as leyendas brotan de la imaginería popular con la misma fluidez con que manan las palabras de la pluma (hoy sería más exacto decir del procesador de texto…) de un escritor fecundo, aunque demoren infinitamente mucho más tiempo en afincarse definitivamente en las tradiciones, las costumbres y los acontecimientos cotidianos del mismo pueblo que las creó y que es, con el transcurso del tiempo, el encargado de adaptarlas, modificarlas y «aggiornarlas» como respuesta a su propia evolución.
Tenemos un concepto intuitivo y casi podría decirse ancestral y atávico, del vocablo leyenda, que sugiere por sí mismo una evocación de hechos barnizados por la pátina de los siglos —cuando no perdidos en la noche de los tiempos, o directamente atemporales— pero que invariablemente conservan y alientan ese regusto evocativo y nostálgico que nos retrotrae a épocas pasadas e inefablemente mejores.
Pero, desde un punto de vista pragmático y demostrable, ¿es realmente el pueblo el que crea las leyendas? Éste es un punto largamente controvertido, ya que no parece demasiado racional que una leyenda se origine por generación espontánea en un grupo o comunidad, ni que nazca de manera anónima y colectiva, incorporando detalles y rasgos a medida que crece. Por lo tanto, parece sensato deducir que la leyenda puede considerarse popular (es decir relativamente anónima) desde el punto de vista de que su creador, ya sea por observación o por intuición, incluya en ella alguno o algunos de los grandes temas hacia los que el pueblo se siente más sensibilizado o atraído. Del acierto o desacierto del tratamiento que la leyenda haga de esos temas clave, depende su mayor o menor difusión y su perdurabilidad en el tiempo.
Una vez lanzada a rodar, si una leyenda encuentra un eco positivo en los sentimientos y necesidades populares, el hombre común la adopta y la embellece para su propia satisfacción; la incorpora a su vivir cotidiano, la modifica, la pule, adapta los personajes y su entorno a los tiempos que corren, cambia los ejes de atención, amplía o reduce el protagonismo de los participantes y finalmente la comenta y la transmite, pero rara vez la pone en tela de juicio.
Es entonces cuando la leyenda se transforma verdaderamente en un patrimonio universal: la cuentan los bardos y narradores en las tabernas, la relatan las ancianas a sus nietos junto a la chimenea, se hace copla o canción en las fiestas y se convierte en víctima de sesudos análisis por parte de literatos, críticos y otros personajes incapaces de crear sus propias obras.
Por lo general, en sus comienzos la leyenda se encuentra estrechamente vinculada a un pueblo, una etnia, un país o una religión, y afianza sus raíces más profundas en conceptos que sólo afectan a grupos humanos relativamente pequeños, como un culto local, una característica geográfica o meteorológica infrecuente o, simplemente, una tradición de la que se desconoce el origen.
Entre los ejemplos de este tipo de motivaciones puede mencionarse una roca que sugiere la forma de un gigante encadenado, un animal o vegetal autóctono exclusivo de la zona, o sitios a los que se les atribuyen (generalmente por razones basadas en hechos reales) virtudes sobrenaturales, como una fuente termal de aguas sulfurosas, un bosque que se supone invadido por espíritus y demonios, un risco que produce sonidos fantasmales al soplo del viento, etcétera.
Sin embargo, con el paso del tiempo los países, etnias y pueblos se ponen en contacto entre sí y comienzan a intercambiar sus patrimonios culturales. Y entonces sus temas, entornos, protagonistas y costumbres se mezclan y se amalgaman; la leyenda deja de ser patrimonio de unos pocos para pasar a ser una herencia de toda la humanidad.
La tradición celta —especialmente la de los celtas insulares— es una de las más ricas en lo que respecta a mitos y leyendas, en toda la historia de la humanidad. Sus tramas, basadas en tradiciones que datan desde antes del siglo X a. C. hasta aproximadamente el siglo VII d. C., que fue cuando se comenzaron a recopilar en forma escrita las primeras tradiciones orales, abarcan infinidad de temas, entre los que se cuentan: historias de guerras y conquistas, como las narraciones de Tuan McCarrell[1] y el Tain bo Quailnge[2], proezas bélicas de dioses, semidioses y héroes, encarnados principalmente por CuChulainn y Finn McCumhaill; situaciones mágicas, hechizos, talismanes y encantamientos, como las historias de «Mannawydan ab Llyr», «Pwyll, príncipe de Dyfet» y «Ossian, hijo de Finn McCumhaill»; también abundan los personajes y objetos reales y míticos, con poderes y características preternaturales, como los Tuatha de Danann, los aterradores Formoré, los dragones de Lludd y los gigantes como el rey Bran de Gwynedd.
Sin embargo, la misma riqueza de temas y personajes de las leyendas celtas, especialmente las irlandesas, escocesas y galesas, hace difícil, si no imposible, abarcar en un solo libro todas sus facetas, por lo que en este trabajo hemos querido presentar un conjunto coherente de historias, que resulte representativo en cuanto a las distintas temáticas y protagonistas más conspicuos.
Si bien gran parte de los «mitos originales» —dicho esto con el mayor de los respetos, ya que de momento es imposible determinar cuáles hechos son míticos y cuáles acontecimientos reales— de la historia de la antigua Erín[3] se han perdido, muchos de ellos han llegado a nuestros días gracias a ese conjunto de códices mencionados, y que han sido recopilados entre los siglos VII y XII por un grupo de monjes cristianos, a partir de las narraciones orales relatadas por los escasos filidh[4] sobrevivientes de la época druídica.
A la luz de los escasos datos que se han conservado de la cultura céltica, no parece caber duda alguna de que los sacerdotes celtas, tanto continentales como insulares, no pueden haber ignorado ni desestimado temas tan trascendentales para toda comunidad humana como la Creación del Mundo, el Origen del Hombre, el Movimiento de las Estrellas, etc.; sin embargo, desafortunadamente, los druidas, confinando la parte conceptual de estas informaciones al ámbito de los iniciados y prohibiendo toda especulación laica al respecto, lograron restringir en el pueblo gran parte de la curiosidad y el instinto de investigación; por otra parte, impidieron las relaciones escritas de los temas sagrados y profundos, quizás confiando, a raíz de su orientación shamánica que, cuando su raza no las necesitara más, sus enseñanzas cosmogónicas resurgirían en otras etnias y tradiciones de raigambre similar, como efectivamente ha venido sucediendo desde que el mundo es mundo.
Como consecuencia de estas medidas, la literatura celta más antigua que se conoce —que son las primigenias narraciones en lengua irish gaél y welsh recopiladas por escritores muy posteriores, algunas en sus idiomas originales, pero la mayoría en latín— no comienza por el origen del universo, como en la mayoría de las culturas antiguas, sino por el nacimiento y evolución de las regiones y gobiernos involucrados.
Acerca de estos manuscritos, cabe destacar que, mientras en el resto de Europa, la comunidad cristiana ignoraba, o, peor aún, despreciaba y denigraba, las creencias tradicionales, los amanuenses cristianos de la antigua Erín optaron por preservarlas, hecho encomiable aunque en muchas ocasiones las hayan «cristianizado», suprimiendo las referencias paganas más significativas.
Así, los monjes cristianos copiaron las versiones narradas por los filidh —muchos de los cuales, de hecho, se convirtieron en los primeros conversos irlandeses— con bastante fidelidad, a pesar de que muchas divinidades paganas se convirtieron, en sus manuscritos, en personajes humanos, aunque con poderes especiales. El dios celta Lugh, por ejemplo, una deidad indiscutida entre los galos (celtas continentales), aparece descrito en las transcripciones cristianas como un simple ser humano, aunque desusadamente grande, fuerte e inteligente.
De estas recopilaciones cristianas tardías han sobrevivido —si bien se sospecha que no en su totalidad— dos manuscritos principales que, hasta el momento, se destacan como las fuentes de información más antiguas que pueden encontrarse sobre las invasiones y conquistas que se fueron sucediendo en las Islas Británicas (más específicamente en Irlanda y Gales), como así también los lugares donde se han ido sucediendo; estos dos textos son el Eireann Lebhar Gabhalla[5], que narra las distintas oleadas de conquistadores que llegaron a las playas de la Isla Esmeralda (Erín) y el Mabinogion[6], redactado en lengua galesa, que recopila varias versiones anteriores a su configuración definitiva, referentes a los hechos bélicos e históricos acaecidos en las regiones de Gales y Cornwall.
• Los manuscritos irlandeses: el Eireann Leabhar Gabhalla
Como queda dicho, estos códices están encabezados en importancia por el Libro de las invasiones, un extenso trabajo dividido en trece leyendas, de las cuales hemos tomado los pasajes más sustanciales de las cinco pertenecientes a las Tochommlodda (literalmente, «invasiones»), en cada una de las cuales se relata la epopeya de una las cinco razas que poblaron y rigieron sucesivamente el territorio irlandés.
El Leabhar Gabhalla se complementa con otro manuscrito que, si bien es contemporáneo en sus orígenes orales, fue transcripto al lenguaje escrito bastante más tarde, alrededor del siglo XIV. En este texto se especifican con mucha precisión, aunque en términos algo crípticos (quizás porque los monjes cristianos no conocían al pie de la letra la geografía y la toponimia celtas), los lugares donde se desarrollaron las principales acciones en territorio irlandés.
Otros códices contemporáneos de éstos son: el Libro de Leinster, el Libro amarillo de Lecan y el Dun Cow, de los cuales hemos extraído algunos fragmentos relevantes para los temas tratados, y en lengua galesa, como complemento del Mabinogion, el Libro blanco de Rydderch y el Libro rojo de Hergest.
• Los manuscritos galeses: el Mabinogion
Aunque aún no se ha llegado a determinar con exactitud el origen ni el significado del término, la posición más difundida indica que, en galés antiguo (welsh), un mabinog sería un aprendiz de literato o, más exactamente, un aprendiz de bardo, equivalente al fili irlandés; de esta forma, una historia escrita o narrada por uno de ellos sería un mabinogi, cuyo conjunto conformaría entonces un mabinogion, es decir, el bagaje literario de uno de estos narradores profesionales.
Cabe destacar que el que hoy se conoce bajo el nombre de Mabinogion, en realidad no ha existido nunca en su forma actual, sino que es una recopilación de distintas versiones previas escritas en épocas y lugares diferentes e independientes entre sí, que fueron luego reunidas en una sola bajo el título citado. Entre estas transcripciones «originales» pueden mencionarse el Libro blanco de Rydderch, de fines del siglo XI, el Libro negro de Chirk, del XIII, y el Libro rojo de Hergeist, más completo, y ya del siglo XIV.
Otro punto interesante es que las leyendas incluidas en esas transcripciones parciales difiere considerablemente de una a otra, manteniéndose constantes en todas ellas solamente cuatro historias, conocidas hoy como Las cuatro ramas del Mabinogion: «Pwyll, príncipe de Dyffedd»; «Branwen, hija de Llyr»; «Mannawydan, hijo de Llyr» y «Math, hijo de Mathonwy».
A estas cuatro ramas principales deben agregarse al menos cinco que, si bien sólo aparecen en una, ocasionalmente más, de las versiones originales, se las considera de la misma época y de origen similar a las cuatro principales; éstas son: «El sueño de Maxen Wedlic», «Llud y Levlis», «El sueño de Ronabwy», «Owein y Lunet» y «Peredur de Evrawc».
Con respecto a la procedencia autoral de las leyendas, cabe destacar que, de acuerdo con el consenso de los especialistas, sobre todo de los investigadores galeses, los nombres más probables de quienes proporcionaron la mayoría de las fuentes serían los bardos Gildes y Taliesin, ambos del siglo VI, Aneurin, de una época ligeramente anterior, que parece haber sido también el autor del más antiguo poema galés conocido, el Goddodin, y Meilyr y Gwalchmaihid, ya en el siglo XI, que presumiblemente no se contentaron con registrar y escribir las leyendas, sino que aportaron lo suyo a la forma literaria definitiva de éstas.
Más aún, una cierta inconsistencia en el hilo conductivo, el abuso de los aspectos mágicos y míticos, los desniveles de las estructuras narrativas, y algunas redundancias y agregados sutilmente incoherentes parecen confirmar que la recopilación y consiguiente traducción no son literales, sino que han sido «embellecidas» con aportes de los amanuenses cristianos.