumbrado por los crímenes, temblando ante la indignación general, con miedo a la reprobación de un pueblo y quizá con remordimientos de conciencia, se decidía no solamente a confesar su culpabilidad sino también a contar cómo se sucedieron los hechos y a revelar cuanto sabía de la terrible trama en la que había participado, de los horribles crímenes que habían cometido». Incluso podemos no dudar, como sí hace en cambio el presidente del tribunal que luego lo juzgó, de que D’Angelo confesara por remordimientos de conciencia: sencillamente porque antes de cometerse los crímenes —y para evitar que se cometieran—, D’Angelo quiso obtener la protección de la policía, o al menos intentó refugiarse en la cárcel. La tarde del 28 de septiembre se presentó en una comisaría y pidió, «por favor», que lo encerraran: dos personas, dijo, lo habían amenazado de muerte. El sargento Sansone le preguntó por qué. «Porque he dicho que quiero hacerme policía», contestó él. No muy convencido pero creyendo que D’Angelo temía de verdad que lo mataran y lo hubiesen amenazado por otras razones, el sargento mandó que lo esposaran y lo registraran. Le encontraron nueve tarines, en moneda antigua (aún de curso legal) y nueva: con ese dinero un tipo como D’Angelo se metería en un prostíbulo o una taberna antes que en una comisaría a pedir que lo detengan. Así que el sargento pensó que debía hacerle el favor y lo encerró. Al día siguiente, sin embargo, se presentaron ante el inspector el hermano y la hermana de D’Angelo y explicaron que éste estaba medio loco porque su mujer (que no tenía) lo había engañado. El inspector, que no vio razón alguna para tener en prisión a un perturbado con problemas personales, entregó a D’Angelo a sus parientes, es decir, a la gente de la que había querido huir. No sabemos si sus jefes y cómplices se enteraron de que había intentado zafarse; si lo supieron y, en contra de lo normal, no lo mataron, o, peor aún, si sabiéndolo lo obligaron a cumplir el cometido por el cual le dieron los tarines que el sargento Sansone le encontró, cometieron un error fatal. Pero vayamos por partes. Estábamos con lo ocurrido el 1 de octubre.
A la misma hora en que Angelo D’Angelo llega al puesto de policía, es identificado y empiezan a interrogarlo, en otros puestos y en la comisaría central se registran denuncias de nuevas agresiones. Aparte de Antonino Allitto, al que evidentemente acuchilló D’Angelo, a lo largo de esa noche doce personas más fueron heridas de mayor o menor gravedad, y las doce declararon no haber reconocido al agresor ni haber hecho nada en su vida presente o pasada por lo que quisieran vengarse a puñaladas. Dado que son pocos los heridos de arma blanca o de fuego que confiesan el nombre del agresor o dan señas para identificarlo (esto, claro está, en Palermo y en general en Sicilia), según se desprende de los informes que la policía redactó desde entonces, que una misma noche haya trece heridos, todos cuenten lo mismo y den del hombre que los atacó, aun a grandes rasgos, la misma descripción, es algo que debió de sorprender hasta a la policía de Palermo. Porque además casi ninguno de ellos parecía habérselo buscado ni veía qué mal podía haber hecho para recibir una puñalada. Eran todos gente de paz, tranquilísima. Sólo uno tenía un pasado menos limpio, un tal Lorenzo Albamonte, zapatero, de cuarenta y siete años; un pasado que fue expuesto ante el tribunal con pelos y señales cuando todo el mundo sabía que no guardaba relación alguna con la puñalada que le asestaron en el ombligo cuando iba por el Corso Vittorio Emanuele la tarde del 1 de octubre. Referimos a continuación el nombre, la edad, la profesión o condición de las demás víctimas y el lugar y el modo como fueron heridas, según la sucesión horaria que estableció el juez instructor y que va del atardecer a la medianoche: Gioacchino Sollima, sesenta años, empleado de la Lotería Real, y Gioacchino Mira, treinta y dos años, empleado, estaban comprando calabazas en la Vucciria, el mercado de Piazza Caracciolo, cuando un sujeto, rápido como el rayo, los apuñaló a los dos: en la región del colon a Sollima (que murió cuatro días después), en la ingle a Mira. Gaetano Fazio, veintitrés años, hacendado, y Salvatore Severino, veinticinco años, empleado, iban caminando por el Corso Vittorio Emanuele cuando, a la altura de la iglesia de los jesuitas, los adelantó a toda prisa un hombre que les gritó: «Vuatri siti di lu partitu» («Vosotros sois del partido»), lo que al pronto los sorprendió más que recibir sendas puñaladas en el abdomen.[2] Salvatore Orlando, cuarenta y tres años, hacendado, iba en coche por Via Castelnuovo cuando vio a un hombre haciendo eses y a pique de que lo arrollara el caballo; como le pareció borracho, ordenó al cochero que disminuyera la marcha; pero entonces el otro saltó de pronto al coche y, alzando rápidamente la mano con el arma, la descargó sobre el pecho de Orlando quien, no obstante, se había protegido de forma instintiva con el brazo —resultó así herido leve— y con el pie pudo rechazar y derribar al asaltante. Girolamo Bagnasco, veintiséis años, escultor, pasaba por la iglesia del Carmine Maggiore cuando vio a un hombre rezándole a la Virgen al pie de una hornacina exterior iluminada por una lámpara, se aproximó y lo oyó decir desconsoladamente: «Qu’nfamia mi stannu facennu!» («¡Qué afrenta me están haciendo!»), y cuando, queriendo consolarlo, se acercó a él, el otro salió de aquel piadoso recogimiento y le asestó un par de puñaladas, «una en la cresta ilíaca izquierda, la otra en la región epigástrica». Giovanni Mazza, dieciocho años, cochero, estaba sentado frente al Collegio de Maria en Olivella cuando se le acercó un hombre pidiendo limosna con las manos cruzadas sobre el pecho y que, al llegar a cierta distancia, separó de pronto las manos y arremetió con un cuchillo; el muchacho, que automáticamente se cubrió con el brazo, recibió en la mano una herida de tan mal cariz que tres meses después los médicos seguían sin saber si dejársela lisiada o amputársela (un dilema, la verdad, para nosotros incomprensible). Angelo Fiorentino, veintitrés años, barquero, fue abordado por un tipo que le pidió tabaco mientras le clavaba un cuchillo en el costado izquierdo; eso, en Via Butera. Salvatore Pipia, treinta y seis años, sastre, caminaba por Mura della Pace cuando lo paró un hombre que le dijo: «Vossia havi nenti?» («¿Me da usted algo?»), y en el tiempo que él decía no, el otro se le echaba encima y le daba dos puñaladas en la espalda. Tommaso Paterna, veintidós años, pastelero, caminaba por Via Santa Cecilia cuando lo asaltó un individuo que él creyó que le daba un puñetazo, y al alejarse para no reñir con quien supuso borracho, descubrió que lo que le había dado era una puñalada, en el hipocondrio derecho. Y por último, Carlo Bonini Somma, treinta y cinco años, empleado, se disponía a entrar en casa del cónsul americano cuando fue herido por la espalda, en la espina dorsal, por un tipo al que sólo pudo ver huir, y de reojo. Añadamos los siguientes detalles que completan la crónica de lo ocurrido aquel día: según la sucesión horaria establecida en la instrucción, Albamonte fue herido el tercero y Allitto el noveno; y este último declaró que el desconocido que lo apuñaló se lamentaba de que le hubieran detenido a un hijo y que él se había acercado para consolarlo. El caso de Allitto (que luego confirmó la confesión de D’Angelo), al igual que el del escultor Bagnasco, demuestra con cuánta imprudencia —al menos en ciertos lugares y a ciertas horas— practican algunos la caridad cristiana.
Menos Bonini Somma, pues, que fue atacado por detrás, todos los que se encontraron al agresor de cara describían su indumentaria de manera precisa y coincidente, aunque no tuvieran una idea clara de la estatura y los rasgos faciales (había entonces mucha gente con barba; también en eso ocurre hoy lo mismo). Así que podía pensarse, como se hizo al principio, que todos fueron agredidos por una sola persona: Angelo D’Angelo, al que pillaron casi in fraganti y con una navaja ensangrentada. Luego, al verse que hubo nuevos heridos tras la detención de D’Angelo, se dedujo que los agresores eran más de uno, ejecutaban todos el mismo plan y obedecían al mismo cerebro, pero que no debían de conocerse entre sí y por eso, para que no se apuñalaran unos a otros, habían tenido sus jefes la precaución de vestirlos igual (igual, por cierto, que los coros folclóricos de hoy día, unos coros en realidad tan poco folclóricos que olvidan que el canto coral nunca ha existido en Sicilia, hecho que, en su negatividad, nos parece significativo). Nosotros imaginamos que, aparte de ser una precaución, la idea de vestirlos a todos uniformemente respondía al orgullo del instigador de sentirse dueño de un ejército reducido pero temible, así como a la voluntad de crear una suerte de ilusión jurídica en virtud de la cual exculparse a sí mismo de los crímenes y exculpar a los otros: esa ilusión que se da cuando los enemigos, reconociéndose mutuamente por el uniforme, se declaran pertenecientes a un determinado partido o bando, lo que hace de la causa por la que luchan y de los medios que emplean para que triunfe —sean cuales sean— una cuestión de lealtad, de honor. Es una idea nefasta que hoy creemos borrada para siempre por los juicios de Núremberg contra criminales nazis… ¿o no será más que una ilusión nuestra?
El 3 de octubre, Angelo D’Angelo confesaba de plano ante el juez no sólo su culpabilidad sino también todo cuanto sabía sobre lo ocurrido la tarde del día 1: las reuniones y los tratos previos, la identidad del resto de la banda y la de las personas que pagaron para que sembraran el terror en la ciudad. Como consecuencia de esa confesión fueron arrestadas once personas: Gaetano Castelli, cuarenta años, guardapiazza (trabajo parecido al del «sereno» español); Giuseppe Calì, cuarenta y seis años, vendedor de pan; Pasquale Masotto, treinta y seis años, dorador; Salvatore Favara, cuarenta y dos años, cristalero; Giuseppe Termini, cuarenta y seis, zapatero; Francesco Oneri, cuarenta y ocho, zapatero; Giuseppe Denaro, treinta y cinco, peón; Giuseppe Girone, cuarenta y dos, sillero, y su hermano Salvatore, treinta y dos años, carpintero; Onofrio Scrima, treinta y seis años, jornalero, y Antonino Lo Monaco, treinta y seis años, vendedor de comestibles. Los tres primeros reclutaron a los hombres y encabezaron los grupos en los que se dividieron la tarde del día 1. Y D’Angelo, que fue reclutado por Castelli, estuvo ese día con él y a sus órdenes. D’Angelo contó cómo lo reclutaron: en la jornada del 24 se encontró con Castelli y éste le preguntó si quería ganarse tres tarines al día. D’Angelo dijo que sí y preguntó cómo. Castelli sólo contestó que serían cinco. D’Angelo preguntó qué debían hacer. Cuando Castelli le dijo que apuñalar a un hombre, D’Angelo no quiso saber más: estaba hecho. Aceptó y quedó citado a primera hora de la tarde del domingo en el Foro Itálico. Allí se encontró con el resto de sus compañeros, menos con Favara, que al parecer no pudo ir. Castelli reiteró la promesa de los tres tarines diarios, pero los otros quisieron garantías y le preguntaron quién mandaba, por ver si era solvente, digamos. Castelli llamó a Masotto y a Calì y en un aparte deliberó con ellos, luego volvió y dijo que pagaba el príncipe de Giardinelli. Los hombres acogieron aquel nombre con un silencio incrédulo, que se transformó en burla: como toda Palermo sabía, Giardinelli había dilapidado su fortuna, ¿con qué dinero iba a pagar tres tarines diarios a doce personas?, preguntaron. Y ni pensar que alguien quisiera prestárselo, pues en ese caso o ya no se desprendía de él o lo gastaba sólo en sí mismo. Castelli consultó de nuevo con Masotto y Calì y reveló algo que, como dice D’Angelo, «nos tranquilizó»: «Podéis agradecérselo al príncipe de Sant’Elia». Aunque no parece cierto que se quedaran tan tranquilos, pues preguntaron qué interés podía tener en organizar aquello el príncipe de Sant’Elia, persona riquísima y respetadísima, senador del Reino de Italia. Castelli les contestó que eso no les importaba, que era cosa de «grandes cabezas», refiriéndose a gente inteligente, cultivada y poderosa. «Asuntos borbónicos», añadió para ellos, que no eran «grandes cabezas» pero sí sentían cierta nostalgia de los Borbones. «Así las cosas», dice D’Angelo, «cerramos el trato y ese mismo domingo ya cobré, y seguí cobrando hasta el miércoles por la tarde en que me arrestaron.» Podemos dar por seguro que ninguno de los hombres pensó en que se embarcaba en una empresa abyecta, que ninguno la discutió ni se le opuso, tampoco D’Angelo, a quien luego sí pesó tanto que no osó gastar el dinero con el que lo remuneraban. Y podemos darlo por seguro si tenemos en cuenta que, como ha observado un funcionario de policía de Palermo, hoy día basta con doscientas cincuenta mil liras para mandar matar a un hombre, una cantidad que, dada la actual ligereza de la moneda y el modo no menos ligero como se gasta, equivale a tres tarines de entonces.
Se reunieron más veces, aunque nunca se decidía nada —a algunos incluso les sabía mal cobrar los tres tarines diarios sin «cumplir» con quien los retribuía—, hasta que por fin, el día 1 por la tarde, Castelli anunció: «Esta noche, escabechina», tonnina, como en la matanza del atún.
Bajo las órdenes de Castelli, D’Angelo y Termini se reunieron al avemaría en los alrededores del edificio de Hacienda (adónde fueron los otros dos grupos no supo decirlo D’Angelo), y allí permanecieron hasta cumplir por tres veces las órdenes de Castelli. A la primera víctima se la echaron a pares y nones, y le tocó a Termini. La segunda correspondió a D’Angelo, que cumplió su cometido más a traición que el compañero, pues se acercó a la víctima con el pretexto de pedirle tabaco. La tercera víctima, que debería haberle tocado a Termini, se la adjudicó Castelli a D’Angelo, quizá para que aprendiera.
Si bien a D’Angelo le creyeron totalmente en lo tocante a la identidad de los once ejecutores y al relato de los hechos, no ocurrió lo mismo con el nombre del inductor. Esto es, sí se creyó que Castelli, de común acuerdo con Masotto y Calì, mencionara aquel nombre, pero se supuso que lo hizo para tranquilizar a los hombres y encubrir al verdadero instigador. Por supuesto, Castelli lo negó, lo negó en todo momento, y los demás también. Por eso se consideró que el príncipe de Sant’Elia era la decimocuarta víctima, si no de arma blanca, sí de calumnia. Así fue hasta el día del juicio contra los doce apuñaladores, y así lo creyó también el fiscal Giacosa, que sostuvo la acusación y que, en su alocución, desmintió la sospecha de que el príncipe pudiera estar implicado en aquellos delitos, aunque con tanta vehemencia que más parecía querer conjurarla, pues era una sospecha que lo rondaba, lo inquietaba.
Sea como sea, con la confesión de D’Angelo y el arresto de los otros once, la investigación de los hechos del 1 de octubre podía darse por concluida. Al menos en lo que a la policía nacional respecta, pues quizás el cuerpo real de carabineros la prosiguiera por su cuenta, como hace sospechar un informe sobre «los delitos y sucesos registrados en Palermo y alrededores del 1 al 15 de octubre de 1862», informe en el que las agresiones del día 1 son clasificadas y atribuidas de la siguiente manera: a Angelo D’Angelo, las de Albamonte, Severino y Fazio; a Salvatore Favara y a «otros trece», las de Allitto, Pipia, Somma, Paterna y Fiorentino; a gente no identificada, las de Mazza, Mira y Sollima. Que los carabineros hayan contado trece sicarios lo explica la mención en el mismo informe de un decimotercer hombre, un tal Giuseppe di Giovanni, «presunto autor» de la puñalada que recibió Bagnasco, el escultor, y «cómplice de otras agresiones cometidas en diversos puntos la noche del 1 de octubre». Este Di Giovanni desaparece por completo del sumario, y no se sabe por qué, ya que el informe dice con claridad que fue puesto a disposición del juez bajo esa acusación. Tampoco se entiende (mejor dicho, se entiende perfectamente, cosas peores se han visto estos años) cómo es posible que los carabineros ignoren, a día 15 de octubre, lo que la policía y los jueces saben desde el 3, o sea, todo lo que D’Angelo declaró.
El sumario fue instruido con relativa rapidez, pues el 8 de enero de 1863 se abría la vista del proceso en la audiencia de lo criminal. Presidente, el marqués Maurigi; consiglieri, los señores Prado, Pantano, Mazza y Calvino; defensores de los acusados, los abogados Pietro Calvagno, Agostino Tumminelli y Giuseppe Salemi-Pace, este último abogado de oficio; presidente de los doce miembros del jurado y de los dos suplentes, un tal Delli. El ministerio público, como hemos dicho, era Guido Giacosa.
El público, dice Il Precursore, periódico de Crispi, «abarrotaba la sala», «la expectación era inmensa». Once de los acusados («rasgos marcados y expresión torva», cómo no) ocupaban el mismo banco; Angelo D’Angelo, por temor a que los otros lo golpearan con las esposas o lo mordieran, permanecía sentado aparte. Todo el juicio se basaba en su confesión, «cuya espontaneidad y coherencia», decía el auto de procesamiento, «imprimen un carácter de veracidad a las acusaciones, un carácter que refuerzan la verosimilitud de lo contado y su concordancia con lo ocurrido; la lógica, sencilla y ordenada exposición de los hechos, que numerosas circunstancias, algunas secundarias, confirman con reconocida evidencia; la total ausencia de contradicciones y de vacilación en el declarante y su firmeza y constante calma ante sus compañeros, que lo insultaban e increpaban; la actitud y las respuestas contradictorias del resto de los acusados, cuyas coartadas fueron objeto una tras otra de solemnes desmentidos y no hicieron sino dejar más clara su culpabilidad, una culpabilidad que demuestran además una serie de hechos concretos, a saber, la interceptación de una misteriosa nota escrita en la cárcel por Masotto, el descubrimiento en casa de Oneri de un cuchillo prohibido manchado de sangre o los intentos de Salvatore Girone por escapar de la policía». Esta cita deja entrever qué pocas pruebas e indicios había en contra de los once acusados: aparte de la confesión y las acusaciones de D’Angelo, de la coherencia y el aplomo con que se comportó ante sus compañeros, nada más había que pudiera probar con certeza que fueran culpables. En cuanto a lo que el auto de procesamiento llama «hechos concretos», hay que decir que no demuestran nada. Que Salvatore Girone intentara escapar por los tejados para evitar que lo detuvieran no prueba que sea culpable de lo que D’Angelo lo acusa: cuando una persona como Girone oye que la policía llama a su puerta, es lógico que tema que vayan a detenerla, y aún más lógico, sobre todo si es inocente, que intente evitarlo. Que en casa de Oneri encuentren un cuchillo «de carnicero» ensangrentado podría significar tan sólo que fue usado para lo que su nombre indica (no era posible entonces determinar si aquellas manchas eran de sangre humana o animal). Y la nota de Masotto, según el texto que tenemos a la vista, podría no tener más sentido que éste: Masotto le recuerda a un tal Gaetano que pasaron juntos la tarde del 1 de octubre.
Pero la verdad es que ninguno tenía coartada. Y los que trataron de procurarse una, como Masotto, la vieron fácilmente desmontada. Se trataba, por otra parte, de uno de esos casos en los que la legítima sospecha exige que el proceso pase a otro juzgado: en Palermo nadie dudaba de la culpabilidad de los acusados y la opinión pública estaba contra ellos (hubo tumultuosas manifestaciones incluso durante el juicio). Se comprende, pues, que la gente, ya inveterada y radicalmente renuente a testificar, se negase a comprometerse en un caso que tanto rechazo suscitaba lo mismo en la clase pudiente que en la popular. Además, como se daba por sentada la culpabilidad de los acusados, los eventuales testigos de descargo habrían puesto en duda sus propios recuerdos, y si se embarullaban ellos mismos, cuánto más no lo harían ante un policía o un juez. En fin, que no era un juicio del todo justo. Aunque tampoco otros elementos en defensa de los acusados nos convencen de su inocencia.
La imputación más grave —para todos, D’Angelo incluido, pero en especial para Castelli, Masotto y Calì— era la de «intentar derrocar y subvertir el actual sistema de gobierno»: ¿qué otra finalidad podían tener aquellos apuñalamientos al azar, sino la de hacer añorar un orden que la policía borbónica sabía mantener?[3] El orden, ese imperecedero simulacro que han anhelado o deplorado siempre los italianos, sobre todo los del sur; que nunca han tenido pero —curioso espejismo— siempre recuerdan. Existía. Ya no existe. Hay que traerlo de nuevo. De ahí los partidos de orden, los hombres de orden: que pueden instaurarlo.
Pero aun suponiendo que los doce acusados sintieran cierta nostalgia del régimen borbónico —bajo el cual habían sido casi todos confidentes de la policía o sospechosos de serlo—, difícilmente podría atribuírseles la iniciativa de conjurarse y menos todavía el sutil propósito —que se habría cumplido si no hubieran atrapado a D’Angelo— de despertar mediante aquellos desórdenes la añoranza del orden. Era además inconcebible que alguno de ellos pudiera y quisiera pagar a los otros once a razón de tres tarines diarios. Por eso Castelli, Masotto y Calì fueron tenidos los tres por «mandados de unas personas siniestras que hasta la fecha han logrado escapar a la justicia». ¿Podría responder alguna de esas «personas siniestras» al nombre de Romualdo Trigona, príncipe de Sant’Elia?… «Ese nombre evoca honorabilidad, lealtad al orden y patriotismo a toda prueba», dice el presidente de la audiencia de lo criminal, el marqués Maurigi, a lo que el fiscal Giacosa añade: «Es uno de los personajes más ilustres de Sicilia, cuyo nombre nadie pronuncia sin promover el aplauso de la gente de bien… Yo lo he pronunciado sonrojándome. Dios perdone a quien lanzó contra él esa impía calumnia, como seguro que habrá hecho el calumniado». Ahora bien, ese sonrojo que sintió Giacosa —y que pudo vérsele en la cara, según creemos—, ¿se debía en realidad a la vergüenza de tener que hablar de la calumnia, o más bien a la rabia que le daba el sentir, en conciencia y malgré lui, que no era infundada? En un informe dirigido presumiblemente al Ministerio de Gracia y Justicia unos meses después, escribe: «Yo, que en esa causa tuve el honor de representar al ministerio público, al referirme al caso del príncipe de Sant’Elia no vacilé en calificarlo de calumnia ni en aprovechar la ocasión para elogiar en público al príncipe. Con todo, en lo más hondo de mi conciencia seguía habiendo, por así decirlo, un punto oscuro, algo inexplicable, una duda, una interrogación sin resolver. ¿Calumnias? ¿Y por qué calumnias? ¿Qué interés podía tener Castelli en calumniar al príncipe de Sant’Elia? ¿Y por qué eligió el nombre de este personaje y no otros cuando se decidió a revelarles a sus compañeros quiénes eran los jefes que pagaban? ¿No podría ser verdad? Pero todo esto me lo susurraba mi conciencia en voz baja, eran como malos pensamientos, casi como una tentación que la razón rechazaba, hasta tal punto, repito, era espléndida e inmaculada la reputación del príncipe de Sant’Elia, hasta tal punto era notoria su lealtad al orden vigente».
De lo que Giacosa sí estaba seguro (como lo estamos nosotros) era de la culpabilidad de los doce acusados, y en una alocución rigurosa, sin vuelos retóricos y sin citar a Dante, Licurgo, Sócrates, Catilina o Yugurta (como no dejaron de hacer los tres abogados sicilianos), trató de demostrarla. El resultado fue, como luego dice, satisfactorio y terrible, pues el tribunal accedió a sus peticiones: pena de muerte para Castelli, Masotto y Calì; trabajos forzados de por vida para Favara, Termini, Oneri, Denaro, los hermanos Girone, Scrima y Lo Monaco; veinte años de trabajos forzados para Angelo D’Angelo. «Todo el mundo aplaudió», recuerda Guido Giacosa; «la gente se regocijó como ante una obra santa y justa, a nadie se le ocurrió acusar a la administración de haber actuado con ligereza y precipitación, y eso por la simple razón de que todos los condenados pertenecían a los estratos más bajos de la sociedad.» Podemos agregar que incluso juristas que se declaraban contra la pena de muerte aprobaron la sentencia. «Filántropos», exhortaba con ironía el abogado Francesco Paolo Orestano, «acudid al lecho de muerte de Sollima» —algo imposible el 3 de enero de 1863, pues Sollima murió el 5 de octubre de 1862—, «ved a ese honrado ciudadano morir entre los espasmos de la herida y el dolor de dejar a sus seres más queridos, mujer e hijos, y clamad a continuación, con todo el aliento que os quede en las entrañas, por la abolición, hoy, de la pena capital. Comparto la opinión de Beccaria, Victor Hugo y tantas otras almas generosas que consideran la pena de muerte ilegítima en el sistema penal, pero hoy, por una dura necesidad…»
La sentencia fue dictada la noche del 13 de enero, ya tarde, pues el Giornale Officiale del día 14 dice que, «en el momento de meter en prensa», los jueces no habían salido aún de la sala de deliberaciones y el «gentío» seguía esperando el veredicto.
Quizás entre aquel gentío estaban Domenico di Marzo, vendedor de pan, y su mujer; iban ya tranquilamente camino de casa, satisfechos y como liberados por aquella dura sentencia, igual que casi todos los palermitanos, cuando al salir a Via Montesanto se les acercó por detrás un desconocido que encajó al marido una puñalada entre la primera y la segunda vértebra dorsal.
«El jefe de policía, que estaba de servicio con el cavaliere Temistocle Solera, inspector» —y parece ser que por aquella zona—, «avisado del caso, se ponía en el acto tras la pista del asesino y lograba detener, después de no pocas y costosas pesquisas, a G. R., M. F. y C. B., maleantes de mala fama que habían sido vistos merodeando por los alrededores», se lee en el Giornale Officiale del día 15. El mérito de dichas detenciones, sin embargo, dado que tuvieron lugar la misma tarde del 13, más que a las «no pocas y costosas pesquisas», habrá que atribuirlo a quien reveló esos nombres al jefe de policía o al inspector. En los cambios de régimen, el número de confidentes de la policía crece a tal punto que ésta acaba casi por hacerse un lío: a los viejos confidentes, que quieren renovar sus méritos, se suman los nuevos, que tratan de suplantar a los viejos, por no hablar de los aficionados, a los que incluso puede reconocérseles cierta fe en el nuevo orden, ni de los interesados, que quieren desviar el nuevo orden por el cauce del viejo para hacer así blanco de aquél a quienes ya lo eran de éste, operación que aquí resulta de lo más sencilla. Y un enjambre de confidentes así debía de revolotear en aquel momento en torno a la policía de Palermo. En cualquier caso, en la noche del 13 surgió una información fidedigna, a partir de la cual el fiscal Giacosa y el juez instructor Mari consiguieron, no sin esfuerzo, que se reabriera el caso de los apuñaladores.
La noticia de aquella nueva agresión corrió multiplicada por la ciudad: no sólo habían apuñalado a Di Marzo, se decía, sino a ocho ciudadanos más, y en distintos barrios. Ya unos días antes Il Precursore daba la voz de alarma: «Anoche fue apuñalado un ciudadano cerca del Ospedaletto. El agresor fue detenido y se le encontró el arma teñida de sangre. ¿No será también miembro de la malvada organización?».
La policía lo desmintió: «Los rumores de que en los últimos días se han producido en Palermo varios ataques con arma blanca son falsos. El único acto de este tipo» —entiéndase, susceptible de ser imputado a la banda, pues puñaladas por venganza personal o en reyertas no faltaban precisamente— «es el que se registró la tarde del 13 del mes corriente contra la persona de Domenico di Marzo». El desmentido, sin embargo, no convenció: la ciudad era presa del miedo, del pánico. Todo el mundo iba provisto de bastón, pues como el comisario real, con una prontitud admirable, al día siguiente de los hechos del 1 de octubre había decretado el desarme general, la gente de bien no disponía de otras armas.[4] Decretar el desarme general es lo más cómodo incluso hoy día, y de paso se les facilitan las cosas a los que se ríen de los decretos, no declaran las armas y menos todavía las entregan. El caso es que nadie podía acercarse a nadie, sobre todo de noche, a menos de un bastón de distancia, si no quería recibir en la testa un violento bastonazo. Y hubo muchos malentendidos, para desgracia incluso de los policías de paisano, algunos de los cuales acabaron arrestados por los carabineros; y si no les hubieran dicho que vistieran de uniforme, a todos ellos les habrían dado de bastonazos, como auguraban los redactores de Il Precursore. Ni que decir tiene (ya lo habrán adivinado los lectores, que como nosotros saben mucho a posteriori) que la policía mentía: puñaladas atribuibles a miembros de la organización había habido dos o tres más, como sabemos por un informe del fiscal Giacosa, y si la noticia de la agresión a Di Marzo trascendió, fue sólo porque era la más difícil de silenciar y la más grave: tan grave que la víctima moría a los pocos días.
Los detenidos, de cuyos nombres el Giornale Officiale, con inestimable discreción, solamente daba las iniciales (aunque equivocándose en una), eran Giovanni Russo, Michele Ennio y Camillo Bruno. Di Marzo y su mujer identificaron a Russo. Ya sabemos lo que suele valer el que identifiquen a alguien cuando lo pide la policía, pero en este caso se daba una circunstancia suficientemente probatoria: los agredidos, o puede que sólo la mujer, tratando de rechazar o retener al agresor, le habían desgarrado un bolsillo de la chaqueta (una chaqueta de pana color verde oliva: el «uniforme» de los apuñaladores del 1 de octubre); y como al registrar la casa de Russo encontraron la chaqueta con aquel desgarrón, la identificación merecía entero crédito. Pero cuando dos días después el juez instructor Mari fue a tomarles declaración al moribundo Di Marzo y a su mujer, oh sorpresa, vio que ambos se retractaban de todo cuanto habían declarado el día de la agresión, de la descripción que hicieron del que los atacó y de haber identificado a Russo tanto la primera vez que lo llevaron ante ellos como la segunda, en que le ordenaron que se pusiera la chaqueta del desgarrón; también afirmaban saber perfectamente quién era el agresor, un tal Eugenio Farana, fontanero. Mas cuando detuvieron a éste, un hombre «de baja estatura, de complexión débil y rasgos completamente opuestos a los que la víctima y su mujer habían descrito al principio», el juez supo que estaba ante una persona sin duda alguna inocente.
Mari y Giacosa se quedaron sumamente confusos y abatidos. Pero tras mucho pensarlo, se dieron cuenta de que el único hilo del que podían tirar para desenredar la enmarañada madeja era precisamente aquél: la retractación de los Di Marzo. ¿Por qué negaban haber identificado a Russo y daban de pronto el nombre del agresor, «una persona tan físicamente distinta de la descrita al principio»? La respuesta, a nuestro entender, no puede ser más que una: alguien debía de haber influido en el ánimo de Di Marzo, alguien que, en su mismo lecho de muerte, haciéndole promesas o amenazándolo, lo había inducido a mudar por entero las primeras declaraciones.
Mari y Giacosa sometieron a interrogatorio a los agentes que habían custodiado a Di Marzo en el hospital: «y nada averiguamos». Pero luego, hablando de forma casual y no oficialmente con dos enfermeros, se enteraron de que «además de la mujer, la hijastra y algunos parientes de la víctima, había ido a visitarlo otra persona, que los enfermeros suponían funcionario de la policía».
Y así era, en efecto: se trataba del inspector Daddi, jefe del distrito de Molo.
Dado que la agresión se había producido en el distrito de Tribunali y el hospital se hallaba en el de Palazzo Reale, no había razón alguna para que el inspector jefe de Molo fuera a ver al herido. Los dos magistrados pidieron explicaciones del hecho e información sobre Daddi al jefe de policía. Este dijo que nadie había ordenado al inspector que visitara a Di Marzo, y que hacerlo tampoco entraba ni en sus deberes ni en sus derechos. «Nos lo pintó de tal modo», nos dice Giacosa, «que el hombre nos pareció capaz no sólo de hacer que Di Marzo se retractara, sino también de haber tomado él mismo parte activa en la siniestra organización que condujo a los apuñalamientos del 1 de octubre y del 13 de enero.» Sospechamos que en la administración del Estado italiano habrán pasado desde entonces, y estarán pasando hoy, cosas como esa y hasta peores, pero ver una así consignada en un documento no deja de causarnos sorpresa y consternación. Es decir, el jefe de policía, que no era siciliano, preciso es decirlo, sabía muy bien qué tipo era Daddi, y aun así lo mantenía en su puesto, al mando de uno de los cuatro distritos de policía en los que la ciudad estaba dividida.
Cuando iban a ordenar el arresto de Daddi, el jefe de policía les comunicó que el inspector Daddi había ido a su despacho (no sabemos si porque estaba informado de lo que le esperaba o porque lo llamaron) y le había prometido que si aplazaban la orden de arresto cuatro o cinco días, «él aportaría indicios importantísimos sobre aquellos apuñalamientos». Explicó algo como que jugaba a dos bandas, y que si se filtraba entre los conspiradores era sólo para desenmascararlos a todos y entregarlos a la justicia: una justificación que también hoy es aceptada, como sabemos.
«Tras reflexionar detenidamente, el señor consigliere Mari y yo hemos llegado a la siguiente conclusión: o bien el inspector Daddi es un policía honrado que, aprovechando los muchos medios que ponen a su disposición un perfecto conocimiento de la gente y de los asuntos de esta ciudad y sus harto equívocas relaciones con personas sospechosas, trata de esclarecer el caso y perseguir a los verdaderos culpables, o bien está corrupto y solamente quiere desorientar más a la justicia. En el primer caso, sería una gran imprudencia interrumpir sus actividades o adoptar una actitud desconfiada que pudiera enfriar su celo y privarnos de su trabajo. En el segundo caso, en cuanto empiece a investigarse el asunto seriamente, el tinglado no tardará en venírsele abajo y lo que se trae entre manos pasará a ser un argumento irrefutable contra él.» Lo cierto es que el inspector Daddi obtuvo aquellos cuatro o cinco días de libertad a cambio de los «indicios importantísimos» que pensaba proporcionar. Lo que pasó a continuación no consta ya en los documentos y papeles de Giacosa. Reuniendo otras informaciones, que culminan en la noticia del juicio de Daddi y Russo en la audiencia de lo criminal el 29 de mayo, podemos deducir que de las dos hipótesis de Giacosa y Mari, la verdadera era la segunda: Daddi era un policía corrupto que trató de desviar las investigaciones, de llevarlas, como hoy diríamos, hacia otro extremismo. Hagamos constar de paso, en honor del fiscal Guido Giacosa, que éste rechazó inmediata y rotundamente la teoría de los extremismos opuestos que se lanzó al principio para explicar los hechos del 1 de octubre, argumentando de una manera que aún hoy es enteramente válida: «El “partido extremado”, que dispone y abusa de la prensa, de toda clase de círculos, tribunas y resortes clamorosos, que apela a la imaginación y al sentimiento y enarbola las banderas de la insurrección, no necesita recurrir a esos medios». El «partido extremado», el que él, moderado, no aprobaba.
Perdida la pista de Daddi, la administración (palabra con la que Giacosa se refiere a un tiempo a la comisaría real, el gobierno civil, la policía y la dirección de prisiones) facilitó otra vía a Mari y Giacosa. «Desde hacía dieciocho meses se hallaba en prisión un tal Orazio Mattania, de origen español pero afincado en Palermo desde niño, cumpliendo una pena leve. El tal Mattania, tipo listo y bastante instruido —antes de la Revolución de 1860 ejercía de maestro, según dice—, perfecto conocedor del dialecto palermitano, tan mal sujeto que inspiraba confianza a sus compañeros, ducho en todo tipo de malas artes, era como el confidente y secretario de los reclusos, si bien eso no le impedía prestar secretamente servicios al director de la cárcel, denunciando por ejemplo a los elementos peligrosos. A este hombre escogió la administración.» En la primera celda que metieron a Mattania fue en la de Pasquale Masotto. Éste, sin embargo, no se confió con él sino para decirle que era inocente y esperaba que el príncipe de Sant’Elia, otro inocente, se ocupara de su familia, pues «seguro que a todos los inocentes calumniados como el príncipe los movía a compasión ver que inocencia y calumnia eran lo mismo». Le encargó incluso que él mismo, Mattania, cuando saliera de la cárcel, llevara a su familia a pedir ayuda a Sant’Elia y también a un tal monseñor Calcara, del arzobispado, «aunque sin decirle por qué», aparte de porque era inocente, «se encomendaba a aquellas personas y no a otras». Esto no le pareció a Mattania una auténtica confidencia, tampoco al director de la cárcel, ni a la policía, ni al consigliere Mari ni al fiscal Giacosa. Sin embargo, lo era, y muy relevante. Aunque no hubiera tenido valor ante el tribunal, sí lo tenía, y mucho, con respecto a la psicología y el comportamiento de un hombre como Masotto. Es más, constituye la clave que hace parcialmente creíbles los ulteriores informes de Mattania —y eso en la medida en que éste pensó haber fracasado con Masotto— y el principal elemento que habría de inclinar a nuestros jueces a creer en la culpabilidad de Sant’Elia.
Que un hombre que salía de la cárcel, que había estado encerrado con él, llevara a su mujer y a sus hijos a pedir ayuda a Sant’Elia, permitía a Masotto salirse con la suya sin faltar a la ley del silencio, es decir, conseguía que el príncipe sospechara que Mattania lo sabía todo y estaba chantajeándolo en su nombre. Y lo mismo puede decirse en el caso de monseñor Calcara. Lo que Pitrè llama «la intuición mafiosa» hace concebir ideas de una gran sutileza, como creemos que fue la de Masotto. Formalmente no reveló nada a Mattania, sólo le pidió un favor piadoso, pero de modo que el príncipe de Sant’Elia y monseñor Calcara entendieran que se lo había contado todo. Exponía así a Mattania, que en realidad nada sabía, a una casi inevitable represalia; pero Masotto calculaba que ni aun eliminándolo se quedarían tranquilos, pues no temerían menos que, si se lo había revelado a uno, pudiese revelárselo a otro, o que el propio Masotto lo hubiera hecho ya.
Pero, repetimos, ni siquiera Mattania pensó que valiera la pena detenerse en aquello, así que fue apartado de Masotto y lo metieron en la celda de Castelli.
Resultó que Castelli respetaba la ley del silencio, la omertà, no menos que Masotto: ninguno de los dos, como tampoco Calì, flaquearon un momento ni aun en el patíbulo (fueron, detalle tristemente curioso, guillotinados, y con una torpeza atroz). La pregunta es, pues, por qué Castelli se fio de Mattania y a él sí se lo contó todo.
Podemos formular la siguiente hipótesis: Mattania se ganó la confianza de Castelli gracias a algo que sabía por Masotto: el nombre de monseñor Calcara, que nadie hasta entonces había pronunciado en relación con el caso de los apuñaladores. Al oírselo a Mattania, que había estado en la celda de Masotto, Castelli debió de creer que sabía más de lo que en realidad sabía. No nos explicamos de otra forma el que se fiara de él. A menos que, claro está, consideremos mentira todo lo que Mattania refirió al director de la cárcel, a la policía y más tarde a nuestros dos magistrados. Tampoco decimos que nunca mintiera —también Mari y Giacosa se dieron cuenta de que a veces lo hizo—, pero de lo que contó y pudo comprobarse, todo resultó verdad. Por cierto que entre la versión de las confidencias hechas a Mattania que el inspector de policía cavaliere Temistocle Solera dio en su atestado el 14 de febrero de 1863, y la que presenta el informe de Guido Giacosa existen diferencias significativas, no en lo que respecta a los hechos sustanciales y a las personas implicadas, sino a las fuentes. Según el texto de Solera, Masotto, en sus confidencias a Mattania, fue mucho más allá de cuanto se dice en el informe de Giacosa. Con todo, nosotros creemos que nuestro juez instructor y nuestro fiscal escucharon a Mattania con mucha mayor atención que el inspector, que le harían contarlo todo una y otra vez y compararían las notas que les había mandado.
El relato de Castelli venía a confirmar punto por punto lo dicho por Angelo D’Angelo, y añadía otros elementos. Cobraba gran relevancia un personaje que había aparecido un momento en el juicio como testigo de descargo de Castelli y Lo Monaco: Francesco Cripì. La coartada que éste, guardapiazza como Castelli, les proporcionó con gran cautela no había servido para aclarar la cuestión de las horas y sí había agravado la situación de Castelli en el detalle de la ropa, del «uniforme», pues cuando el presidente del tribunal le preguntó cómo iba vestido Castelli aquella tarde, Cripì contestó: «Con bunaca (chaqueta) y pantalón de pana y una coppola»,el típico gorro siciliano con visera.
Fue el tal Cripì, según le contó Castelli a Mattania, el que los contrató en nombre del príncipe de Sant’Elia. Cripì no dijo directamente que lo hacía por cuenta del príncipe: un día citó a Castelli y a sus hombres a las nueve de la mañana en Porta Felice, diciéndoles que los señores que pagaban querían pasarles revista, y estando allí todos llegó un coche en el que iban los príncipes de Sant’Elia y de Giardinelli. Castelli vio que «el coche se detenía y Cripì se acercaba y hablaba un momento con los ocupantes como mostrándoles a los hombres reunidos, y sacó la conclusión de que los príncipes de Sant’Elia y de Giardinelli eran los señores que pagaban». «Una conclusión», comenta el fiscal Giacosa, «tremendamente lógica, a la cual resulta imposible oponer un solo argumento que no peque de ingenuo.» En realidad la conclusión no nos parece tan tremendamente lógica: ¿y si Cripì quiso engañar a los hombres a los que había enrolado? Es decir: para asegurarse de que van a cobrar, éstos quieren saber quién manda y Cripì, que no puede decirlo, improvisa un engaño: los cita en Porta Felice a la hora en que sabe que Sant’Elia suele circular en coche (en Palermo todavía se sabe todo de todo el mundo, imaginemos hace más de un siglo). El príncipe pasa de hecho puntualmente, en el cruce el coche disminuye la marcha o incluso se detiene, Cripì aprovecha para saludar con deferencia a los señores y se acerca como si fuera a decirle algo al príncipe, aunque, ya en la portezuela, lo único que dice, haciendo un ademán en dirección al grupo, es que allí está con unos amigos, al sol de septiembre. Así de sencillo.
Lo importante no es lo que dedujeran los hombres, sino saber si Sant’Elia era de verdad el instigador.
Cuando ya le ha sacado a Castelli todo lo que podía sacarle, Mattania es puesto en libertad. Primero resume con cierta confusión en la comisaría, ante el cavaliere Solera, lo que lleva hecho y firma la declaración; luego queda directamente a disposición de nuestros dos magistrados, aunque no sin la obligación, suponemos, de comunicar antes en comisaría cualquier novedad que pudiera interesar a éstos, para que la policía corrija, omita o agregue cuanto considere oportuno.
Empezaba así la parte más difícil y peligrosa de la labor de Mattania. Igual que aquel juego en el que hay que trazar una línea de un punto a otro en una serie o conjunto de puntos sin levantar el lápiz, así debían los magistrados llevar a Mattania de una a otra de las personas a las que Castelli había mencionado, y sin fallar una sola vez, o se acababa el juego.
Mattania empieza, evidentemente, haciendo piadosas y frecuentes visitas a las desoladas familias de Castelli y de Masotto. Va luego a ver a Cripì y le cuenta lo que éstos le pidieron: lograr que el príncipe de Sant’Elia y monseñor Calcara se compadezcan de esos seres que ya vivían en la más negra de las miserias y no tardarían en ser viudas, huérfanos. Cripì no sospechó nada —hasta le dijo que también él, en tiempos de Maniscalco y la policía borbónica, unos tiempos no tan lejanos que decía añorar, había sido del oficio—; quizá no sospechó nada precisamente por eso, porque Mattania se dedicaba a lo mismo y le cayó bien de entrada. Sea como sea, tanto si quería demostrarle a Cripì que podía fiarse, como que Masotto y Castelli le habían revelado cosas, está claro que al presentarse como amigo de estos últimos, y por tanto también suyo, Mattania convenció a Cripì de que sus dos compañeros se habían fiado de él.
En cuanto Orazio Mattania se gana la confianza de Cripì, asistimos a una verdadera zarabanda de nombres, encuentros, schiticchi —unas comidas improvisadas bien regadas con vino—, de viajes a las afueras y a los pueblos vecinos, de citas que a menudo se posponen y, para Mattania, de vana espera. Suponemos que, además, en lo de las horas había muchos malentendidos —entre Mattania y Cripì y otros de la organización, entre éstos y Mattania, y entre Mattania y nuestros dos magistrados—, pues el modo local de contar las horas no coincidía con el de Italia. Y habrá que añadir que el italiano del «informante» era más incierto, abstruso y no pocas veces disparatado incluso que el de los inspectores de policía, como creemos que lo era también su manera de pensar. Lo importante, en todo caso, es que Mattania logra seguir adelante con su misión al ritmo gradual y ascendente que habían previsto los dos jueces, una «escalada» que culmina con su admisión a una especie de junta importante.
De camino a esa reunión (a las siete y media de la tarde, creemos, hora italiana), Mattania se encontró con Cripì: la noticia de que los tres condenados estaban ya «en capilla», como se decía —todos los condenados a muerte pasaban la noche anterior a la ejecución recibiendo, o algunos más bien soportando, dependía de la intención con la que se daban, los consuelos de la religión—, y de que, por tanto, serían ejecutados al día siguiente lo tenía descompuesto; temía, le dijo, que antes de morir hablaran, «y que por eso llevaba dos días sin comer». Aunque ese temor no le impedía pedir a Mattania, quien a esas alturas estaba por encima de él, que sugiriera a los señores con los que iba a reunirse que organizaran algo (seguramente otro apuñalamiento) para el día de San José, «a ver si se ganaban un dinerillo». Le aconsejó por último que, «después de lo que había hecho por él, no se le ocurriera olvidarlo». Mattania le aseguró que no lo haría y lo invitó a media botella de vino. «Salimos juntos y me acompañó hasta la Matrice. Quedamos a las diez de esa noche en su casa.» Tomemos nota de un detalle: si bien es cierto que la fiesta de San José, el día 19 de marzo, estaba por llegar, no así lo de que los tres condenados estuvieran ya «en capilla», pues fueron ajusticiados a las seis de la mañana del 9 de abril en la plaza de la Consolazione.
Tras despedirse de Cripì, Mattania entró en el arzobispado. La reunión era en el apartamento que allí tenía monseñor Calcara en calidad de secretario del arzobispo, un apartamento que Mattania describió luego minuciosamente a nuestros jueces. Había doce personas. Nueve eran miembros del clero: el segundo secretario del arzobispo, el párroco de San Nicolò en Albergheria, el canónigo Sanfilippo y otros que Mattania refirió. Entre los tres «de civil» reconoció enseguida al príncipe de Sant’Elia y a Giardinelli; el tercero supo que era el cavaliere Longo.
El príncipe de Sant’Elia le habló «en tono severo». Traducimos el italiano de Mattania: «Pareti y el padre Agnello me han hablado de usted muy encarecidamente, y sé que ha empezado a operar para la causa. Pero sepa que sólo pago a trabajo hecho. No soy tan idiota como para volver a gastar cuatro mil onzas casi por nada y con el peligro de acabar mal. Y seguro que habría acabado mal si no es por los medios de que dispongo. Actuaremos, pero con mucho cuidado. Usted parece listo, pero no olvide que en este momento la policía tiene más tentáculos secretos que pelos tengo yo en la cabeza. Ya sabe los sufrimientos que he pasado durante veinte meses, y sin ser culpable de nada: por eso he jurado vengarme aunque me fusilen. Dicho esto, si se muestra usted leal, primas no le faltarán».
El príncipe de Giardinelli introdujo la conmovedora nota del recuerdo. Le comentó a Mattania que lo encontraba muy envejecido, dando a entender que ya se conocían, al parecer de cuando estaban en el ejército de Garibaldi, en el que Mattania era, según dijo, subteniente (Giacosa, con la antipatía que sentía por Garibaldi y todo lo garibaldino, lo creyó). ¿No merecería esta reunión en el arzobispado, entre dos garibaldinos y nueve clérigos que conspiran juntos para la restauración borbónica, ser inmortalizada en un cuadro de Mino Maccari para el Museo del Risorgimento de Palermo?[5]
Al atento gesto del príncipe de Giardinelli respondió Mattania diciendo en tono melancólico que eran «las penalidades pasadas» las que lo habían envejecido antes de tiempo. Tras lo cual fueron al grano: cuánto había que pagar a las familias de los condenados y a las cuadrillas.
Aunque Sant’Elia había dicho que no daría más dinero hasta ver resultados, acordaron que el martes siguiente Mattania recibiría en casa de Giardinelli setecientas onzas, que debería repartir del siguiente modo: cien para cada una de las familias de los condenados a muerte, cincuenta para las de los condenados a cadena perpetua y ciento ochenta para los jefes de grupo. Y con eso y con nuevas recomendaciones de prudencia fue despedido.
Según habían quedado, Mattania se dirigió a casa de Cripì, en el callejón de los Schioppettieri; no lo encontró allí y la mujer de Cripì le dijo en qué cafés y tabernas podía hallarse. «Estuve buscándolo un buen rato», dice Mattania —para darle la buena noticia de las ciento ochenta onzas—, pero como no dio con él regresó a casa y redactó el informe que acabamos de resumir y que al día siguiente, en manos de los magistrados Mari y Giacosa, tantas órdenes de arresto y registro iba a ocasionar intempestivamente.
Romualdo Trigona, príncipe de Sant’Elia, duque de Gela (etcétera, como diría Manzoni), nació en Palermo el 11 de octubre de 1809, hijo de Domenico y de Rosalia Gravina (de los príncipes de Palagonia, los de la «villa de los monstruos» de Bagheria). Fue educado, según leemos en el Parlamento del Reino de Italia descrito por el cavaliere Aristide Calani, «viril y gentilmente», y desde la más tierna edad dio muestras «de agudo ingenio y noble ánimo». A los diecinueve años ya era presidente de la comisión para las prisiones de Palermo, cargo que desempeñó, dice el cavaliere Calani, «con gran celo». A nosotros, maliciosamente, nos gustaría saber cuántos años estuvo en el cargo, para que la sospecha de que tuvo así ocasión de establecer buenas relaciones con los presos tenga visos de ser fundada. De 1845 a 1849 fue presidente del Instituto de Promoción, en el que al parecer promovía la invención de máquinas agrícolas e industriales, que, sin embargo, debieron de resultar absurdas o inútiles, a juzgar por el estado de la agricultura y la industria sicilianas casi hasta hoy día. Como reconocimiento de su afición al arte, simultáneamente ocupaba el cargo de vicepresidente de la comisión para asuntos antiguos y bellas artes; a sus entretenimientos arqueológicos se atribuía el hallazgo de una galería submarina que unía Acradina con Ortigia y que mandó excavar, aunque el gobierno acabó prohibiéndolo ante el peligro que corría la estabilidad de las fortificaciones de Siracusa. Es lo único, creemos, que el príncipe de Sant’Elia tuvo que reprocharle al gobierno borbónico. En 1848 fue presidente del concejo de Palermo, bien que al año siguiente, cuando los Borbones reconquistaron la isla, no sufrió más represalia que la de ser destituido de presidente del Instituto de Promoción. «Obligado por la policía borbónica a exiliarse en abril de 1860», no sabemos dónde, regresó a Sicilia en mayo; puede que la coyuntura y lo poco que le costó ganarse el título de exiliado, que luego lo benefició mucho, fueran casuales, pero nosotros creemos que responden a esa disposición peculiar —quizás en él más viva y eficaz— que tiene su clase a cambiarlo todo, incluso a cambiarse a sí misma, para no cambiar nada, para que no cambie ella misma sobre todo: a Los virreyes de Federico de Roberto y a El gatopardo de Giuseppe Tomasi remitimos. El hecho además de que, a diferencia de tantos otros nobles sicilianos, fuera muy rico, abría a esa peculiar disposición posibilidades ilimitadas. Calani afirma que Sant’Elia contribuyó en gran medida «a la salvación general con su apoyo pecuniario», y Telesforo Sarti, en su diccionario biográfico De todos los diputados y senadores elegidos de 1848 a 1890, resume sus méritos diciendo que «secundó con dinero, aunque no participara directamente, el resurgimiento político de la isla, y saludó con alegría la libertad italiana».
En el capítulo XVII de El fin de un reino, en el que Raffaele de Cesare hace una vívida descripción de la vida que llevaba la aristocracia palermitana entre 1840 y 1860, hay una mención del príncipe de Sant’Elia que podría muy bien aclarar un detalle que luego iba a dar mucho que pensar al fiscal Giacosa. Dice De Cesare: «Las salas de esgrima no eran públicas, pero algunos señores, como Antonio Pignatelli, Pietro Ugo delle Favare, Emanuele y Giuseppe Notarbartolo y los hermanos Sant’Elia, el mayor de los cuales era el elegantísimo duque de Gela, que fue diputado y senador, invitaban a sus casas a los amigos y la practicaban». En eso al parecer se pasaban la vida, en darle al florete y al sable entre sesiones de esgrima y «justas de honor», como De Cesare llama a los duelos. Y ese honor por el que se batían era, verbigracia, el de poder echarle una mantilla por los hombros a Stefanina di Rudinì, a la que llamaban «la belleza morena» y que por entonces formaba dúo con Eleonora Trigona (hermana de Romualdo y casada con el Giardinelli que luego dice Mattania haber visto en el arzobispado), a la que llamaban «la belleza rubia».
Cincuenta años después, más bien entrado en carnes, el príncipe ya no practicaba sin duda la esgrima. Y por el «saludo» con el que recibió la libertad italiana le llovieron tantos cargos que acabó siendo el hombre más representativo de Palermo.[6] Hasta el punto de que Victor Manuel II delegaba en él para que lo representase en las festividades religiosas y en las ceremonias civiles. Lo cual no agradaba a todo el mundo: la primera vez que lo representó, el 8 de diciembre de 1862, con motivo de la procesión de la Inmaculada, a un periódico que habló de la satisfacción de la gente al ver a Sant’Elia actuando en representación del rey, Il Precursore contestó: «Si esa gente son los invitados al banquete de Sant’Elia, el periódico tiene razón; si se refiere a todos los ciudadanos por igual, se equivoca… El autor del artículo habrá creído que la gente se quitaba el sombrero por Sant’Elia, cuando en realidad lo hacía por la Inmaculada». Este mismo periódico no se explicaba, «con todos los respetos hacia el príncipe», por qué el rey no delegaba su representación en el comisario real, que era quien a todos los efectos lo representaba en Sicilia. Y es cierto que no resultaba lógico, pero políticamente sí tenía sentido: pese a ser Sant’Elia senador desde el día 20 de enero del año anterior, es decir, uno de los primeros que nombraron (en la categoría vigésimo primera, la de las personas que pagaban tres mil liras de impuestos directos en razón de sus bienes), y comendador de la Orden de San Mauricio y San Lázaro, pese a ocupar tantos cargos, el gobierno de Víctor Manuel dudaba de su lealtad al nuevo orden. Et pour cause, como veremos. Y, a propósito, en las biografías del príncipe no vemos reflejados todos esos sufrimientos que le dijo a Mattania haber pasado «durante veinte meses». A lo mejor es un error que cometió quien hizo la copia del sumario —copia que el fiscal Giacosa, por precaución y para fortuna nuestra, quiso llevarse cuando dejó el caso—, y habrá que leer «estos meses» como los meses en los que estuvo bajo sospecha y fue vigilado (ya el 26 de noviembre de 1862 se hacía eco Il Precursore del rumor de que había «personas de renombre implicadas en los hechos del 1 de octubre»). Lo curioso es que el príncipe afirmara, delante de Mattania, de sus cómplices, que «no era culpable de nada».
Las detenciones y registros empezaron la noche del 12 al 13 de marzo. Demasiado pronto y a la vez demasiado tarde. Demasiado pronto porque contra Sant’Elia, al que consideraban responsable, Giacosa y Mari no tenían más prueba que los informes de Mattania. Y demasiado tarde porque había tal número de personas a las que detener, y de tendencias políticas tan opuestas, que pensar que conspiraban juntas para la restauración borbónica rayaba en lo ridículo. Lo que Giacosa temía que pasara, y se había negado a aceptar, estaba ocurriendo, según lo que Mattania informaba, y así había que asumirlo: o aceptarlo o rechazarlo, o considerar que Mattania decía la verdad o que mentía. Detener al príncipe de Sant’Elia, a los miembros del clero, a los confidentes que trabajaron para la policía borbónica y dejar libres a los del «partido extremado» era imposible. Mattania, o quien hubiera tras él, lograba así incluir en la conspiración a los extremismos opuestos.[7]
El día 14, el príncipe proclamaba su indignación y su pesar:
«Señor presidente, un hecho enojoso e imprevisto me pone en el deber de dirigirme a su excelencia ilustrísima, presidente del nobilísimo Senado del Reino de Italia.
»La noche del 12 del corriente, hacia la una de la madrugada, un juez instructor del caso, de los apuñalamientos se presentaba en mi domicilio con una orden de registro dictada por el señor Mari, consigliere del Tribunal de Apelación, dispuesto a registrar mi casa a una hora sólo autorizada por el artículo 142 del Código Penal si “la espera conlleva riesgos”.
»El despliegue de agentes con que se procedió a dicho registro, el hecho de que esa misma noche muchas otras personas fueran detenidas, los cargos concretos que se me imputaban, a saber, “jefe de banda criminal y atentado contra la seguridad del Estado”, todo esto me causaba una indecible sorpresa, que al día siguiente pudo compartir la totalidad de los ciudadanos.
»Como aún no me han informado de los elementos en los que se basó el juez instructor para dictar tan grave disposición, ni de la procedencia de la absurda calumnia —que mis conocidos principios y mis antecedentes públicos y privados me permiten rechazar de manera categórica—, de momento no puedo sino lamentar que ciertos maliciosos consigan llevar por falsos derroteros a la autoridad judicial, la cual no siempre parece estar suficientemente prevenida contra maniobras tan transparentes.
»Seguro como estoy de mi integridad y mi fe política, satisfecho y halagado por las inesperadas y espontáneas muestras de apoyo recibidas de las principales autoridades locales y de otros altos funcionarios que tienen por tarea conocer íntimamente a cuantos viven en esta ciudad, y habiendo asistido por último a las manifestaciones unánimes, enérgicas y masivas con que el pueblo ha expresado su viva indignación ante semejante atropello, yo podría tener ya mi amor propio ampliamente colmado.
»Pero como también estoy afligido, no por mí, sino por las consecuencias políticas que el incidente puede tener, y perplejo al ver que ha sido mezclado con la detención de personas de principios, convicciones y moralidad opuestos, que de ningún modo podrían estar en connivencia, debo protestar y protesto contra lo que considero una incalificable arbitrariedad, que hará frotarse las manos al partido subversivo al ver así perseguidos a hombres que lo han sacrificado todo por sostener con enérgica perseverancia la noble causa.
»En vista de estas dolorosas circunstancias, me he sentido en el deber de informar a su excelencia a fin de que en interés público y con el elevado juicio que lo caracteriza tome las medidas que la gravedad del caso exige, y considere con conocimiento de causa si en mi persona pueden ser agraviadas las altas prerrogativas de la nobilísima cámara a la que tengo el honor de pertenecer.»
El presidente del Senado envía una copia de esta carta al ministro del Interior —no entendemos por qué si, como dice Sant’Elia, fue el juez instructor quien ordenó el registro; quizá quería ganar tiempo en el plano oficial para informarse mientras en el oficioso— pidiendo que lo pongan al corriente. El ministro del Interior contesta que no sabe nada, y como esa información sólo puede darla el ministro de Gracia y Justicia, se dirige a su vez a éste, que contesta: «En cuanto disponga de datos se los comunicaré a su excelencia». A todo esto, también el presidente del Senado, impaciente, le escribe al ministro de Gracia y Justicia, que no tarda en responderle: no está muy al tanto del caso, pero sí «celebra poder decir que el registro efectuado en la casa del príncipe de Sant’Elia resultó negativo».
Menos lo celebraron el consigliere Mari y el fiscal Giacosa. El registro resultó negativo, excepto por un detalle, aunque no sirviera como prueba.
Para registrar la vivienda de Sant’Elia, Mari y Giacosa habían recurrido a los carabineros —una precaución que siempre han tomado los jueces cuando desean que sus disposiciones se ejecuten con precisión y en secreto—, y los carabineros lo hicieron con tanto rigor que hasta contaron las ventanas del edificio, primero desde dentro y luego desde fuera: vieron así que contadas desde dentro salía una menos, y fácilmente dedujeron que había un cuarto oculto. Empezaron entonces a golpear con las culatas los tabiques para ver si sonaban macizos o huecos y a mover los muebles, y al fin descubrieron tras un armario una puerta que habían tapiado hacía poco. Demolieron la obra y se hallaron ante algo que parecía un cuadro surrealista: un amplio cuarto con sillas dispuestas como para un espectáculo, frente a las cuales se erguía un maniquí del que colgaban unos cascabeles y que llevaba hincado en la espalda un puñal parecido al que le clavaron a Di Marzo entre la primera y la segunda vértebra dorsal.
No creyeron los magistrados (ni creemos nosotros) que el príncipe fuera —por usar la expresión que según Mattania empleó él mismo— tan idiota como para llevarse a su casa a los futuros apuñaladores y entrenarlos. Puede que cuarto y maniquí (recordemos lo que dice De Cesare) se hubieran utilizado hace años para realizar prácticas de esgrima (los cascabeles señalarían seguramente los toques, aunque, por lo que sabemos, el uso de ese tipo de muñecos era más típico de los carteristas que de las escuelas de esgrima). Mas ¿qué decir del puñal? ¿Y de la puerta tapiada? Los magistrados no se lo explicaban; tampoco podían preguntárselo directamente al príncipe, parapetado desdeñosamente en su inmunidad de senador. Habían podido registrar su casa eludiendo impedimentos con la excusa de que «esperar conllevaba riesgos» —que pudieran ocultarse o destruirse pruebas—; pero no podían detenerlo ni interrogarlo sin una orden expresa del Senado. Y esa orden nunca la obtuvieron. Lo que sí recibieron nuestros dos magistrados fueron reproches, acusaciones y peticiones de cuentas.
Aunque ya más tarde y menos severamente, también por el registro de los apartamentos de monseñor Calcara y de los sacerdotes Cafanio (a veces, no obstante, se lee Casanio) y Accascina en el arzobispado, les pidieron cuentas y les dirigieron reproches: de parte del ministro de Gracia y Justicia. El arzobispo debía de habérsele quejado tanto de la medida, en sí misma ofensiva e injusta, como de la violencia con la que carabineros y soldados la pusieron en práctica.
Al registro en el arzobispado Giacosa y Mari habían querido asistir en persona, y por eso enviaron a otros jueces al que se realizaba simultáneamente en casa de Sant’Elia. El informe con el que Giacosa respondió al ministro de Gracia y Justicia refería, pues, algo que vio con sus propios ojos.
«Pasada la medianoche, el señor Mari, consigliere del Tribunal de Apelación, y yo nos personamos en el palacio arzobispal acompañados de un nutrido grupo de agentes de la ley cuya misión debía consistir en vigilar entradas y salidas y ocupar las dependencias del palacio, que suponíamos vastas y numerosas, a fin de que nadie escondiera o escamoteara objetos. Estuvimos llamando a la puerta principal un buen rato —seis u ocho minutos—, diciendo que abrieran en nombre de la ley. Nadie contestó. Ninguna de las muchas ventanas del arzobispado, ni en la planta baja ni en el primer piso, se abrió; todo el mundo sabía, sin embargo, que allí vivían un portero y una numerosa servidumbre. De acuerdo conmigo, pues, el consigliere Mari dio orden de forzar la entrada, suponiendo no sin razón que con aquel obstinado silencio pretendieran ganar tiempo y ocultar documentos o, lo que es más probable, obligar a las autoridades a emplear la fuerza, un pretexto del que podrían valerse luego para presentarse como víctimas de las brutales acciones del gobierno. Cuando los agentes ya casi habían forzado la puerta oímos que desde dentro preguntaban: “¿Quién es?”. “La justicia”, contestamos, ordenando a los hombres que pararan, “abran en nombre de la ley.” Pero como seguían sin abrirnos, mandamos acabar lo poco que quedaba. Uno de los batientes cedió y pudimos entrar en el patio, que estaba completamente a oscuras. Llamamos muchas veces: nadie salía, nadie contestaba. Llevábamos dos lámparas, las encendimos y vimos una escalera. Subimos y en el rellano había una puerta, también cerrada. Llamamos largo rato. Por fin vino a abrirnos un anciano que nos condujo a una espaciosa antecámara y al que pedimos que nos dijera dónde estaban los apartamentos de, en este orden, monseñor Calcara, el sacerdote Cafanio y el sacerdote Accascina, rector del seminario anexo al arzobispado. El hombre, la única persona que salió a nuestro encuentro, tardó en reaccionar. Por fin nos llevó al apartamento de monseñor Calcara, situado en un segundo patio. Como es lógico, apostamos guardias en las diversas entradas y estancias, aunque dado que el lugar es inmenso y nosotros no lo conocíamos, no pudimos vigilarlas todas. Para acceder a las dependencias de Calcara y de Accascina nos vimos obligados a forzar alguna que otra puerta más, pues los de dentro seguían empeñados en no abrir, aunque el ruido que hicimos al forzar el portón de entrada tendría que haberlos despertado. El caso del apartamento de Cafanio fue distinto, pues nos abrieron unos criados… Sabemos que un registro nocturno es algo desagradable, y un ánimo exasperado tenderá siempre a exagerar sus inconvenientes. Sin embargo, tanto en las órdenes que dimos como en el cumplimiento de nuestro propio deber, actuamos con probidad y buena educación.»
Ya supondremos que no encontraron nada que pudiera comprometer a monseñor Calcara o a los sacerdotes Cafanio y Accascina. ¿Qué podían encontrar, en aquel edificio, un laberinto para ellos, y con el tiempo de que dispusieron monseñores, curas, seminaristas y criados para hacer desaparecer o destruir lo que buscaban? Y buscaban papeles: un archivo entero puede hacerse desaparecer en diez minutos. Por eso monseñor Calcara, que estaba informado de las dos órdenes, la de registro y la de arresto, se mostraba tranquilo y hasta congratulado de que, «en medio de tanta desgracia, hubiera dado con personas correctas y cultivadas».
Con personas educadas dieron también los arrestados aquella noche —los tres sacerdotes en el arzobispado, los otros sacerdotes en sus casas parroquiales y el cavaliere Longo, Cripì y Pareti en sus domicilios—, con policías y agentes de prisiones tan bien educados que no privaron a los detenidos de hacerse grata y útil compañía. «Sabrá usted», le escribe Guido Giacosa a un alto magistrado, esperando quizá su apoyo y solidaridad, «que, nada más arrestarlos, los detenidos fueron primero llevados a la fortaleza de Castellammare y encerrados juntos en una sala, donde los dejaron durante veinticuatro horas en plena libertad para hablar y ponerse oportunamente de acuerdo.» Y refiere a continuación toda una serie de irregularidades, complicidades e incumplimientos, para añadir: «Usted ya sabe todo esto y podrá hacerse una idea de las tremendas dificultades, de fondo pero también de detalle, con las que nos encontramos en el desempeño de nuestro arduo ministerio. Estamos dispuestos a asumir la responsabilidad que haga falta, pero confiamos en que las personas de bien que juzguen el alcance de esa responsabilidad tendrán en cuenta los enormes obstáculos que nos salían al paso, así como la igualmente enorme precariedad de los medios de que disponíamos para vencerlos». Ya el hecho de hablar en pasado —al dirigirse a esas futuras «personas de bien que tendrán en cuenta»de un caso abierto en el que aún estaba trabajando, en el que esperaba descubrir la verdad y hacer justicia, es una primera señal de desesperación.
La inoportunidad de las medidas de Giacosa y Mari —tomadas demasiado pronto y a la vez demasiado tarde— fue debida a las presiones de la policía. «El consigliere Mari era de la opinión, que yo compartía, de que debíamos esperar, pues confiábamos en la promesa de Mattania de que conseguiría documentos muy importantes. Pero la policía exigía que hiciéramos algo y nos describía una situación muy peligrosa: informes oficiales llegados a la policía de diversos lugares hablaban de gente a punto de sublevarse, al parecer estaban distribuyendo armas entre la población y por todo el territorio se formaban cuadrillas de prófugos del servicio militar; se oía, me aseguraban, el trueno que precede la tormenta, la insurrección se palpaba en el ambiente… La mañana del jueves 12 del corriente, estábamos el consigliere Mari y yo ordenando las numerosas copias de las órdenes de registro y arresto cuando nos llega, por la persona del cavaliere Solera, una nueva denuncia del jefe de policía contra algunos de los dirigentes destacados del Partido de Acción[8] y del Partido Autonomista. Con esa denuncia iban tres documentos: una carta del general de carabineros, un anónimo remitido al prefecto con una serie de nombres y acusaciones de cierta gravedad y una lista de diez personas a las que se creía necesario arrestar… Esa es la razón de que entre los detenidos hubiera miembros de partidos opuestos.» Entre dichos partidos solamente podía haber un mediador: el príncipe de Giardinelli, cuyo pasado garibaldino («estuvo con Garibaldi en su último alzamiento en Sicilia y combatió en la batalla de Aspromonte») bien podía hacer pensar que pertenecía al ala más radical del Partido de Acción. Pero Giacosa y Mari no repararon en ese detalle, que quizá no era del todo absurdo, cuando justo en aquel momento tenía lugar el increíble encuentro, entre París y Nápoles, del partido borbónico con el partido muratista.
Uno de los detenidos del «partido extremado» era Giovanni Raffaele, médico y director del periódico Unità Politica (más tarde, aunque por orden dictada el mismo día, fue detenido también el ex general garibaldino Giovanni Corrao). En 1883, siendo ya senador del Reino, Raffaele publicó un volumen titulado Revelaciones históricas, en el que cuenta con detalle cómo fue detenido y encarcelado, y culpa a un tal Bolis, jefe de policía. Según Raffaele, fue Bolis quien lo organizó y pagó todo con fondos reservados, «por diabólica instigación» de La Farina. Todo: apuñalamientos, confesión de D’Angelo, informes de Mattania. El fiscal Giacosa, a sabiendas o engañado, sólo le hizo el juego, y el consigliere Mari —que, supone Raffaele, habría sido mucho más prudente de no tener que seguir a Giacosa— se limitó a cumplir su deber sin mayor convicción.
De Mari habla Raffaele por la impresión personal que de él tuvo en su trato directo: de lo amable que estuvo durante los interrogatorios, de las concesiones que le hizo para aligerarle la estancia en la cárcel, del desinterés —que seguramente no le ocultó— con el que se ocupaba del caso en todo lo concerniente al «partido extremado». Si hubiera tratado a Giacosa con la misma frecuencia habría tenido de él idéntica impresión. Mari —lo sabemos por los numerosos y exhaustivos informes— estaba de acuerdo con Giacosa en todo. En cuanto a lo que Raffaele afirma de Bolis, el jefe de policía, podemos convenir en que éste complicó de manera innecesaria el caso al implicar a miembros del «partido extremado», pero lo que no parece posible es que se inventara todo lo demás: los apuñalamientos, el arresto y la confesión de D’Angelo, la aparición y el papel desempeñado por Mattania. Admitamos que a Giacosa le entrara la duda de si lo habría tramado todo la policía, de hecho hubo un momento en que dudó («¿No podía haber sido la propia administración la que, por hacer méritos ante el gobierno, hubiera ideado aquel montaje tragicómico, dictando día tras día a su dócil agente los informes que él [sic] quería?»; nos hemos permitido usar el antipático sic con el que los profesores exornan los documentos que publican para hacer notar un lapsus significativo: aunque Giacosa habla de la administración, de manera inconsciente se refiere a «él», a Bolis, el jefe de policía); pero esa duda, decimos, nosotros no podemos tenerla. Si Raffaele hubiera podido hojear los documentos que nosotros hemos leído, seguramente no habría variado su opinión sobre Bolis en lo que respecta a la injusta persecución que sufrió y los problemas que tuvo por su culpa, pero tampoco lo acusaría de dejar que se pudrieran en la cárcel el canónigo Patti y otras personas tan inocentes como él, personas a las que el canónigo, en unos versos en dialecto que Raffaele cita, proclama víctimas de Mattania, de Bolis y de esos dos jueces que “su dui minchiuna o puru dui cagghiostri”(«o son un par de ilusos o un par de pájaros»). Dicho sea de paso, tanto el canónigo, en esos versos que Raffaele cita, como el propio Raffaele en varias ocasiones, llaman a Mattania «Matracia». El error no tendría importancia si el texto de Raffaele no abundase en datos relativos a la familia y al pasado de Mattania, una información que el autor asegura exacta, frente a las falsedades que manejaron nuestros magistrados. No se trata de creer que Mattania era un alma de Dios y su familia de noble linaje, pero ¿estamos seguros de que toda esa información, que Raffaele buscó en persona, no se refiere precisamente a un individuo llamado Matracia? Además, Raffaele afirma que Mattania no se llamaba en realidad Orazio, sino «casi con toda seguridad» Giuseppe: ¿no resulta incoherente el que, dudando del nombre, pretenda conocer con certeza la vida y el origen de Matracia o Mattania? Mattania era sin duda un tipo de cuidado —y Giacosa, como hemos visto, lo sabía—, pero a veces esa gente se entrega a la verdad y sufre por ella lo que nunca habría tenido que sufrir con la mentira.
A las acusaciones que al salir de la cárcel lanzó Raffaele contra el jefe de policía, y que veinte años después reitera, podemos oponer por lógica —y sin necesidad de haber leído los documentos— que si Bolis hubiera sido realmente el artífice de toda la trama, habría ido desde el principio contra el «partido extremado». Sin embargo, no es hasta el último momento cuando se mezcla en el caso al «partido extremado» con el partido borbónico, aunque de manera tan torpe y apresurada que al mes Giacosa y Mari tienen que soltar a los miembros del Partido de Acción y del Partido Autonomista y dan por concluida esa parte de la investigación. Por otro lado, el mismo Raffaele admite que de lo ocurrido el 1 de octubre «la voz pública no se equivocaba al culpar a una policía corrupta en estrecha relación con una famosa sociedad patriótica»; eso es exactamente lo que pensaba Guido Giacosa, y que la «famosa sociedad patriótica» a la que alude Raffaele era la que con ese mismo nombre presidía Sant’Elia. Que Raffaele apunte en este sentido quizá lo confirma el hecho de que cuando habla del registro en casa de Sant’Elia no muestra la menor indignación ni aun sorpresa, como suele hacer o, mejor, siempre hace, al comentar los errores y abusos de una policía y una magistratura que, según él, se limitaban a obedecer los diabólicos designios de La Farina. Pero mientras que le costaría dar una razón por la que La Farina hubiera querido tenderle a Sant’Elia aquella trampa policial y judicial, muchas eran las razones que tenía para sacar al príncipe de apuros, para protegerlo. (Según un amigo periodista, la historia de Italia, desde la unidad a hoy, ha dependido en gran parte de rivalidades y enemistades latentes o declaradas entre sicilianos. La que existía entre La Farina y Crispi es la primera; la del fiscal general Carmelo Spagnuolo y el jefe de la policía Angelo Vicari quizá la última, es decir, la más reciente, y eso que sepamos, pues tal vez existen otras cuyas consecuencias ignoramos y estamos sufriendo.)
Dice el Giornale Officiale di Sicilia del 4 de abril: «Su excelencia el príncipe de Sant’Elia, senador del Reino, en delegación especial de su majestad el rey, asistía anoche en la Real Capilla Palatina a los tristes actos litúrgicos con los que la Iglesia conmemora el gran sacrificio ocurrido en el Gólgota. Esa misma tarde su excelencia había acompañado la procesión de Nuestra Señora de la Soledad que, como es piadosa costumbre, recorrió las calles de la ciudad y al atardecer devolvió el paso a la iglesia de los trinitarios, en la plaza de la Vittoria, donde permanece el resto del año. Formaban parte del cortejo el gobernador civil y el juez municipal… Una gran multitud asistió a la luctuosa ceremonia, que discurrió en medio de una gran calma».
La iglesia de los trinitarios era y es española: el párroco es español y depende, si mal no recordamos, del obispo de León. Por eso se venera en ella a la Virgen «de la Soledad». En italiano la palabra española soledad resulta sumamente sonora y evoca imágenes que poco o nada tienen que ver con el dolor (soledad pero también luz de sol; mujeres de ojos y pelo negros así llamadas; «la música callada, la soledad sonora» de Antonio Machado); pero a «Nuestra Señora de la Soledad», a la «Virgen de la Soledad», a «María de la Soledad», nosotros la llamamos l’Addolorata, la Virgen «de los Dolores», y la representamos, como en España, con un puñal clavado en el pecho y a veces con siete dispuestos en semicírculo, una metáfora expresiva de la crucifixión de su hijo, de los pecados y vicios humanos que la hieren. Y en las figuras de yeso o de cartón piedra, ese puñal —hoja plateada, mango dorado— suele ser de verdad, y en ocasiones, si es largo, cuando llevan el paso se lo ve vibrar.
Esa «delegación especial» para representar al rey de Italia suponía, pues, un triunfo del príncipe de Sant’Elia sobre los que lo acusaban, aunque también ofrecía a los palermitanos un espectáculo no carente de ironía: verlo caminar con aire compungido en pos de aquella figura que llevaba un puñal clavado en el pecho, como el pobre Di Marzo entre la primera y la segunda vértebra, debió de suscitar numerosos comentarios entre el público, comentarios que, de boca en boca, ininterrumpidos y crecientes, tuvieron que llegar a oídos del príncipe y sus amigos como las ondas de una ola. De ahí, suponemos, que el periódico hiciera hincapié en la gran calma que reinó durante la procesión: justo porque tranquila no fue del todo, dados los numerosos y continuos rumores. Unos rumores que serían irónicos más que indignados, pues los agujeros de la justicia, que en otras partes sellaría la indignación, aquí los tapamos siempre con resignados proverbios como los que abundan en Los Malavoglia de Giovanni Verga. El recurso de casación presentado por Castelli, Calì y Masotto —a los que defendieron siempre abogados de oficio— fue rechazado y la sentencia confirmada. Y cuando los tres fueron a «entrar en capilla» mucho se asustaron Cripì y otros amigos suyos, que en ese momento estaban en la cárcel, y temieron que, por flaqueza o rencor, los condenados cedieran y lo confesasen todo. Aunque, según dicen, confesar sólo lo hicieron con los sacerdotes que los asistían, y el único que habló, ya ante la guillotina, fue Castelli, pero para decir que era inocente. Y seguro que él lo decía convencido, pues materialmente no había apuñalado a nadie. Era inocente con la misma inocencia que sus inductores.
Las cosas estaban, pues, como siempre: a Castelli, Calì y Masotto los esperaba la «capilla» de los condenados a muerte mientras el príncipe de Sant’Elia hacía su entrada en la Real Capilla Palatina representando a Víctor Manuel II, rey de Italia. «En nombre de Víctor Manuel II, por la gracia de Dios y por voluntad de la Nación Rey de Italia» se sentenciaba a muerte al guardapiazza, al vendedor de pan y al dorador, y al príncipe de Sant’Elia se le concedía una «delegación especial». Los tres fueron juzgados y condenados a muerte únicamente por las declaraciones de D’Angelo; pero esas mismas declaraciones no afectaban al príncipe de Sant’Elia.
La angustia del que había pedido y obtenido para los tres la pena capital empieza a abrirse paso en los papeles oficiales. Los informes que al principio Guido Giacosa redactaba impasible transmiten ahora cierto sobrecogimiento. «Con fundamentos menos sólidos» de los que tenemos para actuar contra el príncipe de Sant’Elia han sido detenidos y condenados, escribe, «esos doce infelices», tres de los cuales «pagarán dentro de poco a la justicia humana con un terrible tributo.» «Hemos pasado por alto cuál era su condición social, su pasado, su rango, su carácter; quién era príncipe o monseñor, mozo de cuerda o guardapiazza, y sólo hemos tenido en cuenta una cosa: que todos eran iguales ante la ley, que había indicios contra todos y que esos indicios nos parecían, en conciencia, graves y suficientes. Todos, pues, debían ser medidos por el mismo rasero, y si para algo tuvimos presente que entre ellos había un senador del Reino, fue para vernos limitados lo menos posible por las prerrogativas que le concede el Estatuto… A nuestro parecer, indicios existían, y de una gravedad e importancia innegables. Y los que había contra los príncipes de Sant’Elia y de Giardinelli eran incluso más numerosos y vehementes que en el caso de los demás acusados, a los que solamente comprometían las declaraciones de D’Angelo. Saber hasta qué punto la reputación de la que gozaba y goza el príncipe de Sant’Elia restaba crédito a los indicios no era algo que pudiera distraernos mucho tiempo. Opináramos lo que opináramos, los hechos que debíamos tener y tenemos por ciertos estaban ahí. Entre un hecho y una opinión, habíamos de quedarnos con el primero y no con la segunda. El primero era, para nosotros, cierto; la segunda podía ser de unos o de otros. Asentado esto en nuestra conciencia, debíamos proceder contra el príncipe de Sant’Elia igual que procedíamos contra todos los demás, y sólo detenernos donde ya fuera imposible seguir sin conculcar el Estatuto. Pero éste no prohíbe ni procesar a un senador ni instruir cualquier diligencia derivada de ese proceso, por ejemplo la visita domiciliaria; lo único que prohíbe es arrestarlo…» El Senado, a través de la comisión que se creó para examinar el caso, habría podido levantar esa prohibición. Sin embargo, no sólo no lo hizo, sino que desaprobó solemnemente el registro (aun reconociendo que no había violado la inmunidad de Sant’Elia como senador) y tachó de «espía» y «canalla» a Mattania (canalla también porque era espía, claro; de eso se deduce que los senadores del Reino de Italia sentían por los espías más o menos lo que los mafiosos de la Vicaría en la comedia de Rizzotto y Mosca, que aquel mismo año tenía un éxito que había de ser secular), de «ignorantes» a los magistrados y de «veletas» a los que instruyeron e investigaron el caso. Merecería la pena transcribir de manera íntegra tanto las actas de la sesión senatorial del 24 de marzo como el informe final (del 12 de mayo) del senador Vigliani, presidente de la comisión que se creaba aquel mismo día. Pero como el debate del 24 de marzo anticipa en realidad lo dicho en ese informe, citaremos sólo partes de algunas intervenciones. De la del senador Vigliani, que quizá fue elegido luego presidente por el hecho de haber hablado el primero: «Ante todo, diré sinceramente que, conociendo como conozco a las personas que han tomado parte en este proceso, no tengo duda alguna de que han obrado con la máxima limpieza y rectitud; sin embargo, señorías, a veces también los jueces, como todo ser humano del rango y la condición que sean, han de rendir tributo por desgracia a la humana flaqueza e incurren en error. No quiero adelantar ningún juicio…». Pero acababa de hacerlo. De la intervención de Pisanelli, ministro de Gracia y Justicia: «Señorías, yo comprendo el dolor que ha debido de sentir el príncipe de Sant’Elia al ver, no ya que agentes de la ley rodeaban su casa, sino que pretendían acusarlo de alta traición; a él, uno de los primeros que aclamaron el nuevo Reino de Italia, que siempre, con serena constancia, se ha mantenido alejado de los partidos radicales y se ha mostrado inquebrantablemente leal a la monarquía de los Saboya y a la causa nacional… Y comprendo asimismo, señorías, con qué enorme amargura se habrá sentido el blanco de un proceso judicial. Creo que esa amargura del príncipe de Sant’Elia la habrán experimentado asimismo cuantos comparten con él los mismos principios de lealtad a los Saboya y a la causa nacional; y puedo decir con toda franqueza, señorías, que yo la he sentido como el que más». Todos los senadores prorrumpen en impetuosos «¡Bravo!», y el senador Vigliani, que toma de nuevo la palabra, le da las gracias: «Celebro haber sido causa de que persona tan respetable haya hecho las declaraciones que ha hecho acerca de su señoría, el senador Sant’Elia». Y el senador Di Revel añade: «A mí me trae sin cuidado la situación de nuestro estimado colega, el príncipe de Sant’Elia. Todos los que lo conocen, todos los que han oído hablar de él, serán incapaces de creer…». Lo que no traía sin cuidado al senador Di Revel eran «los derechos y deberes y la dignidad del Senado», sólo que de esos deberes parecía excluir el de no interferir en una instrucción abierta ni dar por inocentes a quienes los jueces consideraban culpables.
Una vez creada la comisión que debía examinar el caso en la sesión del 24 de marzo, el Senado quedaba a la espera de que el ministro de Gracia y Justicia le enviara un informe, y el ministro de Gracia y Justicia, de que se lo enviara a él Giacosa. Aunque el día 15 Giacosa ya lo había redactado, el ministro seguía sin recibirlo el 24, y nunca lo recibió. El informe se evaporó. Un doble móvil impulsaba sin duda al que lo hizo desaparecer: saber exactamente de qué información disponía Giacosa, para obrar en consecuencia, y hacer que ministro y senadores se enfadaran aún más con Giacosa y Mari, que no enviaban el informe. ¿Y quién tenía el interés y los medios de interceptar y hacer desaparecer aquel informe?
Giacosa redactó de nuevo el informe —no había guardado copia del anterior, quizá porque se lo pidieron reservado, personalmente reservado para el ministro, y por tanto no debía quedar copia en los archivos—, pero su estado de ánimo era ya distinto del que tenía cuando redactó el primero, que había desaparecido «inexplicablemente» (como suele decirse cuando la explicación está clarísima): esta vez sabía, al menos por encima, lo que se dijo en la sesión del Senado del 24 de marzo, una de cuyas decisiones fue también la de conceder a Sant’Elia la «delegación especial» para representar al rey en las ceremonias de Viernes Santo. Es, pues, el estado de ánimo de un hombre derrotado, y que ve además la derrota de la ley, de la justicia, del «sagrado dogma de la igualdad».
Con desengañada lucidez recapitula todos los hechos, los analiza en su ambivalencia y ambigüedad, razona y justifica los motivos de sus medidas y decisiones. Insiste sobre todo en demostrar que Mattania era digno de crédito, pues lo primero que le reprochaban era haberle creído. Nadie le echaba en cara haber creído a Angelo D’Angelo (a quien luego creyeron también los jueces de la audiencia de lo criminal y del Tribunal Supremo), un hombre más o menos de la misma clase y con los mismos antecedentes que Mattania; pero todos le reprocharon haber creído a este último, quien, sin embargo, tenía sobre D’Angelo la ventaja de que sus delaciones, en la medida en que era posible demostrarlo, resultaron fundadas. Por otra parte, no fue Giacosa quien descubrió que se podía confiar en Mattania: por el simple hecho de ponerlo a su disposición, se lo aseguraba la propia administración, o sea, el director de la cárcel y el jefe de policía, que ya habían recurrido a sus servicios. Y el director de la cárcel, podemos añadir nosotros, que fue sin duda quien sugirió que se sirvieran de Mattania, pensaba y era, según afirma Giovanni Raffaele, muy distinto a Bolis, el jefe de policía.
Pero lo que disipó las dudas que nuestro fiscal abrigaba hacia Mattania —aunque nunca del todo— no fueron las garantías de «la administración», sino los informes del propio Mattania: «Uno se quedaba impresionado al leer aquellos informes, al ver cuántos y qué importantes eran los hechos que relataban y lo verosímiles que parecían, pues seguramente provenían de fuentes fidedignas; impresionado al leer los diálogos, al ver cómo se encadenaban unas cosas con otras y resultaban de una coherencia asombrosa, al constatar la infinita cantidad de detalles, al leer simples comentarios sobre hechos que nosotros conocíamos pero de los que sólo alguien bien informado podría haber hablado a Mattania; impresionado, en fin, por una serie de cosas que remueven la conciencia y parecen convencerlo irresistiblemente a uno antes de que la razón pueda analizarlas como es debido». Esto ocurría mientras Mattania estaba en la cárcel. Cuando fue puesto en libertad y empezó a informar de sus encuentros con miembros de la organización y de su ascenso dentro de ella, Giacosa y Mari pudieron vigilarlo y controlar lo que informaba. Pudieron en una corta medida, podríamos decir indirecta, pero que bastó para que los dos jueces juzgaran a Mattania digno de crédito.
Siempre y cuando uno se fiara de la policía, un buen modo de tenerlo vigilado era seguirlo. Es lo que hacían agentes de paisano cuyos informes eran cotejados con los de Mattania. Al parecer no siempre coincidían, pero eso, bien mirado, hace más creíbles las coincidencias, al desmentir la sospecha de que todos los informes, los del espía y los de los agentes que lo seguían (o deberían haberlo seguido), salieran del mismo sitio, fueran dictados por la misma persona.
Desde luego, nuestros dos magistrados se fiaban de la policía, al menos en lo que se refiere al seguimiento de Mattania y a la investigación de sus movimientos y de la identidad de las personas a las que iba conociendo. Y, en lo que afecta al partido borbónico, también nosotros podemos fiarnos, visto que Bolis, el jefe de policía, hacía lo posible por implicar a miembros del Partido de Acción e invertía la naturaleza política del caso situando al general Corrao y al doctor Raffaele a la cabeza de una organización que, según los dos magistrados, habían dirigido en realidad los príncipes de Sant’Elia y de Giardinelli. Eso no quiere decir que Corrao y otros del «partido extremado» no conspirasen. Lo hacían, y seguro que entre sus filas contaban con la misma gente —chusma de ciudad, camorristas de barrio, mafiosos rurales— que los del partido borbónico: es algo que suele ocurrirles a los «partidos extremados» en Sicilia; en Sicilia y donde exista un proceso de sicilianización, por así decirlo, una desintegración social según el antiguo y duradero modelo siciliano.
Entre los resultados de la vigilancia que podían demostrar que Mattania era digno de crédito, importa a Giacosa llamar la atención sobre los de un día indeterminado posterior al 3 de marzo y los de la noche del 8. «El día 3 de marzo, o mejor, el 3 de marzo por la noche, Gaetano Pareti llevó por vez primera a Mattania a ver al sacerdote Agnello, párroco de la Albergheria, y los presentó. Desde ese momento y hasta el día en que se destapó todo, Mattania fue a casa del tal Agnello a diario, generalmente por la noche. El jefe de policía creyó oportuno mandar uno de esos días a un comisario, un sargento y un agente a que vigilaran las entradas de la vivienda de don Agnello para ver si Mattania iba de verdad» —lo que significa que el seguimiento no era constante—; «y, en efecto, los tres pudieron ver llegar de pronto a Mattania que, canturreando, se dirigió a la puerta de la casa y llamó. Le abrieron, Mattania entró y, al cabo de unos veinte minutos, salió y se fue. En su informe del día siguiente, Mattania contaba su visita al sacerdote añadiendo las horas: éstas coincidían exactamente con las que declaraban los agentes… Pero estos mismos agentes, que por orden de sus superiores siguieron vigilando la casa del sacerdote cuando Mattania se fue, vieron luego salir a nueve sacerdotes más, todos bien abrigados y con aire inquieto y misterioso.» Eso por lo que respecta al día 3. Sobre lo de la noche del 8, la policía no informó de manera menos misteriosa, pues los agentes se limitaban a hablar de Mattania —que entró en el arzobispado a las 19.30 y salió a las 20.30— y no daban cuenta de ninguna otra llegada o salida. Esa omisión nos parece a nosotros voluntaria, deliberada.
Otro hecho que Giacosa aduce como prueba de la credibilidad de Mattania es el siguiente: «En su informe número 12, que relata los hechos de los días 1 y 2 de marzo, Mattania, a quien la mañana del 2 Cripì había presentado a Antonino Pareti, cuenta que la noche de ese mismo día fue, en coche y con dos hijos de Pareti, a casa de un tal Arena, donde al poco se les reunió un tal Bartolo Pagano. Partieron entonces los cinco en coche, armados de escopetas. Pasaron Villabate y siguieron hacia Misilmeri. Llegados a cierto punto del camino se apearon y se internaron en una arboleda. Allí encontraron a no menos de sesenta individuos armados, a los que Pagano y Gaetano Pareti dirigieron vehementes arengas animándolos a presentarse en Palermo el día 19 de marzo», el día de San José al que aludió Cripì… «Esto sucedía la noche del 2 de marzo, y nosotros lo sabíamos al día siguiente, por el informe de Mattania. Pues bien, en los partes oficiales que llegaban a los pocos días, las autoridades competentes» —los carabineros— «daban noticia de la presencia en las inmediaciones de Misilmeri de una cuadrilla de al menos cincuenta hombres armados al mando de un tal Oliveri.» Y fijémonos en un detalle que evidencia las dificultades con que se topaba Giacosa para realizar su trabajo: cuando pidió que verificaran los hechos que Mattania contaba, la policía contestó que aquella reunión era imposible, pues el «tal Arena», al que Mattania describía como «muy alto», Vincenzo Arena, llevaba seis meses en la cárcel. Pero al insistir nuestro fiscal, diciendo que tal vez Arena saliera de algún modo por la noche y volviera a la cárcel por la mañana («algo no imposible, pues aquí la corrupción y la camorra imperan invictas en las cárceles») o que Mattania se refiriese a su hermano, Nicolò Arena, se supo que Vincenzo no estaba en la cárcel. También esto, creemos, serviría para justificar la confianza de Giacosa en el «joven espía» (Giacosa insiste a menudo en que Mattania era joven, lo que viene en apoyo de la hipótesis de que el Matracia al que se refería Giovanni Raffaele era otra persona).
Además de las detenciones y de los registros practicados, y aunque siempre de manera parcial, pues no se tenían testimonios que pudieran contrastar lo que Mattania ponía en boca de los acusados, hubo otros elementos que demostraban la veracidad de sus informes. «Dejando aparte las numerosas contradicciones», escribe Guido Giacosa, «en las que incurrieron algunos de los acusados, incluidos los más inteligentes, monseñor Calcara y los sacerdotes Patti y Agnello, contradicciones que no tienen excusa sobre circunstancias recientes y comunes que unos afirmaban y otros negaban; y dejando también de lado algunos detalles que ya constan en los correspondientes atestados, como por ejemplo el hecho de que el señor Antonino Pareti, cuando le preguntaron si conocía a Mattania, se hiciera la señal de la cruz antes de contestar, o de que —lo que es quizá más significativo— Gaetano Pareti negara que Francesco Cripì le hubiera dado cierto dinero mientras que este último así lo reconocía; aparte de estos pormenores, digo, que aun así son muy importantes, podemos dar los siguientes hechos por seguros:
»Primero. Al salir de la cárcel, Mattania fue a ver a la mujer de Gaetano Castelli y le habló del marido. La visitó varias veces y le dio dinero. La mujer y la madre de Castelli, interrogadas, lo negaron y no sin poner el grito en el cielo. Pero según dice Mattania sí lo vio una vecina de Castelli, a la que en alguna ocasión incluso hizo el encargo de que le diera el dinero a la mujer de Castelli. Llamamos a la vecina y ésta nos lo confirma punto por punto. Mandamos que traigan a la mujer de Castelli y la careamos con la vecina: la primera empieza a palidecer, se aturulla, rompe a llorar a lágrima viva. Admite entonces que conoce a Mattania, que la visitó varias veces y que le dio dinero, y cuenta su primer encuentro en los mismos términos en que lo hizo Mattania, como puede comprobarse por los documentos adjuntos.
»Segundo. Mattania fue a ver a Cripì y le habló de Castelli, luego volvió muchas veces a su casa, le prestó algunos servicios, echaron un trago juntos en varias ocasiones. El propio Cripì, el único de los acusados que hizo declaraciones —¿lo acordarían así en Castellammare, cuando los encerramos a todos juntos?—, admitió que conocía a Mattania y que lo había tratado.
»Tercero. Que Mattania hubiera entrado en las casas de don Agnello y de monseñor Calcara lo dábamos por cierto, pero queríamos alguna prueba concluyente. Fuimos a ver a Mattania y le pedimos, con atestado y todo, que nos hiciera una descripción de las viviendas del sacerdote Agnello y de monseñor Calcara, que se limitara, claro está, a los sitios en los que hubiera estado. Nos los describió con todo detalle. De la casa de Agnello describió la escalera, la planta baja, a un zapatero remendón que trabaja en ella, a las dos sirvientas, una vieja y una joven, la puerta, la sala, la ventana enrejada, la mesa arrimada a la pared, el sillón, el sofá, las sillas. De la de monseñor Calcara describió el recibimiento, el cuarto en penumbra iluminado por un único ventanuco, una tercera sala, el escritorio en mitad de la pared y los muebles que lo flanqueaban, la estantería, los sillones, la ventana, los cuadros; en fin, todo. Nosotros fuimos a verificarlo acompañados de un arquitecto… ¡Todo lo que Mattania describió es absolutamente exacto! Luego, sí fue a esas casas, y lo bastante a menudo como para recordar dónde estaban y cómo eran las puertas y ventanas, para hacer, digamos, un inventario mental de los muebles. ¿Por qué lo niegan los sacerdotes Agnello y Calcara? ¿Por qué sus respectivos criados sostienen que aquel hombre no estuvo nunca en casa de sus amos? El hecho fehaciente e indiscutiblemente demostrado de que Mattania sí visitaba aquellas casas confiere pues verdad a lo que cuenta que se dijo e hizo en ellas, pues si hubieran sido cosas decentes y confesables tampoco habrían dejado de advertirlo los dos inteligentes sacerdotes.»
En un segundo interrogatorio, monseñor Calcara se vio obligado a reconocer que Mattania lo había visitado. «Cuatro o cinco días antes de mi arresto se presentó en mi casa un desconocido a primeras horas de la tarde. Como yo no estaba, le pidió a la criada que lo dejara entrar a escribirme una nota, como en efecto hizo. Y se fue diciendo que se pasaría a las ocho. Cuando volví, mi hermana me contó la visita y me dio la nota, pero como yo creí que era de alguien que pedía limosna, que es lo que suele ocurrir, me olvidé de leerla y la dejé sobre mi mesa, entre los papeles para tirar. Al atardecer el desconocido volvió» —y lo describe, da su nombre, Orazio, y dice haber olvidado el apellido—, «me habló de Pasquale Masotto, que afirmaba que yo era su padrino» —no dice si es verdad o no—, «y me pidió que lo ayudara con un sueldo mensual. Yo contesté que nunca pagaba sueldos, que las limosnas las hacía a quien yo quería y cuando me daba la gana, y que lo de Masotto era gravísimo y como mucho trataría de ocuparme de sus hijos. Entonces el desconocido se fue mascullando la palabra “gobierno”. Seguro que esa nota está todavía en mi casa, voy a pedirle a mi sobrino que la busque y la presente a la justicia.»
En esto nuestro fiscal, técnicamente hablando, cometió un error: no ordenó de inmediato un segundo registro en casa de monseñor Calcara. Quizá porque el primero ya le había dado bastantes problemas, o porque al haber visto en persona el esmero con que se llevó a cabo estaba convencido de que, si aquella nota hubiera existido, no habría pasado inadvertida. Pero a veces los errores dan más frutos que los aciertos.
Como Mattania aseguraba que no había escrito aquella nota, nuestro juez no esperaba que la presentaran. Dos días después, sin embargo, va a verlo Francesco Calcara, sobrino de monseñor, y le comunica que ha encontrado, «en la papelera», la valiosísima nota que demuestra que Mattania miente, y que acaba de depositarla en poder del señor Albertini, notario. Dos horas después leía el fiscal la nota. Al momento debió de sentirse aturdido, asustado: «La letra era tan parecida a la de Mattania que no cabía duda de que la había escrito él; sobre todo la firma era atrozmente idéntica». Hicieron comparecer a Mattania, le pidieron explicaciones y lo carearon con monseñor Calcara, y como el primero repetía con convicción que no había escrito aquella nota, al fiscal no le quedó más remedio —oficialmente, para saber quién de los dos decía la verdad, y personalmente, para poder seguir creyendo en su informante— que ordenar un examen pericial. Por una elemental precaución lo pidió a la fiscalía del Tribunal de Apelación de Milán, y al cabo de unos días el juez instructor Belmondo lo informaba de que los peritos habían advertido enseguida que la nota era falsa: «Y eso no dependía de lo que se opinara o se creyera, sino de hechos de orden físico, pues se comprobó la existencia de una serie de trazos finísimos, hechos con tinta de otro color, que luego habían sido repasados para obtener las letras que se leían».
Aquel examen pericial suponía un triunfo para Mattania. Como que ya estaban encargándose —el gobierno, la policía, Bolis— de meterlo otra vez en la cárcel. Y en una bien lejos: la de Génova.
Todo el mundo —gobierno, Senado, Cámara de los Diputados, magistrados de rango superior, periódicos— quería que Giacosa y Mari explicasen por qué un hombre como Sant’Elia, que había «saludado» la unidad nacional, acompañando el saludo con dinero, se habría pasado en tan poco tiempo a la causa de la restauración borbónica. Se lo preguntaban a ellos, que querían preguntárselo a Sant’Elia y no podían.
Sin conocer el caso del príncipe de Sant’Elia pero sí un poco la historia del Reino de las Dos Sicilias, Giacosa contestaba diciendo: «Casos parecidos se han dado, y quizá se den en la actualidad, en la historia de las naciones; más aún en la de Nápoles y Sicilia, que no ha sido, desde los normandos hasta los españoles pasando por los suevos, los angevinos y los aragoneses, más que una serie de conspiraciones políticas para echar al nuevo señor y poner al antiguo, y vuelta a empezar, echar al antiguo y poner al nuevo. Con semejante tradición conspiratoria, ¿por qué habría de extrañar que un rico patricio conspire sin una explicación razonable?». Y a los que le preguntaban por el móvil de Sant’Elia para hacer aquello, él les preguntaba a su vez: «¿Dejan acaso los hechos de serlo sólo porque no se les ve una razón plausible? Y porque nadie consiga explicarse qué motivos tenía Sant’Elia para conspirar, ¿vamos a negar de antemano que lo hiciera y rechazar los graves cargos que pesan sobre él? ¡Los motivos! ¡Y quién conoce al ser humano! ¡A cuánta gente no vemos hacer cosas inexplicables!».
También los hombres contratados para los apuñalamientos se hicieron la misma pregunta, como hemos visto: ¿por qué había de conspirar el príncipe de Sant’Elia contra un gobierno que no le escatimaba cargos ni honores? Y la explicación que daban, que Castelli daba al contárselo a Mattania, no difería de la del fiscal Giacosa. Era una explicación de orden histórico y, como hoy se diría, sociológico. «Los que saben leer y escribir y tienen dinero», decía Castelli, «nunca están contentos, siempre quieren más, y conspiran para aprovecharse de todos. Y nosotros, la gente pobre, arriesgamos la vida y morimos sin denunciarlos, porque no somos unos traidores como D’Angelo, y dejaremos que nos maten sin decir una palabra, para que sigan manteniendo a la familia… Estos señores quieren hacer como en el cuarenta y ocho… Como Víctor Manuel no les ha dado grandes cargos, sacan dinero de Francisco II y quieren que venga la revolución. Y su dinero los protege siempre.»
Se daban también circunstancias generales que pueden ayudarnos a comprender mejor los motivos concretos y personales de Sant’Elia. Para explicarnos dichas circunstancias la alusión de Castelli a lo del año 1848 es sumamente pertinente: recuérdese cómo entonces casi todos los nobles sicilianos se retractaron, se justificaron, pidieron perdón y prometieron lealtad eterna a la dinastía borbónica ante el mismo rey Fernando, cuya caída habían proclamado con entusiasmo siendo diputados —aristócratas— en el parlamento «revolucionario». Son hechos vergonzosos donde los haya, y para toda una clase; de una bajeza que roza lo grotesco. Conociéndolos, no cuesta imaginar que esa misma clase, esas mismas personas, estuvieran dispuestas, catorce años más tarde, a celebrar la restauración borbónica y a pedir perdón a Francisco II por sus deslices garibaldinos y saboyanos («deslices» o vaghi errori, como los de las flores de la canzone de Petrarca, Chiare, fresche e dolci acque, que se deslizan sobre Laura y flotan caprichosas en el agua). En 1862 la situación de Sicilia debía de parecerle a la aristocracia exactamente la misma que en 1849, es decir, que bastaría con que un regimiento borbónico desembarcara en cualquier parte de la costa para que toda Sicilia se alzara en armas contra los piamonteses. En el pueblo, entre la burguesía agraria (cuando se habla de burguesía en Sicilia conviene dejar la palabra en dialecto —burgisia— o añadirle un adjetivo, por ejemplo, burguesía mafiosa), la desilusión era grande, dados los elevados impuestos, el servicio militar que los ricos eludían con dinero y los pobres debían prestar de tres a siete años, la desamortización de bienes eclesiásticos que beneficiaba siempre a la alta burgisia terrateniente, aún más rapaz e implacable que la aristocracia feudal. Y había también un gravísimo problema de orden público, aunque en esto la manera como Maniscalco había dirigido la policía entre 1848 y 1860 no tuviera por lo visto mucho que ver con las vacilaciones, el rigor arbitrario, el poco poder y el necio maquiavelismo con que lo hicieron algunos jefes bajo los Saboya, por ejemplo el tal Bolis. Es decir, que la restauración borbónica debía de parecer no sólo posible, sino segura e inminente. Por toda la isla surgían comités borbónicos secretos, lo cual, suponemos, sorprendería no poco al mismo Francisco y a su fiel ministro Ulloa, que de los sicilianos no esperaban lealtad alguna.
Para los sicilianos con olfato era el momento de sacar sus títulos de fidelidad a Francisco II, aunque con cautela y astucia, y practicando ese juego a dos bandas que exactamente ochenta años después, entre fascismo y antifascismo, hemos visto que funciona. Y olfato, la aristocracia tenía, y afinado por los siglos.
Se dirá que si el príncipe de Sant’Elia practicó ese juego, no demostró ser ni cuidadoso ni astuto, al confiar por completo en un espía y —error aún más grave— dejarse presentar como jefe ante la banda criminal de la que formaban parte Castelli, Masotto, Calì… y Angelo D’Angelo. Pero ese proceder que parece incauto e incluso absurdo también podríamos considerarlo supremamente astuto, una cumbre, una sublimación, una apoteosis del juego a dos bandas; justo por haber sido practicado tan a cara descubierta parecería increíble, como de hecho pareció. También es posible que Sant’Elia considerara necesario correr esos riesgos, dadas sus ambiciones y las circunstancias del momento. En la rebelión del pueblo siciliano que se creía inminente, en la restauración borbónica que le sucedería, seguramente quería presentarse como el primero y más grande artífice del cambio, y que el pueblo se lo reconociera por aclamación, inmediata e inequívocamente, antes de que lo hiciera Francisco II (que, por lo demás, volvería como rey constitucional).
Y es que el poder que Sant’Elia obtuvo de los Saboya fue en realidad pura apariencia, solemne y grandiosa, pero pura apariencia: senador del Reino por patrimonio, representante del rey en los tedeum y las procesiones. El poder real estaba en otras manos. Por eso nadie le paró los pies a Giacosa hasta que ordenó los registros ni le advirtió o dio a entender que se anduviera con ojo. Cuando el 13 de febrero Giacosa escribió al Ministerio de Gracia y Justicia comunicando su intención de proseguir las actuaciones contra los príncipes de Sant’Elia y de Giardinelli y exponiendo las dificultades —que correspondía al ministro solventar— derivadas de la condición de senador del primero, el ministro no reaccionó ni con sorpresa ni con pesar. Se esperaba a hacerlo en el Senado el 24 de marzo, y mientras, callando y otorgando, dejaba que los dos magistrados creyeran en su apoyo y colaboración. Puede que el ministro callara por negligencia, por desinterés, pero también puede que quisiera cubrir de cierto descrédito —aunque sólo de cierto descrédito— a Sant’Elia y por eso dejó que las cosas siguieran su curso. Por desinterés o por cálculo, el caso es que durante un mes nadie movió un dedo por Sant’Elia: ni el ministro de Gracia y Justicia ni el de Interior. Contra un hombre realmente poderoso, o no habría habido desinterés, o el cálculo habría continuado hasta destruirlo.
Sant’Elia fue elegido diputado por Terranova (la Gela de la que era duque) en 1861: de derechas, naturalmente. Y luego fue nombrado senador. De la práctica política no conocía más que la masonería: una logia —de derechas, naturalmente— que al parecer dirigía como propia y cuyas relaciones con otras logias sicilianas no se conocen muy bien. Quizás el deseo ministerial de desacreditarlo un poco tuviera su origen en rivalidades masónicas.
En definitiva, es posible que Sant’Elia estuviera algo decepcionado por lo que había sacado de los Saboya y confiase en obtener más de los Borbones. Y no sería el único: diputados sicilianos del parlamento nacional a los que un agente borbónico (aunque en realidad era un agente de Víctor Manuel) había sondeado con propuestas en favor de la restauración se habían mostrado inclinados a aceptarlas o al menos a no rechazarlas. Y eran personas cuyos nombres leemos hoy en las placas conmemorativas como padres del Risorgimento.
Con lo que tenían, Giacosa y Mari no estaban en condiciones de sostener una acusación contra el príncipe de Sant’Elia lo bastante sólida como para resistir el enfrentamiento con unos abogados que ya no serían de oficio. Y, sin embargo, esperaban conseguirlo: con la paciencia, la habilidad y el valor que hacían falta y que ellos tenían. Por lo pronto, pedían poder tratar al príncipe como a cualquier otro ciudadano sospechoso de un delito tan grave, como a los que ya estaban en la cárcel. «No se puede hacer diferencias», escribe Giacosa; «Quedarse con lo que se refiere a los otros y rechazar lo que afecta a Sant’Elia es imposible. Acusar, juzgar, tal vez condenar a unos, y dejar que el otro, al que apuntan las mismas pruebas, mencionan los mismos papeles, acusan los mismos argumentos, quede libre, dignificado, poderoso, atentaría muy gravemente contra todo sentido de la justicia y desacreditaría a la magistratura y a las instituciones patrias… Ningún magistrado consciente y digno de su cargo sostendría la acusación contra todos los imputados dejando que el principal acusado, y evidentemente el más culpable, escapase a toda sanción penal.» Sin embargo, Giacosa ya sabía, como decía en el informe al ministro de Gracia y Justicia, que «a la primera conspiración, que aspiraba a sembrar la insurrección y la anarquía en el pueblo, ha sucedido ahora otra, cuyo objetivo es eliminar como sea todo lo que pueda llevar a descubrir la primera; la desaparición de mi primer informe, desaparición que no tiene nada de casual, lo demuestra fehacientemente». Y aunque la primera conspiración fue abortada, hacer fracasar la segunda era imposible. «Nosotros no perdemos la esperanza», decía. Pero ya la habían perdido.
Entre los papeles que, para recuerdo propio y de su familia, reunió sobre el caso, figura por último una segunda carta dirigida a aquel alto magistrado cuyo apoyo esperaba (había esperado). «Le aseguro que estoy rendido, abrumado, que no puedo más. Este caso me ha causado tanto cansancio físico y tantas preocupaciones morales que si no fuera porque tengo una salud de hierro, hace tiempo que estaría retirado… Pero ya no lo aguanto.» Y añade que pidió un permiso —«indispensable para poder recobrar con la familia las fuerzas y la serenidad que tanto necesito»— y el traslado: «Si no fuera posible, preferiría que me suspendieran, preferiría dimitir, cualquier cosa, con tal de no seguir en Sicilia».
Él creía que su fracaso, el fracaso de la ley, de la justicia, se debía a Sicilia, a «las costumbres, las tradiciones, el carácter, la mentalidad de esta pobre gente, que está mucho peor de lo que parece». Pero en realidad se debía a Italia.
El 3 de febrero de 1862, un informador del gobierno italiano, que operaba en los círculos borbónicos de Roma, enviaba desde Génova a Celestino Bianchi, director general del Ministerio del Interior, un extenso informe sobre las actividades de un comité que presidía el ministro Ulloa y al que Francisco II había encargado «organizar y dirigir todas las operaciones en Sicilia, aprovechando además la favorable disposición que los últimos acontecimientos de Castellammare» —una revuelta popular breve pero sangrienta— «y otros puntos de la isla ponen de manifiesto». A ese comité pertenecían el príncipe de Scaletta, el príncipe de Sant’Antimo, el conde de Capaci, el príncipe de Campofranco, el barón Malvica, Emmanuele Raeli, el arcipreste Giuseppe Carnemolla y el abogado Giuseppe Grasso; los dos primeros vivían en Nápoles, los demás, por entonces en Roma. El embajador de España y el general Girolamo Ulloa, hermano del ministro, eran consejeros de dicho comité.
Uno de los miembros, Emmanuele Raeli, siciliano de Noto, hermano de un diputado del parlamento italiano, era informador de la policía italiana.[9] A Raeli el comité le tenía encomendada una misión en Marsella (donde vivía Salvatore Maniscalco, ex jefe de la policía siciliana), Génova y Turín. Mucho nos gustaría seguir a este personaje en el desempeño de su doble cometido, en su doble vigilancia, en su doble miedo;[10] pero más nos interesa otro de los miembros del comité enviado a Sicilia: don Giuseppe Carnemolla, arcipreste de Scicli. «Carnemolla», informa Raeli a Celestino Bianchi, «fue elegido para lo de Sicilia porque como, aun siendo del partido liberal ultra, es un feroz autonomista y se encontraba en Roma por asuntos privados antes de los recientes acontecimientos políticos» —los de 1860—, «podía viajar a la isla sin despertar sospechas. Sobre este viaje hago constar que el tal Carnemolla, gracias a sus muchas influencias en Roma, obtuvo de miembros del partido italiano (que en realidad nada sabían de su misión ni de su conversión a la causa del rey Francisco) una carta oficial del cónsul italiano en Roma que le aseguraba protección e inmunidad tanto en Nápoles como en Palermo. Esa carta lleva fecha del 14 de enero y Carnemolla partía el 16, primero para Nápoles y luego para Palermo.»
Por el informe de Raeli y las instrucciones de Ulloa (cuyos documentos originales enviaba Raeli a Celestino Bianchi) sabemos que la misión de Carnemolla constaba de una parte genérica, que podía cumplir de manera discrecional y plenipotenciaria (llevaba «cartas firmadas por su excelencia Ulloa sin un destinatario concreto, para que las utilizara según las circunstancias», y tenía facultad para «captar con dinero o promesas de empleo a los cabecillas de 1848», «fundar clubes y comités en Palermo y otras partes de la isla», atraer a la capital a los elementos de provincias que él supiera leales a la causa y pudiera necesitar), y de otra parte en la que debía seguir instrucciones precisas del comité. La primera de éstas era la de entrevistarse con el príncipe de Sant’Elia. Dice Raeli: «Estando en Roma, Carnemolla le encargó ciertas gestiones en Sicilia a un abogado pariente suyo (no recuerdo el nombre), que tenía un gran ascendiente sobre el príncipe de Sant’Elia de Palermo y que le había asegurado que no le costaría ganárselo. De hecho, junto con las cartas oficiales, Carnemolla llevaba un decreto en el que el rey Francisco otorgaba el Cordón de San Genaro al príncipe y lo nombraba gentilhombre de cámara».
Carnemolla partió para Nápoles el 16 de enero. Es de suponer que se quedara en la ciudad varios días, esperando a que un diplomático ruso le diera los documentos que iba a necesitar en Palermo. Raeli supo que los recibió, aunque no si, como tenía dispuesto el comité, se los pasó a un inglés, John Bishop, que debía restituírselos ya en Palermo. Raeli recibió en Génova una carta en la que un amigo se extrañaba del silencio de Carnemolla y manifestaba serias sospechas al respecto. Ese amigo, explica Raeli a Bianchi, sin revelar su identidad, no formaba parte del comité. Por otro lado, la carta lleva fecha del 8 de febrero. Es evidente que estaban impacientes por recibir noticias de Sicilia, pues Carnemolla no podía llegar a Palermo antes del día 20 y, una vez allí, debía primero, con mucho cuidado, quedar con Bishop para que le diera los papeles, visitar a los benedictinos de Monreale, como decían las instrucciones de Ulloa, y después a los demás; y hay que tener en cuenta el retraso del correo que, aunque hoy pueda parecemos ridículo —una carta de Roma a Génova llegaba en apenas doce días—, es para Raeli un desastroso servicio («ni que estuviera en Nueva York»). En definitiva, no podemos estar seguros de que Carnemolla viera al príncipe de Sant’Elia y le entregara los decretos por los que se le concedía el Cordón de San Genaro y se lo nombraba gentilhombre de cámara.[11] Tampoco podemos estar seguros de si D’Angelo dijo la verdad, de si lo hizo Mattania, de si se fundaban en unos hechos que conocían pocos y comentaban muchos con rumores —que ya en Palermo circulaban cuando los apuñalamientos— de que «pese a que la apariencia engañaba, el príncipe de Sant’Elia era en realidad un borbónico peligroso» («vagos rumores», como dice Giacosa, de los que no hizo caso hasta pasado el juicio a los doce apuñaladores, olvidando que en Palermo las verdades sólo se saben por «vagos rumores»); de si Giovanni Raffaele se refiere a la sociedad patriótica que Sant’Elia presidía cuando habla de la que planeó y ordenó los apuñalamientos en connivencia con la policía. No podemos estar seguros de muchas cosas; pero todas, por una razón u otra, apuntan a la misma persona.
Algo, con todo, sí es seguro: el informe de Emmanuele Raeli, que el diputado Bruno entregó a Celestino Bianchi, director general del Ministerio del Interior, siguió su normalísimo curso burocrático y llegó al presidente del Consejo de Ministros, entre cuyos papeles lo encontraron casi un siglo después. Entre los ministros, senadores y diputados que dijeron lamentar e indignarse por lo de Sant’Elia había tres, pues, que conocían aquel informe personalmente, y pongamos diez más por cada uno de esos tres.
El 17 de abril de 1863 se debatió en la Cámara de los Diputados la interpelación presentada por el siciliano Luigi La Porta. Dice La Porta: «Entre las personas cuyas viviendas fueron registradas la misma noche que detuvieron a los acusados estaba el príncipe de Sant’Elia, senador del Reino. Su casa fue registrada como lo fueron las de los otros, pero el príncipe no fue arrestado; y mientras que contra los demás se incoaba un proceso, el príncipe se paseaba por Palermo la semana antes de Pascua en representación del rey, como ya hizo una vez. Así, la opinión pública piensa: si la justicia se ha equivocado con el príncipe de Sant’Elia, se equivocará también con los demás… Yo estoy deseando que se celebre el juicio».
Nosotros tememos, y con bastante fundamento, que la opinión pública, al menos en Palermo, discurriese de manera diametralmente opuesta a la que su señoría La Porta le atribuye (y siempre, claro está, con «vagos rumores»), a saber: que el príncipe era culpable, y «todos los demás» también, y que era lo de siempre, lo que nunca dejaría de ser: el príncipe quedaba libre y era honrado, y «todos los demás» iban a la cárcel. Y además del diputado La Porta, los que también estaban deseando que la instrucción acabara y el caso pasase a los tribunales eran Giacosa y Mari, aunque suponemos que lo que aquel mismo día se dijo en el parlamento debió de acabar definitivamente con sus esperanzas. El inefable ministro Pisanelli, que formalmente defendió a los dos jueces de los ataques de Crispi (que había criticado la forma como fue instruido el caso y el que se implicara a personas de cuya inocencia se ofrecía garante, sin incluir por lo visto a Sant’Elia), ya estaba pensando en «trasladarlos» (entonces el ministro de Justicia tenía poder para hacerlo). Mari aceptaría el «traslado» y Giacosa volvería al Piamonte, donde seguiría ejerciendo libremente la abogacía, oficio que tres años antes había abandonado.[12]
En un momento de su intervención, Francesco Crispi había dicho: «Creo que seguirá siendo un misterio y jamás sabremos lo que realmente ocurrió».
Así se disponía a gobernar Italia.