7. ¡A tus órdenes, jefe!, o el aprendizaje

El 13 de abril de 1957 fue sábado; era demasiada suerte para que cayera en martes y trece. Herrero Tejedor acababa de ser nombrado delegado de Provincias de la Secretaría General del Movimiento Nacional. Digamos que la Secretaría General, en aquella época de José Solís Ruiz como secretario, era un ministerio que se ocupaba de los Sindicatos Verticales y del no menos vertical Partido, denominado hasta los sesenta Falange Española y de las JONS, y a partir de esa fecha, «Movimiento Nacional de españoles honestos», en audaz definición de Franco, que fue acortándose para evitar malentendidos y quedó en Movimiento Nacional.

La cosa se hacía más complicada en las provincias, porque el representante y jefe del Movimiento era a su vez gobernador civil. El gobernador tenía que obedecer y contentar a dos superiores, el ministro de la Gobernación y el denominado «ministro secretario», es decir, el del Movimiento. Todo lo que hacía referencia a los gobernadores civiles en su calidad de jefes provinciales del Movimiento era seguido por el delegado de Provincias. Y entonces, preguntará cualquier lector avisado, ¿cuál era la misión del ministro secretario general y la del vicesecretario general, que también había? La gran virtud de las preguntas metodológicas hechas por uno mismo está en que se pueden escoger diversas respuestas, por ejemplo la oficial, la de los implicados, que pasaron por ello, y la de los propios gobernadores.

La oficial puede leerse en el Boletín Oficial del Estado; la de los implicados es variable según fueran delegados, secretarios o vicesecretarios, y la de los gobernadores es muy plástica: donde hay capitán no manda marinero, dice el refrán, «y añado yo —explicaba un veterano gobernador muy dado a los símiles navieros— que mientras uno esté en el barco, si hay maestre y contramaestre también mandan más que tú, por lo tanto para el gobernador todos tenían el valor del Ministro Secretario y así nadie corría el riesgo de equivocarse».

La explicación de la estructura de la Secretaría General del Movimiento permite hacer notables ejercicios literarios, especialmente en el campo de lo barroco, pero quizá estén de más aquí. El delegado de Provincias y sus superiores, el «ministro secretario» y el vicesecretario, no se entendían habitualmente muy bien, porque en materia de funciones las cosas no estaban delimitadas, particularidad hacia la que el máximo legislador, Francisco Franco, tenía una especial inclinación. Las normas debían ser, en cuanto a su aplicación, algo ambiguas, de forma que fuera preceptivo, antes de meter la pata, consultar con la máxima autoridad legisladora.

José Solís Ruiz fue nombrado ministro secretario general del Movimiento aquel mismo año de 1957, y de no ser por los malhadados telares de Matesa —una famosa estafa empresarial donde estaban implicados personajes ligados al Opus Dei— y la capacidad para liar a la gente que tiene Manuel Fraga Iribarne, hubiera cumplido las bodas de plata en el cargo. Tenía cuando fue nombrado ministro del Movimiento dos condiciones, era abogado y cordobés, lo que le daba una imaginación para la política que quizá no era común en el sistema. Además podía intrigar, mentir, castigar y premiar, con una sonrisa y un acento de su tierra, que parecía que acababa de hacer un chiste.

De «Pepe» Solís sus enemigos decían que era inofensivo, y así ocurrió que tardaron doce años en defenestrarlo de la Secretaría del Movimiento. Su capacidad para repetir con gracia lo que la gente quería oír le llevaba un día a gritar: «Nuestra misión no ha terminado, seguimos en guerra permanente» (Hermandad de Marineros Voluntarios, Mallorca, junio de 1961), y luego otro: «Nos gusta la libertad, pero libertad real. Queremos una democracia, pero en el más exacto sentido de la palabra» (Sección Femenina, Castellón, enero de 1962). Si cambiaban los públicos, cambiaban los propósitos.

Fue el ministro que supo poner siempre «los peros» en el sitio adecuado. Si hay un término que cuadraba con su manera de expresarse era el de desfachatez. Le gustaba utilizar los motivos que nadie usaba: libertad, democracia, sufragio universal… («Incluso por sufragio universal serán siempre nuestros muertos los que tienen la mayoría».) Su cultura estaba impregnada de aceituna a media mañana, manzanilla antes de comer, y era de los que llamaban al caballo «alazán», es decir, entre terrateniente olivarero y abogado castizo, algo cursi. Dado que no conocía a Freud, tampoco cuidaba los discursos para evitar que pudieran esconder interpretaciones eróticas: «España está abierta a la más hermosa aventura…».

Era proverbial su inclinación hacia el desorden y su facilidad para improvisar. Franco sentía por él la admiración que un hombre oscuro y poco brillante tiende a conceder a un cordobés, que además es fiel y prolífico en todo: palabras, hijos, viajes. Recibía a ministros extranjeros que nada tenían que ver con su departamento, figuraba como responsable de los Sindicatos y del Movimiento, consejero nacional y procurador en Cortes, y en sus horas libres presidía el Comité Internacional de Defensa de la Civilización Cristiana. Durante una época se emocionaba cuando alguien pronunciaba el apellido Borbón Parma —por uno de ellos sintió una graciosa atracción política— y dos años más tarde no recordaba haber conocido a ninguno. Negociaba con Comisiones Obreras, o con los laboristas ingleses, o con exiliados españoles en México. Los metía en su residencia secreta del palacio de la Trinidad, y después de despedirlos, iba a ver a Franco para contárselo. Quizá fuera un cínico, pero más parecido a lo que los griegos entendían por tal que a un personaje mediocre. Tenía un punto débil: no soportaba que alguien le quitara protagonismo. Se sentía actor, y como notaba que a los espectadores principales les divertía la obra, no admitía que un meritorio entrara por el foro diciendo: «Señores y señoras, excelencias, señor ministro, la cena está servida».

Por eso necesitaba un hombre como Fernando Herrero Tejedor en la Delegación de Provincias. Le había sacado del anonimato de Castellón, llevándole de gobernador a Ávila y a Logroño. El momento había llegado para que empezara a trabajar en su beneficio. Fernando Herrero era discreto, organizado y muy hábil; sabía moverse sin crear enemigos.

El antecesor de Solís en el cargo ministerial, José Luis de Arrese y Magra, había sido el prototipo de lo que las izquierdas llamaban, antes de la guerra, un «señorito falangista». Había estudiado con los jesuitas, luego hizo arquitectura, y estaba tan íntimamente ligado a la Falange, que era activista desde 1933 y además marido de una prima hermana de José Antonio Primo de Rivera. Arrese, en su calidad de teórico de la «revolución pendiente», se mostraba cauto hasta el punto de que para evitar los conflictos entre el vicesecretario y el delegado de Provincias, que casi siempre andaban a la greña, los unificó en una sola persona, Diego Salas Pombo, otro de los fundadores de la Falange. La aventura de Arrese en el Movimiento duró un año. Y cuando Solís se hizo cargo de ella, volvió a desdoblar las funciones. Puso para torear a los gobernadores, es decir, de delegado de Provincias, a Fernando Herrero, y de vicesecretario y número dos del aparato a Alfredo Jiménez Millas, divisionario azul cuando se soñaba en el milenio nazi, y olivarero al volver a la España invertebrada. Como persona, estaba a mucha distancia de Herrero; Jiménez Millas era un fascista. A los diecinueve años había participado en el levantamiento de Sanjurjo contra la República, y después de pasar por las Juventudes Monárquicas y por el Partido Nacionalista del «porrista» Albiñana, formó parte del núcleo fundacional de la Falange. Herrero, a su lado, era un recluta.

Para Solís, Herrero y Jiménez Millas formaban el futuro y el pasado, la mano izquierda y la mano derecha de un cuerpo que respondía a sus estímulos. Dado su carácter, le interesaba llevar personalmente los Sindicatos Verticales, mientras sus subordinados peleaban con los gobernadores y con el ministro del ramo, Camilo Alonso Vega.

Las cosas se prometían felices, pero Jiménez Millas no era un hombre que transigiera con el estilo de Solís, y de las mangas salieron capirotes. Poco a poco entre el ministro y el delegado de Provincias arrinconaron al vicesecretario. La actividad de Fernando Herrero se concentró con rigor de fiscal en una labor: crear un fichero de promesas políticas dentro del Movimiento. Aquel ministerio, que funcionaba en reinos de taifas y amiguismo, no dejó por ello de serlo, pero empezó a hacerse con arreglo a un sistema. Herrero estaba preparando el futuro y el futuro necesita tiempo.

En los primeros meses de 1958, cuando llegó Adolfo Suárez al edificio de Alcalá, 44, sede del Movimiento, apenas empezaban a rodar los proyectos mancomunados de Solís y Herrero Tejedor. La batalla entre «los azules» de Solís —la camisa oficial del Movimiento era azul— y los tecnócratas de López Rodó —mayoritariamente del Opus Dei o bajo su influencia— seguía enconada, pero carecía de virulencia. Los campos no estaban delimitados y se contemplaba más como si se tratara de una cuestión de personas que de opciones políticas. Solís, que por definición era un «azul», tenía como tercero de a bordo a un «opusdeísta» notorio como Herrero Tejedor.

Adolfo se ocupaba de la secretaría personal de Herrero Tejedor, que consistía, casi exclusivamente, en hacer esperar a las visitas y en algunos casos mantener la conversación, mientras el delegado de Provincias terminaba de hablar con el anterior.

Para los asuntos de correspondencia y demás formalidades burocráticas estaba Julita, la histórica secretaria del Movimiento, que luego seguiría con Herrero hasta la muerte de éste, y posteriormente, con Adolfo, hasta su jubilación, con una fidelidad y un hígado que para sí quisieran los boxeadores. Es de reseñar que Adolfo se ocupaba de abrir la correspondencia del delegado.

Para los visitantes de provincias que pedían audiencia a Fernando Herrero y les recibía un joven tan amable, el recuerdo de Adolfo es difícil que no les quedara registrado. Todos señalan que se trataba de una persona simpática y que destacaba por su predisposición a servir. Tenía por costumbre saludar con un «¡A tus órdenes, jefe!» a todo gobernador que asomara las narices por allí, pero también había muchos funcionarios que tenían tan servicial costumbre. Adolfo, cuando decía el «¡A tus órdenes, jefe!», levantaba el brazo ligeramente, como solían hacerlo los hombres del Movimiento, con la palma de la mano hacia fuera y el brazo apenas doblado a la altura del pecho. El saludo fascista del brazo bien estirado, a la romana, había ido corrompiéndose hasta convertirse en una flexión del brazo derecho, muy parecida a la posición de los americanos en las películas, cuando decían aquello de juro decir la verdad y nada más que la verdad. Sólo que aquí no se juraba por tales vacuidades sino por la revolución nacional-sindicalista, y luego por los Principios del Movimiento.

La principal misión de un secretario consiste en ser servicial, y los gobernadores de aquella época dan fe de su espíritu de servicio, de su amabilidad, y de que llamaba la atención por el interés que ponía en hacer lo que se le ordenaba. Porque entonces no se mandaba, ni se daban orientaciones; lo que se hacía era ordenar. Eso configuraba «el estilo», otra expresión del momento. Cuando un subalterno se despedía, antes preguntaba: «¿Me ordenas algo más?».

Por su parte, Adolfo ordenaba un poco su vida. Gracias a Fernando Herrero puede ya pagar regularmente la pensión sin pedir ayudas a tío Paco o a la abuela materna, y gracias también a Herrero va a vivir al Colegio Mayor Francisco Franco, en la Ciudad Universitaria, a finales del año 58. Allí encontrará un mundo nuevo, cargado de jóvenes ambiciosos que formarán la cantera del Régimen en los años sesenta: Juan José Rosón, Rodolfo Martín Villa, Eduardo Navarro… Sus amigos, sin embargo, se reducen a dos: su compañero de habitación, José Luis Herrero, hermano de Fernando Herrero Tejedor, y Juan Gómez Arjona, un chico voluntarioso y no demasiado largo, que aparecerá episódicamente en varias ocasiones de la vida de Adolfo. El mundo que se abre esplendorosamente para Adolfo es el de las oposiciones. En aquel colegio todos están preparando oposiciones a algo, y sus dos amigos, especialmente, a técnicos de Información y Turismo.

Adolfo no dice ni que sí ni que no cuando le sugieren que se presente. En 1958, recién incorporado a la secretaría del delegado de Provincias del Movimiento, no se anima a lanzarse a esa aventura. Conoce sus limitaciones en los estudios y prefiere esperar. Al fin y al cabo hasta octubre de 1961 no empezaban y el tiempo decidiría si las preparaba o no.

Entre los hombres que visitan regularmente a Herrero hay uno que a Adolfo le llama especialmente la atención. Es un hombre alto, educado y frío, pero profundamente religioso. Las preocupaciones religiosas de Adolfo siguen en este campo a las de su superior, Fernando Herrero, y ha empezado a frecuentar las charlas del Opus Dei, por consejo sobre todo de la mujer de Herrero, doña Joaquina, cuya capacidad para el proselitismo, desde que su marido es delegado, está cargada de éxitos. Ese tipo alto atrae el interés de Adolfo de una manera muy especial. En primer lugar, le odia toda la Secretaría General del Movimiento, desde los conserjes hasta Herrero Tejedor, que no pierde oportunidad de manifestar su malestar cuando le recibe. Todos hablan de que está muy protegido y que es el hombre que, irremediablemente para el Movimiento, está llamado a ser una fulgurante estrella política. Su nombre no necesita repetirlo más que una vez porque es de los que no se olvidan. Se llama Hermenegildo Altozano Moraleda y a la sazón ejerce de gobernador en Sevilla.

Cuando Hermenegildo visita a Herrero, Adolfo no le hace esperar como a otros en su propio despacho, sino que le lleva a la salita contigua para que esté más tranquilo. Algunos funcionarios llaman la atención a Suárez por el trato preferente que tiene con el gobernador de Sevilla. Y Adolfo sonríe. Altozano le ha propuesto que se vaya con él a Sevilla y que prepare unas oposiciones importantes, como las del Cuerpo Jurídico de la Armada. Casi puede garantizarle que si él le ayuda las va a aprobar, para algo es coronel jurídico de la Armada.

En aquel año de 1959, Hermenegildo Altozano Moraleda despunta como figura política con futuro. Había pasado la guerra en zona republicana trabajando como espía en los servicios franquistas del coronel Ungría, lo que no le evitó un proceso de depuración del que salió bien librado. Ahora es una pieza clave de la penetración del Opus Dei en la Marina, está soltero y pertenece al Consejo Privado de don Juan de Borbón. En otras palabras, Hermenegildo figura magníficamente colocado en tres centros políticos de altura: la Armada, el Opus Dei y el entorno del legítimo heredero monárquico.

¿Qué hace un hombre así en el Gobierno Civil de Sevilla? Es un alfil en una operación política de altos vuelos. El Opus ha colocado sus hombres en las áreas económicas y en los departamentos técnicos que rodean al vicepresidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco, pero le ha llegado la hora al Ministerio de la Gobernación. Camilo Alonso Vega sólo tiene fe en dos cosas, en Franco y en Dios, y hay que reconocer que su fe en Franco no admite dudas, mientras que la que tiene en Dios está llena de escrúpulos, de dificultades, de aspectos que le torturan. Camilo es un hombre rígido, basto y brutal, pero con un sentido hondamente religioso; le preocupa que su actividad de máximo represor del Estado no afecte a sus preceptos evangélicos. Dentro de un análisis político, la figura de Camilo Alonso es sencillísima: un militar a la vieja usanza, sin ninguna preocupación de tipo intelectual y con unos conocimientos de su oficio anteriores a Julio César. Pero en el terreno íntimo existe el gusanillo religioso y eso le reconcome. En más de una ocasión sorprende a sus colaboradores planteándoles problemas de índole moral y todos se quedan de una pieza. El ministro de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, tiene dudas religiosas.

Y en aquellos años hay un experto en dudas religiosas de los prohombres políticos del Régimen; se llama Laureano López Rodó. Laureano es capaz de resolverlo todo; un problema de tipo económico, un problema jurídico, un problema financiero, o incluso deportivo, porque juega al tenis y pesca con desigual fortuna, y por supuesto que la religión es su fuerte. Ostenta la categoría de veterano de la Obra de monseñor Escrivá de Balaguer.

Gracias al almirante Carrero Blanco, al que Laureano le solucionó más de un problema familiar y religioso, conoce a Camilo Alonso. Y Laureano todo lo que agarra pasa a engrosar el tesoro de la fe. Desde el nombramiento de Camilo en 1957 como ministro de la Gobernación, visita con frecuencia su despacho, que apenas si está a cien metros de la sede donde trabaja Laureano. Consigue su primer triunfo político —es de suponer que éxitos religiosos ya debía de tener alguno— proponiendo de director general de Administración Local a Luis Morris Marrodán, miembro de la Obra y amigo personal suyo.

A propuesta de Marrodán, y con la firma de don Camilo, salen nombrados gobernadores tres miembros de la Obra, antifalangistas notorios y públicos consejeros de don Juan de Borbón: Hermenegildo Altozano Moraleda en Sevilla, Santiago Galindo Herrero en Tenerife y Juan Alfaro en Huelva. Los tres están decididos a romper una lanza por la Monarquía, en contra de los «azules» del Movimiento. La primera decisión de Santiago Galindo cuando llega a Tenerife consiste en llamar a su secretario y, apuntando al retrato de José Antonio, decirle: «Quíteme el retrato de ese chico». El de Huelva, una vez que tiene el nombramiento en la mano, se retira de otros proyectos que no sean el suyo propio y se pone la camisa azul, la chaqueta blanca protocolaria, y no encargó bota alta porque ya no se llevaba. Pero de todos es Altozano el que llega más lejos.

Cuando Herrero Tejedor se enteró de que el nuevo gobernador de Sevilla, un tal Altozano —que además era del Opus—, se negaba a jurar su cargo de jefe del Movimiento con camisa azul, no blasfemó porque no era su estilo, pero los parientes muertos de Altozano Moraleda debieron sentir un escalofrío sin saber de dónde venía. Las negociaciones entre Herrero y Altozano se revelan imposibles; por primera vez en la historia del Régimen un gobernador rechazaba ponerse la camisa azul. Altozano está dispuesto a llegar a un arreglo: sencillamente, no ser el jefe provincial del Movimiento. Él quiere ser gobernador, no afiliarse al Movimiento.

Herrero habla con Solís, con Camilo Alonso, con Marrodán… pero Altozano sigue en sus trece. ¡Que no se pone la camisa azul! Don Camilo y Marrodán se desentienden, porque para jurar como gobernador basta hacerlo con traje oscuro y corbata, lo de la camisa azul no es su problema. De Altozano cabe pensar que sus buenos respaldos tendría cuando se mostraba tan duro, y que era un intransigente aunque no llevara la camisa azul, y que resultaba intratable también; pero de lo que no cabe dudar es que, como jurídico, estaba entre los brillantes, porque será él quien resuelva el dilema, un poco a la manera del mercader de Venecia.

En primer lugar, no le parece pertinente cambiarse de traje en el coche mientras se traslada del Ministerio de la Gobernación, en el paseo de la Castellana, al del Movimiento, en la calle de Alcalá. Porque es un engorro y porque le parece ridículo. Ítem más, si Franco ha dicho que el Movimiento Nacional es un conjunto de españoles honestos, no ve por qué esos ciudadanos tienen que ponerse la camisa azul. Y «terzo», él es coronel jurídico de la Armada e irá con el uniforme de marino. Si los del Movimiento se sienten ofendidos por el uniforme militar, que lo digan públicamente y que se atengan a las consecuencias. Y así lo hizo.

Altozano será el hombre más odiado por los funcionarios del Movimiento. Jamás se puso la camisa azul, y a todas las reuniones del Consejo Nacional del Movimiento fue con chaqué, incluida la histórica del Monasterio de las Huelgas, en Burgos, con ocasión del XXV aniversario de la ascensión al poder de Francisco Franco Bahamonde.

De Altozano se dijo de todo: que estaba enamorado de un torero, que le pagaban los servicios de información ingleses, que fue uno de los organizadores del «Contubernio de Múnich»… Será cesado en el 62 sencillamente porque Franco no quería ni oír pronunciar su nombre y porque la política de López Rodó y Marrodán había cambiado de signo. Altozano había pasado de alfil a peón, y en el ajedrez hay que dejar comer piezas para llegar al jaque mate.

El 3 de octubre anota Franco Salgado Araújo en su Diario unas reflexiones del Generalísimo Franco a propósito de Altozano, que muestran el carácter implacable del dictador: «No hay que olvidar que este señor sirvió en la columna del Campesino, y que si bien contribuyó a que muchos saliesen del infierno rojo, él continuó allí hasta el fin de la guerra. Yo pedí al ministro de Marina el expediente de depuración y me sorprendió que en éste sólo hubiera la declaración del depurado, sin aportar ninguna prueba ni haberse pedido la menor declaración a personas que pudieran estar enteradas de la conducta de dicho jefe de la Armada». Y añade Franco, en un rasgo muy suyo: «Es vergonzoso cómo se hicieron estas depuraciones en Marina, sin aportación de pruebas ni a favor ni en contra, ni haber citado el juez a nadie como testigo, en contraste con las del ejército de Tierra, que se hicieron a conciencia y con todo detalle». Después de leer esto cabría deducir que Altozano salvó la vida gracias a algún pariente que le imbuyó la idea del mar; ¡si llega a escoger tierra!

Franco no decía, como le pasaba siempre, toda la verdad. En primer lugar, Altozano era tan intransigente como la inmensa mayoría de los gobernadores de la época, y en segundo lugar, tenía un sentido de la autoridad tan franquista como el del propio Caudillo. Ahí es donde le dolía; que Hermenegildo fuera orgulloso y altanero, enfrentándose con la oligarquía local con gestos que enseguida le ganaron la animosidad de las gentes que tenían influencia en Madrid. El primer conflicto de Altozano con las grandes familias sevillanas lo provocó la destitución del presidente de la Diputación, Ramón Carranza, marqués de Soto Hermoso, implicado en oscuras operaciones inmobiliarias en el barrio sevillano de los Remedios. Pero lo que le ganó la animadversión de las instituciones fue su rechazo a la «Operación Clavel».

El mes de diciembre de 1961 se estrenó en Sevilla con un desbordamiento de los riachuelos Tamarguillo y Almonazar, que anegaron las zonas populares de la ciudad, en una de las riadas más arrasadoras de las ya seculares que se conocían en la urbe. En Madrid, un locutor chileno, Boby Deglané, se dispuso a convertir la catástrofe sevillana en un motivo digno de «cruzada nacional». El Gobierno, por su parte, que tenía una responsabilidad criminal en las inundaciones por «reiteración y alevosía», captó en la campaña radiofónica de Deglané los elementos políticos necesarios para transformar su incompetencia en una vasta publicidad a favor de la solidaridad «de las tierras y los hombres de España», que ocultara la misérrima realidad. Así nació la «Operación Clavel».

En Radio España de Madrid, y desde las diez y media de la noche, Boby Deglané, el «mago de la radio» o, como llegó a escribir el ABC, el «fulminante verbalista», inicia una campaña de solidaridad económica con las víctimas de Sevilla que constituye una muestra plástica de la miseria de un país, y de sus gobernantes.

El significado político de la «Operación Clavel» está resumido en las palabras del entonces presidente de la Diputación de Sevilla, Miguel Maestre y Lasso de la Vega: «Conociendo como conocemos a nuestra capital y pueblo, que tanto han sufrido las consecuencias del rigor de nuestro clima (sic) y han escuchado en tantas ocasiones en forma estoica el canto de las sirenas, deseo que les advirtáis que ésta no será una ocasión más de las que al final cada uno se quedó con los daños que les tocó (sic). No; el Caudillo, su Gobierno, y en Sevilla el ministro que los representa, don Pedro Gual Villalbí, nos atestiguan que si hemos tenido en la vida muchas arriadas como ésta, no tendrá el mismo fin que las anteriores; ésta quedará en la historia como la más triste, pero con un signo de solidaridad del pueblo y las autoridades, que es como decir la arriada del amor y la caridad que no faltaría para nadie».

El Gobierno se volcó en prestar la máxima ayuda al locutor Deglané para que canalizara la indignación en el mejor camino del folclore hispano. La gravedad de la situación queda reflejada en la decisión gubernamental de enviar al presidente del Consejo de Economía Nacional, y ministro sin cartera, Pedro Gual Villalbí, para que se ocupara exclusivamente en poner orden a la gravísima coyuntura que sufría Sevilla. Gual Villalbí, como representante oficial, más el populismo de Boby Deglané organizan la campaña de ayuda a los damnificados. Tienen como segunda guinda típica, a la modelo más genuina de la aristocracia bullanguera y castiza, Cayetana, duquesa de Alba. «La “Operación Clavel” ha logrado socialmente —dijo Boby al culminarla— una auténtica democracia del corazón, y en esta democracia del corazón, la duquesa sabe ser la reina».

A partir del 10 de diciembre llegan a las salas de Radio España los ofrecimientos irresistibles de los «populares» del momento: el bailarín Antonio hace entrega de doce jamones; Carmen Sevilla idea un camión cuajado de juguetes para los niños castigados por la corriente. El Cordobés, que sabe lo que vale un peine, ofrece algo indescriptible: un caballo de raza engalanado con billetes del Banco de España. Perico Chicote inventa ad hoc el «cóctel Patatas», y olvidándose de su época de gran cupo del mercado negro de la penicilina, ofrece un camión de inofensivas patatas para la «Operación Clavel». Los padres salesianos de Madrid regalan 100 kilos de caramelos en nombre de los huérfanos del Colegio de San Fernando, que de seguro no veían caramelos más que el día del Santo Patrono. El Ayuntamiento de Madrid configura las dos obsesiones de los pobres de entonces: 236 jamones y 2.200 huevos para la castigada Sevilla.

Detrás de los populares va el gran público, los ciudadanos anónimos, sumados en una aventura hermosa y soñadora: aparecer en los papeles junto a los «grandes» haciendo una obra de caridad. Ahí está por ejemplo el conde de Villafuente Bermeja, un Sancho Dávila, terrateniente de pro, y buen conocedor de la modesta capacidad alimenticia del pueblo, que ofrece una res «que se sacrificará en su finca» al paso de los vehículos de la «Operación Clavel».

Altozano Moraleda, desde su observatorio del Gobierno Civil de Sevilla, contempla indignado la mercadería del sufrimiento humano y la caridad chabacana patrocinada por el Estado, con ritmo de sevillanas cantadas por las tunas y organizada por horteras deseosos de notoriedad. La prensa de Sevilla de aquel mes de diciembre de 1961 está cargada de adhesiones, suscripciones y emocionantes declaraciones; pero hay un nombre que está ausente, el gobernador civil.

El domingo, 17 de diciembre, Boby Deglané da por clausurada la parte radiofónica de la campaña con un vibrante coloquio que congrega al «alma de la campaña», Cayetana de Alba, junto al marqués de Valdavia, Natalia Figueroa, nieta de Romanones, y el ganadero Sancho Dávila. Durará poco, porque a la mañana siguiente hay que levantarse pronto. A las diez saldrá de Madrid la caravana de quinientos vehículos, que ocupan catorce kilómetros y que llevará a los damnificados sevillanos: «arroz, bacalao, azúcar, bombones, caramelos, café, conservas, chocolates, dulces varios, embutidos, galletas, garbanzos, harina, jamones, judías, lentejas, mantecados, mazapanes, pastas para sopa, tocino, turrón, tabaco, patatas, aceite, ropas, juguetes, huevos, bebidas, enseres, miel, flanes y… ¡helados!», según especifica con golosa minuciosidad el ABC de Sevilla.

Recorriendo los pueblos que jalonan el camino entre Madrid y el Guadalquivir, con entusiásticos recibimientos, la caravana va llegando a Sevilla. Está prevista su entrada el martes a la una del mediodía, escoltada por cuarenta motoristas de gala, y entre mil trescientas palomas que se soltarán conforme los camiones vayan entrando en la ciudad. Pero cuando la caravana va pasando el Tamarguillo, el río asesino de la riada, una avioneta Stimpson, contratada expresamente por la revista Actualidad Española, intenta un vuelo rasante para fotografiar una gran pancarta que sostiene un grupo de vecinos de la calle del Arroyo, y se estrella contra la multitud al fallar en la maniobra. El primer balance es de 21 muertos y 75 heridos gravísimos. La pancarta que el reportero gráfico, Antonio Fernández, mortalmente herido, no pudo fotografiar decía así:

LAS FAMILIAS QUE EN LA FÁBRICA DE SOMBREROS

Y EN LAS CHOZAS HABITAN,

DESEAN QUE ESTAS BUENAS ALMAS

LES HAGAN UNA VISITA.

VIVA EL LOCUTOR MÁS GRANDE Y LA DUQUESA MÁS BUENA,

QUE HAN VENIDO A SEVILLA A INVITARNOS EN NOCHEBUENA.

¡GRACIAS, BOBY!

Altozano Moraleda esperaba en la plaza principal la llegada de la farandulesca «Operación Clavel» cuando recibió la noticia de la tragedia. La farsa ha acabado mal y Altozano exige responsabilidades. Nadie se dará por enterado, sólo Boby Deglané y Cayetana de Alba le visitarán para exponerle un nuevo plan; a las siete y media de la tarde debían actuar, en el teatro Lope de Vega de Sevilla, importantes artistas: Fernando Vargas, las orquestas Los Cinco Amigos y Samba Blue, Camilín, Kim y Kiko, Fernando Sancho y su mujer, Maite Pardo, Nino Nardi, Queti Clavijo, Perla Cristal y la aparición estelar del dúo de bailarines Antonio y Cayetana Fitzjames Stuart, duquesa de Alba. Como la catástrofe provocada por la avioneta hace difícil la actuación, le proponen retrasarla veinticuatro horas y lanzar una nueva campaña que dé título al Festival ¡ARRIBA LOS CORAZONES!, el lema que debería, según ellos, campear en el teatro Lope de Vega. Altozano se limitará a recomendarles que hagan una visita al depósito de cadáveres, y terminará ahí la función.

Pero el gobernador saldría muy tocado del show Deglané-duquesa de Alba. Poco importaba que los acontecimientos le dieran la razón; las personalidades influyentes de Sevilla no le perdonarían nunca su escepticismo y su apatía. Y sin embargo, Hermenegildo Altozano estaba más cercano a ellos que a cualquier otro grupo social; su aristocraticismo se mantenía intacto e incluso aparecía, en ocasiones, teñido de un cierto aroma a provocación; por ejemplo, leyó personalmente por radio el telegrama de condolencias por las riadas enviado por don Juan de Borbón.

Este carácter de «agitador» de la vida política no debe confundir sobre su personalidad autoritaria, demostrada en innumerables ocasiones. No era hombre capaz de soportar ni el asomo de una crítica; el periodista del diario Pueblo de Madrid, Benítez Salvatierra, lo sufrió en su propia piel cuando se atrevió a sugerir que quizá las autoridades provinciales habían sido lentas en reaccionar ante las catástrofes que asolaron Sevilla. Altozano mandó encarcelarle casi al tiempo que leía el artículo. No le valió de nada al periodista haber usado el estilo sinuoso y elusivo de entonces; pasó varios días de cárcel, sin que nadie pestañeara.

Cabe decir que la irritación de Franco con Altozano venía conformada por una concatenación de impertinencias, entre las que por supuesto no figuraba la detención de periodistas, que le parecería de perlas, sino su soberbia, ese aire de superioridad que envolvía los gestos del gobernador. Sin minusvalorar tampoco el que en aquel momento, especialmente tenso entre Franco y Don Juan de Borbón, Altozano estuviera colocado al otro lado de la mesa del Caudillo. Había también una razón que irritaba a Franco profundamente: era el único que remoloneaba sin invitarle a visitar su provincia. Cuando lo hizo, y Franco le visitó, no convocó al órgano regional del Movimiento para que preparara el recibimiento y se valió de una argucia para que fuera multitudinario: hacer coincidir el itinerario de llegada con el final de una corrida de toros. Sin embargo, en la despedida apenas había gente y ¡eran las ferias de abril! Altozano, además, había cometido en aquella ocasión la impertinencia de cambiar el recorrido y llevarle a visitar el barrio de El Vacíe, donde no había más que chabolas y basuras. Y luego comentaría, a quien quisiera oírlo, la frase que se le había escapado: «¡Y todavía me aplauden!». La flema de Franco para con los gobernadores llegó al inri cuando, en pleno recorrido por la provincia, hizo parar la caravana, cosa inaudita, para pedirle si por favor podía orinar, que no aguantaba más. Todos estuvieron esperando hasta que este hombre, alto como una espingarda, con un chaqué que en aquel marco parecía un espantajo, se acercó a un olivo.

Quién no hubiera dado un mes, una semana, un día de su vida por ver la caravana interminable. Y de pronto el coche de Su Excelencia que se desvía, colocándose casi en la cuneta. Abren la puerta, y sale un hombre alto, con un chaqué impecable, sosteniendo dignamente el sombrero de copa y dirigiéndose paso a paso hacia un olivo. Y mientras, todos dentro de los coches, viéndole orinar e imaginando lo que estaría pensando el Caudillo. Y Altozano que vuelve y se mete en el Rolls, y todo sigue su curso, como si no hubiera pasado nada. ¡Vaya si había pasado!

Sin embargo, en 1959 Altozano era una firme promesa de futuro, había ganado su batalla de la camisa, que era más que una anécdota. Se había permitido además el lujo de castigar con saña a los miembros del Movimiento de Sevilla. Con ocasión de la conmemoración por los Caídos en la guerra civil (del lado bueno, se entiende), en un caluroso día de julio y habiendo terminado los discursos, Altozano se dio la vuelta para marchar a su casa, cuando una voz estentórea dio los llamados «gritos de ritual»: «¡Caídos por Dios y por España, Presente!», «¡Viva Franco!», «¡Arriba España!». La multa a la nada anónima voz fue considerable. El argumento de Altozano parecía jurídicamente preciso: en un acto oficial la única persona autorizada para dar los gritos de ritual soy yo. El multado ocupaba la vicepresidencia de la Diputación de Sevilla y se llamaba José María de la Cámara.

En cierta ocasión, los gobernadores civiles fueron a entregarle al ministro Solís un «libro de oro» de realizaciones provinciales, para que a su vez lo ofreciera al Generalísimo. Todos los colegas de Altozano, rigurosamente de azul «falangista», empezaron a toser cuando el de Sevilla, vestido de frac, iba a hacerle entrega de su «libro». Con su ceceo característico y su sorna habitual, Solís, entre un mar de toses, le preguntó a Hermenegildo: «¿Está usted bien de la garganta?». «Sí, señor ministro —respondió Altozano—, yo no tengo fiebre azul». Como buen andaluz arábigo, el ministro pensó en las mil maneras de cobrarse la venganza.

Por todo eso y mucho más, en el magma de pasado y futuro que forma un Gobierno Civil, Adolfo se quedó pensativo cuando Altozano le ofreció marchar a Sevilla a preparar oposiciones al Cuerpo Jurídico de la Armada. Al fin y al cabo, ¿qué hacía en Alcalá, 44? Abrir las puertas y las cartas. Además, se había dado cuenta de cómo eran los gobernadores; estaba dispuesto a ser más listo que ellos, a ir más rápido, y para eso necesitaba un «currículum», datos que rellenaran la enorme casilla en blanco de sus méritos profesionales. Hasta una cosa tan simple como el uniforme, le atraía. Para un hombre que ha pasado por las milicias universitarias, que está en el año 59, en plena era de Franco, y comprueba todos los días el peso de los uniformes, la carrera militar, aunque fuera tan peculiar como «jurídico de la Armada», tenía una envergadura que permitía cubrir varias líneas de un currículum.

El problema estaba en cómo decírselo a Herrero Tejedor, que le había dado un trabajo, y además de confianza. Pero había llegado el momento de saltar, de dejar de decir: «¡A tus órdenes, camarada!», cuando no tenía siquiera el carnet de Falange. Estaba harto de ser tan servicial y de tanto decir «¡A tus órdenes, jefe!» a tipos que valían tanto como él, o quizá menos. Hermenegildo Altozano Moraleda ofrecía una oportunidad doble: ganar unas oposiciones, que estaban garantizadas siendo él del Cuerpo Jurídico de la Armada, y además ligarse al gobernador que más prometía del momento.

No esperó. Aprovechando que Fernando Herrero estaba de vacaciones en Castellón, llegó a Alcalá, 44, un día de agosto, y le dijo al que había quedado de suplente que se iba a Sevilla con Altozano Moraleda. «¡Estás loco! ¿Con Altozano?» La discusión era imposible; estaba decidido a dar el salto. Alguien le sugirió que al menos tuviera la nobleza de decírselo a Herrero Tejedor. Respondió sencillamente con un «No me atrevo, decídselo vosotros». Y se marchó, seguro de que no iba a volver con las orejas gachas. Algunos dicen que Fernando Herrero, cuando lo supo, no hizo comentarios. Otros señalan que sencillamente replicó: «¡Ya volverá!».

Era el «estilo Adolfo» de hacer las cosas. Cuando surge la oportunidad, cógela y no preguntes. Si te equivocas, arrepiéntete; la próxima vez aprende a hacerlo mejor. Si vuelves a equivocarte, vuelve a arrepentirte… Algún día acertarás y entonces les tocará a los otros arrepentirse. La estancia de Adolfo con Altozano Moraleda va a probar un rasgo dominante de su personalidad: si yerras, no te mantengas en el error. Hay que tener voluntad pero sin ser obstinado. Si quieres llegar, chico, no te obstines nunca… salvo cuando hayas llegado. Pero no te preocupes, porque entonces a la obstinación se la llamará firmeza.

Llegó a Sevilla en agosto de 1959. Allí va a estar hasta las primeras semanas de 1960. Altozano le invita a vivir en su propia casa, y le da durante este tiempo la categoría de secretario personal a todos los efectos, incluidos los económicos. Todos los días cenan juntos si los compromisos se lo permiten, y después, una vez terminadas sus obligaciones en el Gobierno Civil, prepara durante una hora y media los temas de las oposiciones de Adolfo.

La Orden Ministerial por la que se convocan tiene fecha de 11 de junio, y los ejercicios van a comenzar el 6 de noviembre. No había mucho tiempo para prepararlos. Adolfo tiene el número 42 y con toda probabilidad, de los 49 que se presentan, pocos han conseguido la ventaja de salida de una recomendación a los miembros del tribunal que preside el coronel Fernando Rodríguez Carreras.

El primer ejercicio consiste en desarrollar por escrito, durante dos horas, un tema de Derecho Civil y otro de Penal. Le toca en suerte «La propiedad, estudio doctrinal y legal» y «La Responsabilidad penal, estudio doctrinal y legal». Apenas ocupa diez minutos del tiempo permitido. El 10 de noviembre, cada opositor va a leer ante el tribunal el texto redactado cuatro días antes. Adolfo leerá durante once minutos: nueve dedicados al primer tema y dos al segundo.

El día 12 de noviembre de 1959 Suárez recogerá la calificación del tribunal: «Insuficiente por unanimidad». Altozano Moraleda recibirá respuesta a su recomendación: clara y taxativamente. No se podía hacer nada. La aventura sevillana de Adolfo había terminado. Recogió sus cosas lentamente y se despidió de Hermenegildo. A veces la vida nos equivoca y conviene decir adiós sin pensarlo mucho.

Pocos días después, cuando entró en el despacho de Herrero Tejedor, no agachó la cabeza; hubiera estado mal visto. Pero tenía el gesto triste y firme de la persona absolutamente arrepentida. No necesitó decir que se había equivocado, que no volvería a hacerlo. Le explicó algo mucho más sencillo: que todo se lo debía a él, que sin él no era nada, que había intentado en Sevilla demostrar que Herrero no se había equivocado confiando en él…, que la abogacía no era lo suyo…, que tenía mucho que aprender… Y sobre todo, que no era fácil encontrar un maestro como Fernando Herrero Tejedor.

Aseguran que Herrero pidió tiempo para pensar qué hacía con el chico. Otros afirman que dijo a media voz: «Consultaré con Joaquina», sabiendo el peso que la mujer de Herrero ejercía sobre algunas decisiones de su marido. En general su mujer no se metía donde nadie la llamaba, pero si se metía, no había quien la hiciera retroceder.

Una semana más tarde Adolfo se incorporaba a su despacho en Alcalá, 44, como si no hubiera pasado nada. Volvió a tomar sus cafés en el vecino hotel Suecia, siguió diciendo «¡A tus órdenes, jefe!» y siendo tan servicial como el primer día. Si alguien preguntaba por el motivo de su ausencia, respondía impasible: «Estuve tentado de hacer oposiciones, pero al final no me decidí».

Herrero no le preguntó nada, ni siquiera qué había pasado con Altozano; sin embargo, se dio cuenta de que había que darle trabajo y foguearle; se aburría abriendo solamente puertas. Además, Herrero era de los hombres que pensaban que arrepentirse es la vía más eficaz para hacer las cosas mejor que antes de pecar, y el comportamiento de Adolfo durante aquel año de 1960 fue impecable, ratificándolo. Amable hasta el servilismo, simpático hasta ser gracioso, de secretario personal fue convirtiéndose cada vez más en un habitual frecuentador de las tertulias caseras de doña Joaquina. En el aspecto religioso se podía decir que estaba ganando a pulso las mejores recomendaciones de la Obra.

Sus dos amigos, José Luis Herrero y Juan Gómez Arjona, vuelven a animarle para hacer juntos las oposiciones a técnicos de Información y Turismo, y Adolfo no lo rechaza. Un poco escarmentado de su anterior experiencia, prepara los temas junto a ellos. Al fin y al cabo quedaba más de un año hasta empezar los ejercicios.

La vida en la casa del Movimiento iba haciéndose tan rutinaria como siempre. Solís, como ministro, era invariable a sí mismo, y después de varios años de constantes improvisaciones, ya todos se habían acostumbrado. El único que no acababa de amoldarse a aquel histriónico ministro parecía el vicesecretario Jiménez Millas. Los enfrentamientos entre los dos se hacían cada vez más públicos. Cuando el vicesecretario solicitaba audiencia, Solís le tenía horas y horas esperando, mientras veía despachar a todos los gobernadores.

El sentimiento jerárquico, muy acusado, de Jiménez Millas se afectaba todos los días por los desprecios de Solís, que no le hacía ningún caso, y que trataba con más deferencia a los gobernadores que a él. Solís intentaba forzarle a marcharse, porque tenía otros planes en su cabeza, y Jiménez Millas se resistía a aceptarlo.

Una conferencia de Borbón Parma, por el que entonces sentía Solís auténtica atracción política —no se olvide que el tema sucesorio de Franco aún estaba en el alero y cualquier opción era posible—, fue la gota que desbordó el vaso. Saltándose el protocolo, se designó al vicesecretario, Alfredo Jiménez Millas, un lugar ofensivo para su categoría oficial, y la indignación fue tan súbita que abandonó el lugar y presentó la dimisión de manera irrevocable.

Para el nombramiento de vicesecretario del Movimiento, la opinión de Franco era importante. El vicesecretario ascendía automáticamente al puesto de ministro en las ausencias del titular, lo que hacía el nombramiento muy apetitoso y sumamente arriesgado. Franco, por otra parte, consideraba a los «viejas guardias» como Jiménez Millas algo así como molestas reliquias de un pasado que no le agradaba recordar, y más cuando hombres como éste se jactaban de su historial fascista y no se adaptaban a los nuevos tiempos de Carrero y López Rodó.

La dimisión del vicesecretario se aceptó inmediatamente, y la actitud chulesca de Jiménez Millas, a juicio de Franco, le valió el castigo de no inscribirle en la lista de procuradores en Cortes conocida como «los 40 de Ayete». Franco prefería crear costumbres a crearse obligaciones legales, y una de ellas era designar procuradores en Cortes a los ministros del Movimiento o vicesecretarios después de su cese, y para ello los incluía en su lista digital.

El 7 de febrero de 1961 Solís nombró nuevo vicesecretario. Puso a un hombre que creía conocer muy bien, y a quien juzgó muy poca cosa como líder político. Ese hombre era Fernando Herrero Tejedor. Al mismo tiempo, el ministro cambió otros departamentos de la casa, y a tal efecto fueron cesados don Jesús Fueyo, más conocido como dipsómano que como filósofo, de la Delegación de Prensa, Propaganda y Radio, y un joven con memoria de opositor nato, Manuel Fraga Iribarne, que abandonó la Delegación de Asociaciones.

Solís no oculta que con el nombramiento de Herrero Tejedor como vicesecretario está siguiendo los nuevos vientos que soplan desde El Pardo y desde Castellana, 3, donde trabajan Carrero Blanco y López Rodó. Lo declara expresamente el día de la toma de posesión del nuevo vicesecretario: «Este relevo indica la continuidad del Movimiento y su actualidad». Porque pasar de Jiménez Millas a Herrero Tejedor es tanto como saltar veinte años de la historia del Régimen.

Adolfo se encuentra un buen día, inopinadamente, ascendido a jefe del Gabinete Técnico del vicesecretario, por la sencilla razón de que el delegado de Provincias tiene un secretario, que al ascender a vicesecretario cambia su denominación por la de jefe del Gabinete Técnico. El cargo no tiene ninguna relevancia política, pero en aquellos momentos ser secretario del número dos del Movimiento ya no es sólo abrir cartas y puertas, es tratar con las figuras más importantes del momento político. Conviene recordar que en la asesoría jurídica del Movimiento figuraba el almirante Carrero Blanco, y que el control de los fondos del Movimiento pasaban por el vicesecretario, incluidos los dineros destinados a los Servicios de Información del Movimiento y sus fondos de «reptiles». Para un joven despierto era una ocasión pintiparada de conocer el mundo de la alta política… aunque fuera de oídas.

A Adolfo le importó poco la invasión anticastrista de bahía de Cochinos que tuvo lugar aquel mismo mes; él estaba en otra operación de desembarco, preparando la carrera hacia la gobernación de una provincia, un asalto que necesitaba tiempo, y que obligaba a conquistar antes tres cabezas de puente: Gobernación, Presidencia del Gobierno y Movimiento. Sin ellas no tendría éxito. Los nombramientos se hacían al alimón entre Gobernación y Movimiento, y el peso de Presidencia, dominada por el clan Carrero-López Rodó, era un salvoconducto obligatorio para entrar en la zona de mando.

Después de dos años tan difíciles como los que había pasado, 1961 podía cambiar la mala racha y cargarse esta vez de benévolas realidades. De una parte, sus problemas económicos están prácticamente resueltos; tiene un trabajo seguro y empieza a oler los aromas del poder político, lo que para un hombre de olfato finísimo le llena la cabeza de ambiciones. Ahora se da cuenta de algo que no había calibrado antes: Herrero Tejedor es una figura política en ascenso. Pertenece al Opus, sin dejar de ser un falangista convencido; está por tanto en situación única para arbitrar las peleas políticas que se avecinan. Ganen los «azules» o los «rosas» de Laureano, Herrero Tejedor siempre juega con triunfos en la mano.

Adolfo necesita estabilidad y experiencias administrativas que acumular a su cabeza y a su currículum. La estabilidad, en una sociedad tradicional, no puede ser otra que el formar un hogar, una familia. El sistema político no admite más solteros que los de monseñor Escrivá de Balaguer; el resto son sospechosos. Cada época tiene su estilo de vida, y la tónica de entonces es el orden. Orden en la familia, en los negocios, en la vida pública, en todo. Que el orden oculta otras cosas es evidente, pero alguien tan concienzudo como Goethe ya había dicho que el orden estaba por encima de la justicia.

Como era norma tradicional por aquellos tiempos, Adolfo inicia los trámites para casarse. Lleva algunos años saliendo con una chica, Amparo, y cree llegado el momento de casarse. Se conocieron en Ávila y aprovechando los veranos se ven durante las vacaciones. Como ella vive en Madrid, han seguido saliendo en la capital. Amparo es una persona complicada; culta a su manera y con cierto gusto estético, acomplejada, insegura, tímida. Le falta la audacia de Adolfo para enfrentarse con las situaciones. Amparo no está decidida a casarse.

Hasta el último momento, Adolfo duda si Amparo no le va a dejar plantado, pero al final todo acaba bien y Adolfo tiene la estabilidad que su futuro necesita. La estabilidad se llama Amparo Illana Elortegui, nacida el 25 de mayo de 1934, hija de un coronel jurídico del Ejército, Ángel Illana, que ejerce de tesorero de la Asociación de Prensa de Madrid y que está en la administración del Metro madrileño. Es una buena boda para Adolfo, sin que pueda considerarse excepcional; ella tiene una dote, notable para aquella época, mientras él sólo tiene un sobre a final de mes. Irán a vivir a la ribera del Manzanares, una zona nada explotada de Madrid, que si no fuera por los mosquitos en el verano podría considerarse un barrio distinguido. El piso es un séptimo de la calle Comandante Fortea, número 5. No le ha sido nada difícil conseguirlo gracias a los buenos oficios de un hombre del Movimiento, Enrique Salgado Torres, una persona muy singular porque tiene en su mano tres responsabilidades poco comunes: director general del Instituto Nacional de la Vivienda, director de la Obra Sindical del Hogar y tesorero del Movimiento.

Aquel verano de su boda, Adolfo empieza a sentirse a gusto, y a hacer cosas que le encarga Herrero. No son actividades directamente políticas y están algo lejos de sus ambiciones, pero sirven para ir metiéndose en el mundillo de la Administración. Cuando su jefe le pide que haga de secretario en los cursillos de Administración local, en Peñíscola, cumple perfectamente lo que le ordenan, aunque no sienta ninguna atracción hacia el mundo universitario.

Durante tres años se ocupará de la secretaría de los cursos de Peñíscola. La idea de unos seminarios sobre problemas de la Administración local es de Herrero Tejedor. La elección del sitio no podía ocurrírsele más que a él, que conocía bien la zona. Cada año tendrá lugar en Peñíscola, entre los meses de agosto y septiembre, y durante quince días, una serie de conferencias y seminarios a los que asisten becados de los gobiernos civiles de toda España.

El primer curso tiene lugar en septiembre de 1960. Esta experiencia durará hasta bien entrados los setenta. Formalmente la dirección corre a cargo de don Luis Jordana de Pozas, catedrático de Derecho Administrativo en Madrid, pero el orientador político es Fernando Herrero Tejedor. El primer año de Peñíscola, Adolfo no jugará ningún papel, y posteriormente —del 61 al 64— será secretario general de los cursos, cuyas misiones se concretaban exclusivamente al terreno administrativo, sin connotaciones políticas. Tiene como adjunto a Juan Gómez Arjona, su ex compañero del Colegio Mayor Francisco Franco.

Es significativo que tanto Adolfo como Gómez Arjona recuerden como el hecho más sublime de su trabajo intelectual en Peñíscola haber logrado convertir al catolicismo a la primera mujer con biquini que apareció en aquellas playas. Es sabido que el castillo de Peñíscola guardó a un paranoico del poder, conocido como el Papa Luna, que prefirió ser cabeza de ratón a cola de león, como casi todo el mundo, y quizá por tan vivo ejemplo y porque Adolfo y Gómez Arjona iniciaban sus vinculaciones con el Opus Dei, aprovecharon para convertir a una «infiel protestante», alemana por más señas, lo que dice mucho de la capacidad de convicción de Adolfo, de la versatilidad de algunos protestantes y del furor proselitista de aquellos jóvenes cargados de futuro.

Adolfo, además del imperial e hispanísimo gesto con el primer biquini que veía el fantasma del Papa Luna, escuchó seminarios y conferencias de personajes que habrían de tener historia, aunque algunos la tenían ya: José García Hernández, Manuel Fraga, Jesús Fueyo, Martín Retortillo, Marrodán, García Añoveros, Torcuato Fernández Miranda, Clavero Arévalo, por citar a los conferenciantes de más relieve que visitaron el castillo en los años 1960-1964. A la hora de recordar aquel tiempo, Adolfo apenas le dedicará unas líneas de su «currículum». La experiencia de Peñíscola no figura en su biografía más que de una manera episódica, algo así como unos ejercicios espirituales con la Obra de Dios.

Entre nombramientos, bodas y seminarios pasó aquel año feliz de 1961. Todo parecía empezar a florecer, en una racha de buena suerte que Adolfo no recordaba igual. Para colmo de felicidad, su hermana Carmen se había casado, seis meses antes que él, con Aurelio Delgado, más conocido por «Lito», cuya trayectoria obliga a asignarle un papel en la biografía de Adolfo. En fin, 1961 fue el gran año, preñado de buenas venturas. Pero no hay buen pendolista que no haga un borrón, y el año tuvo un pequeño borrón para Adolfo: las oposiciones a técnicos de Información y Turismo.

Durante más de un año Adolfo preparó concienzudamente, dentro de lo que él entendía por tal, el programa de oposiciones, que iban a empezar el mes de octubre de 1961, y que habrían de durar hasta abril del año siguiente. Conforme avanzaban los meses hacia el fatídico octubre, Adolfo se volvía más reticente. Su experiencia sevillana, que nunca había expresado en público, le tenía preocupado; para poder ganar tenían que ponérselo muy fácil, y cuando se enteró de los cinco ejercicios decidió retirarse. De los cinco había uno que le daba pavor, el quinto.

El primero, que consistía en comentar una conferencia del profesor Muñoz Alonso, otro supuesto filósofo de profesión, no le preocupaba porque hablando se sentía seguro, y tratándose de hacerlo a partir de un hombre que lo hacía tan mal y tan farragosamente como Muñoz Alonso, estaba seguro de vencer en la prueba. El siguiente: un ejercicio escrito. Aunque no era su fuerte, podía arriesgarse. El tercero era también oral, y si bien se trataba de un tema jurídico, creía que saldría del apuro. El cuarto estaba chupado; los casos prácticos, fueran de lo que fueran, eran su elemento. Pero en el quinto no tenía ningún pito que tocar. ¡Los idiomas! Y no uno, sino dos: uno de raíz latina y otro sin ella.

La reacción de Adolfo hacia los idiomas siempre fue alérgica; son superiores a sus fuerzas. No sirve un profesor particular nativo durante dos horas diarias para él solo. No sirven los métodos audiovisuales. No sirven los viajes a países de origen. Es imposible. Durante meses, y ya nombrado presidente del Gobierno, recibió insistentes y maratonianas clases de francés en un intento voluntarioso de romper el maleficio de los idiomas. Pero cuando visitó a Giscard d’Estaing y se permitió el lujo de saludarle en el idioma de Voltaire, y el muy canalla le hizo repetir la pregunta, se dio cuenta de que no cabía darle más vueltas: los idiomas no estaban hechos para él.

En el año 1961 no se trataba aún de un maleficio, sencillamente le producían cierta reacción epidérmica: los idiomas eran un hueso demasiado duro de roer. Y decidió retirarse. Además se casaba en julio, y la acumulación de problemas a resolver en tan poco tiempo no era de buen augurio. Un fracaso en las oposiciones cuando hacía apenas unos meses que había sido nombrado ¡jefe del Gabinete Técnico del vicesecretario! hubiera sido más que una derrota; un error político que ya no podía permitirse. Cuando se presentara a unas oposiciones, después de la experiencia con Altozano, sería para ganarlas con el cien por cien de garantías.

No fue una mala decisión el retirarse porque fueron duras; los hermanos de Fernando Herrero y de Hermenegildo Altozano, respectivamente, suspendieron. Pero tendrían una gran importancia política. La idea de convocar las oposiciones a técnicos de Información y Turismo, creando así la tercera promoción, fue de Vicente Rodríguez Casado, catedrático de Historia, uno de los máximos exponentes del Opus Dei por entonces, y a la sazón director general de Información. Entre él y Adolfo Muñoz Alonso —teólogo falangista y barroco, amén de director general de Prensa, «azul» hasta la médula de su escolástico entramado filosófico— llegaron al acuerdo de convocar unas oposiciones, especialmente indicadas para los «jóvenes turcos» de la Obra o vinculados a ella.

Las compensaciones que obtuvo Muñoz Alonso por el gesto se desconocen, aunque sus relaciones con la Obra en el terreno académico, en su calidad de catedrático de Filosofía en la Universidad de Madrid, eran sin duda excelentes. Muñoz Alonso formaba parte del tribunal, junto a Rodríguez Casado, Revuelta —director general de Radiotelevisión— y Salvador Pons —un hombre que, como el Guadiana, aparecerá siempre en sitios insospechados—. Presidía el políglota y futuro ministro de Educación José Luis Villar Palasí.

La contaminación del Ministerio de Información y Turismo con hombres de la Obra era mínima; apenas había un par de altos cargos. Los cuadros intermedios eran, en el mejor de los casos, «azules», excombatientes del franquismo o sencillamente funcionarios con suerte. La tercera promoción de técnicos de Información y Turismo iba a dar una cantera de funcionarios por oposición vinculados al Opus, que podían jugar a la larga un importante papel político. Quien lo pensó no estaba equivocado. Algunos de estos funcionarios de la tercera promoción facilitarían la sustitución de Manuel Fraga como ministro de Información, a raíz de la crisis de 1969, conocida como «crisis Matesa».

Para cubrir las treinta plazas se presentaron cerca de trescientos candidatos. Y mucha razón tuvo Adolfo al decidir no presentarse, porque se cubrieron sólo veintiséis. Entre los que pasarían a la historia como Tercera Promoción de Técnicos de Información y Turismo, merecen anotarse algunos nombres: Ramón Cercós, Manuel Ortiz, Pedro Segú, Ricardo Barrio, Juan Gómez Arjona, Amalio García Arias, Rafael Ansón Oliart, Fernando Gil Nieto, Emilio Sánchez Pintado, Luis Escobar, José Luis Collar… Varios de estos jóvenes iban a desempeñar papeles nada desdeñables en la vida de Adolfo, aunque en aquellos momentos estuvieran a otro nivel, y le miraran por encima del hombro.

Adolfo, al fin y a la postre, con el simple título de abogado en el bolsillo, carecía de medios para ambicionar competir con aquellos chicos que parecían tan altos y tan listos, que tenían expedientes universitarios de primera línea, que se duchaban todos los días con agua fría según las orientaciones de la Obra, y que tenían becas, sabían idiomas y además se codeaban con Laureano López Rodó, con Florentino Pérez-Embid, o con «Vicentón» Rodríguez Casado. Ése era un mundo absolutamente desconocido para él. Como recordará amargamente años más tarde, él había hecho la carrera por libre y no había estudiado con «los pilaristas» de Madrid.

Estaba a un nivel más bajo, pero tenía claro su objetivo. Para llegar a gobernador había que ser absolutamente inofensivo, mientras se iba acercando a las dos cabezas de puente que le faltaban por alcanzar: el entorno de Laureano López Rodó y el Ministerio de la Gobernación. Entretanto debía seguir en la secretaría de Herrero Tejedor, diciendo «¡A tus órdenes, jefe!», y preguntándole al consejero nacional por Ávila, camarada Emilio Romero, si quería una manzanilla, ya que era bien sabido que en ocasiones hacía mal la digestión. No había ocasión que llegara el tal Romero, su vecino de Arévalo y poderoso director del diario Pueblo, y Adolfo no se ofreciera a hacerle su manzanilla. Porque los personajes del establishment repartían sus credenciales entre los aspirantes, y ser inofensivo y servicial era la única forma de ir rellenando el currículum.

El año 1962 va a significar para Adolfo la conquista de una de esas cabezas de puente. Herrero Tejedor habló con su amigo y también miembro de la Obra José María Sampelayo, secretario general técnico de la Presidencia del Gobierno, uno de los hombres junto a Laureano López Rodó de acceso directo y cotidiano al almirante Carrero Blanco. La conversación debió de ser muy sencilla; el vicesecretario Herrero estaba muy interesado en que su secretario, Adolfo Suárez, empezara a conocer algo de la Administración pública que no fuera el Movimiento, de tal manera que ampliara sus horizontes profesionales. En otras palabras, crearse un currículum y unas relaciones políticas aún más amplias. No hay que olvidar que el tema del currículum era obsesivo en aquellos años «laureanistas»; sin currículum no había carrera política.

En 1962 entra Adolfo en la sede de Presidencia del Gobierno, el lugar donde se preparó la política a seguir durante muchos años y que se cerró un buen día con la muerte de Carrero. Era el otro centro de decisión política, junto al decisorio de El Pardo. Franco decía sí, o no, o callaba, pero los planes políticos salían de Presidencia. Adolfo ejerce su primera misión junto a un personaje del que aprenderá mucho, Rafael Ansón Oliart, cuyo cometido estaba entonces inédito en los anales de la Administración española: jefe adjunto de Relaciones Públicas de la Presidencia de Gobierno.

Se puede decir que la Administración española no conoció las relaciones públicas hasta que las descubrió Rafael Ansón, el pionero del género. Lo lógico cuando alguien va a pedir trabajo es que le pregunten qué es lo que sabe hacer, y la verdad es que Adolfo no sabía hacer nada. No iba a explicarles a aquellos chicos tan listos, que leían Camino todos los días y que conocían la teología que enseñaban en la Universidad de La Rábida, qué era la Acción Católica en Ávila y la organización «De jóvenes a jóvenes». Allí estaba entre profesionales de la organización religiosa emboscada. Lógicamente le metieron en lo que mejor le iba, pero también en lo único que sabía hacer: las relaciones públicas.

Rafael Ansón Oliart, que con el correr de los años será nombrado director general de RTVE por el presidente Suárez, era desde 1960 jefe de Relaciones Públicas de la Presidencia y lo sería hasta 1969. A Adolfo se le asignará mesa de despacho junto a otros cinco empleados de Presidencia, y asistirá por las tardes, donde aprenderá los rudimentos de las relaciones públicas «científicas» que le enseñe Ansón. Por las mañanas va puntualmente a su oficina en la secretaría de Herrero Tejedor.

Sampelayo protegerá desde el primer momento a Adolfo. Inspector del Timbre, goza de un prestigio considerable tanto en el Opus como en Presidencia; cuando se crea la oficina de Planes Provinciales, el 14 de enero de 1961, se hace cargo de ella, mientras Laureano ocupa la Secretaría General Técnica, es decir, el número dos del almirante Carrero. Un año más tarde, exactamente en febrero del 62, Laureano consigue la firma de un decreto según el cual nace la Comisaría del Plan de Desarrollo, y como todo el invento es cosa suya, no duda un momento en dirigirla. Al quedar vacante la Secretaría General Técnica, es Sampelayo quien la ocupa.

Adolfo entra en Presidencia cuando Laureano está ya plenamente dedicado a sus Planes de Desarrollo, y por tanto no tiene prácticamente ningún trato con él. Por otra parte, las relaciones entre Herrero Tejedor y Laureano López Rodó son cordiales en el terreno religioso, por ser los dos de la Obra, pero muy divergentes en cuanto a política. De ahí que Herrero utilice sus excelentes relaciones con Sampelayo para introducir a Adolfo en Presidencia.

Es de suponer que, una vez conocidos los principios básicos de las relaciones públicas, Adolfo aspirara a más. Ser el adjunto de Rafael Ansón iba a significar mucho para él, especialmente en el aprendizaje de cómo ganar elecciones a procuradores en Cortes cuando se enfrente con esa situación, pero en 1962 eso quedaba lejos. Si el objetivo de Adolfo estaba en ser gobernador, tenía que inclinarse hacia la oficina de Planes Provinciales; era importante para el currículum.

La oficina de Planes Provinciales programaba, como su mismo nombre indica, los proyectos y necesidades de las provincias. No había camino vecinal o reforma importante en un pueblo que no pasara por aquella oficina. En otras palabras, el poder de «Planes Provinciales» era casi omnímodo, dado que todos los gobernadores si querían algo tenían que bailarle el agua. Cuando Sampelayo pasa a sustituir a López Rodó, se hace cargo de Planes Provinciales Fernando de Liñán y Zofio, aunque de una manera provisional ya que a su vez, por eso de la concentración de voluntades, Laureano le tenía como vicesecretario del Plan de Desarrollo.

Pues bien, ahí exactamente iría destinado Adolfo cuando Herrero y Sampelayo llegaron a un acuerdo. Pero una cosa es pedir y otra dar trigo, porque Fernando de Liñán desconfiaba de ese chico que quería ir tan rápido, y lo que debía convertirse en la adjuntía de jefe de Planes Provinciales se quedará en jefe de la Inspección de Planes Provinciales, muy por debajo de su superior, Fernando de Liñán.[1]

Los primeros años sesenta son momentos de euforia opusdeísta. Cualquiera que haya leído el libro de Alberto Moncada Los hijos del Padre comprenderá perfectamente que entonces eran irresistibles. El poder de Laureano López Rodó estaba en un ascenso que llegaría a ser vertiginoso. Mientras, Solís hacía carambolas a tres bandas y triples saltos mortales, y cuando todo el mundo esperaba verlo caer, lanzaba unas palabras al personal y bajaba por la escalera de cuerda, como si no hubiera pasado nada. Porque la tónica del Régimen era que nunca pasaba nada que mereciera el ponerse nervioso. Sin embargo, al menor gesto pasaban del nerviosismo a la histeria. La batalla del ejército de Solís frente a las mesnadas de Laureano López Rodó estaba en una etapa de «guerra fría»; aún no había llegado el momento de la explosión de hostilidades.

Adolfo tenía un pie en cada lado del río, y su situación era inmejorable para aprender de la guerra que se avecinaba de Solís y Fraga, ministro de Información desde julio de 1962, frente al grupo «laureanista» de supernumerarios y simpatizantes del Opus Dei. Como telón de fondo que lo agitaba todo, el «Contubernio de Múnich» y las huelgas obreras. Aquel año de 1962 para Adolfo fue un año de consolidación de posiciones; el Régimen, sin embargo, empezaba a sufrir los embates de la oposición del interior. La reunión en Múnich de un conjunto de fuerzas de derecha e izquierda, y las huelgas mineras asturianas de 1962, que la habían precedido, erosionaban más a Solís que al grupo de Laureano.

Sin haber empezado la batalla, ambos preparaban sus ejércitos. También había momentos en los que parecía que se iba a llegar a un compromiso; por ejemplo, cuando Laureano intentó que Solís retirase de la Delegación de Provincias a su fiel José Luis Taboada, un gallego ejerciente, que había sido gobernador de Salamanca, y de una fidelidad sólo comparable a su astucia. Quería poner en su lugar a Orbe Cano, uno de los egregios funcionarios de Presidencia del Gobierno, que había sido jugador internacional de balonmano, supernumerario de la Obra, soltero por supuesto, y cuya figura política, junto a la de Emilio Sánchez Pintado, estaba en ascenso.

Adolfo estaba al margen de la pelea porque aquello iba con los jefes y él era un subalterno. Pero su superior, Herrero Tejedor, sí había empezado una guerra sorda por ganarse el futuro, mientras su secretario desarrollaba un espíritu religioso acendrado y se metía de hoz y coz en el Opus. De alguna manera todos los que trabajaban en Presidencia coqueteaban —término profano y poco apropiado— con el Opus Dei.

Probablemente los supernumerarios se podían contar con los dedos de una mano, pero pocos levantarían esa misma mano para negar que iban a los cursillos de la Obra, que leyeron Camino como si fuera el Libro Rojo de Mao, y que soportaron tétricos ejercicios espirituales en las residencias de Monseñor.

A Adolfo no le era fácil escaparse. De una parte estaba doña Joaquina, esposa de Herrero Tejedor, fanática proselitista de la Obra, y luego trabajaba en Presidencia, bajo las órdenes de Sampelayo y de su secretario Juan Luis Vasallo, de Fernando de Liñán y de Manuel Ortiz, todos del Opus Dei, y su mayor amigo era Gómez Arjona, que aunque estaba casado con una Larraz, no se separaba de Vicente Rodríguez Casado, el todopoderoso planificador de las infiltraciones de la Obra en los cuadros intermedios de la Administración.

Las primeras oposiciones que gana Adolfo Suárez —cabe decir, en puridad, las únicas— es gracias a Vicente Rodríguez Casado. En junio de 1963, Adolfo consigue vencer en los exámenes para el Instituto Social de la Marina. Fueron unas oposiciones banales y rutinarias, si no hubiera sido por lo que había detrás. Exagerando un poco se podría seguir la historia de España a través de sus oposiciones.[2]

Como siempre que se habla del Opus Dei y de las oposiciones en aquellos años, aparece el nombre de Vicente Rodríguez Casado. Existía una santísima trinidad ideológica del Opus Dei formada por Florentino Pérez-Embid, Rafael Calvo Serer y don Vicente. Encima de ellos planeaba el espíritu santo de la ideología, Jesús Arellano, catedrático de la Universidad de Sevilla. Su centro de irradiación principal se concentraba en la Universidad de La Rábida. Rodríguez Casado gustaba de llamar a La Rábida la Universidad campesina y marinera, no se sabe muy bien si por el gusto que tenía por el marisco y las verduras, o solamente para disimular. Lo cierto es que el ministro de Educación, Joaquín Ruiz Giménez, intentó liquidar aquel experimento de La Rábida tan propicio al embarque y tan poco marinero. Don Vicente, ni corto ni perezoso, que para eso era hijo de un general de artillería, se fue a ver a Franco, que circulaba entonces por Barcelona, y Ruiz Jiménez se envainó su espada, y el experimento universitario del Opus en el sur siguió adelante.

Era un personaje sorprendente «Vicentón» Rodríguez Casado. Capaz de hacer las cosas más extrañas, desde los ateneos obreros hasta despertar a los alumnos de La Rábida uno a uno con una pistolita de agua. Evidentemente era ese tipo de personas que da el Opus a medio camino entre el activismo, la mística y la simplicidad. La Universidad de La Rábida había nacido para combatir la Universidad de verano de Santander, donde los azules falangistas dominaban el tendido, y donde Fraga comulgaba regularmente cuando tenía que intervenir, lo que a muchos les hacía pensar en suicidas intervenciones, que luego resultaban sencillamente lineales y caballunas.

La idea de los ateneos obreros surge de Vicente Rodríguez Casado como fórmula ideal de llevar el apostolado de monseñor Escrivá al tan abandonado mundo obrero que trajinaba el ministro Solís. De ahí debió brotar el chiste malévolo que solía repetirse entonces; los únicos líderes del Régimen que conocían a un obrero eran Solís y Rodríguez Casado. La infraestructura humana para llevar a cabo el proyecto de ateneos la dona la Asociación de Ex Alumnos de la Universidad de La Rábida, que presidía José María Sampelayo. El máximo activista de la idea era Rafael Ansón Oliart, que figuraba como uno de los directivos de los ex alumnos de La Rábida.

Vicente Rodríguez Casado convenció a José María Sampelayo y a Rafael Ansón, que no necesitaban mucho para convencerse, de que su colaboración era imprescindible, y todos juntos se lanzaron a crear ateneos obreros. Entre los que trabajaron en ellos estaba Adolfo Suárez, a la sazón secretario de Herrero Tejedor y adjunto a la jefatura de Relaciones Públicas. El primer ateneo obrero fue el de Getafe, a la vera de Madrid, inaugurado a bombo y platillo por Vicente Rodríguez Casado y media oficina de Presidencia del Gobierno.

Don Vicente era hombre imaginativo, e industrioso, y estaba preocupado porque la dedicación de ciertos hombres a los ateneos iba en detrimento de su erario personal y de sus posibilidades profesionales cara al mañana. Así surgieron las oposiciones al Instituto Social de la Marina.

En el mes de junio de 1965 tuvieron lugar dichas oposiciones. Conviene saber que por entonces el director general técnico del Instituto Social de la Marina era Vicente Rodríguez Casado, cargo oficial de consolación que le dio el Gobierno al no concederle el de director general de Promoción Social, que él había inventado, y que regalaron a Torcuato Fernández Miranda.

Había muchas razones para que Adolfo se presentara a aquellas oposiciones. En primer lugar, nadie dudaba de que las ganaría; en segundo lugar, se cumplía su inclinación hacia las oposiciones marinas y submarinas. En definitiva, dentro del objetivo general de su currículum, el Instituto Social de la Marina era algo quizá poco conocido, pero diferente al Movimiento. El instituto había nacido en el seno del Ministerio de Trabajo, en 1941, y éstas eran las terceras oposiciones desde su creación.

No es fácil escribir sin sarcasmo sobre estas llamadas «oposiciones». Consideradas como de tercer grado en las escalas de los expertos, se exigía la licenciatura de Derecho como única condición. Presidía el tribunal un íntimo amigo de don Vicente, y cuya relación con el Derecho, la Marina y el Trabajo era estrictamente metafísica, pues se trataba de Antonio Millán Puelles, catedrático de Fundamentos de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, y, por supuesto, vinculado a la Obra dentro de su catolicismo incombustible.

Sobre el papel había varios ejercicios eliminatorios, como en cualquier oposición que se precie, pero en el fondo se trataba de certificar si se estaba al tanto de la diferencia entre el «hecho biológico» y el «hecho moral», una teoría que se había inventado el filósofo del grupo, Jesús Arellano, en sus clases de la Universidad de Sevilla, y en dos folletos —«La acción de los cristianos y el futuro del proletariado» y «Seis cuestiones del hombre nuevo»—, y que tanto Rodríguez Casado como Millán Puelles sostenían firmemente. Sobre la seriedad de las oposiciones baste decir que al final se suspendieron los ejercicios de idiomas, por acuerdo entre los opositores y el tribunal. Obviamente los que tenían que aprobar, aprobaron. Entre ellos estaban los licenciados más activos, que se ocupaban de los ateneos obreros: Adolfo Suárez, Gerardo Harguindey, Luis Gordón, Antonio Fernández, José Martínez Font. Todos personas íntimamente ligadas entonces al Opus Dei.

Varios meses más tarde, Adolfo se incorpora al tercer puesto de trabajo remunerado. Por las mañanas asistía regularmente a su despacho de jefe del Gabinete Técnico del vicesecretario, Fernando Herrero Tejedor, y hacía algún hueco para ir al Instituto Social de la Marina; por las tardes llevaba la adjuntía de Relaciones Públicas en Presidencia del Gobierno. Su entrada en el instituto tuvo lugar el 15 de abril de 1964 y tomó posesión de su plaza de «oficial técnico administrativo de tercera clase» tres días más tarde. Estaba destinado en el Departamento de Información y Publicaciones, donde se elaboraba una revista de apenas una docena de páginas titulada Hoja Informativa del Pescador. Es obligado apuntar que Adolfo, a pesar de la adscripción a la «Información pesquera», no hacía más que sentarse en la mesa que le correspondía, cuando las otras ocupaciones se lo permitían. En enero de 1965, la Hoja Informativa se transformó en una publicación de veinticuatro páginas con un título de más garra: Hoja del Mar. Adolfo intentó capitalizar este nuevo proyecto sustrayéndoselo a su autor, el que llegaría a ser mítico periodista taurino Joaquín Vidal. Apenas hizo otra cosa que intentarlo, porque el 16 de enero de 1965 pasó al Ministerio de Información y Turismo con carácter de «agregado», es decir, con derecho a seguir cobrando de ambas casas.[3]

Empezaban a llenarse las casillas de su currículum a la par que avanzaba su formación política. No perdía el tiempo porque no le quedaba nada por hacer. Mañana, tarde y noche, su preocupación por alcanzar la gobernación de una provincia le llevaba a acaparar todo lo que estaba a su alcance, quizá también porque apenas acababa de salir de las vacas flacas, y no era cuestión de despreciar nada. Cualquier ofrecimiento era bien recibido; todos sus jefes, del Movimiento o de Presidencia, estaban contentos con su dedicación. Nadie se escandalizaba por las nóminas múltiples, que estaban tan extendidas que lo suyo era «pecata minuta».

Corrían velozmente los meses finales del año 63, y Adolfo iba cada vez más deprisa. Se codeaba con los personajes del momento: Herrero Tejedor, Solís, Sampelayo, Rodríguez Casado, y un larguísimo etcétera que abarcaba a los hombres que tenían estrella, aunque algunos acabarían estrellados.

El sueño de ganar unas oposiciones se había cumplido con el Instituto Social de la Marina, y algunas bromas de los amigos se acallaban ante el signo de una carrera, que para un joven que había comenzado de cero parecía un auténtico galope. Había empezado a llamar la atención; el propio Solís gustaba de decir de vez en cuando a Herrero Tejedor que «ese secretario tuyo tiene demasiada prisa».

A veces esa ansia de correr tenía inconvenientes; Adolfo absorbía de tal manera sus posibilidades de ascender que creaba enfrentamientos por nimiedades. Recomendado por el ex ministro José Luis Arrese, había sido admitido dentro de la secretaría de Herrero un joven, Lope Pérez Corné, un chico amable y predispuesto, con el que Adolfo iba a tener roces dignos de un novato. Problemas referentes a quién abría las cartas, o quién tenía mayor nivel jerárquico, obligaron a pensar en soluciones salomónicas, del tipo de «tú abres las cartas personales de Herrero y Lope las oficiales». Porque en el fondo, para Adolfo, se trataba de no ceder ni un solo paso, de agobiar, desplegando una capacidad de trabajo que demostrara que estaba maduro para ocupar el gobierno de una provincia.

Sin ser un falangista, ni preocuparle en absoluto el serlo, Adolfo era un chico amable con todos, de una tendencia al favor y a que le agradecieran los detalles. Rápidamente se transformó en un puente recomendable para tratar con hombres como Herrero Tejedor o el mismo Sampelayo. El Opus Dei le atraía por muchas razones, desde las estrictamente profesionales, dado que convivía con gente vinculada a la Obra, hasta otras más profundas. Los jóvenes de la Obra, que rondaban los treinta años, constituían entonces un grupo de presión y de discusión política al cual Adolfo habría de sentirse más allegado que a los agresivos azules de «la revolución pendiente» y el «regencialismo», que no era otra cosa que una alambicada fórmula castrense para postergar la Monarquía. En primer lugar, tenían el mismo orden de prioridades, es decir, la ambición, las ganas de apoderarse del aparato franquista, su espíritu trabajador y unas ilusiones considerables puestas en la personalidad del almirante Carrero Blanco como máximo albacea del futuro. La figura del Príncipe Juan Carlos se estaba apuntando en el horizonte; su próxima experiencia en TVE sería la confirmación de ese fenómeno.

Por eso, poco a poco, Adolfo fue inclinando más sus contactos y sus preferencias hacia el territorio de Presidencia y no metiendo la nariz en los temas que hacían referencia a la Secretaría General del Movimiento. Como avispado que era, notaba, sin que nadie le contara nada, que una batalla estaba desarrollándose en el Movimiento, que nadie sabía cómo podía terminar y que de seguro podía afectar a la continuidad de sus planes. Él sólo era jefe de la secretaría de Herrero, y aunque en el momento en que también le nombraron jefe de la Asesoría Política de Herrero se sintió orgullosísimo, ahora se daba cuenta de que era puro formulismo pero que podía comprometerle, o al menos dificultar la carrera llena de obstáculos hacia un gobierno civil.

Las guerras son como las cerezas, nunca van solas, y él tampoco podía implicarse en la guerra fría entre sus superiores, Herrero y Solís, que habían estabilizado unos frentes en los que Adolfo tenía que colocarse en tierra de nadie. Además, había logrado la canonjía de la jefatura del Servicio Jurídico del Frente de Juventudes que le había regalado el delegado de la Juventud, Eugenio Casimiro López y López, y arriesgaba en la pelea cuatro salarios.

Solís había conseguido el cese de Jiménez Millas como vicesecretario en base a su poca fidelidad a la línea tortuosa y personalista del titular, que era él. No soportaba que dificultaran su política y aún menos que ejercieran actividades de protagonismo que le correspondían a él. Por eso buscó a dos hombres discretos y fieles, con notable capacidad para la maniobra burocrática y excelentes relaciones tanto en El Pardo (Franco) como en el entorno de Carrero Blanco. Estos hombres se llamaban Fernando Herrero Tejedor y José Luis Taboada García, de los que conocía hasta la colonia que gastaban, pues Herrero había empezado su carrera política gracias a los buenos oficios de Solís, y el otro llevaba desde 1951 ejerciendo de gobernador de Salamanca y había tenido múltiples contactos con Franco y con Solís. Podía decir sin rubor que cuando fueron nombrados vicesecretario y delegado de Provincias, respectivamente, en febrero de 1961, estaba seguro de haber hecho una operación política rentable. Porque Solís necesitaba hombres discretos, ordenados y fieles, y los dos reunían esas condiciones.

Fernando Herrero Tejedor tenía ambición política y era obvio que reunía dotes considerables para alimentar esa ambición. La oportunidad que le brindaba Solís al ponerle de vicesecretario no estaba lógicamente dispuesto a desaprovecharla.

Desde su entrada en el Movimiento, como delegado de Provincias, Herrero tuvo que soportar comentarios un tanto despreciativos hacia su pasado de no combatiente en la guerra civil. En aquellos años sesenta aún era prácticamente imprescindible para ascender a cargos políticos haber demostrado el valor y la adhesión a la causa de Franco en los campos de batalla. Y aquellos que no lo habían hecho podían falsificarlo, y si no, someterse a todo tipo de sospechas engorrosas. El invento que Herrero usó en una primera etapa de considerarse un ex cautivo era demasiado ingenuo para quienes sólo las medallas y las «camisas viejas» constituían el privilegio del mando. Cualquier persona con más sentido de la política del futuro no hubiera dado importancia a esto, pero Herrero se afectaba por estos picotazos hasta el punto de limitar buena parte de su actividad para poder neutralizarlos. Es posible también que, visto el conflicto con ojos de hoy, no se le dé la importancia que entonces tuvo.

Desde el día que Herrero se hace cargo de la vicesecretaría del Movimiento, deja bien sentado que está dispuesto a ser protagonista y no solamente el suplente del ministro Solís. Esto pudo interpretarse de una manera meridiana cuando, una semana después de su nombramiento, intervino ante las pantallas de televisión, en uno de esos inventos de TVE que daban en llamarse «ruedas de prensa» y que dirigía un «duende» de la información llamado Victoriano Fernández Asís, especialista en preguntar audazmente lo que los altos cargos le habían pedido que preguntase. Su actitud en la pantalla fue la de un hombre dispuesto a llegar al techo de sus posibilidades políticas, porque Herrero tocó los temas del momento —el SEU,[4] el Movimiento, la situación política general— en un alarde que, viniendo tan sólo del vicesecretario, revelaba ganas de ir a más. No porque sus palabras contuvieran algún elemento nuevo o chocante, pues eran tan oficialistas como las que pudiera decir Solís o cualquier otro jerarca del momento. Pero los usos y costumbres no iban por esa vía; la televisión era un vehículo que no estaba destinado para los números dos de ningún departamento, a menos que el número uno les cediera el lugar.

La intervención televisiva del 15 de febrero de 1961 era el segundo acto político público, pues ya antes Herrero había representado a Solís en uno de los actos rituales más importantes de la liturgia franquista, el día del Estudiante Caído.

Todos los años tenía lugar el 9 de febrero la celebración de un acto en memoria del estudiante falangista Matías Montero, muerto durante la II República en una de aquellas razias periódicas que la extrema derecha y la extrema izquierda protagonizaban con rigor y cotidianidad. El suceso había ocurrido vecino a la madrileña calle de Ferraz y allí, desde el final de la guerra civil, se celebraba una concentración de camisas azules y brazos en alto, con discursos llenos de luceros, destinos y valores eternos, que acababan con los gritos denominados muy justamente «de ritual» a cargo de las máximas autoridades del Estado. En los cuarenta, años de la bota alta y el aceite de ricino, iban los grandes budas, y posteriormente, con los tiempos ya del zapato con cordones y la porra callejera, las altas instancias eran sólo las del partido, con los veteranos de los viejos tiempos, de las viejas camisas, de las viejas ilusiones ya ajadas.

El 9 de febrero de 1961, la máxima autoridad presente frente a la placa dedicada a Matías Montero, en el número 13 de la calle Ferraz, fue Fernando Herrero Tejedor, lo que constituía un signo inequívoco de la autoridad del vicesecretario del Movimiento. Por esos azares de la historia, los jóvenes leones del SEU que intervinieron en el acto pasarían, con diverso signo y diversa trayectoria, a la pequeña crónica de las fantásticas evoluciones personales: Juan Antonio Alberich —simpatizante en democracia de la UCD, y alto funcionario de RTVE—, Eugenio Triana —miembro del Comité Ejecutivo del PCE y posteriormente diputado del PSOE—, Rafael Conte —crítico literario y periodista en El País y ABC—, José Miguel Ortí Bordás —pasaría por los sucesivos tránsitos de la derecha conservadora, desde la Alianza Popular de Fraga hasta el Partido Popular de Aznar, con veleidades periodísticas como columnista del diario de extrema derecha El Imparcial, hoy desaparecido—, Antonio Castro Villacañas —inclinado a posiciones socialdemócratas en la transición— y el jefe del SEU en Madrid, Rodolfo Martín Villa, que no necesita comentarios. El SEU fue una especie de examen de reválida para casi toda la clase política española que estudió en los años cincuenta y primeros sesenta. A partir del SEU cada uno escogía la especialidad que más le tentaba, y se doctoraba políticamente en lo que quería o en lo que podía. Incluso hubo algunos que se quedaron hasta el entierro del SEU, en Villacastín, el rompedor año de 1964.

Herrero Tejedor organizaba reuniones del Movimiento con un furor y una capacidad que desentonaba con el carácter desmañado del trabajo del ministro Solís. Entre sus obras está la organización de la quinta reunión del Consejo Nacional y la concentración del aparato, casi íntegro, del Movimiento en el monasterio de las Huelgas, que tendría el detalle canovista del chaqué de Hermenegildo Altozano. En aquel momento su figura se destaca como un líder político rebosante de habilidad para negociar las situaciones difíciles. Hasta el punto de que Solís descarga en él todas las cuestiones referentes al Movimiento y a los gobernadores, para ocuparse en exclusiva de los Sindicatos. Esta división del trabajo, que en un principio fue elaborada por el propio Solís, a la larga iba a generar las envidias del ministro. Cabe reconocer que la propuesta salió de Solís, que consideraba el trabajo de los gobernadores como muy conflictivo a consecuencia de las manías de Camilo Alonso Vega, quien desde el Ministerio de la Gobernación hacía muy difícil la labor mancomunada de los dos ministerios.

La habilidad de Herrero consistió en aprovechar las coyunturas políticas para ganar puntos en la estima de la máxima autoridad, Franco. Así, por ejemplo, causa impresión su planteamiento de protagonizar, desde el Movimiento, un homenaje a los soldados españoles que luchaban en Ifni por defender unos territorios que las «jaimas» marroquíes acabaron consiguiendo, y que para Franco formaban parte de su historia personal. La organización del homenaje como una ayuda «en especies» a los soldados, coincidiendo con la Navidad, se aprovechaba de las fiestas tradicionales católicas para una operación de apoyo a la política colonial que daba los últimos coletazos.

Las reuniones del Consejo Nacional del Movimiento que Herrero se preocupaba de organizar estaban dentro también de una estrategia que habría de dar frutos posteriormente, y en la que Herrero Tejedor sería pionero. Se trataba de hacer jugar al Consejo un papel de orientador político que no dejara los planes de futuro en las manos exclusivas de Laureano López Rodó y los hombres de Carrero. Aunque es evidente que las decisiones no tenían más instancia última que El Pardo, conviene tener en cuenta que presionar era, en aquellos tiempos, una forma de participar políticamente. Porque, según feliz expresión de un político de la época, «a Franco había que amueblarle de ideas el cerebro».

Por eso desde el primer día Herrero consideró al Consejo Nacional como una pieza vitalizadora de un Movimiento que cada vez se parecía más a un cementerio de elefantes. Aunque era imposible quitarle este carácter, utilizó esta institución, que llevaba vida exclusivamente vegetativa, y la capitalizó en beneficio de su carrera política. La principal tarea de los aspirantes a políticos entonces estaba en darse a conocer, en llamar a las puertas de los hombres fuertes del momento, para que a la hora de los cambios se les recordara y se les tuviera en cuenta.

Solís no entendió la operación de Herrero Tejedor cuando éste le pidió el cargo de secretario del Consejo Nacional, al que Solís consideraba como un mueble lleno de papiros y cuyas actividades burocráticas carecían de rentabilidad política. Herrero, aunando la secretaría del Consejo a su privilegiado puesto de vicesecretario del Movimiento, controlaba un juguete que seguía sus orientaciones sin necesidad de conspiraciones o labores subterráneas, sino a la luz del día. Cuando el ministro Solís empiece a ser consciente de la labor de Fernando Herrero, no será fácil hacerle recoger las velas.

Solís, aprovechándose de la división del trabajo que había creado, y que su vicesecretario mantenía rigurosamente, porque jamás se inmiscuía en temas sindicales, empezó una operación de aislamiento a Herrero Tejedor que tendría características semejantes a la que tan buen resultado le había dado con Jiménez Millas. Pero Herrero tenía talento político suficiente para ganar los pulsos que le iba a echar Solís, e incluso para, en ocasiones, darle ventaja.

Lo que empezó a ser preocupante para Herrero fue la erosión permanente que ejercían sobre Solís un grupo de «viejas guardias», para quienes la figura del vicesecretario testimoniaba las infiltraciones «traidoras» del Opus Dei en el sagrado santuario del Movimiento. Esos hombres, sin ninguna relevancia política, sirvieron para envenenar aún más las relaciones entre Solís y él, situándole en difíciles tesituras, en las que influía su mala conciencia por no haber participado en el Alzamiento del 18 de Julio, por más que tuviera sólo diecisiete años, y que más de uno a esa edad se había incorporado voluntariamente a los sublevados.

El grupo bunkeriano del Movimiento que castigaba todo lo que podía a Herrero, y que servía de cobertura a los desplantes y reconvenciones de Solís, lo formaban los hermanos Nieto, el «camisa vieja» Agustín Aznar y el coronel Murga, feliz apellido del jefe nacional de la Guardia de Franco, organización semejante a la Guardia de Hierro si se nos hubiera dado contemplar a los jóvenes nazis con canas, kilos y calvas incipientes. Por encima de todos estaba el ariete, Tomás García Rebull, un militar que unía a su indudable sinceridad política un temperamento violento y fanático, y una inteligencia castrense que los historiadores darían en comparar con la del pastor Viriato.

El enfrentamiento definitivo entre Herrero Tejedor y Solís estallará en el mes de octubre de 1963, con ocasión de la Asamblea Europea de Excombatientes. La idea de que esta asamblea se celebrara en Madrid, concretamente en el Valle de los Caídos, había nacido de Solís, pues este conglomerado de extremistas de derecha de toda Europa habían empezado a festejar sus derrotas en Lourdes, en 1947, y luego en Montecassino, en 1950. En noviembre de 1961 se constituyeron en Comité Europeo de Antiguos Combatientes, momento en el que el ministro del Movimiento les prestó ayuda para que vinieran a España. Pero Solís, que había soñado con hacerle este regalo a Franco, tuvo que retirarse a su casa por «complicaciones del páncreas», cuando todo estaba preparado para recibir a los invitados. Herrero Tejedor ocuparía su lugar.

Desde que los excombatientes entraron por la frontera de Hendaya hasta su llegada a Madrid y la multitudinaria concentración en el Valle de los Caídos, Herrero fue el que capitalizó la operación, mientras Solís se reconcomía en la cama. Para el control de la magna fecha en que los combatientes de extrema derecha de toda Europa iban a rememorar sus batallas, medallas y estandartes en la España de Franco, Solís había designado a un militar que fue su mano derecha, Fernando Pérez de Sevilla y Ayala, que ejercía las veces de suplente del ministro. Herrero Tejedor lo retiró y llevó personalmente la operación.

La concentración del Valle de los Caídos, el domingo 13 de octubre de 1963, fue indescriptible. Solís había conseguido que los residuos de una Europa que había perdido la Segunda Guerra Mundial homenajearan al único de sus generales victorioso: Francisco Franco. Llegaron más de quinientos extranjeros, entre los que podía verse al general nazi Von Choltitz; los fascistas de la Europa del Este: Rindoff (Bulgaria), general Zako (Hungría), comandante Lis (Polonia) y el coronel Lanskoronskis. Tampoco podía faltar Pier Francesco Nistri, presidente de la Asociación de Combatientes Fascistas Italianos en España, un capitán legionario que había hecho, junto a la batalla de Guadalajara, las guerras de Abisinia, África Septentrional y Albania. Allí estaba de cuerpo presente «Giovanezza, giovanezza», «Deutschland, Deutschland, über alles» y «Yo tenía un camarada», pero faltaba el ministro Pepe Solís. Lo que no había podido ni el Ejército Rojo ni Eisenhower en 1944, lo logró un páncreas en mal estado.

Aunque el ministro del Ejército, general Martín Alonso, leyó al final unas cuartillas en forma de mensaje del Caudillo, será Herrero Tejedor quien diga el discurso de clausura, en el escenario diseñado por el arquitecto que Franco llevaba dentro, y que tomó cuerpo en el Valle de los Caídos. La oratoria del vicesecretario parecía la de un general que hubiera ganado cien batallas, cuando las únicas guerras en las que Herrero había participado se habían desarrollado en el frente de la calle Alcalá, número 44. Su soflama terminó así: «Cualquier idea generosa encontrará siempre en nuestras almas el eco que os demuestran estos miles de combatientes españoles aquí reunidos. Pero a la generosidad de las ideas ha de seguir la firmeza en los propósitos, la claridad, la expresión rotunda de una clara posición frente a la amenaza que hoy se cierne sobre el mundo. No van con nosotros las actitudes blandas y conformistas. Nosotros queremos un mundo auténticamente dueño de sus destinos, en el que no existan países sojuzgados, “telones de acero” ni murallas de Berlín. En el que campee la verdadera, la auténtica libertad del hombre para cumplir con ella su propio fin. Con esta actitud os acogemos con la confianza con que se recibe a un viejo camarada. Nosotros seguiremos siempre fieles a nuestro destino, que es el destino de los pueblos libres de la vieja Europa».

Cuando Solís se recupera y asimila que la gran aventura de los excombatientes europeos, que con tanto mimo había imaginado, le había sido hurtada de su mochila de mariscal, para pasar a engrosar la imagen de un hombre que no sabía lo que era un cañón de 105, ni había visto un mortero en su vida, se indigna y prepara el destierro burocrático de su vicesecretario. Ahí empieza la cuenta atrás del cese de Fernando Herrero Tejedor.

El resto es una guerra lenta. Soterrada a veces, y otras brutal, como sabe serlo Pepe Solís cuando su sonrisa se vuelve mueca y su boca no cuenta chistes con gracejo. Herrero empieza a recoger sus papeles y a buscar una salida airosa, que tardará en llegar dos años. Ninguno de los dos provocará la exteriorización del conflicto, porque hubiera supuesto la ruptura entre ambos; tenían la suficiente experiencia para saber que en política, un profesional nunca acierta con la suerte que le deparará el mañana.

La solución la negociará Antonio María de Oriol y Urquijo, al ser nombrado ministro de Justicia en julio de 1965, en el mismo lote de seis ministros que habían precedido al indulto del Año Compostelano y que se traduciría para Franco en una ocasión más de hacer inclinar la dúctil columna vertebral de los catedráticos; la Universidad de Santiago de Compostela le honró con el doctorado «honoris causa» el 27 de julio de aquel infausto año.

Las relaciones entre Oriol y Herrero Tejedor habían pasado por algún momento difícil por razones de menor cuantía. Por ejemplo, al influyente Oriol, que desempeñaba al mismo tiempo la Delegación Nacional de Auxilio Social, la Dirección General de Beneficencia y la Presidencia de la Cruz Roja, se le ocurrió imprimir las cartas de su Dirección General con el membrete de los requetés, en vez del preceptivo yugo y flechas falangista. Herrero, tajante, devolvió las cartas que se le habían enviado y comunicó a Oriol que los gastos de esa impertinencia correrían de su propio bolsillo. Los ímpetus políticos de Oriol, que se orientaban hacia el más fanático de los carlismos, no habían entrado nunca en contradicción con su saneada economía y no iba a ser ésta la ocasión para afectarla.

Oriol conocía lo suficiente el valor de la autoridad en aquel Régimen, valor que le había llevado a él a «mantenella y no enmendalla» en más de una ocasión, y sencillamente se guardó las cartas con el membrete carlista para mejor ocasión.

Pero en los primeros días de septiembre de 1965, el recién nombrado ministro de Justicia siente hacia Herrero Tejedor una admiración política que no va a abandonar hasta la muerte del entonces vicesecretario. Las relaciones entre ambos habían mejorado durante los primeros meses del año 65, porque ambos tenían muchas cuentas pendientes con el ministro del Movimiento, José Solís. Por eso cuando un día de septiembre se sientan a comer en el restaurante Lhardy y deciden ponerse de acuerdo, con fondos de estuco, cubertería de plata y ecos borbónicos en las paredes, empezaba una operación de altos vuelos. Herrero Tejedor abandonaba sus responsabilidades en la Secretaría General del Movimiento y pasaba a ser uno de los políticos que el Príncipe Juan Carlos habría de considerar «hombre de Estado».

Para Herrero Tejedor, la propuesta que le hace Oriol es tentadora: nombrarle fiscal del Tribunal Supremo. Salir del Movimiento para ocuparse del decisivo despacho en el Supremo, por el que han de pasar los asuntos más importantes de un Estado que bordea casi siempre el juzgado de guardia. No duda un solo instante. Además le apasiona el trabajo judicial, que marginó al salir de Castellón. De alguna manera es la posibilidad de unificar sus dos ambiciones, la judicial y la política. Herrero tiene la magnífica oportunidad de servir a sus dos pasiones desde un lugar privilegiado. Y no lo piensa dos veces.

Sólo queda que Oriol logre convencer a Franco de que la mejor salida de un vicesecretario que está en difícil situación por los «personalismos» de Pepe Solís es ascenderle a fiscal del Tribunal Supremo. Franco, por su parte, no tenía más que rosas para ofrecer a un hombre como Herrero, que había sido la vedette de su ansiado sueño: que Europa le reconociera en el Valle de los Caídos. No hizo falta más que presentar una terna y el nombramiento fue efectivo el 22 de septiembre de 1965. Fernando Herrero Tejedor ya era fiscal del Tribunal Supremo.

Atrás quedaban para él las jornadas de Villacastín, donde el SEU recibió la extremaunción, y una experiencia como gobernante del aparato político del franquismo que iba a serle muy útil. La batalla entre «azules» y «tecnócratas» aumentaba en grados, y la máquina de vapor empezaba a expeler sonidos sospechosos de que la caldera acumulaba más gases de los que podía soportar.

La experiencia de Herrero Tejedor en la vicesecretaría del Movimiento había demostrado su buen hacer en un mar de los sargazos cruzado por corrientes de diverso signo. Herrero dejaba el cargo sin enemigos importantes. La nómina de competidores en la larga marcha hacia un puesto en el sol del Gobierno ya tenía un nombre más, el suyo. Había pasado de ser un funcionario hábil a aspirante a un ministerio. Mientras, Adolfo seguía en su pelea por el gobierno de una provincia. Estaban situados a niveles diferentes, y Herrero era consciente de que su joven secretario necesitaba ayuda. Su voluntad y la predisposición hacia el cargo bien merecían sus gestiones.

Durante la etapa de vicesecretario, Herrero no aprovechó ninguna oportunidad para colar a Adolfo en tan ansiado empeño. Varias razones abonaban esa posición; no se cansaba de repetir que Adolfo no era un falangista y eso para él contaba, pues desde el Movimiento se patrocinaban candidatos cercanos a lo que entonces se llamaba «espíritu falangista sin revanchismos»; es decir, una especie de camisa blanca teñida con azulete, que tenía la virtud del doble uso. Adolfo no había sido nada en el SEU, sino un estudiante más, encuadrado obligatoriamente, y en Ávila tampoco se relacionó con el Movimiento más que en sus funciones de secretario del gobernador civil. Su pedigrí para los hombres del Movimiento no revelaba más que ambición política, buena voluntad y mucha ilusión por el cargo; pero con la cantidad de postulantes que Herrero Tejedor había registrado en su fichero de hombres del Movimiento, Adolfo era uno más.

Herrero Tejedor, al ascender a vicesecretario, había dejado su famoso fichero en manos del delegado de Provincias, José Luis Taboada. Pero al abandonar la vicesecretaría hizo algo más: le rogó encarecidamente que en la primera oportunidad propusiera, como era preceptivo de la Secretaría General del Movimiento, el nombre de Adolfo entre los candidatos a una provincia.

Herrero abandonó el edificio del Movimiento en septiembre de 1965 y Adolfo le acompañará hasta ese último momento, aunque sin la dedicación exclusiva de los primeros días: sus ocupaciones en Presidencia, y los trabajos del Instituto Social de la Marina y de los ateneos obreros le llevaban su tiempo. Por si fuera poco, desde marzo dirigía la programación de Televisión Española. Un currículum no se fabrica fácilmente sin multiplicar las dedicaciones.

Taboada recogió la bandera que Herrero le había cedido, y la llevaría consecuentemente hacia la meta prevista, aunque algunos años después.

Un hombre ambicioso y audaz como Robespierre, en uno de sus pocos momentos de reflexión autocrítica, había dejado escrita una frase que explicaba muchos rasgos de su comportamiento: «Sentí, desde muy temprano, la penosa esclavitud del agradecimiento». Adolfo terminaba el año 65 atado a esa penosa esclavitud. Necesitará años para romper esos grilletes, porque a Robespierre se le olvidó añadir que en una carrera política victoriosa el agradecimiento no es más que un gesto, una carta o una sonrisa; la vida y el poder se encargan de no recordar nada que no haya sido una victoria. Las derrotas, por pequeñas que sean, se guardan en los armarios del resentimiento.