2. Hacerse demócrata en un año

Pocas cosas hay tan decepcionantes como volver a ver un truco de magia después de que te han explicado cómo se hace. Quizá es porque la magia no consiste en otra cosa que en un juego realizado por virtuosos, sin otra virtud que la habilidad, para halagarnos los ojos a las gentes simples. Así fue como ocurrió. El 3 de julio de 1976, ya muy avanzada la tarde, mientras Adolfo Suárez le decía a Carmen Díez de Rivera, quien le acompañaba junto al teléfono —«Carmen, ¿no me borboneará con Silva?»—, el Rey, ufano él ante la impecable jugada que le había presentado Torcuato Fernández Miranda, le decía con ese tono chumacero que acostumbraban ambos: «Adolfo, presidente, ven para acá».

Como decían que le ponían las bolas a Fernando VII, así se las había colocado Torcuato. Detengámonos en la elaboración de la jugada hasta que las bolas están para que Su Majestad agarre el taco y haga la gran carambola. La terna que debidamente manipulada había sido presentada al Rey resultaba impecable, quizá demasiado para que no diera la impresión de amañada. En ella estaban presentes las tres fuerzas que habían permitido la continuidad de casi cuarenta años de franquismo.

Primera, y fundamental, la democracia cristiana. Pero no una democracia cristiana genérica, sino una muy precisa y particular, la que bajo la férula del cardenal Herrera Oria constituyó la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), sin la cual Franco no hubiera soportado los envites de la derrota de sus socios en la Segunda Guerra Mundial, y la fuerza que más había hecho nacional e internacionalmente por sacar al Régimen de Franco del aislamiento político al que estaba condenado. Nadie mejor que Federico Silva Muñoz para representarlos: padre modélico de siete hijos a los cincuenta y tres años, y ministro de Obras Públicas con el Caudillo durante cinco. Había dimitido —gesto infrecuente y temerario en el viejo Régimen— por razones de proyecto, para marcar sus distancias hacia los tecnócratas del Opus Dei que hegemonizaban el panorama, y los azules de la Falange-Movimiento, que aspiraban a reconquistarlo. Desde entonces, 1970, Federico Silva Muñoz fue la gran esperanza de futuro para todos los católicos conservadores de España. Y en verdad no se sabía muy bien por qué.

A partir de ese esquema, estaba claro lo que faltaba en la terna de Torcuato al Rey: un representante de los tecnócratas del Opus Dei. ¿Y quién mejor que Gregorio López Bravo? Idéntica edad que Silva pero sin hijos, porque se encontró a la Obra de Dios. Franco le tenía especial cariño; paterno filial, decían, ¡tan joven, tan preparado y tan creyente! Quizá por eso no sólo fue uno de los ministros más jóvenes del Régimen —apenas tenía treinta y nueve años cuando le entregaron la cartera de Industria—, sino que, aun estando implicado en el famoso escándalo Matesa (1969), que dejó al Opus Dei desnudo ante el adversario, el Caudillo lo sacó de Industria para hacerlo ministro de Asuntos Exteriores.

Del tercero en discordia, Adolfo Suárez, lo primero sería decir que era el que menos discordia creaba. Primero por la edad; era el más joven —cuarenta y cuatro años—, y el más inexperto, pero también el que menos enemigos tenía, dada la inanidad de su carrera política y de su especial preocupación por no pisar el callo de nadie que no se lo hubiera pisado a él previamente. Adolfo Suárez era, a la altura de aquel verano de 1976, un subalterno de la política. Para todos aquellos que pudieran sospechar que el joven Rey podía lanzarse a una operación de desmontaje del Régimen que le había puesto en la jefatura del Estado, quedaron encandilados ante la sensatez del monarca. Habiendo podido elegir a cualquiera de las tres ramitas nutricias del franquismo, optó por la que, al menos en apariencia, estaba más ligada a la esencia del viejo Régimen. Nadie mejor que un hombre que no creaba inquietud entre las filas del Régimen para iniciar su andadura. El Rey, pues, era fiel a los principios. Como a Fernando VII, así se las había puesto Fernández Miranda. Sólo un golpecito y hale hop, carambola.

Todo se condensaba en saber qué había detrás de la carambola, y en este sentido, el del secreto —Torcuato— inauguraría la que habría de ser la característica fundamental del proceso de transición, su modalidad esencial: el secreto. Sin los secretos bien guardados la operación se hubiera ido al traste. Pocos y sabios, de saberes e intereses. Los demás podían admirarse o decepcionarse, pero de ese estadio no cabía pasar. El 5 de julio tomaba posesión Adolfo Suárez de la presidencia del Gobierno.

¡Qué horror, qué inmenso horror provoca repasar ahora las palabras, los gestos, las declaraciones y los desplantes de aquellos primeros días de julio de 1976, aún caliente el cadáver político de Arias Navarro, y recién nombrado Suárez presidente del Gobierno! Y sin embargo, cuán pocos son los que hoy reconocen lo de ayer como un juicio precipitado, un aserto justo, o simplemente un desconocimiento del secreto de la operación planificada por Torcuato Fernández Miranda y el Rey.

Las hemerotecas deberían quemar los ejemplares del mes de julio del 76 para que la memoria de los políticos se conservase limpia, sin los deslices de un recuerdo que nadie desea rememorar. Cuando yo iniciaba el acopio de material sobre Adolfo Suárez siempre preguntaba a mis interlocutores: «¿Se sorprendió usted cuando nombraron a Suárez presidente del Gobierno?». Las respuestas eran tan desvergonzadas que la retiré de mis entrevistas. Y esto ocurría en 1979, ¿qué dirían hoy los egregios supervivientes políticos, pasados treinta años y pico? Sé que hay quien hasta se jacta hoy de haber orientado al Rey hacia Adolfo Suárez. Memoria y política son elementos que juntos no emulsionan.

A la altura de 1979, sin tiempo aún para la falsificación de lo inmediato, los dirigentes políticos de mayor o menor fuste aseguraban que no se habían sorprendido de nada, que el sorpresivo nombramiento de Suárez lo sabían con antelación. Adentrados ya en el siglo XXI, la misma pregunta que hacía en el 79 carece de sentido, porque si de algo se ha revestido la clase política de la transición es de una coraza de autosatisfacción; felices todos de haberse conocido. Forman una piña de desmemoriados selectos. Si alguien inquiriera ahora a cualquiera de esos supervivientes, no dudaría en afirmar, con la sencillez de quien habla de un pariente: «Adolfo siempre fue uno de los nuestros». En su conciencia de políticos, han logrado transformar la ignorancia y la marginación con las que vivieron aquellas jornadas en algo sabido y previsto. Mienten con el mismo desenfado con el que entonces se desmelenaron.

En julio de 1976 daba la impresión de que los papeles estaban trastocados. El líder de las partidas de la porra durante el franquismo, el extremista de derecha Mariano Sánchez Covisa, exultaba de júbilo: «Me he alegrado mucho de que no haya sido nombrado el señor Areilza, y he respirado de alivio al saber que ha sido Adolfo Suárez el elegido». El camisa vieja falangista Raimundo Fernández Cuesta añadía: «Dadas las características de inteligencia, de juventud y de actividad política que concurren en Adolfo Suárez, me parece muy bien su nombramiento». Para el veterano almirante Nieto Antúnez, auténtico depositario de las esencias del franquismo, se trataba de un «joven muy inteligente, que ha tenido un gran maestro en Fernando Herrero Tejedor».[1]

Los hombres del Opus Dei, siempre buenos encajadores y serviciales, se deshacían en mieles por la voz de dos dignísimos representantes. Para el competidor en la terna del Consejo del Reino, Gregorio López Bravo, «el nombramiento de Adolfo Suárez es excelente». Laureano López Rodó, otro prohombre de la Obra, antaño poderosísimo ministro de Franco, iba aún más lejos al señalar que nos encontrábamos ante «un hombre de excelentes cualidades políticas, como ha demostrado a lo largo de toda su trayectoria. Es hombre joven, dinámico, sereno, dialogante y con gran capacidad de convocatoria». Tales elogios más parecen sarcasmo. La capacidad de convocatoria de Suárez en aquellos momentos rozaba el cero. Incluso políticos que luego formarían parte de su gobierno, como Joaquín Garrigues o Ignacio Camuñas, no ocultaban su sorpresa y su descontento.

Desde que se conoció la designación de Adolfo Suárez, las tres Bolsas españolas (Madrid, Barcelona y Bilbao) empezaron a caer en cascada, demostrando que las finanzas son tan sensibles a los nombramientos que pueden cambiar de opinión en cuestión de horas. Pues así fue; pasaron de fuertes alzas ante la caída de Arias Navarro, a preocupantes descensos al saber quién le sucedía.

La operación quirúrgica de cesar a Arias Navarro, que sajaba el pulmón con el que se alimentaba el viejo Régimen, estaba coordinada con la idea de sumar al nuevo gobierno una buena parte de las personalidades del anterior. A Manuel Fraga Iribarne, obsesionado con hacerse perdonar su período liberal del tardofranquismo —en Fraga siempre han convivido las etapas del Dr. Jenkill y las de Mr. Hyde; pero nunca juntas, ni siquiera superpuestas, sino alternativamente—, se le consideraba un apestado por sus posiciones intransigentes, que en ocasiones había ganado por la mano al nada liberal Arias. Reunía en su persona dos características de difícil asimilación para aquel momento. No sólo estaba el escoramiento hacia la vertiente más reaccionaria, sino que tampoco era hombre para hacer de partenaire en el juego de los silencios y los secretos. O jefe o nada. De lo que fuera, pero jefe. A mayor abundamiento y perplejidad, Suárez le parecía tan poca cosa, que juzgaba fuera de lugar incluso el que le animaran a participar en aquella bufonada. No obstante, como se le animara a seguir en el Gobierno con el nuevo presidente, renunció por carta. Sin embargo, otras figuras, como el conde de Motrico —José María de Areilza— y Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, estaban bien vistas por la Corona y podían facilitar una mejor imagen y un proceso de transición más equilibrado.

El domingo, 4 de julio, un día antes de la toma de posesión, Adolfo Suárez telefoneó al conde de Motrico para cambiar impresiones y preparar una entrevista que el presidente in pectore deseaba tener con él al día siguiente. La actitud de Areilza fue algo soberbia, o en la mejor de las interpretaciones, expectante; lo suficiente para que la entrevista no tuviera lugar. No obstante, el lunes le visitó el periodista Luis María Ansón, y le sugirió la gran oportunidad que se le ofrecía de sumarse al nuevo Gobierno. La gestión de Ansón se saldó de manera negativa, y Areilza aprovechó la ocasión de tener delante a un intermediario privilegiado de la Corona para arrojar por su boca la retahíla de menosprecios que se había cobrado tanto del Padre —Don Juan— como del Hijo —Don Juan Carlos— después de años de servicios al Espíritu Santo de la Monarquía. Para un hombre que sabía cinco idiomas, que se sentía seguro por su considerable fortuna, que trataba al «Ghota» del mundo como uno más, y que se había hecho grandes ilusiones desde que fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores con Arias Navarro, por sugerencia del monarca, la designación de Adolfo por el Rey no era sólo un error político sino también una bofetada personal.

El exordio de Areilza, que los acostumbrados oídos de Ansón recogieron puntillosamente, no fue necesario transmitirlo a las altas instancias del país, porque no mucho más tarde un enviado del Rey, el ex ministro Pérez de Bricio, repetiría infructuosamente la gestión de sumar a Areilza al nuevo Gobierno. Hombre siempre inseguro y dubitativo pese a su apariencia imperturbable, el conde intentó entrar en contacto con Suárez cuarenta y ocho horas después de las gestiones de los dos intermediarios, quizá para rectificar, quizá para poner condiciones. El ya presidente no atendió al teléfono. Areilza comprendió demasiado tarde que Suárez estaría mucho más tranquilo sin él. Por su parte, Antonio Garrigues Díaz-Cañabate no hizo el menor gesto de seguir; ya eso sería una cuestión para que la afrontaran sus hijos, los Garrigues Walker. Adolfo Suárez empezaba pues a gobernar sumido en la desconfianza y el descrédito de casi toda la clase política.

Una voz clamaba en el desierto. Luis María Ansón, director entonces del semanario La Gaceta Ilustrada, no hacía más que ser consecuente con las numerosas maniobras que había protagonizado y las que aún habría de protagonizar. Siempre que algún turbio asunto aparece en la trayectoria de la Monarquía, con M de Majestad, siempre estará allí Luis María Ansón, solo o acompañado de su hermano Rafael, experto en relaciones públicas, gastronómicas y comunicacionales. La Gaceta Ilustrada de Ansón se descolgó con un antológico editorial titulado «Suárez: la nueva generación al poder», del que cabe recoger algunas greguerías: «Queremos aplaudir el sereno acierto del Rey al designar presidente del Gobierno a don Adolfo Suárez… Suárez tenía tres años cuando se inició la Guerra Civil. Pertenece a la que un ilustre escritor ha llamado la “generación del silencio”… No es un aristócrata. No es un financiero. No tiene compromisos ni con el capitalismo ni con los grupos de presión… Ha realizado una excepcional labor como ministro… No pertenece a esos números uno que la tecnocracia sacaba a la luz hace unos años y que carecían de biografía política…». Terminaba la página ansoniana con algo que sí podía acercarse a la verdad: «Es un hombre experto y curtido… tras veinticinco años de luchar día a día en el más duro terreno de la política».[2]

No menos influyente en los medios periodísticos y políticos de la época, aunque de distinto signo y trayectoria que Ansón, estaba el historiador, publicista y político Ricardo de la Cierva, que por aquellos días había perdido el rumbo del poder, aunque no tardaría en recuperarlo. Había sido el último beneficiario de la biografía de Franco, un centón en dos volúmenes. Fallecido don Manuel Aznar, que había ejercido de cronista por excelencia del Caudillo y sus hazañas, De la Cierva vino en sustituirle. A él se debían los dos volúmenes de la biografía oficial e ilustrada del Generalísimo Franco, lo que le había deparado el más suculento negocio editorial que se recuerda de la España de entonces; el contrato con la editora del Estado —Editora Nacional— se basaba en los ejemplares impresos, no en los vendidos.

Por sus características personales, Ricardo de la Cierva era lo que hoy denominaríamos un cuatrero de la historia, pero con la habilidad suficiente para colocarse en muy buena posición de salida en la carrera de la transición. En vísperas de la muerte de Franco, pertenecía al círculo de poder que rodeaba a Pío Cabanillas, ministro a la sazón de Información y Turismo, donde Ricardo ejercía de director general de Cultura Popular. Siguió a su ministro en la dimisión de octubre de 1974, cuando detectaron que el franquismo acabaría como empezó, matando. Ocasión que aprovechó para presentarse a oposiciones para la cátedra de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, que ganó, por supuesto. La vinculación a Pío Cabanillas y a Juan Luis Cebrián, director de Informativos de Televisión Española durante el período de Cabanillas en el Ministerio de Información y Turismo, harían de él, dos años más tarde, el principal analista político del recién nacido diario El País, en el que Cebrián ejercía de primer director. Fue columnista político de El País durante un período lo suficientemente largo como para que en él apareciera el más famoso y recordado de sus artículos, el dedicado al nombramiento de Adolfo Suárez.

Llevaba el brillante título de «¡Qué error, qué inmenso error!»;[3] quizá el mejor artículo de su política carrera de historiador instrumental, escrito con un tono digno del mejor periodismo político del siglo XIX: «Quienes quieren ya lanzar la campaña sobre la juventud ministerial recuerden —en abstracto— la sentencia del conde de Mayalde sobre algunos políticos jóvenes del régimen anterior: “Tienen todos nuestros defectos y ninguna de nuestras virtudes”. Esto, amigos, ha sido un disparate, y sólo un milagro puede salvarlo». Verdaderamente, algo parecido al milagro habría de producirse, porque Ricardo de la Cierva, dos años y medio más tarde, se acabó incorporando a un gobierno presidido por Adolfo Suárez, el mismo que él había recibido bautizándole como «¡Qué error, qué inmenso error!».

El rasgo juvenil fue señalado como el aspecto más sobresaliente del primer Gobierno constituido por Suárez. En propiedad, habría que hablar de Gobierno formado por Alfonso Osorio, porque fue éste el que movió los hilos. El nombramiento de Adolfo había dejado atónita a la clase política que no estaba implicada de alguna forma en la operación, y la primera actitud se reflejó en esperar la marcha de los acontecimientos, creyendo que lo sucedido, en el fondo, no podía ser considerado de otra forma que como una interinidad. Incluso hubo quienes, en un arrebato de furor ante el horror que les inspiraba aquel error sin paliativos, iniciaron una fuerte campaña para lograr nada menos que ¡Adolfo Suárez renunciara a la presidencia! La iniciativa la tomó Pío Cabanillas y logró sumar a un noqueado José María de Areilza. El simple enunciado del proyecto desvelaba la inconsciencia de Cabanillas, a quien en esta ocasión le habían fallado sus siempre bien engrasados canales de información, la frivolidad de Areilza ante lo inevitable y, sobre todo, el desconocimiento de la personalidad de Adolfo Suárez y de las maniobras de Torcuato Fernández Miranda y del Rey.

Hubo de ser Alfonso Osorio el que maquinara la parte más difícil en la formación del Gobierno, porque Suárez carecía de las condiciones para hacerlo. Osorio iba a serle capital para romper su aislamiento y su inanidad; dos virtudes —tanto el aislamiento como la inanidad— en la perspectiva estratégica de la transición a la democracia, porque evitaba enemigos de partida, pero también dos inconvenientes en la operación táctica que suponía el primer gobierno de la Reforma. La figura de Alfonso Osorio era importante; su personalidad política mucho menos, por carencia. Todo lo que era útil en él venía de fuera de él. Era el hombre del Rey y le bastaba con eso para que acompañara a Suárez en los vericuetos de la alta política de la época. No creo que Torcuato Fernández Miranda le hubiera dedicado algo más que alguna de aquellas sonrisas rancias, como quien está preguntando con el gesto: «¿Cómo te va, muchacho?». Conformaba el producto genuino de la alta clase política creada por el Régimen, facción católica ultraconservadora, recién devenida en democristiana de centro-derecha. Monárquico de Santander, definitorio de un tipo de monarquismo familiar y berroqueño, montañés. Abogado del Estado, había entrado en la política con el acicate nada despreciable que le otorgaba haberse casado con la hija del influyente ministro de Franco y presidente de las Cortes, don Antonio Iturmendi.[4]

Gozaba de la sinecura de ser del Cuerpo Jurídico del Aire —entiéndase, del Ejército del Aire, aunque también podría pasar por «del aire» en su sentido estricto—. A partir de 1965, en que es nombrado subsecretario de Comercio, figura en el elenco político del franquismo. Será el único ministro que el Rey impuso a Arias Navarro tras la muerte de Franco —a otros, se limitó a sugerirlos—, quien le colocó en Presidencia sabiendo que ejercería de correveidile del Monarca, como así fue. No estaba demasiado dotado de otra cosa que no fuera soberbia; se tenía a sí mismo, y hasta el día de hoy, en altísimo concepto, y de la lectura de sus escritos y memorias cabría deducir a cuántas acechanzas hubiera sucumbido España, la Monarquía y el Monarca de no ser por su atenta vigilancia. Al Rey le agradaban entonces estos chisgarabís dedicados las veinticuatro horas del día —o casi, porque tuvo un centón de hijos— a la conspiración y el cotilleo. Atildado, pedante desde la ignorancia más vetusta, fue no obstante un prodigio oteando el horizonte para allanarle el camino a Adolfo Suárez. De tener pluma y talento, hubiera podido ser un cronista privilegiado de la transición, pues a él le tocó hacer sociedad con Suárez cuando ambos eran ministros secundarios de Arias Navarro y ahora tenía la encomienda Real de hacerle un gobierno para ir tirando. Él se hacía cargo del Ministerio de la Presidencia, exactamente el mismo que el Rey había pedido para él a Arias Navarro, con lo que se podía decir que heredaba el puesto. A quien no heredó fue a su anterior subsecretario, Sabino Fernández Campo, que por sugerencia Real pasó a la subsecretaría de Información y Turismo, o por mejor decir, de Información a secas, donde tan buenos servicios haría a la Corona antes de hacerse cargo de la secretaría del Rey.

Osorio recurrió a sus amigos de la ACNP (Asociación Católica Nacional de Propagandistas) y de los «Tácitos», un grupo de finos estilistas del derecho que se la cogían con papel de fumar en unos artículos que hoy parecerían redactados por un discípulo de fray Gerundio de Campazas. Los publicaban en el diario de la jerarquía católica, Ya, que se pretendía sucesor de El Debate del período republicano. No pudo Osorio conseguir que Federico Silva Muñoz aceptara la cartera de Asuntos Exteriores y eso que la insistencia partió del propio Rey, quien encargó de ello a Alfonso Armada, su jefe de gabinete que tanto juego habrá de dar en esta historia. No obstante, tres discípulos suyos abandonaron al maestro y aceptaron ser ministros. El primero, Eduardo Carriles, en Hacienda. Después, Enrique de la Mata Gorostizaga, de Relaciones Sindicales, que debía su nombramiento, muy principalmente, al secreto que rodeó las deliberaciones del Consejo del Reino para proponer la famosa terna que Torcuato ofreció al Rey y que impidió saber que no había votado a Adolfo Suárez. El tercero, Andrés Reguera Guajardo, era un viejo conocido del presidente durante su etapa de gobernador en Segovia, y se inauguró como ministro de Información y Turismo con una frase que dejó helados a los periodistas: «Somos un gobierno de transición con un plazo muy breve para realizar lo que queremos».

Fue mucho más fácil con los del historiado nombre de Tácitos: Landelino Lavilla aceptó Justicia; Francisco Lozano, Vivienda, y Marcelino Oreja, entre la traición a su jefe natural, Areilza, del que había sido subsecretario, y la llamada Real, no había color y aceptó de inmediato la cartera de Asuntos Exteriores. Fracasó no obstante Osorio con otro democristiano de postín, Álvarez de Miranda, al que querían colocar en Educación, y hubieron de conformarse con el asturiano Aurelio Menéndez, que pese a ser un desconocido para los políticos, no lo era para los juristas avezados, desde Torcuato Fernández Miranda —los dos eran de Gijón— hasta los profesores García de Enterría y Rodrigo Uría, quien por cierto formaría al final de la transición un bufete de auténtica fábula económica, conocido como Menéndez-Uría. El Gabinete se completaba con Leopoldo Calvo Sotelo en Obras Públicas, de quien se asegura fue capaz de llorar —en sentido figurado, se entiende, pues él mismo reconocía cierta incapacidad para exteriorizar sus emociones— para que no se le dejara sin un puesto en el nuevo Gobierno; en Industria, Carlos Pérez de Bricio, un ultraconservador que había apostado antes por don Manuel Fraga; y un desconocido fuera de los ambientes familiares y laborales, Álvaro Rengifo, en Trabajo.

Suárez puso de su magra cosecha en la Unión del Pueblo Español, es decir, de los restos del Movimiento Nacional franquista, a dos amigos personales, dos compadres de longa data: Fernando Abril Martorell, en Agricultura, e Ignacio García López, para la honrosa tarea de liquidar el Movimiento desde dentro; era un veterano de la casa. Consiguieron para Comercio a José Lladó Fernández Urrutia, del entorno desvaído de Fernández Ordóñez y Mariano Rubio y Miguel Boyer, conocidos ya entonces como «los rabanitos» —rojos por fuera, blancos por dentro, y siempre junto a la mantequilla—; fue en el último momento, a las nueve y media de la noche, por teléfono y mientras cenaba con otro político. Era la última cartera que quedaba vacante puesto que para Gobernación respondió afirmativamente Martín Villa —nunca se negó a nada—; Suárez hubiera preferido al teniente coronel Gutiérrez Mellado, que no aceptó entonces porque eso hubiera impedido su inminente ascenso al generalato. Las carteras militares se mantenían idénticas a las del gobierno Arias Navarro, dándose la particularidad de que los dos más significativos habían sido nombrados personalmente por el Caudillo, como era el caso del general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil, vicepresidente para Asuntos de la Defensa, y el almirante Pita da Veiga, ministro perenne de Marina desde que Franco se lo impuso a Carrero Blanco al hacerlo presidente del Gobierno en junio de 1973.

Después de que dijera que sí Pepe Lladó y se cerrara la formación del Gobierno, ya bien entrada la noche, se mandaron las cuartillas al Boletín Oficial del Estado, que estaba esperando desde hacía horas. Característica esta que se repetirá posteriormente en todos los gobiernos de Adolfo Suárez. Se le bautizó inmediatamente como un gobierno de «penenes», referencia de la época a los Profesores No Numerarios (PNN), pero no para indicar a los voluntariosos docentes que sacaban las castañas del fuego a los esquivos catedráticos, sino para designar a un personal que no tenía la suficiente categoría. Para los analistas más finos se podría decir que la adscripción del nuevo Gobierno se situaba en el área demócrata-cristiana, al que pertenecían de una manera u otra nueve de los ministros. Suárez había conseguido salir del callejón gracias a la ayuda prestada por Osorio y las huestes de la segunda fila democristiana. Cuenta Osorio en sus infumables memorias[5] que aceptó ayudar a Adolfo en la formación del Gobierno con la idea de ir creando un partido de la derecha democrática con un ideario democristiano. El dato apenas tiene interés porque Osorio carecía de fuste para crear nada, y menos aún un partido, cosa en extremo difícil y enojosa, dos inconvenientes que Osorio no hubiera soportado en su vida. Pero sí resulta aleccionadora la respuesta que le dio Suárez a la propuesta estratégica de Osorio: «Condición aceptada, porque en el fondo soy un democristiano».

La reacción, que no la estrategia, le retrata. Apenas dos años más tarde, ante otro personaje que ponía condiciones para seguir apoyándole a menos que se inclinara hacia la socialdemocracia, volverá a responder, adaptándose: «En el fondo, yo siempre he sido un socialdemócrata». Y lo del retrato no es en demérito, sino como un rasgo constitutivo de su persona. A Adolfo Suárez, ya entonces, no le costaba nada ponerse en el lugar del otro.

Como nadie tenía confianza alguna en el Gobierno, cada acto político adquiría un valor sorprendente, porque se valora más aquello que nadie espera. Se podría decir que a este gobierno le pasó lo contrario de lo que sucedió con el de Arias Navarro: mientras que con el primero hubo muchas expectativas, la frustración fue absoluta porque no dio nada de sí; por lo contrario, el segundo, que nació con cierto gafe, llegó aunque con cambios, mucho más allá de lo que soñaban los propios protagonistas.

El 16 de julio se hizo público el programa de Gobierno: se pediría al Rey una amnistía para los delitos políticos y de opinión; elecciones generales antes del 30 de julio de 1977; diálogo con la oposición, aún en la ilegalidad clandestina; vagos objetivos de reconciliación nacional y reconocimiento de la diversidad de los pueblos «integrados en la unidad indisoluble de España». Dos días más tarde se presentaban en sociedad los GRAPO —Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre, supuestamente de extrema izquierda— haciendo estallar varios artefactos y empezando así una fiesta sangrienta y tenebrosa como un aquelarre que duraría toda la transición.

Torcuato Fernández Miranda oteaba el horizonte a la espera de que los temporales amainaran. Después de su éxito en el Consejo del Reino con la terna famosa, no hizo uso público alguno del papel preponderante que le daba la situación. Esperó a que las condiciones estuvieran dadas para abrir la tercera parte de su plan. Primero había que orientar al ministro del Movimiento, Adolfo Suárez; luego, sacarle en la terna, y ahora quedaba la más delicada de las iniciativas: pasar de la legislación dictatorial a la democrática sin romper con nada ni con nadie. Si alguien se quedaba en el camino, o ponía los pies sobre la mesa, sería por su voluntad, no porque Torcuato lo deseara.

Cualquier actividad política que se gestara a partir de ahora obligaba a las carambolas sobre dos bandas: el viejo Régimen y la oposición aún ilegal. Ya no había más ventaja que la concedida por estar en el poder. Torcuato no vio con agrado el cuasi monopolio democristiano del Gobierno; lo consideró una debilidad más del nuevo presidente, inexperto y sin garra para la maniobra de altos vuelos. Los temores de Suárez y sus reticencias a la hora de incorporar audazmente a algunos líderes marginados ratificaban su consideración de que Adolfo necesitaba mucho aún para ser su aventajado discípulo.

Se equivocaba. Lo que para uno eran inconvenientes, para el otro se trataba de ventajas. Buscando hombres a su imagen y semejanza, gobernar no era un reto permanente sino un hacer llevadero, en el que el presidente tenía todas las palancas del mando al alcance de su mano. La limitación de los miembros del Gobierno probaba su talento; con otros partenaires hubiera sido muy difícil dirigir el gabinete. Suárez tenía el bagaje de su experiencia, un ejemplo claro y palmario en el gobierno de Arias Navarro.

Sobre la situación política, aunque mejor sería decir sobre toda la transición política, planeaba un fantasma cuya sola aparición descoyuntaba los proyectos: el Ejército. Torcuato Fernández Miranda lo conocía muy bien; durante los muchos años de dictadura había estado escuchando sus latidos, y había llegado el momento de hacerle un chequeo. Con él no se podía ir a ninguna parte, porque Franco lo había hecho tan poderoso como un elefante. No había que agredirle, porque, rabioso, cabía que se desmandara, y había que dejarle en sus reservas naturales, sin recortarlas ni ampliarlas. Sencillamente nadie debía olvidarle, porque al fin y al cabo era el auténtico rey de la selva. Sin él, la operación podía transformarse en cacería.[6]

El 8 de septiembre, a las nueve y media de la mañana, se concentraron en el edificio de la Presidencia del Gobierno entonces —paseo de la Castellana, 3— veintinueve vehículos, recién estrenados, cromados en negro y con las banderas correspondientes a capitanes generales, tenientes generales y jefes de servicio de las tres armas, tierra, mar y aire. El presidente Adolfo Suárez había convocado a los veintinueve mandos más importantes de la milicia, incluidos los tres ministros militares y el vicepresidente para Asuntos de la Defensa, general Fernando de Santiago, para explicarles el contenido y los pasos de la Reforma. La idea había partido de Fernández Miranda, con todas las bendiciones del Rey, y Adolfo la hizo suya y le dio su estilo.

Durante tres horas y media, improvisando a partir de un guión, Suárez les ofreció un show de simpatía, imaginación, talento y compañerismo. Parecía uno más de ellos, adelantándose a sus inquietudes y siendo inflexible en los principios. Nunca les habían tratado con tanta deferencia. Nadie podía dudar de su fidelidad y su cariño hacia el viejo Régimen, pero había que cambiar, porque si no se hacía ahora, se corría el riesgo de que el país entrara en un camino sin meta conocida. Todo estaba previsto. Se legalizarían todos los partidos políticos, y él podía garantizar, porque sus técnicos lo habían estudiado concienzudamente, que no había peligro alguno de perder las elecciones. Todo se haría despacio, sin precipitación, paso a paso, atendiendo minuciosamente a las palpitaciones del pueblo español. Las legalizaciones tendrían un límite: el Partido Comunista. «Por razones que ustedes entenderán muy bien, eso no podemos hacerlo; por nuestros muertos y por patriotismo».

A las dos y media de la tarde, los camareros del conocido restaurante José Luis sirvieron una comida sobria y rápida a los militares convocados. Adolfo Suárez siguió ejerciendo de anfitrión. Cuando llegó el turno de las preguntas a nadie le cupo ni un ápice de duda: el Rey había escogido al mejor para llevar los destinos de España. Alguno rezongó, pero lo hizo en privado, con los íntimos de mil batallas. El presidente había conseguido algo que llevó al traste a un hombre mucho más inteligente que él, Manuel Azaña. Les dio confianza. Hubo algunas frases de entusiasmo cuartelero y cada uno se fue a su casa pensando que estaba en el secreto de la Reforma. Entonces a ninguno de los presentes, ni siquiera al presidente, se le hubiera ocurrido hablar de transición; de transición a la democracia. El asunto del momento estaba en la Reforma, reformar el régimen anterior. Un pequeño detalle de gran calado. El presidente Suárez, comentó tras la sesión una ilustre medalla militar, había explicado lo que él pensaba que había que hacer, «y el que no lo acepte, palo». El elefante volvió a la reserva, que era su sitio.

Dos días más tarde, el presidente intervenía en TVE explicando el alcance del Proyecto de Reforma Política que había aprobado el Consejo de Ministros por la mañana. A las nueve y media de la noche, con expectación en el país, el presidente afirmó: «Comenzamos a convertir en realidad lo que ya dije en otra ocasión: elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal; quitarle dramatismo y ficción a la política por medio de unas elecciones».

Repetía una expresión ya utilizada en su intervención ante las Cortes para defender la Ley de Asociaciones y ahora la ampliaba, en un esfuerzo equivalente al del salto de aquella ley obsoleta a este Proyecto de Reforma recién nacido. De los dos borradores que le suministraron, uno procedía del Ministerio de Justicia, redactado por la Secretaría General Técnica —Herrero de Miñón hacía aquí su aparición, nada estelar, en la comedia—, y el otro de la factoría del presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda. Obviamente escogió este último. Los allegados a Torcuato afirman que cuando se lo entregó a Adolfo, a finales de agosto, lo acompañó de una apostilla: «Aquí tienes esto, que no tiene padre». El estratega se gozaba en el anonimato, siempre y cuando conservara el poder. No es extraño que Adolfo Suárez optara por su proyecto; aún no había condiciones para pilotar solo.

No obstante, hacía ejercicios. La defenestración del engorroso general De Santiago, apeándolo de la vicepresidencia y de casi todo lo demás, provocó gestos de desagrado en el entorno del Rey, porque se salía del guión. Con razón, en su intervención televisiva había deslizado una idea retórica, subrepticiamente tomada de J. F. Kennedy, que se convertiría en su divisa: «El único miedo racional que nos debe asaltar es el miedo al miedo mismo».

Los generales De Santiago y Carlos Iniesta Cano pasaron a la reserva. Si en el caso de Iniesta la decisión no ruborizó a nadie, porque eran bien conocidas sus opiniones políticas contrarias a cualquier reforma, tratándose del general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil, el asunto parecía más delicado. Ocupaba la primera vicepresidencia del Gobierno y su peso entre los colegas de la milicia no era pequeño, como se demostrará años más tarde, en vísperas del golpe de Estado del 23-F. Se le consideraba un hombre demasiado cercano políticamente a Carlos Arias Navarro, pero pasarle a la reserva daba pie a pensar en una crisis de envergadura entre los mandos militares. De Santiago había tomado alguna decisión que sólo podía interpretarse como inconsciencia o provocación; además de entrevistarse con miembros de la Junta Militar chilena que había derribado al presidente constitucional Salvador Allende, conspiraba con insistencia junto al ultraderechista Gonzalo Fernández de la Mora y otras conspicuas figuras del régimen anterior. Pero lo que inquietó a Suárez fue la nota de prensa, redactada por el coronel Federico Quintero, otro que volveremos a encontrar en los vericuetos del 23-F, experto en Servicios de Información, del que cabía esperar todo menos la ingenuidad. En dicha nota se recogía de una manera en extremo particular la reunión del presidente del Gobierno con los altos mandos militares el 16 de junio.

Se notaba que no le gustaba el rumbo que estaba tomando Adolfo Suárez. Incluso tuvieron un enfrentamiento personal en el que se dijeron palabras de alto calibre. Tanto, que el general llegó a mencionar los tanques, y el otro, la vigencia de la pena de muerte. El general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil fue cesado por el presidente. No era grano de anís que un presidente bisoño y civil mandara a su casa a un vicepresidente para Asuntos de la Defensa cargado de galones y medallas. Fue el primer rasgo de Suárez gobernando solo. Lo hizo él y provocó la primera fisura. El Rey se indignó ante aquella decisión ya tomada y que él desaconsejaba. Suponía también un choque directo del presidente con Alfonso Armada, ayudante del Rey; el primero de una ristra significativa que acaba el 23-F de 1981.

Como no podía ser menos, su agente en el Gobierno, Alfonso Osorio, también se mostró en desacuerdo y reprochó al presidente aquel gesto, a su entender, torpe y precipitado. Y luego estaban los militares… ¿Quién se había creído que era ese chico del Movimiento para cesar al segundo jefe de los Ejércitos, después del Rey? Incluso en el diario emblemático de la transición, El País, apareció un artículo de su principal comentarista político, Ricardo de la Cierva, titulado «No ha sido un relevo», en el que exhibía su desazón por el cese: «Si algún servicio importante a la comunidad podemos prestar hoy los comentaristas políticos será reconocer lo que España debe a hombres como Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil».[7]

Que se trataba de un cese, y no de una dimisión en su sentido estricto, puede comprobarse con la lectura de la carta que el teniente general hizo pública en el diario ultraderechista El Alcázar exhibiendo sus motivos[8] y a la que se sumó solidariamente el otro cesado, Iniesta Cano, ex director general de la Guardia Civil. El fantasma de la reacción militar empezaba a gestarse. El elefante no admitía de buen grado seguir en la reserva. En la fulminante decisión del presidente Suárez está ya trazada la línea de confrontación con el estamento militar, esclavo del mando y temeroso por naturaleza, lo cual parecería una contradicción tratándose de gente de armas si no advirtiéramos que la disciplina sin inteligencia es característica ganadera.

El cese del general De Santiago trajo aparejado el nombramiento de un sustituto en la persona del ya general Gutiérrez Mellado, una biografía tan apasionante y discreta que necesitaría de la pluma de Eric Ambler o Le Carré para darle su ritmo. Carecía de esa buena imagen castrense, de mucho cuartel y mucha soldadesca, que tanto gustaba entre los veteranos. Para el macizo de la raza castrense, Gutiérrez Mellado será considerado desde siempre un espía de la guerra civil —activo capitán de los sublevados con Franco, adscrito a trabajos de Información y de la Quinta Columna— y un paniaguado del presidente Suárez. Cuando el presidente haga la propuesta en el Consejo de Ministros, sus colegas militares —Álvarez Arenas y Franco Iribarnegaray— visitarán al Rey para protestar y amenazarán con la dimisión, que al parecer el Rey logró parar y que de seguro hizo constar en el pasivo de Adolfo Suárez; esa lista de agravios que acababa de inaugurar y que terminaría un día de febrero de 1981.

Es entonces cuando se desarrolla hasta límites difícilmente imaginables la pasión del presidente por las escuchas telefónicas; todo el viejo Régimen está sometido a control, y sus conversaciones, incluidas las más banales, son rigurosamente transcritas. En algunos casos somete a los controlados a la surrealista sesión de entrega del dossier de escuchas, lo que tiene más de advertencia, o de chantaje, que de protección y seguridad del Estado y del Gobierno. La pasión llega hasta alcanzar la sofisticación de los bolígrafos-transmisores —entonces una novedad—, los micrófonos como cabezas de alfiler y otras chucherías de la tecnología norteamericana que pone a su disposición Juan de la Cierva, y con los que no se sabe muy bien si el presidente juega o se tortura.

El conocimiento de Juan de la Cierva le había llegado a Suárez gracias al Rey Juan Carlos, pues hubo épocas en las que este empresario de la electrónica —que posteriormente huiría al paraíso de su profesión, Estados Unidos— asediaba el palacio de la Zarzuela con sus visitas, aprovechando la relación familiar que le vinculaba con Alfonso Díez de Rivera y de Hoces, marqués de Huétor de Santillán, hombre del círculo más cercano al Rey, como antes lo había sido de El Pardo y la familia Franco. Juan de la Cierva, de segundo apellido Hoces, amén de sobrino del inventor del autogiro, figura en los «Quién es quién» españoles como poseedor de un Oscar de la Academia de Ciencia y Artes de Hollywood, sin especificar lamentablemente el motivo. Su figura está ligada de manera casi íntima a esta etapa angustiosa de Adolfo Suárez, porque suministró la tecnología que el presidente necesitaba en sus primeras obsesiones como gobernante. Las escuchas telefónicas conforman en la personalidad de todo jefe de Gobierno una especie de hobby malsano; hay quien lo deja pronto y hay a quien le dura toda la vida.

A la concepción estratégica de Torcuato Fernández Miranda de que la reforma debía pasar de la ley a la ley, sin vacíos ni rupturas, le estaba llegando la hora de cruzar los escollos del Consejo Nacional del Movimiento —especie de senado del viejo Régimen— y de las Cortes, las últimas del tardofranquismo. El primero tuvo lugar el 8 de octubre, e iba a ser la última reunión de aquella «cámara de los lores» franquistas. Las decisiones que se tomaran en el Consejo Nacional no eran vinculantes, lo que acentuaba aún más el carácter de música celestial de la magna asamblea.

Sólo hubo una ausencia significativa, que ni siquiera el protagonista se preocupó de excusar. Torcuato Fernández Miranda, presidente de las últimas Cortes del franquismo y miembro egregio del Consejo Nacional, no fue porque no le dio la gana, o quizá porque no estaba dispuesto a escuchar impertinencias que nada podían influir en la buena marcha de la reforma. El Consejo Nacional estaba desahuciado y el presidente Suárez iba a dar la orden de que fueran saliendo de uno en uno y que el último apagara la luz.

Se trataba de explicar a tan dignos padres del Régimen franquista que su misión había terminado. Asistió el Gobierno en pleno, que abandonaría la sala nada más terminar el desvaído discurso de Adolfo Suárez, en el que, aun haciendo concesiones al público, no consiguió más aplauso que el de sus ministros y el del consejero Garicano Goñi, un extraño espécimen de político aperturista —expresión con la que se denominaba a los franquistas más abiertos de miras, por oposición a los más cerrados, a los que se calificaba como «el búnker»— que había pasado por el Ministerio de la Gobernación en vida de Franco y que nunca abjuró de su talante. El resto de la sala se mantuvo en un silencio tenso, que rompió el presidente Suárez para apostillar que sus «deberes cotidianos» le obligaban a ausentarse. Tras él marcharon, como en el poema del Cid, varios de los suyos, quedando sólo cuatro ministros; Marcelino Oreja, Rodolfo Martín Villa y el almirante Pita da Veiga. Permaneció, presidiendo la reunión, Ignacio García López, con gesto impasible, de político acostumbrado a situaciones incómodas.

El primer cantante del espectáculo que se montó al retirarse Suárez había escrito en sus años de plenitud ideológica un libro sobre «el crepúsculo de las ideologías» y se le conocía en sociedad como Gonzalo Fernández de la Mora. Este sujeto reunía en su persona varias cualidades que no se dan en su extensión frecuentemente: vinculado con firmeza fanática al Opus Dei, devorador de libros como Torquemada infieles, y tan reaccionario que le valió ser apercibido en cierta ocasión por Fernández Miranda, que no militaba precisamente en las filas del liberalismo, con esta perla de época: «Parece mentira que tú, que has leído a Zubiri, y me consta que lo entiendes, seas tan carca».

Fernández de la Mora se descolgó con una furibunda diatriba contra la reforma, la democracia, las elecciones y otras patrañas demoliberales, para terminar afirmando que él votaría en contra de la reforma porque «mis discrepancias son tan importantes que me impiden votar a favor». Posteriormente lograría introducir en el texto de sugerencias al gobierno algunas propuestas tan chuscas como la de reservar una parte del Senado futuro para que se asentaran los representantes digitales —nombrados a dedo— en función de su cargo; lo cual, teniendo en cuenta su condición de miembro del Consejo Nacional nombrado directamente por Franco y la peculiar sensibilidad de los allí presentes, se aprobó por amplia mayoría.

El informe del Gobierno fue aceptado, tras larga discusión e innumerables retoques «retro», por 80 votos a favor, 6 abstenciones y 13 en contra (entre los que estaban, amén de Fernández de la Mora, el macizo de la raza del búnker: Girón de Velasco, Mariano Calviño, el general Iniesta —recién destituido de la Guardia Civil—, el general Pérez Viñeta, Blas Piñar, el periodista Salas Pombo y el filósofo falangista Jesús Suevos). Como de lo que se trataba era de hacer pasar el Proyecto de Reforma por delante de las narices de los consejeros y mandarlos a su casa, la reunión se saldó con un éxito antológico. Hay que reconocer, a fuer de honestos historiadores que, tratándose de un harakiri colectivo, lo hicieron sin bataholas ni ruidos, con dignidad y sin perder la compostura en ningún momento. Si no fuera un término usado en ocasiones para amparar tantos desafueros, cabría decir que se comportaron «patrióticamente».

La batalla conocida como «la de la Ley de Reforma Política» tuvo lugar en las Cortes postreras del general Franco, en el mes de noviembre de 1976, duró dos días y medio, y se saldó, para no variar, con la victoria del Gobierno. Dio comienzo a las cinco de la tarde del día 16, en un ambiente frío, fuera y dentro de la Cámara. Se fue caldeando al explicar el presidente de las Cortes, Fernández Miranda, los procedimientos que iban a seguirse, lo que multiplicó esa forma de protesta un tanto colegial que se da en llamar murmullos.

Los enfrentamientos congregaron brillantes contendientes en las personas de Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez, por el lado oficial. Los había elegido para tal función el propio presidente de las Cortes porque reunían dos facetas convincentes para las gentes del Régimen. De Miguel Primo de Rivera contaba el pedigrí de los Primo de Rivera y el talante de un señorito integral, entendido en caballos, señoras, sonrisas y hoyos de golf. Buena persona y amable con los subalternos, ya fueran cadis o periodistas, amigo del Rey, con el que compartían esa querencia hacia los lados blandos de la vida. También escribió, como no podía ser menos, sus memorias,[9] en las que cuenta que fue Torcuato quien le señaló para defender la reforma en las Cortes, pero que él le puso una condición… Pensar que «Miguelito», que es como le llamaba Fernández Miranda, le pusiera una condición a don Torcuato, que es como le llamaba él, resulta un gesto más de las metamorfosis de la transición ya finiquitada. Fernando Suárez, brillante parlamentario del franquismo, si es posible tal oxímoron, nunca pensó que otro tipo que se apellidaría como él, Suárez y González, pudiera retirarle de la vida política; gozaba de una vanidad superlativa. La elección de Torcuato era impecable, dos «pata negra» del franquismo defendiendo la liquidación de aquellas Cortes, de las que ellos habían sido usufructuarios.

Contra la reforma, un notario, Blas Piñar, que inauguraba su campanuda oratoria parlamentaria, que luego habría de prodigar con frecuencia, porque nunca había intervenido en un pleno de las Cortes. Merecen destacar la sinceridad y el calor de Primo de Rivera en la defensa de la ley y la inteligencia de Fernando Suárez al utilizar los recursos teóricos del viejo Régimen para desmontar las tesis reaccionarias. La guinda preciosista la puso el procurador y presidente del Sindicato de la Ganadería, José María Fernández de la Vega, quien, además de hacer alguna incursión por el siglo XIX, confundió un billón con mil millones, y cerró su diatriba antirreformista calificando el proyecto de «trasnochado, antisocial, reaccionario, disolvente, antihistórico y antinacional».

Los escarceos polémicos del 17 de noviembre en las Cortes los resumió de esta guisa el periodista Bonifacio de la Cuadra: «De los protagonistas de la tarde parlamentaria cabe destacar el autodominio de Torcuato Fernández Miranda, la brillantez —con acentos bíblicos, a veces— de Blas Piñar, la brevedad de Escudero, la contundencia de Fernando Suárez, la confusión de Fernández de la Vega y la precisión de Miguel Primo de Rivera».

Fernández Miranda, en su papel de presidente de las Cortes, al abrir la sesión recordó al procurador asesinado Araluce Villar con unos versos de Antonio Machado, muy repetidos luego, lo que nos obliga a considerar al sobrio maestro e ilustre exiliado, no sin sarcasmo, como el mentor poético de la reforma. En dos ocasiones del proceso, tanto Adolfo como Torcuato se refirieron a él con tal aplomo, que no se sabía muy bien si estábamos ante un gesto de reconciliación nacional o simplemente era una cita de buen tono.

La pelea siguió con intervenciones de diversos procuradores —nombre con el que se designaba a los representantes en las Cortes, para evitar la denostada terminología demoliberal de diputados—, sin que faltara el humor, como en el caso del procurador familiar por Tenerife, Arteaga, portavoz de un desconocido «grupo laboral-democrático», quien atacó el proyecto porque en la democracia el coste de las campañas electorales hacía que el 90 por ciento de los diputados fueran capitalistas. Es posible que tuviera razón, pero dada su condición de procurador elegido según los peculiares procedimientos electorales del franquismo, estaba en muy mala posición para afirmarlo.

Los procedimientos del tándem Torcuato-Suárez para conseguir un porcentaje ampliamente mayoritario dieron sus frutos: 425 votos a favor, 59 en contra y 13 se abstuvieron. Las tareas del tándem se dirigieron principalmente a romper el reaccionario bloque sindical, capitidisminuido en quince procuradores que habían sido oportunamente enviados como delegación sindical ¡a Cuba y Panamá! También hicieron esfuerzos por atraerse al grupo recién constituido con el nombre de Alianza Popular, que cuestionaba la proporcionalidad en las elecciones, defendiendo el sistema mayoritario. Ambas gestiones se saldaron con el éxito y la Ley de Reforma Política, trampolín obligatorio en el proceso diseñado por Torcuato para la transición política, fue aprobada. Las Cortes de Franco acababan de suicidarse por decisión mayoritaria. Hubo algunos gestos grandilocuentes y otros ridículos, como el del procurador Fernando de Liñán, que rememoró épocas pasadas al gritar un «Sí, por Franco», sin darse cuenta de que aquello que en la dictadura hubiera sido un rasgo muy aplaudido, entonces se reducía a una simple arlequinada.

No todos fueron por propia voluntad al cadalso. Como Fernández Miranda había exigido la votación nominal, alegando que así «el pueblo conocerá la actitud de sus representantes», expresión que podía traducirse en «así cada uno pechará con su voto, y nadie se amparará en el anonimato de una urna», por eso conocemos el nombre de los reticentes al suicidio. Entre los que votaron negativamente estaban los generales Barroso, Castañón de Mena, Galera Paniagua, Iniesta Cano, Lacalle Larraga y Pérez Viñeta, los civiles Agustín Aznar, Escobar Kirkpatrick, Eugenio Lostau, Mateu de Ros, Blas Piñar, Utrera Molina, Valdés Larrañaga y José Luis Zamanillo, junto a excombatientes históricos de la Cruzada como Girón de Velasco, García Ribes, Fernández Cuesta (ex cautivo), Jiménez Millas y Salas Pombo. También hubo quien, empañado por las dudas, no se decidió al martirio y se abstuvo; estaban en juego demasiadas cosas para tomar partido. Fueron nombres tan conocidos entonces como Jesús Fueyo, el filósofo del régimen que fenecía, y Emilio Romero, el periodista del régimen que fenecía. También dos apellidos ilustres, como Pilar Primo de Rivera y Antonio Rodríguez Acosta.

Para Suárez fue uno de los momentos más emocionantes de su carrera. Pensaba que sin la ayuda de Torcuato le hubiera sido muy difícil esta etapa, pero lo había conseguido gracias a la paciencia, a su pasado franquista fuera de dudas y a la capacidad de maniobra de la que había hecho gala tanto el presidente de las Cortes como él. Pocos, muy pocos, conocían los entresijos de la historia, las concesiones que hubo que hacer y las promesas que se concertaron. Algunos de los que aplaudían a última hora probablemente creían ser los únicos solicitados para hacer tal o cual gestión; hay que confesar y reconocer que carecían de experiencia política. Las Cortes franquistas formaban un cuerpo sin experiencia parlamentaria; sus peleas y discusiones les acercaba más a un club social que a una asamblea decisoria.

El escollo fundamental había sido esquivado con tal éxito que sorprendió a los autores. Algún semanario llegó a denominar al presidente Suárez con el apodo de «Suárez-man», imitando al periodista Federico Ysart, que había tenido la feliz y rentable idea —pronto sería contratado por el Gobierno— de regalarle un cómic de Superman después de su intervención en las Cortes defendiendo la Ley de Asociaciones. El plan de reforma pensado por Torcuato se estaba cumpliendo con un rigor estricto, y Adolfo recogía el protagonismo que el presidente de las Cortes cedía.

El siguiente paso estaba en consolidar la reforma haciéndola aprobar en referéndum. A este fin fue convocado el «Referéndun para la Reforma Política», que tendría lugar el 15 de diciembre de 1976. A las fuerzas políticas democráticas en la oposición, tras una serie de tiras y aflojas, no les quedó más remedio que abstenerse. Entre otras cosas porque eran aún ilegales por más que se mantuvieran en una especie de limbo; podían hacer reuniones pero en condiciones de privacidad, sin anuncios ni alharacas. Adolfo Suárez ya se había entrevistado con todos los líderes de la oposición —desde el socialista Felipe González, el primero, un mes después de su nombramiento como presidente, hasta el nacionalista catalán Jordi Pujol y el radical Tierno Galván, entre otros—. Todos, menos los comunistas.

Las características del referéndum, y muy especialmente la ausencia de cualquier garantía de oposición y control, colocaban a la oposición democrática ante la única alternativa de abstenerse: unos por coherencia, otros, un poco forzados al entender que se abría un horizonte con la Reforma que retiraría a la izquierda la hegemonía del cambio político y la democracia. La convocatoria de una huelga general contra el referéndum, tres días antes de la consulta, estaba entre la obligación de hacer algo y el derecho al pataleo. Como sucedería en tantas ocasiones durante la transición a la democracia, el baile se celebraba en otra parte y las invitaciones eran exclusivas; reservado el derecho de admisión, sin posibilidad de entrada libre.

Por esas curiosas mutaciones de la historia que ha sufrido la transición, se ha impuesto la idea de que se trató de un referéndum en condiciones de normalidad democrática. En un artículo supuestamente escrito por Adolfo Suárez y firmado por él, aparecido en 1984, se publicó por primera vez la monumental patraña; con tanto éxito, que al final se convirtió en historia: «En el referéndum de diciembre de 1976, la izquierda llevó a cabo una activa campaña legal sin cortapisa alguna a favor del No y de la abstención».[10] Con el tiempo, pasados más de veinte años, esta cándida falsedad se convirtió en grandeza: «Por primera vez [en el Referéndum del 76], Televisión Española admitió la propaganda de todos los partidos y los españoles pudieron ver en sus hogares cómo los “elefantes” del franquismo, Girón, Fernández Cuesta y Blas Piñar, pedían el No en el referéndum».[11]

La singularidad de esta aportación a la historia, reinventada por algún amanuense de Adolfo Suárez —es sabido que él no ha escrito un artículo en su vida—, se reduce a que ciertamente los «elefantes del franquismo» sí pudieron aparecer por TVE, la única existente en la época, pero la oposición democrática no tuvo ningún derecho a utilizarla. Es más, tal idea hubiera constituido un anacronismo. Era director general de RTVE Rafael Ansón, hermano de Luis María, el primer adalid del presidente Suárez, y el bombardeo oficialista fue total por tierra, mar y aire, con algún deje a la ultraderecha franquista que ayudaba a centrar, liberalizándolo, el mensaje institucional. Tanto es así, que el propio presidente Suárez, en un descarado ejercicio de presión social, pronunció un discurso de quince minutos en la hora de mayor audiencia en televisión, la noche del 14 de diciembre, víspera del referéndum, en el que dio tres argumentos para el «Hoy sí» y cuatro razones por las que «pedimos el sí». Un auténtico mitin de cierre de campaña, donde sólo había un candidato que cerró su discurso con una perla que anunciaba futuros raudales de demagogia: «Mañana, señoras y señores, gobiernan veintidós millones de españoles».

El resultado del Referéndum para la Reforma Política volvió a sorprender al Gobierno. Aunque los datos oficiales resultaban poco fiables a tenor de que los cauces se mantenían idénticos a épocas pasadas, los cómputos mostraron una victoria tan explosiva como la de las Cortes, posiblemente mayor, porque el Gobierno carecía de experiencia en las consultas masivas. Oficialmente votó más del 77 por ciento, situándose la abstención ligeramente por encima del 22 por ciento. Los votos favorables contabilizaron la excepcional cifra del 94 por ciento, como en las mejores epopeyas del franquismo, y los negativos apenas el 2,5. Entre los votos blancos y los nulos sobrepasaron discretamente el 3 por ciento.

El referéndum de diciembre de 1976 marca un antes y un después en el proceso de la transición. Lo marca para Adolfo Suárez y por ende en el debate sobre quién desempeña el papel hegemónico, si el Gobierno o la oposición democrática. A partir de este momento el presidente Suárez asumirá la dirección política de la operación, y para ello, de una parte, se distanciará de sus mentores, desde Torcuato al Rey, y de otra, personalizará de una manera casi absoluta la tarea de negociar y dividir a los partidos políticos al tiempo que creará las condiciones para el suyo propio. Tarea que tiene mucho de titánica y sobre todo de desmesurada para su escasa experiencia, para su talento a prueba y para los flacos mimbres con los que manejarse. Pero del todo acorde con su ambición. Terminada, y con victoria absoluta, la apuesta del referéndum, que tan rigurosamente había marcado Fernández Miranda, ahora va a volar solo, y los efectos de esa andadura, hasta las primeras elecciones de junio del 77, dejarán huellas y tendrán consecuencias en la carrera de Suárez hasta su defenestración, casi cuatro años más tarde.

El balance del referéndum no dejó lugar a dudas: la sociedad española era partidaria de las reformas, y como pasa en todo referéndum, aprobaba indirectamente las gestiones del gobierno que lo había convocado. Creo que nadie expresó con tanta rotundidad el sentimiento de mucha gente, tan distante del Régimen como inquieta ante el inminente futuro, como el periodista y político mallorquín Josep Melià cuando escribió por aquellas fechas: «Hay momentos en los que las obligaciones patrióticas se anteponen a otras consideraciones. Si el régimen hubiera sido otra cosa no le hubiera dejado tan patética herencia a la Monarquía. Pero ya sabemos que el régimen fue lo que fue. Lo importante, ahora, no es la añoranza sádica. Lo urgente es salir del atolladero».[12]

El referéndum ayudaba a la Monarquía a ir saliendo del atolladero y a las fuerzas democráticas emergentes a ir abandonando «la añoranza sádica». Pero sobre todo, esa fecha del 15 de diciembre de 1976 marca una neta diferenciación en la conducción de la reforma. Hasta entonces, la orientación de los pasos políticos, de las curvas y maniobras, se concentraba en la figura del presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández Miranda. A partir del 15 de diciembre, la responsabilidad correrá a cargo del presidente Adolfo Suárez.

Para Adolfo, la estruendosa victoria del referéndum, que no esperaba tan oronda, le llenó de satisfacción y le colocó, quizá por primera vez, en el papel de dirigente político. Hasta aquel momento se consideraba disminuido por los juegos tácticos y estratégicos de Torcuato, y el resultado del referéndum le imbuyó seguridad y autosatisfacción. Creyó llegado el momento en que Fernández Miranda debía tratarle como a un igual; había terminado el tutelaje.

Se produjo a raíz del referéndum un curioso equívoco. De una parte, Torcuato creía que sus planes se habían ajustado de tal forma al éxito, que su privilegiada posición de Gran Padre de la reforma no podía ser discutida por nadie. Adolfo Suárez, por el contrario, asumió el 94 por ciento de votos favorables como un apoyo a su gestión a la cabeza del Gobierno. Los triunfos son siempre difíciles de repartir, y los dos sacaron conclusiones personalmente dispares. En Torcuato no se notó ningún rasgo inédito, porque en gran medida había previsto los acontecimientos. Sin embargo, en Adolfo aconteció una metamorfosis singular; se creció, incluso empezó a preocuparse con desusado rigor por su estética personal, trajes bien cuidados que hicieran juego con su figura, un acicalamiento minucioso. Su imagen personal empezó a dotarse de una aura que, como nadie de los que le rodeaban percibía, hubo de imponerla. Frases de inusitada autoridad en su boca empezaron a hacerse frecuentes: «¡Así no se habla con el presidente!», «¡Has olvidado que soy el presidente!». Anécdotas banales que pretendían dar mayor fuste a su personalidad, achicada por el atufante poder directivo de Torcuato, que no perdía ocasión para manifestarle de qué forma debían llevarse los asuntos de Estado.

Mientras que para Fernández Miranda el referéndum facilitaba un juego mayor de los poderes estatales y de su autoridad, que le permitía avanzar en el encaje de bolillos final que cerraba la reforma, para Adolfo fue el sonido de gong que marcó el momento de desembarazarse de la tutela permanente de Torcuato. El discípulo se rebelaba para usufructuar la cátedra; el referéndum había sido para él su ejercicio de oposiciones, restringidas y aprobadas, con plaza en exclusiva. Además, consideraba el éxito como algo personal, porque el profesor Fernández Miranda, en un principio, no se mostró partidario del referéndum sino de un plebiscito, dado que preveía una mayor resistencia en los procuradores franquistas a la Ley de Reforma Política. Tenía dudas de poder alcanzar los dos tercios de la Cámara, y la fórmula del plebiscito le parecía un acto de autoridad indiscutible, refrendado por el pueblo, que otorgaba una fuerza enorme al Gobierno para desbaratar los intentos de estrangular la reforma. Torcuato, siempre cauto y desconfiado, dudaba de conseguir los 330 votos favorables, y resultó que obtuvieron 425. Desde el Ministerio de Justicia, Landelino Lavilla daba cabida al referéndum. Al presidente, el debate entre referéndum o plebiscito le sonaba a chirimías. Había tomado prácticamente todo el plan elaborado por Torcuato, pero sin descuidar algunas ideas fundamentales del de Landelino. Por eso el triunfo fue para él agua vivificadora; ni el Estado ni los refrendos populares servían para otra cosa que para gobernar más cómodamente y más tiempo. El resto podía resumirse en vaporosas bagatelas de profesores.

Aquello que hasta el referéndum fue positivo para el presidente, se convirtió a partir de entonces en una carga insoportable. Los consejos de Torcuato debían terminar. Tenía la firme convicción de volar solo a partir de ahora. El referéndum había sido obra suya y el éxito le pertenecía. Además, Fernández Miranda se mantenía en la sombra y es muy fácil marginar una sombra; cuando quiera transformarse en realidad pública, ya habrá desaparecido.

Superado el escollo del Referéndum para la Reforma Política en su doble sentido, de cerrar el ciclo del franquismo y sus instituciones, y de entreabrir la perspectiva de una democracia con otras nuevas, superado pues este escollo mayúsculo, Adolfo Suárez creía que podía ir capeando —a su estilo, puesto que lo inauguraba— problema tras problema, quiebro tras quiebro, conforme se le fueran presentando. Ahora iba a ser él, con unas dosis de su inequívoco personalismo, quien lo afrontara todo.

Desde el 26 de marzo de 1976, unos meses antes de su ascensión a la presidencia, toda la oposición democrática se nucleaba bajo el nombre de Coordinación Democrática. Habían pasado dos años en los que las fuerzas estuvieron divididas en dos grupos, Junta Democrática y Plataforma de Convergencia Democrática. Esta división tenía sinsentidos por ambas partes; mientras en la Junta estaban, codo con codo, los comunistas del PCE con los escasos compañeros ideológicos del supernumerario del Opus Dei, Rafael Calvo Serer, y el vehemente letrado García Trevijano, en la Plataforma, donde dominaban los nuevos líderes del PSOE, junto a los caballeros cristianos del Partido Nacionalista Vasco, se sentaban los maoístas marchosos de la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores) y del MC (Movimiento Comunista). La unión de marzo no anuló los contrasentidos, pero estaban prácticamente todos los que eran algo o aspiraban a algo en la lucha frente al viejo Régimen. El mismo nombre adoptado —Coordinación— dejaba bien a las claras los límites y el alcance del acuerdo.

La obvia misión del presidente Suárez, la primera de todas, consistía en romper el frágil bloque opositor y hacerlos caminar individualmente, negociando por separado con cada una de las fuerzas. El proceso de reforma implicaba la integración de la oposición de izquierda en el juego, bien conscientemente o por neutralización. Por eso se puso a la tarea de conseguir una actitud no beligerante en los hechos, respetando el que de palabra cada cual hubiera de alimentar a su clientela y se desmelenara atacándole en público mientras negociaba en privado.

El 10 de agosto, un mes después de su nombramiento presidencial, tuvo lugar la primera entrevista de Felipe González, secretario general del PSOE, con el flamante presidente. La celebraron en casa de Joaquín Abril Martorell, hermano del entonces ministro de Agricultura, Fernando. Carmen Díez de Rivera, a la sazón secretaria política de Adolfo Suárez, escribió en la entrada de su dietario del 10 de agosto: «Se caen “de cine”. No me extraña. Son muy parecidos». Antes, el presidente ya había cambiado impresiones con otro socialista, Luis Gómez Llorente, y con el ayudante de Tierno Galván, Raúl Morodo, ambos en otro grupo de la familia socialdemócrata, el PSP.[13] En días posteriores, el ministro de la Gobernación, Martín Villa, oscuro desvelador de las flaquezas catalanas, pues había sido gobernador de Barcelona, se entrevistó con el dirigente nacionalista Jordi Pujol. Fue una sesión preparatoria para un encuentro posterior de Suárez con dos líderes influyentes de la oposición en Cataluña, el socialdemócrata Josep Pallach —que fallecería meses más tarde— y el propio Pujol.

La filtración de estos encuentros generó reacciones más importantes y virulentas entre los ultras del viejo Régimen que entre el resto de los partenaires democráticos. Tras la conversación con Felipe González, el presidente frenó los contactos con la oposición. Desde el establishment, incluida la Casa Real, los rayos y centellas alcanzaron tan de lleno a las alturas del nuevo Régimen, que hubo de ralentizar el ritmo de penetración en el otro lado de la barricada.

El 4 de septiembre se celebró la gran reunión de la oposición unida. Siguieron manteniendo que la única vía posible era la ruptura con el Régimen, aunque la precisión dialéctica obligó a utilizar un nuevo término que parecía extraído de los arcones de la escolástica salmantina: ruptura pactada; es decir, una ruptura con el viejo Régimen pero acordada entre las distintas fuerzas, de dentro y fuera del nuevo Gobierno. Lo que en el bando contrario, y con mayor precisión semántica, se llamaría una reforma, pactada con las fuerzas de la oposición. La tarea de la reunión del 4 de septiembre en Madrid, a la que asistieron más de treinta representantes, entre partidos y grupos de opinión, estatales y locales, consistió en elaborar «un programa político de ruptura democrática que abra un período constituyente». Sería la última vez que se utilizara este lenguaje.

A partir de entonces se irá suavizando el léxico hacia la fórmula menos ambiciosa y más posibilista de la «ruptura pactada». Ahora bien, esa reunión, que tuvo lugar en un prestigioso hotel madrileño como si fuera un limbo extrajurídico —ningún partido era legal, pero como ciudadanos no podían ser tachados de ilegales—, obligó al presidente a salir de su mutismo. Poco después se reunía con uno de los hombres clave de la izquierda en el frente opositor, Enrique Tierno Galván, y en ese encuentro sucedió una de esas situaciones que definen los modos de la transición y que ayudan a comprenderla. Como el presidente Suárez y el profesor Tierno estaban cerrando acuerdos sin que éste hubiera hecho el más mínimo comentario o discusión en su propio partido, el PSP, el viejo profesor, cuyo cinismo político sólo era comparable a su sensibilidad democrática, le señaló al presidente que en el libro de visitas de Presidencia había que poner una fecha posterior, porque ¡aún tenía que reunirse con la dirección de su partido y solicitar autorización para verle y llegar a acuerdos! Al día siguiente, el presidente se reunió de nuevo con Felipe González, en presencia de dos testigos de excepción, Luis Yáñez (PSOE) y Martín Villa (ministro de la Gobernación). Estamos en las vísperas de la magna asamblea con altos mandos militares, donde Adolfo va a explicarles la reforma política.

La oposición llegaba a estas fechas decisivas de la negociación con el poder en una curiosa situación: cargada de razón histórica, pero Suárez estaba haciendo a pequeños pasos algunas de las cosas que ellos predicaban desde tiempo atrás. Y además llegaban sin ninguna experiencia unitaria, favoreciendo en todo momento las maniobras subterráneas y los pactos con cláusulas verbales que sólo conocían los máximos cirujanos. Los ayudantes y las enfermeras seguían tratando al paciente sin notar que había cambiado el que estaba sobre la mesa del quirófano. La dura ilegalidad a la que los había sometido el franquismo fortalecía la moral y el espíritu de grupo, pero dificultaba la táctica política, obligando a concentrarla en muy pocas manos para que no afectara a esa moral de combate y a ese espíritu de grupo que aún podían ser muy necesarios. La transición fue un proceso que se desarrolló con muy pocos actores protagonistas y muchos extras que luego se creyeron parte del filme, pero siempre mudos o con el escaso privilegio de los figurantes con frase, una frase; en ocasiones, algo así como la de los mayordomos en las comedias: «Los señores pueden pasar al comedor cuando gusten».

A los partidos políticos de la oposición democrática —es decir, todos— se les iba echando encima el referéndum del 15 de diciembre y tenían la sensación de meterse cada vez más en un pantano, en el que costaba tanto ir hacia delante como salir de él. El 6 de noviembre se hicieron públicas las condiciones que ponía la oposición para participar en el referéndum: legalización de los partidos y centrales sindicales, amnistía, libertad de expresión, reunión y asociación, disolución del Tribunal de Orden Público, igualdad de oportunidades en RTVE, supresión del Movimiento Nacional y control de los partidos sobre la consulta popular. Siete puntos que poco tenían que ver con el referéndum y mucho con la polémica entre reforma o ruptura, o, más exactamente, entre quién arrastraba a quién: si el Gobierno a la oposición, o la oposición al Gobierno. Aunque la fecha no se hizo oficial hasta el 24 de noviembre, en los mentideros políticos ya se conocía de tiempo atrás que se haría el 15 de diciembre. Las razones del retraso no se debían si no a la obligatoriedad de hacer pasar la Ley de Reforma por las Cortes, y esta discusión se tuvo a mediados de noviembre.

Las charlas de Adolfo Suárez con los líderes políticos de la oposición cubrían dos necesidades: romper el frente común, bastante inestable por naturaleza, y marginar al Partido Comunista, prometiendo a los demás grandes ventajas si aceptaban su plan de legalizarlo en una segunda fase. Como se demostraría más tarde, el presidente había previsto esa legalización antes de las elecciones de junio, pero amagando con el fantasma comunista, dividía y creaba desconfianzas en el bloque opositor. Siempre es cruel pedirle a un partido que sacrifique a otro en su propio beneficio, por más que todos al final se resignen a hacerlo, y la mala conciencia les obligue a apelar a justificaciones del pasado o a recientes pendencias y malentendidos.

Así se llegó a la reunión de Aravaca del 28 de noviembre de 1976. José María de Areilza, que por aquellas fechas tenía grandes esperanzas de ser el piloto del cambio desde la oposición, ya que el Rey no le había dado la oportunidad de serlo desde el Régimen, gozaba de un buen momento y su recién creado Partido Popular recibía el viento de popa. Ejerció de anfitrión en su propia mansión de las afueras de Madrid. Había convocado a los principales líderes de la oposición: Enrique Tierno Galván, Felipe González, Joaquín Ruiz Jiménez y Santiago Carrillo. Los invitados fueron llegando irregularmente. El último en hacerlo fue Carrillo, que se sabía vedette de aquella reunión; en la clandestinidad y provisto de una horrible peluca que le hacía parecer un viejo «carroza», dio motivo para abrir la tensa situación con chanzas y bromas varias.

Sin ningún acuerdo previo, el orden de la reunión estaba diáfano: qué comportamiento debía tomar la oposición en las negociaciones con Adolfo Suárez. Abrió la reunión Areilza, como anfitrión que era, señalando el carácter histórico del encuentro, y la prueba de que las fuerzas políticas españolas tenían un alto grado de civismo lo demostraba el que personalidades tan dispares se vieran en su casa. De alguna manera pretendía dar a entender que era el Gobierno quien carecía de civismo al no permitirles trabajar a todos a la luz pública.

Cuando tomó la palabra Santiago Carrillo, se explayó en un largo análisis de la situación política para llegar a dos conclusiones: el país necesitaba un pacto social de todas las fuerzas, de derecha, izquierda y centro, y este pacto no se podría realizar si el Partido Comunista quedaba fuera. Por eso Felipe González empezó por ahí. Las cosas se planteaban, para él, resumiéndolas a la mínima expresión, en aceptar que la legalización de Carrillo constituía la condición imprescindible para participar en el nuevo juego que se abría o seguir hacia delante sin él, para forzar las cosas desde dentro, y, consiguientemente, admitiendo las ofertas del Gobierno. El secretario general del PSOE exponía de manera meridiana las dos opciones: exigir la legalización del PCE ahora, o bien esperar una mejor coyuntura para que dicha legalización fuera posible. «Las cosas son como son», terminó Felipe, y por eso no quedaba más remedio que optar por la segunda posibilidad, «porque Adolfo Suárez no aceptará a los comunistas».[14]

Tierno Galván, entonces máximo dirigente del PSP, coincidió en términos generales con el análisis —aquí muy resumido— de Felipe González, y añadió la necesidad de entrar en contacto con Adolfo Suárez, invitándole a una próxima reunión. Independientemente de que todos y cada uno de los presentes estaban ya en contacto personal e intransferible con el presidente Suárez, no ha lugar a insistir que dicha cita, obviamente, hubiera tenido que celebrarse sin Carrillo. Nadie imaginaba a Adolfo Suárez conduciendo su coche hasta la casa de Areilza para negociar con la oposición. Una prueba de debilidad tan evidente no la creían posible, y los reunidos ni siquiera la tomaron en cuenta. Por su parte, Ruiz Giménez generalizó sobre el saneamiento de la vida política y la necesidad de que las decisiones fueran mayoritarias; no se comprometió en el problema de fondo. Areilza, jugando con su papel de anfitrión ya obtenía un triunfo político, y por tanto tampoco expuso con claridad su posición.

Carrillo estaba pues sentenciado. Fue entonces cuando con una voz tranquila, haciendo sus habituales pausas entre cada palabra, el dirigente del Partido Comunista dejó caer: «Llevo dos meses manteniendo contactos regulares con el presidente Suárez». La sonrisa asomó a los labios de todos los presentes; el viejo zorro de la política, cogido entre la espada y la pared, se echaba un farol para ridiculizar a los presentes. Nadie le dio importancia, y todo terminó como había empezado: afirmaron su predisposición a seguir pensando juntos y decidieron volver a reunirse en otra ocasión.

Felipe González tenía múltiples razones para pensar como pensaba. El PSOE se sentía en inferioridad de condiciones respecto al PCE, y como habían repetido algunos de sus dirigentes, necesitaban unos meses de ventaja sobre los comunistas para recuperar el desfase de los años de clandestinidad. Ese margen empezó a colmarse cuando un mes más tarde, en diciembre de 1976, una semana antes del Referéndum para la Reforma Política, el gobierno de Adolfo Suárez permitió en Madrid la celebración del XXVII Congreso del Partido Socialista Obrero Español.

Felipe González estaba dispuesto a «vender» al PCE, porque lo necesitaba. Otro tanto cabía pensar de Tierno Galván, cuyo minúsculo partido exigía medios y nadie a su izquierda, para ganar bases, tiempo y recursos. Por esa misma razón, pero al revés, hacía dos meses que Santiago Carrillo les había «vendido» a ellos. Desde septiembre de 1976 Adolfo Suárez y Santiago Carrillo mantenían contactos regulares gracias a un interlocutor singular, José Mario Armero, presidente de la agencia de prensa Europa Press, quien servía de intermediario entre los dos dirigentes. José Mario Armero, figura mucho más importante durante el tardofranquismo y la transición de lo que su cargo periodístico da a entender, estaba en el centro de un triángulo curioso, formado por el gobierno Suárez, el Partido Comunista y el Departamento de Estado norteamericano, donde Armero siempre gozó de notable prestigio como analista y exacto previsor.

Si el resultado del referéndum del 15 de diciembre podía darle al presidente, además de fuerza, un cierto respiro, hubo de conformarse con la fuerza. Respiro, ninguno. El 22 de diciembre era detenido en Madrid, a la puerta de un elegante chalet de la colonia de El Viso, Santiago Carrillo, máximo dirigente del comunismo español, que doce días antes, exactamente en vísperas del referéndum, había jugado fuerte y había montado una rueda de prensa clandestina para explicar sus posiciones políticas y sus exigencias ante el nuevo curso que estaba a punto de consolidarse.

La condición de que el Régimen, o la Monarquía o las Instituciones de la Dictadura no podían ser transformadas en otra cosa, incluso en algo parecido a una democracia, era el elemento clave de la oposición política para exigir una ruptura. No porque tuvieran fuerza para imponerla, sino por la imposibilidad del Régimen para transformarse. Pero resultaba que Franco había muerto hacía trece meses y el tren de la reforma tenía visos de marchar. ¿Y si no había otro tren? ¿Y si el que no montara ahora se quedaba esperando en la estación?

No era Carrillo el más veterano de los políticos de la oposición; Gil Robles, sin ir más lejos, le ganaba en veteranía y experiencia, pero no en audacia. Tras muchos años de luchar contra el muro del franquismo político y sociológico, Carrillo tenía ante sí la oportunidad de hacer política por primera vez en cuarenta años, desde 1936, cuando él apenas tenía veinte años y no sabía aún ni lo que era eso. Debía jugársela a una carta. De salida, representaba al más fuerte de los partidos de la oposición, y era quien más debía arriesgar. En el fondo, para Santiago Carrillo, la decisión que toma en diciembre del 76, asumiendo su detención, inminente e inevitable, como parte de su estrategia personal, se reduce a esto: el PCE podría esperar —podría, digo—, pero él no.

Si hasta finales de 1976 la oposición democrática tenía que afrontar qué hacer con Adolfo Suárez, el 22 de diciembre, a dos días de la Nochebuena, se invierten los papeles y la responsabilidad pasa a Suárez y a ese puñado de socios que habían concebido la política al estilo de Franco; bastaba esperar y no afrontar los problemas de frente, lo que tenía la ventaja de obligar a intervenir al azar. O se pudrían o se resolvían o se enconaban, pero se ganaba tiempo. La detención de Carrillo plantea al bisoño gabinete de Adolfo Suárez un problema político que no puede esperar: ¿qué hacer con la oposición?

Desde el 22 de diciembre, en que es detenido, hasta su puesta en libertad, la víspera de fin de año, esa peripecia que dura una semana va a ser la última confrontación de la oposición con el gobierno de Suárez; había que poner en libertad a Santiago Carrillo, o unos y otros quedarían en una posición tan incómoda como una impostura. Posiblemente sea la noticia de la detención de Carrillo, y las protestas que se desencadenaron, el último gesto de reacción popular y juvenil frente a lo que representaba Adolfo Suárez y la reforma. Por eso es tan importante esa secuencia. Hasta entonces la oposición había tanteado, sin llegar a concretarlo, qué hacer con Adolfo Suárez. A partir de ahora Suárez iba a concentrarse en qué hacer con la oposición.

El mayor problema del presidente Suárez, entonces y siempre, estuvo en su derecha, desde la más cercana hasta la más extrema. Llegados a este punto hay que abordar enero de 1977, y muy en concreto la semana que culmina el 25 de enero, con el funeral organizado por el PCE a los abogados laboralistas asesinados por la extrema derecha, como lo que fue: el momento más crítico de la reforma y de la presidencia de Adolfo Suárez.

Hoy se tiende a valorar con cierta desgana lo ocurrido en esos «siete días de enero», y más de un adicto a la teoría conspirativa de la historia podría decir que todo estaba preparado para crear y consolidar el liderazgo de Suárez en esa incipiente transición. Pero lo curioso de esta historia es que todo lo que se puede relatar de aquellos días, cada elemento por sí mismo, tenía como objetivo servir de acicate desestabilizador. Sin embargo, la suma de todos ellos, la envergadura del reto, efectivamente sirvió para todo lo contrario que lo supuesto por los conspiradores. De haber una cabeza inspiradora de las sucesivas operaciones —según el manual para conspiradores de la historia—, jamás hubiera acumulado tanto riesgo para obtener tan magros resultados. Bastaría decir que nadie pone al borde del colapso las frágiles instituciones del posfranquismo recién nacido para hacer de un político inexperto una alternativa de futuro consolidado.

Es verdad que José María Oriol, representante genuino de la oligarquía del franquismo, seguía secuestrado desde un par de días antes del referéndum por un grupo fantasmal y mesiánico, tan a la izquierda de la izquierda que se daba la vuelta, los GRAPO. Pero ahora acababa de ser secuestrado el general Villaescusa, y por los mismos. Luego, un fascista, colaborador de los cuerpos de seguridad del Estado, asesinaba a un joven izquierdista en pleno centro de Madrid. Después, la policía mataba impunemente a una muchacha durante una manifestación. Entretanto, los militares hacían sus ejercicios de esgrima con los carros blindados de la División Acorazada, mandada por un general felón, entonces intocable, Jaime Milans del Bosch.[15] Y para culminar, el 24 de enero un grupo de extrema derecha con conexiones en el Ejército, la Policía y los Servicios de Información, acribillaba a balazos a todo el que encontraron en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha de Madrid. Era cosa sabida que los cuatro abogados y el empleado asesinados pertenecían al Partido Comunista de España.

Los funestos acontecimientos de finales de enero, que no son otra cosa que coletazos del pasado que se pretende borrar, confirman al Rey, y a Torcuato Fernández Miranda por demás, que el presidente Suárez no controla la situación. Incluso el hecho de que días antes el presidente se haya instalado con su familia en el palacio de la Moncloa, desde entonces sede de la Presidencia, será interpretado como un elemento más creado por la inseguridad y la desestabilización. La verdad, no obstante, era otra. El presidente inauguró su nueva casa en el palacio de la Moncloa el 17 de enero, y la semana del complot se inicia días más tarde, con la muerte a manos de un extremista de derecha del estudiante de izquierda Arturo Ruiz.

Como si el Referéndum para la Reforma hubiera sido el manantial del que Adolfo había extraído fuerzas inagotables y conclusiones más radicales que ninguno de los suyos, está dispuesto a asumir el papel de gobernante y principal protagonista hasta el límite. Es él y sólo él —con sus asesores personales, por supuesto— quien prepara y programa su intervención estelar en TVE —conviene repetirlo, la única existente entonces—, y en hora de máxima audiencia, para explicar a los españoles qué pasa y qué va a hacer él.

Él y sólo él, y habremos de reconocer que con toda la razón, puesto que su inefable partenaire político, el ministro Alfonso Osorio, está ausente. El marrón se lo va a comer entero él, pero sabrá sacarle todo el partido posible. De un plumazo, Osorio, muy disminuido ya, va a desaparecer del planeta de Adolfo Suárez. De su intervención en TVE del 29 de enero anunciando la suspensión de dos artículos del Fuero de los Españoles, promulgado por Franco y aún vigente —como casi todo—, cabe destacar su talante de hombre serio, encajador y preocupado. «De entreguismo a la subversión, nada; de abrir el juego político, todo». O lo que es lo mismo, yo voy a seguir adelante pase lo que pase, y lo asumiré conforme vaya sucediendo.[16]

Osorio y su torpeza merecen un inciso, porque estamos describiendo a una de las figuras designadas por el Rey y su entorno para conducir el proceso de transición. Quizá se trate de un caso de mal fario, pero Alfonso Osorio constituye la apoteosis del político sin fortuna —en referencia a la estrictamente política, y no a la otra, en la que se ha manejado con notable éxito—, cuyas ambiciones desmedidas achican una realidad incontestable. Nunca está donde debe estar. En esta ocasión viaja por Estados Unidos. El presidente le pedirá expresamente que se quede, porque la gravedad de la situación exige y justifica la suspensión del viaje. ¡Pero cómo iba a renunciar, si de un lado dejaba a Adolfo a los pies de los caballos, y de otro se presentaba en casa de los Padrinos como el sustituto más idóneo y asequible!

Ya había sucedido algo igual siendo ambos, Alfonso y Adolfo, ministros con Arias Navarro. Durante los sucesos de Vitoria, en marzo del 76, cuando la represión de una manifestación obrera se saldó con cinco muertos, Osorio no estaba en su puesto. En ausencia del ministro de la Gobernación de entonces, Fraga Iribarne, de viaje por el extranjero, el ministro de la Presidencia no puede hacerse cargo de la situación porque ha muerto su suegro y debe ocuparse de los asuntos de la familia. Ahí es nada, el muerto era Antonio Iturmendi, ministro con Franco de Justicia y luego presidente de las Cortes, el hombre al que le debía buena parte de su excelente posición. Osorio parecía gafado. Cuando Arias Navarro convocó su último Consejo de Ministros para anunciar su dimisión, Osorio llega tan tarde que ya se han ido todos y sólo encuentra a Leopoldo Calvo Sotelo, con el que se consuela pensando en las posibilidades que tiene de ser el sustituto. La causa del injustificable retraso del ministro se debía en aquel caso a una boda. En esta ocasión, su viaje a Estados Unidos dejará a Suárez asumiendo solo la monumental crisis, lo que le servirá para meter en dique seco al hombre del Rey en su Gobierno, del que ya no saldrá nunca.

La metamorfosis que ha sufrido Adolfo después del triunfo en el referéndum multiplica la personalización de su política. Empieza a no consultar previamente con el Rey la mayoría de sus decisiones políticas, incluso marginándole de la información más evidente. En el proceso de aislar progresivamente a Torcuato Fernández Miranda, el presidente ha dado pasos en falso, aislando también al Rey. Hay momentos que rondan la provocación, porque Suárez se permite llegar con retraso injustificado a sus citas en La Zarzuela.

El desapego entre las dos máximas figuras del Estado va en progresión. Mientras el Rey considera que su «primer ministro» no está cumpliendo con su deber, éste reflexiona públicamente manteniendo el lema del primer día: «El Rey me quiere borbonear». El mimbre se cimbrea antes de romperse. A finales de ese mes de enero, con el país acongojado por los acontecimientos, el Rey Juan Carlos le hace una pregunta que suena como un disparo en los atentos oídos de Adolfo: «Si a ti te matan, ¿a quién pongo de presidente?». Suárez se queda de piedra, ni siquiera responde, y apenas balbucea un «¿Por qué decís eso?», cargado de recelo. De poco valdrán luego las explicaciones de que el jefe de Gobierno puede pedir coches blindados y palacios seguros, como La Moncloa, donde se acaba de instalar, pero un Rey ha de pensar siempre en un sustituto.[17]

El finísimo olfato de Suárez acababa de captar ese desagradable tufo denominado desapego. No volverá a sucederle hasta varios años más tarde. Desde entonces atenderá con fidelidad a sus responsabilidades como primer ministro de la Corona, acudiendo puntual a sus citas reales e informando de todos los pasos del Gobierno. Cultivará, cual jardinero japonés, los bonsáis de las relaciones con Su Majestad. Aunque de un modo harto singular. Marcando también ciertas distancias. Consciente de que si del Rey dependiera, sus días podrían estar contados en cuanto dejara el camino allanado para las primeras elecciones democráticas.

El nombramiento de Gutiérrez Mellado como ministro del Ejército, tras el cese del general De Santiago, no agradó al Rey y menos aún a los gerifaltes de ese elefante alerta que era el Ejército. Gutiérrez Mellado no pasaba por un «pata negra» del franquismo y no tardará en demostrarlo al promover un decreto regulador de la actividad política de los miembros de las Fuerzas Armadas. Promulgado el 8 de febrero del 77, será importante para varias cosas tocantes al futuro y una al presente. Supone la ruptura de Adolfo Suárez con dos personajes del entorno íntimo del Rey, los dos Alfonsos. Por un lado, Alfonso Osorio, su hombre en el Gobierno, que se considera amenazado en sus intereses dada su condición de jurídico del Aire, curiosa paradoja tratándose de un marino jactancioso de Santander. Y por otro, Alfonso Armada, jefe de la Casa Real, privilegiado confidente político y religioso de Su Majestad por su doble condición de general del Ejército y activo prohombre del Opus Dei, que deberá abandonar su responsabilidad política en La Zarzuela para conservar su escalafón y sus inequívocas ambiciones. Dos golpes certeros a los dos hombres del Rey.

Quedaba Torcuato Fernández Miranda. Como seguía siendo interlocutor privilegiado de Juan Carlos y su principal asesor político, el presidente se verá obligado a desarrollar una sutil maniobra para desmarcarle del Rey y poder convertirse él solo en la única fuente nutricia de información e iniciativas. Según contó el propio Adolfo Suárez en el «sanedrín de Toledo»,[18] apenas pasado algún tiempo del referéndum propuso al Rey y a Torcuato la creación de un partido de gobierno para ganar las próximas elecciones, pero «tanto el Rey como el Presidente de las Cortes se opusieron».[19] A esto añadió Suárez que «profundamente contrariado, exigió que la decisión constara por escrito, para que no le acusaran posteriormente de falta de previsión».

Creo que volvemos a encontrarnos ante una de las perversiones del relato de la transición; siempre se rescribe desde el final de la secuencia y no en su tránsito natural. En 1984 y en Toledo, consumado absolutamente tanto el desapego de Adolfo Suárez hacia el monarca y convertido ya en una autoridad inquietante, Adolfo habla fuerte y claro, pero a finales de 1976 esa historia resulta un impensable anacronismo. Jamás el presidente Suárez hubiera osado decirle al Rey ni a Torcuato que le firmaran un papel eximiéndole de responsabilidad por no crear un partido para ganar las elecciones. Primero, por la propia naturaleza de las cosas, Suárez carecía absolutamente de la más mínima legitimidad; el poder se lo dio el Rey y la reforma hasta aquel instante estaba escrupulosamente diseñada por Torcuato. Segundo, por la propia idiosincrasia del protagonista, perfecto conocedor de sus poderes y de sus límites. En diciembre del 76, Suárez es aún parte del proyecto del Rey y del presidente de las Cortes para salir del atolladero con el mínimo costo. Es más que probable que Adolfo lo expusiera a ambos, incluso es una obviedad que debió de hacerlo, pero lo que ni Suárez, ni me temo que ninguno de los grandes protagonistas de este período, tendría interés en reconocer hoy es que ni el Rey ni Torcuato creían que un hombre como Adolfo Suárez González podía ser el capitán de la siguiente travesía.

Le habían visto nacer a la política y eso es mal síntoma para una apreciación ajustada del personaje. Para el Rey, escaso de experiencia y sin demasiadas luces, incluso por el peso de ambas ausencias en la tradición familiar, si es que puede decirse así, Suárez no representaba al líder fuerte, al capitán-timonel que exigiría la nueva situación. No todo iba a ser tan fácil como animar a las Cortes del franquismo para que marcharan al suicidio sin apenas rechistar. La figura del capitán-timonel aparecerá en el lenguaje del monarca —marino de velas, juegos y trapíos— en diversas confidencias y será un bordón permanente en las relaciones entre él y el presidente, antes y después de conseguir la legitimidad democrática en las urnas.

Quedémonos con una hipótesis que se acerca a la evidencia. Adolfo Suárez no es el hombre ni del Rey ni de Torcuato para ganar las elecciones del 77, y él les va a demostrar que sí, y añadiendo un elemento: no sólo quiere ganarlas sino que además dedicará su tiempo y su carácter implacable para algo entonces tan audaz que alcanza lo temerario, lo inaudito. Cree que ya no necesita a Torcuato y sus Cortes y sus consejos para nada, que no sólo le representan un incordio, sino también un adversario que trata de truncar su carrera y al que debe aplastar antes de que se celebren las elecciones de junio de 1977. Suárez, el bisoño, al que sacaron de la nada de su mediocridad política, se va a dedicar a romper el tándem Monarca-presidente de las Cortes, y llevará al ostracismo al engorroso instructor ya innecesario. Liquidará políticamente a Torcuato, irremisiblemente, creará un partido capaz de ganar las elecciones y obligará al Rey, por la fuerza de los hechos, a reconocerle en su auténtica valía y como único interlocutor. Nadie, y menos que nadie Juan Carlos y Torcuato, lo hubiera creído posible. Ahora toca contarlo.

Tres iniciativas políticas van a acentuar hasta la ruptura el abismo que se está abriendo entre el presidente Suárez y Fernández Miranda. Se trata de la amnistía para presos y exiliados políticos, la legalización del PCE y la creación de un Partido del Presidente. No es una cuestión de contenidos sino de formas. Torcuato no pone objeciones a la amnistía ni a la legalización del PCE. Lo del partido presidencial le parece una aberración, pan para hoy y hambre para mañana. Si tiene muchas dudas sobre la capacidad de Suárez para abordar la consumación democrática, más aún para crear, dirigir y administrar un partido. «Estaba muy verde» es la expresión que utiliza para referirse al presidente.[20]

La amnistía, en el esquema de Torcuato, debía concederse a plazo fijo, porque las pequeñas concesiones en el curso de los meses, que es como venía haciéndose, dan la impresión de que el Estado retrocede ante la presión a que es sometido. En definitiva, el profesor Fernández Miranda, formado en las teorías autoritarias de los primeros treinta años del siglo XX, en especial de Carl Schmitt —que tan notable influencia ejercería en la España del franquismo—, considera que todo deterioro de la imagen del Estado afecta al futuro político de manera indeleble. No hacía falta leer a Schmitt para alcanzar a entenderlo; aunque también cabría pensar en la dificultad de dar una imagen de fortaleza cuando el Estado era frágil. El 9 de febrero de 1977 se había concedido otra amnistía, más amplia que la del 30 de julio anterior, pero no lo suficiente como para afectar a los militares democráticos de la UMD.[21] El Ejército era intocable.

Respecto al Partido Comunista, para Fernández Miranda su legalización antes de las elecciones no tenía vuelta de hoja, siempre y cuando se llenara el vacío que se había dejado en las Fuerzas Armadas. No quedaba más remedio que volver a reunir de nuevo a los altos mandos militares y explicarles la necesidad de legalizar al PCE, aclarando que se haría inmediatamente después de que éste admitiera cuestiones simbólicas tan importantes como la aceptación de la Monarquía y de la bandera. Ambas referencias no eran para el Ejército sólo una cuestión de símbolos, sino de contenidos. Si no se hiciera así se habría roto, para la jerarquía militar, su credibilidad en el presidente del Gobierno. Evidentemente había riesgos, pero de la otra forma los riesgos se multiplicaban, porque afectaban al prestigio del Estado de la reforma, auténtica obsesión de don Torcuato.

La decisión de entrevistarse con Santiago Carrillo había sido discutida por el Rey, Fernández Miranda y el presidente, sin que llegaran a un acuerdo sobre el método para realizarla. En opinión de Torcuato, siempre obsesionado por la imagen del Estado, la cita debía tener lugar fuera de España, obligando así a Carrillo a ausentarse del país y por tanto en un terreno de exiliado, sin hacer dejación de la «legalidad vigente», la misma legalidad por cierto que con expedito rigor Adolfo Suárez había aplicado en agosto de 1976 al embajador español en París, José María de Lojendio, al destituirle por haber recibido a Carrillo oficialmente en la embajada cuando fue a solicitar su pasaporte español. Pero aquello había sido al mes de su acceso a la presidencia y ahora ya habían pasado seis.

De lo que se trataba en el fondo era de quién de los dos negociaba con Carrillo. Si la reunión se celebraba en París, como sugería Torcuato, era imposible que pudiera asistir el presidente del Gobierno; aunque se realizara con gran discreción, no pasaría desapercibida para los servicios de información extranjeros. Fernández Miranda, interesado en ser él quien cerrara la segunda parte de la transición, legalizando y domesticando al PCE, deseaba entrevistarse con el secretario general del PCE; los dos, al fin y al cabo, habían nacido en el mismo sitio —eran ambos asturianos de Gijón— y casi en la misma fecha.

Suárez entendió el reto y se negó a tanta complicación legalista como proponía Torcuato, para lo cual convenció al Rey, a su manera. Logró al menos que le dejara hacer, según la fórmula borbónica: si sale mal, te haces responsable del fiasco, y si sale bien, nos repartimos el éxito. Dos influyentes consejeros reales, Alfonso Osorio y Alfonso Armada, se oponían a cualquier contacto con Carrillo. Como la historia de la transición es un divertido fenómeno histórico que «se enriquece» continuamente, ahora resulta que fue el Rey quien animó a Adolfo Suárez a la legalización del PCE. Según el testimonio personal del presidente Suárez, él consiguió explicar tanto al Rey como a Torcuato lo inevitable y lo inminente de ese encuentro con Santiago Carrillo. Nada más. Con todo, y conociendo el contexto de aquellos días, además resulta lo más verosímil. El resto es leyenda sobrevenida.

La única garantía que el presidente ofreció al Rey para lograr que al menos no se opusiera se reducía a prometer que no existiría ninguna filtración informativa. Ninguna. Incluso si todos los parapetos contra las indiscreciones fallaban, elaboraría una coartada que evidenciara ante la opinión pública que ese día no estaba en Madrid. Desde algunos días antes del 27 de febrero, fecha decidida para el encuentro, la prensa de Valencia informaba de la inminente visita del presidente Suárez a la ciudad para asistir a la presentación de su hija Sonsoles como Fallera Mayor Infantil. En un momento determinado del viaje a Valencia, el presidente desapareció y volvió a Madrid; en la mansión de José Antonio Armero, en las afueras de la capital, le estaba esperando Santiago Carrillo.

La reunión se celebró pues el 27 de febrero de 1977 y duró aproximadamente ocho horas. Cabe decir que los dos se entendieron perfectamente. Cada uno sabía lo que el otro necesitaba, y no costó ningún trabajo intercambiar mercaderías tratándose de dos vendedores de excepción. La legalización del PCE exigía la aceptación de la Monarquía y de la bandera, y ambas cosas ya estaban medianamente asumidas en buena parte de la cúpula comunista; Carrillo lograría que no hubiera ninguna excepción, hasta el punto de que prohibiría en los actos públicos del PCE la exhibición de la bandera republicana. Además, era menester un acuerdo de paz social; nada de acciones generales pasara lo que pasara. Carrillo aquí jugó una de sus cartas más hábiles, porque exigió que en todo conflicto, antes de intentar resolverlo por las bravas, se le tuviera confianza para atenuarlo, lo que de alguna manera le daba el papel de imprescindible negociador de conflictos en los que carecía de participación e influencia. Suárez salió muy contento de la entrevista. Le mosqueó la permanente referencia de Carrillo a Dios, como «si Dios quiere», «que Dios nos ayude»…, expresiones que para un hombre formado en la idea del comunismo demoníaco, ateo y destructor, le chocaba especialmente. El compromiso del secretario general del PCE fue estricto: él se encargaría de frenar los movimientos que agitaran la vida del país, en contrapartida a la legalización. En ocho horas hubo tiempo hasta para compartir viejas historias, e incluso aventuras galantes.

Cinco semanas más tarde, el 9 de abril, se legalizaba el Partido Comunista de España. La mayoría del gobierno se enteró de la noticia por la radio y la prensa; el ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, el preferido de Franco y su familia tras la muerte de Carrero Blanco, otro almirante, lo supo por la televisión. Fue el único que presentó su dimisión irrevocable. La legalización coincidió irónicamente con el Sábado de Gloria de la Semana Santa. Veinticuatro horas antes, el Viernes de Dolores, el presidente dio orden de retirar el monumental «cangrejo» con el Yugo y las Flechas, símbolo falangista, que dominaba la fachada de la sede del Movimiento Nacional, en Alcalá, 44.

Quienes más afectadas se sintieron por la legalización del PCE fueron las Fuerzas Armadas. La cúpula militar, expresamente el Consejo Superior del Ejército, se reunió el 12 de abril por la tarde, con asistencia del jefe del Estado Mayor de los tres Ejércitos, los once capitanes generales con mando en plaza, el director de la Guardia Civil y la presencia especialísima de Alfonso Armada, que informó puntualmente al Rey y a su amigo, Alfonso Osorio, vicepresidente del Gobierno a la sazón. El comunicado que emitieron fue durísimo —«Todo (sic) el Consejo Superior del Ejército no ve con buenos ojos la legalización del Partido Comunista y expresa por tanto cierta (sic) repulsa ante tal legalización»—, y a partir de aquí hay que vislumbrar un esbozo de lo que concluiría tres años y pico más tarde, un 23-F. Para todos los reunidos, el presidente Suárez les había engañado cuando les prometió, vísperas de la Ley de Reforma Política, que el límite de la democracia estaba en la legalización del PCE. Adolfo Suárez les había mentido, luego Suárez era un traidor.

Ahí nace el tumor político que irá ampliándose hasta conseguir, al precio que fuera, la caída de Suárez como presidente. En el comunicado hecho público por el Consejo Superior de la Defensa están sentadas las bases de la ofensiva golpista contra Adolfo Suárez. Los otros elementos irán apareciendo luego, pero la manera en que se llevó a cabo la legalización del PCE iba a constituir un banderín de enganche de algunos hombres del Rey, como los Armada y los Milans, para desestabilizar la democracia y dar el golpe de timón que les devolviera la situación que se les había ido de las manos.

Probablemente sin darse cuenta, por la propia dinámica de las cosas, la legalización del PCE desbordaba algunos de los límites de la transición y colocaba el momento político ante la inminente tesitura electoral. Si Adolfo Suárez se presentaba —y por más que fuera una evidencia entre silencios, en ningún momento llegó a expresarlo de manera taxativa— y ganaba, el vencedor sería él, sobre todo él. Y si perdía, perdían todos ellos. Éste es el tortuoso dilema que el Rey y sus íntimos sentirían como una amenaza, una amenaza velada por la fortuna. Mientras le siguiera la suerte, Adolfo Suárez sería imparable. Y los buenos réditos extraídos de la legalización del PCE, por los que ninguno de ellos daba un duro, lo prueban. El presidente Suárez se hacía a sí mismo imprescindible.

Las reacciones a la legalización del PCE por parte del franquismo —tanto el institucional, que aún seguía vigente, como el sociológico, que disfrutaba aún de cierta hegemonía— merecerían hoy, más de treinta años después, un divertido trabajo comparativo entre lo que ocurrió realmente y lo que los supervivientes cuentan que hicieron. Y hasta lo que dijeron. Un ejemplo. Dimitido el almirante Pita da Veiga, el presidente no encuentra sustituto en la Marina para asumir el ministerio vacante, hasta que dan con un amigo de Alfonso Osorio, momento en el que Suárez pide a su vicepresidente del Gobierno que le sondee. La respuesta del colega ministerial es antológica: «No, Adolfo, lo siento, no puedo, eso es pedirme demasiado».

Los editoriales de dos diarios representativos del franquismo sociológico, como el ABC, monárquico y en la órbita de Alfonso Armada, y el Ya,[22] propiedad de la jerarquía católica y cercano en aquel momento a la figura de Alfonso Osorio, fueron inequívocamente duros contra la decisión de legalizar el PCE. Cuando se haga público el brutal comunicado del Consejo Superior de la Defensa, enfrentándose de manera descarada al Gobierno, y se incremente la tensión en el país con la amenaza de una vuelta al pasado, los diarios españoles se unirán publicando un editorial común titulado de manera expresiva «No frustrar la esperanza». Apareció en todos los periódicos de España, el sábado 16 de abril. Sólo se negaron a reproducirlo el monárquico ABC y el ultraderechista El Alcázar. Leopoldo Calvo Sotelo, miembro del gobierno de Suárez entonces, cuenta su encuentro casual con Manuel Fraga Iribarne en el tren, la misma noche de la legalización del PCE, y las frases que el líder conservador le espetó: «Habéis contraído una grandísima responsabilidad legalizando al PCE. La Historia os pasará factura. Habéis retrocedido cuarenta años la historia de España».[23]

La retórica de Fraga Iribarne tiene su importancia y nos sitúa tanto en aquel momento histórico como en el valor táctico de la apuesta de Adolfo Suárez. Apenas un año antes, cuando Suárez era ministro del Movimiento con Arias Navarro, y Fraga lo mismo en Gobernación, don Manuel había hecho unas declaraciones al periodista Cyrus Sulzberger en The New York Times asegurando que más tarde o más temprano, algún día, habría que legalizar al PCE. Este apunte de Fraga, que se estaba trabajando el inmediato futuro, provocó un auténtico seísmo en el gobierno de Arias Navarro, y Adolfo Suárez aprovechó la oportunidad para exigir a su colega de gabinete un desmentido, porque esa idea le parecía indigna de un ministro de la Monarquía recién reinaugurada. En el algodonoso retrato de Adolfo Suárez escrito por García Abad se cita este momento, y el bueno del cronista apostilla que el ministro Suárez «juega al despiste hasta el último momento».[24]

Lo que no quieren entender los buenos y los menos buenos cronistas de este período es que Adolfo Suárez era absolutamente sincero al reprochar a su colega Fraga Iribarne, en junio de 1976, la inimaginable idea para él de legalizar al PCE; no había doblez alguna. Como tampoco la habrá cuando advierta que, políticamente, su gran momento iba a ser la legalización del PCE en abril de 1977. Estamos hablando de política, no de creencias. Y Adolfo Suárez —es una estúpida obviedad volver a repetirlo— era un político. Como lo era Manuel Fraga Iribarne, como lo era Santiago Carrillo, y como lo era el Rey.

El modo y manera de la legalización del PCE se convirtieron para Adolfo Suárez en otro jalón en su carrera política. Se puede decir hoy con absoluta seguridad que constituyó la primera decisión política que tomó solo, y también que hubo de asumir solo, porque en ese mismo momento de su autonomía como político se abrió una brecha con sus mentores; llámense éstos Torcuato Fernández Miranda, Alfonso Osorio o el propio Rey Juan Carlos. Esto es lo que hace creíble y dramático el enfrentamiento de Alfonso Armada con Adolfo Suárez en presencia de Su Majestad. Sucedió el domingo, 17 de abril, una semana después de la legalización del PCE y apenas tres días desde que, en un aparte, durante la toma de posesión del nuevo ministro de Marina, tras la dimisión de Pita da Veiga, se confabularan en sus comentarios Federico Silva Muñoz, Torcuato Fernández Miranda y el amigo financiero del Rey, Manuel Prado y Colón de Carvajal —un delincuente, según reconocieron con cierta lentitud los tribunales— y se pronunciaran las palabras mágicas que seguirían, como una maldición o un epitafio, al presidente Suárez: «La necesidad de corregir la línea de marcha».

Lo escribió Silva Muñoz rememorando el momento. Él, que había sido el candidato casi unánime a acaudillar —nunca mejor dicho— una transición, de no haber decidido Torcuato y el Rey que lo fuera Suárez. Esa «necesidad de corregir la línea de marcha» se ajustaría en muy poco tiempo a otra terminología llamada a prosperar: «necesidad de un golpe de timón». Un bordón que durará hasta el 23-F de 1981.

Torcuato Fernández Miranda tendrá noticia de que se ha producido el encuentro del presidente con Carrillo el día primero de marzo, en lugar tan insólito para recibir tal noticia —o, más bien, para cualquier noticia— como El Escorial y por boca del propio protagonista, Adolfo Suárez. Se celebraban los funerales por Alfonso XIII, cuyos restos iban a colocarse en el famoso Pudridero del monasterio, y allí estaban de riguroso luto todas las autoridades. Fue tal la indignación de Torcuato Fernández Miranda al ser informado, de pasada, por el presidente de que dos días antes se había visto con el máximo líder del comunismo español que se hizo visible para los presentes y muchos contemplaron perplejos aquella escena insólita, visible y casi audible, en la que no se sabía si sorprenderse más por el desprecio manifiesto de Adolfo Suárez o por la irritación de Torcuato.

El desencuentro entre ambos y su ruptura definitiva sucedió ante los Reyes. Fue un sábado de abril del vertiginoso 1977. Cenaban en La Zarzuela, además de Sus Majestades, los anfitriones, dos matrimonios: Adolfo Suárez y señora, y Torcuato Fernández Miranda con la suya. Como la historia se convertiría en leyenda y la leyenda corrió de boca en boca, caben imprecisiones. Pero allí se rompió lo que ataba a dos hombres amantes del poder sin recortes. Durante la cena la conversación se fue haciendo cada vez más tirante porque Torcuato insistía en los errores y Adolfo en los desprecios. Ninguna ocasión como aquélla para que mostrara Torcuato su pliego de descargos. Los desaires que había recibido desde que, ganado el referéndum, llamó al presidente y éste, por primera vez, dejó aviso de que estaba ocupado.

Hasta aquel día habían transcurrido demasiados meses de servil aquiescencia para que ahora el profesor no se sintiera vejado y burlado; esa doblez, que en ocasiones había valorado como una ventaja política en el Suárez novato, se había vuelto contra él. Ahora pagaba sus consecuencias. Cuando no habían terminado de servir el último plato, casi en los postres, entró el matrimonio Zurita. La infanta Margarita y su esposo Carlos Zurita formaban una pareja que se ha distinguido por una notable discreción. Zurita goza de singular información, y cabe decir sin exagerar que, por su no beligerancia con nadie, es una de las personas mejor informadas de los secretos de Estado. Será en este caso un testigo de excepción.

Apenas servidos los cafés, pasaron a un salón los cuatro matrimonios para ver una película. Les iban a poner Ha llegado el águila, un filme de John Sturges, un profesional del cine de Hollywood con grandes éxitos en su haber: Duelo de Titanes, Fort Bravo[25] El argumento era entretenido: un comando nazi prepara un atentado durante la guerra mundial contra el premier Winston Churchill, disfrazándose de soldados británicos. Después de desembarcar, y cuando ya está todo a punto de consumarse, un niño cae al agua y uno de los nazis emboscados lo rescata, pero se le desgarra el disfraz y enseña su uniforme de marino alemán. Tras muchas peripecias, intentan el atentado y eliminan a Churchill. Vano esfuerzo, porque los ingleses ya estaban informados y habían puesto un doble a su alcance. Ni Churchill era el verdadero sino una imitación, ni el esfuerzo de los alemanes, su capacidad para el engaño, sirvieron de nada. Hacían de protagonistas dos actores geniales, Michael Caine y Donald Sutherland.

La película la había producido la United Artists, es decir, no cabían los símbolos más allá de las coincidencias. Lo cierto es que Adolfo Suárez, apesadumbrado por la conversación en la mesa, se sentó, con cara nada risueña, a ver el filme que tan buenas aventuras prometía. Se hizo el silencio esperando que empezara a funcionar la primera bobina. Aún no se habían apagado del todo las luces del salón cuando la voz de Suárez se oyó bien clara: «¡Cómo no voy a estar agradecido a Torcuato! ¡Si yo no estuviera agradecido a Torcuato, sería un mal nacido!». Como de inmediato se apagó la luz, nadie pudo recoger las expresiones, ni los gestos, ni siquiera las muecas.

Un mes más tarde, tras percibir que tampoco en La Zarzuela se mostraban receptivos a sus reproches, Torcuato presentó su dimisión al Rey. Se la aceptaron el 23 de mayo, y como el presidente estaba metido de hoz y coz en las inminentes elecciones de junio, no le fue fácil encontrar un candidato para que presidiera las Cortes ese único mes que faltaba para las primeras elecciones democráticas. Lograron que aceptara Antonio Hernández Gil con el señuelo de nombrarle, inmediatamente después de su brevísima experiencia en la presidencia, senador real en el lote de los cuarenta y uno que podía designar el Rey. La noticia del cese de don Torcuato Fernández Miranda, capitán y timonel del primer tramo de la transición democrática, se haría pública el 1 de julio de 1977, un par de semanas después de la victoria electoral del presidente Suárez. Añadía la nota, que se le hacía concesión del Toisón de Oro y del ducado de Fernández Miranda. El viejo caimán del franquismo, de colmillo retorcido y palabra enrevesada, volvía por segunda vez a su casa —la primera fue tras la muerte de Carrero Blanco— con una carta agradeciéndole los servicios prestados y con la imperturbable actitud del vasallo antiguo: fiel y taciturno. El Estado siempre es cruel con sus padres. Es un hijo implacable.

Esa personalización absoluta del poder y de la decisión, que caracterizará a partir de ahora el modo suarista de hacer política, sorprenderá en esta primera ocasión a sus compañeros de Gabinete y se oirán reproches por esta manera de actuar, que algunos llamarían equívocamente «secretismo». Será desde entonces su imagen de marca. Legalizado el PCE, añadirá a la apuesta la fecha para las primeras elecciones democráticas en cuarenta años. Y por si fuera poco, descubrirá ya todos sus naipes asegurando que se presentará a las elecciones. El hombre que había sido escogido para llegar hasta ahí y ejercer de croupier de casino, limitándose a dar cartas, asumirá el papel de jefe, aspirante a ganar las elecciones y quedarse con el negocio. Y desde ese momento, con la convicción de que tenía talento sobrado para ganar y no deber nada a nadie. No es extraño pues que desde abril de 1977, desde el momento que el presidente Suárez rompe las reglas del juego de la transición y decide ir por libre, su figura se convierta en un objetivo a batir por los mismos que le auparon.

Desde abril de 1977 hasta su derribo, Adolfo Suárez es un animal político que lucha por su supervivencia en el poder. Y lo hará sin piedad, con todas las armas de que dispone, legales o no. Bastaría como ejemplo que, sin someter a Alfonso Armada a un implacable sistema de escuchas —telefónicas y no telefónicas—, no hubiera podido reunir las pruebas suficientes que obligaran al Rey a devolverle a los cuarteles… para seguir conspirando. Le acabó echando del palacio de la Zarzuela y de Madrid. Lo que viene luego ya es otra historia que corresponde a otro capítulo.

Pero atención al gesto, porque podríamos equivocarnos en la precisión del análisis. No es la legalización del PCE lo que convierte a Adolfo Suárez en un objetivo a batir, entre otras cosas porque luego fue reiteradamente ensalzada, donde él se había encontrado solo, y resultó que a la larga todos quisieron arañar unas migajas de gloria. Lo que convierte al presidente Suárez en un peligro para ellos es el modo y manera de hacer esa legalización, su estilo, el rompimiento de las tutelas, en plural, que había asumido en su persona y que había aceptado hasta entonces. Lo importante de abril de 1977 es que Adolfo Suárez se postula solo, desde la posición de privilegio que ellos le han concedido, porque si es presidente es por ellos y sólo por ellos, dispuesto a romper con el pasado y volar por su cuenta ante el pasmo de sus iguales y la perplejidad de sus superiores.

Legalizado todo lo legalizable, y por decisión suya —ni siquiera de la Corona y sus asesores—, asumía su papel de presidente dispuesto a ganar como fuera, aprovechándolo todo y con absoluto desprecio de las normas, que, por cierto, quedaban tan lejos en el recuerdo que hubiera resultado un detalle kitsch apelar a ellas. Sin rubor, arrogantemente, no sólo dice que él es el presidente real sino que va a presentarse a las elecciones el día que él las ha convocado, el 15 de junio. Para explicarlo y que quede claro que va a ganarlas, lo hace en Televisión Española, la única existente, y durante treinta minutos seguidos en la hora de máxima audiencia. Es un martes, 3 de mayo, y por si falta algo, ha fundado un partido, y ese mismo martes firma la formación del que sería peculiarísimo instrumento político, la UCD (Unión de Centro Democrático) coalición de intereses, ambiciones y vanidades, porque partidos, lo que se dice partidos, apenas existía entre ellos algo que se le pareciera. El que quiera se apunta, pero está reservado el derecho de admisión. El dueño del establecimiento se ocupa de ello. La expresión acuñada de «los rabanitos» —rojos por fuera, blancos por dentro, y siempre junto a la mantequilla— no sólo englobará a la oposición moderada, sino a toda la oposición; tibios socialdemócratas y opositores del Movimiento Nacional, todos serán «rabanitos»: por mucho desprecio que sintieran por Suárez, él era el presidente y todos iban a lo mismo. Joaquín Garrigues Walker, liberal; Francisco Fernández Ordóñez, socialdemócrata, y Fernando Álvarez de Miranda, democristiano, se sumarían al Partido del Presidente. O Suárez o nada. En unos meses había conseguido desbancar a cualquier competidor. Para entenderlo es necesario explicar cómo se construyó el Partido del Presidente, la Unión de Centro Democrático.

Las primeras iniciativas para la creación de un Partido del Presidente surgen exactamente al comienzo de la transición, con la muerte de Franco que, como es sabido, era alérgico incluso a la palabra «partido». Las clientelas políticas son mucho más fieles y entusiastas cuando las acunan los poderes del Estado, por eso entre las primeras tareas del nuevo presidente Suárez en el verano de 1976 no se descuidó la creación de un Partido del Presidente, misión que llevaría a cabo Alfonso Osorio, ministro de la Presidencia, que gozaba de mayor conocimiento del personal político susceptible de sumarse a la operación. Tan ayunos estaban de precedentes, que hubieron de apelar a los colaboradores de Carlos Arias Navarro, quien, siendo el primer presidente del posfranquismo, había promovido un Partido del Presidente, en la confianza —decir ingenuidad sería un exceso en tal personaje— de que iba a seguir lo suficiente en el cargo como para afrontar algo parecido a unas elecciones.

El primero que escribió sobre «el Partido del Presidente» fue un oscuro colaborador del presidente Arias Navarro, Antonio Carro, que llegó a publicar en ABC un artículo con dicho título, sentando las bases y los objetivos de tal idea. El cerebro de la inspiración era otro colaborador de Arias Navarro, su secretario técnico Luis Jáudenes, un hombre conservador y fiel a sus antiguos superiores, que rechazó la oferta de Suárez y Osorio, porque tenía a esta pareja en muy mal concepto, y muy especialmente cuando le explicó Adolfo en persona cuál debía ser su cometido: formar un partido para presentarse a las elecciones y ganarlas. Así de fácil lo pintaba ya en julio de 1976, apenas dos semanas después de su nombramiento como presidente. El ofrecimiento a Jáudenes estaba tan elaborado en la cabeza de los dos programadores, que le aseguraban la presidencia del Banco de Crédito Industrial para que así tuviera cubiertas las espaldas económicas y se dedicara plenamente a la organización del partido.

El rechazo por parte de Jáudenes de la golosa oferta no desanimó al tándem Suárez-Osorio, que el 30 de agosto celebraron una reunión en Madrid, desarrollando otra vía para la formación de ese gran partido, la de concentrar a los diferentes grupos de las corrientes democristianas conservadoras. Asistieron cinco ministros del gabinete de Suárez —Osorio, Oreja, Lavilla, Reguera y De la Mata— y varios dirigentes políticos, de los aledaños del poder, como Fernando Álvarez de Miranda, José Luis Álvarez, Juan Antonio Ortega y Díaz Hambrona, José Pedro Pérez Llorca, Alberto Monreal Luque y José Manuel Mellado. Silva Muñoz, que estaba invitado, alegó diversos motivos para excusar su asistencia.

Se trataba de dirigentes de segunda fila entonces, y estaban adscritos a grupos con una vida lánguida, como el Partido Popular o la Unión Democrática Española, que así se llamaban unos grupúsculos de notables vinculados a la democracia cristiana más conservadora. Fuera quedaba la facción del veterano José María Gil Robles, que a la sazón ejercía de pontífice político desde las páginas del recién nacido diario El País —quizá fuera su colaborador más asiduo—. Por parte de Suárez, que enviaba por delante a Osorio para no comprometerse, no había otro interés que el de abonar el terreno e ir seleccionando el primer bloque organizativo, que serviría de levadura para el futuro electoral. Además, con estas gestiones se tanteaba la disponibilidad de algunos elementos y se facilitaba el estrangulamiento de otros proyectos que a la larga podían debilitar ese gran partido gubernamental.

La presidencia del Gobierno siempre ha tenido excelentes fuentes de información, y más tratándose de hombres tan atentos como Adolfo Suárez y Alfonso Osorio. La reunión con los democristianos del 30 de agosto en Madrid parecía la consecuencia lógica de un discreto almuerzo celebrado en el Hostal de los Reyes Católicos, en Santiago de Compostela, al que habían asistido Fraga Iribarne, Pío Cabanillas, José María de Areilza, Gabriel Cañadas y el político catalán monárquico Antonio de Senillosa. A diferencia del menú, el tema fue único: formar un gran partido que abarcara el espectro social considerado como centro-derecha.

Los cinco políticos se sintieron muy optimistas ante el futuro político, especialmente el suyo, porque consideraban que el Gobierno carecía de figuras de relieve que dieran seguridad a las desorientadas clases sociales, que estaban pasando de la dictadura a la democracia atenuada sin apenas darse cuenta. Su negativa a sumarse a la operación «Presidente Suárez» les daba fuerza y les colocaba obligatoriamente en el egregio plano de oposición de Su Majestad. ¿Cómo un Suárez González, un Osorio García o un Lavilla Alsina, Landelino, podían dar seguridades políticas a la temerosísima derecha española? Los tres pesos pesados —Fraga, Areilza y Cabanillas— estaban de acuerdo en los rasgos dominantes del partido.

La reunión de Santiago de Compostela transcurrió llena de ánimos y sin reservas; parecía que habían echado a un lado sus históricas divergencias y se aprestaban a colaborar juntos, como si el poder estuviera al alcance de la mano. Se despidieron hasta después de las vacaciones de verano, concertando una nueva entrevista para el mes de septiembre en Madrid.

Las dos iniciativas estaban en marcha. La gubernamental se movía con dificultad y se dedicaba preferentemente a contactar con las segundas filas, y la otra, por todo lo grande, se henchía de adhesiones incondicionales. La fotografía política de aquel verano del 76 daba dos imágenes muy diferenciadas: los jóvenes ministros ponían gesto de sorpresa y timidez mientras avizoraban a sus colegas de la gran derecha, orondos y seguros de sí mismos, con amplia experiencia política y dotes de mando puestas sobre la mesa en más de una ocasión. Nadie sospechaba que un mes más tarde la fotografía, como en un espejo, se volvería al revés y las imágenes se intercambiarían.

El 13 de septiembre de 1976, apenas treinta días después de la entrevista de Santiago de Compostela, se sentaban en el restaurante El Bodegón, en la madrileña calle del Pinar, a escasos metros de la antigua Residencia de Estudiantes, los tres mandarines del gran partido: Manuel Fraga, José María Areilza y Pío Cabanillas. Sin testigos ni adláteres, solos con sus irresistibles personalidades, sus múltiples intereses y sus vanidades ilimitadas. Fraga no es hombre que tome aperitivos, va al grano, directamente al menú, por eso sorprendió a sus colegas con el jerez en el aire. Había decidido constituir un partido que se llamara Alianza Popular, y que agrupara a toda la derecha franquista, llevándolos, dijo sin pestañear y sin más interrupciones que las obligadas para respirar, a posiciones democráticas.

Ya se puede decir, continuó, que los seis líderes más importantes del viejo Régimen estaban de acuerdo con él: Laureano López Rodó, Gonzalo Fernández de la Mora, Licinio de la Fuente, Federico Silva Muñoz, Cruz Martínez Esteruelas y Enrique Thomas de Carranza. Todos ellos ex ministros de Franco, salvo Thomas de Carranza, que sólo llegó a subsecretario. Ni Areilza ni Pío recordaban el menú de ese día porque la sorpresa fue tan mayúscula que ninguno de los dos atinó a decir palabra. Tampoco es que pudieran, porque don Manuel sacó de su cartera dos ejemplares de estatutos del nuevo partido, les pidió que los estudiaran y les conminó a darle rápidamente una respuesta para contar con ellos o no. Por último, intentó convencerles de que el modelo político de Alianza Popular no podía ser otro que el Partido Conservador británico.

Hombre de ideas fijas y decisiones repentinas, buen analista de los hechos cuando éstos han sucedido, y seductor donjuán de las derechas montaraces de España, que primero embisten y luego reflexionan, Fraga Iribarne rompió el frente de la derecha antisuarista. El 10 de octubre se presentó al público Alianza Popular, por más que sería conocida como «los siete magníficos»: Fraga, López Rodó, De la Mora, Licinio, Silva Muñoz, Esteruelas y Thomas de Carranza. Gracias a ellos recibió Suárez un hermoso ramo de flores que no había previsto y se dispuso a ir colocándolo, flor a flor, a quien le diera la gana. En expresión que pido prestada a un líder de la derecha, Adolfo Suárez a partir de este momento puso en el camino un autobús con un cartel al frente que decía «Plazas limitadas», e hizo subir de uno en uno a quienes desearan ganar las mieles del triunfo, el empalagoso aroma del poder. Inopinadamente las cosas se le ponían fáciles. Por propia voluntad, sin esfuerzo alguno, se retiraba de la contienda por la hegemonía un competidor a quien todos garantizaban un gran futuro, Manuel Fraga Iribarne. Sólo le quedaba conseguir otro tanto con Areilza, pues Pío Cabanillas podía llegar a ser un adversario, pero a tan largo plazo que de momento no merecía la pena más que neutralizarle.

El 23 de octubre, Pío Cabanillas y José María de Areilza deciden crear el Partido Popular, previas gestiones con los jóvenes democristianos conservadores, conocidos por «Tácitos», que habían registrado ya el nombre de «Partido Popular». El partido nacía más por una necesidad evidente de los grupos que presionaban sobre los líderes que por la expresa voluntad de los dos dirigentes; la carrera electoral se había abierto, y frente a una izquierda con tradición histórica, la derecha tenía una lógica mala conciencia que debía capitalizar un partido como el Popular. Pío y Areilza no coincidían en la táctica a seguir; mientras Areilza sostenía la independencia respecto al gobierno Suárez, Cabanillas creía que la posición más lucrativa políticamente no era otra que apoyarle.

Los dos, sin embargo, se lanzan a una tanda de gestiones, intentando adelantarse al inminente Partido del Presidente, agrupando en su entorno a diversas fuerzas que necesitaban un regazo en el que acoger a sus modestas huestes. En este aspecto, el mes de febrero de 1977 fue decisivo. En los primeros días se celebró el congreso del Partido Popular y poco después empezó a tomar cuerpo la gran coalición, que titularon Centro Democrático como consecuencia de que Alianza Popular monopolizaba la derecha clásica.

El congreso del Partido Popular no significó otra cosa que su aparición en escena. En un país donde la derecha había usufructuado el poder durante varias décadas y en el que se hacía innecesaria su presentación, porque sólo con encender el televisor ya se tenía una patente imagen, la presentación del Partido Popular suscitó interés.[26] Unos señores que decían no tener nada, o casi nada, con el Gobierno, convocaban a la derecha a unas elecciones democráticas con un programa civilizado. Evidentemente fue plato obligado para la prensa y los medios de comunicación; sin embargo, el congreso de por sí no tendría ningún lugar en la historia si no representara un paso importante en el proceso de marginación política de José María de Areilza.

Si los congresistas creyeron al entrar en la sala que su partido era independiente del Gobierno, nadie con algo de conocimiento político podría dudar, al salir, que no era así. Areilza contaba entre sus limitaciones la inseguridad y el miedo; en este aspecto era un genuino representante de esa derecha tan ambiciosa en proyectos como limitada en realizaciones. Incapaz también de entender los engranajes partidarios; como si hubieran nacido para mandar, pero en una época anterior a las urnas. Cuando quiso darse cuenta, su persona estaba derrotada en la marcha a la presidencia del partido. Le quedaba la opción de pelear, pero un hombre temeroso e inseguro no combate más que cuando tiene todas las de ganar, es decir, cuando es innecesario. Así ocurrió.

El ministro de Justicia, Landelino Lavilla, conspiró a modo y con éxitos palpables. Era la figura política de la corriente democristiana en el seno del gobierno Suárez, y esto le daba mayor capacidad de influir entre los miembros de esa corriente en el Partido Popular. El 6 de noviembre terminó el congreso y se eligió el equipo directivo del partido, apareciendo en la presidencia Pío Cabanillas, y luego dos vicepresidencias, una para Emilio Attard y otra para Areilza. De secretario general pusieron a un democristiano muy conservador, José Luis Álvarez, y de secretarios para Asuntos Políticos y de Coordinación, dos conversos al suarismo: Ortega Díaz Ambrona y José Pedro Pérez Llorca. Areilza acababa no sólo de ser descabezado en sus ambiciones, sino que le encajonaban entre convictos del entendimiento con el Gobierno.

Días más tarde se formaba la gran coalición entre los diferentes grupos: el Partido Popular, los «Tácito», Unión Democrática Española, los demócratas de Joaquín Garrigues, los más demócratas aún de Ignacio Camuñas, los socialdemócratas de Francisco Fernández Ordóñez y hasta los liberales de Luis Larroque. Un puzzle, casi una armata brancaleone, que dirían en Italia, especialmente ideada para que un capitán audaz les dirigiera, porque entre los directivos de los grupos, entonces, todos se consolaban con el papel de número dos. Del trato preferente con el Gobierno había tres ministros que se ocuparían de todos los detalles: Osorio, Lavilla y Calvo Sotelo. Estamos en marzo, no lo olvidemos, y son tres porque no se ha pasado aún el rubicón de abril, con la legalización del PCE y el presidente asumiendo la autoridad plena. Será muy importante en este momento el papel de artillero mayor de un periodista, Abel Hernández, bien pertrechado de información y de dinero, que como fiel servidor de La Moncloa y del presidente Suárez, ofició desde el vespertino madrileño Informaciones,[27] reproduciendo —con un descaro poco común en la profesión periodística de la transición— las opiniones oficiales y sembrando la desconfianza entre aquellos dirigentes de panda colegial. Nos volveremos a encontrar con Abel Hernández muchos años más adelante, porque será la más fiel y sumisa de las plumas suaristas, hasta el final.

El 19 de marzo, día de San José, tuvo lugar una cena importante en casa del democristiano José Luis Ruiz Navarro, poco conocido fuera de los círculos avisados. La vida política del país, desde que en los años finales del franquismo se inventaron las «cenas políticas», pasaba por la gastronomía. Es cierto que hay ilustres precedentes en el siglo XIX, pero en aquellos meses anteriores a las elecciones de junio la comida iba estrechamente ligada a los partidos. Se estaba fortaleciendo el axioma de que sin comida no había clientela política. La cena en casa de Ruiz Navarro hubiera pasado desapercibida, aunque entre los invitados había gente tan principal como Calvo Sotelo, Álvarez de Miranda, Lavilla o Pío Cabanillas, sin la intervención, a todas luces premeditada, del ministro de la Presidencia, Alfonso Osorio, quien se despachó a gusto contra Areilza, planteando cesarianamente el dilema: o echáis al conde de Motrico —siempre que a Areilza se le llamaba por su título consorte es que la cosa iba de malas—, o no contéis con el Gobierno para las próximas elecciones.

La amenaza surtió efecto. Después de la cena todo el mundo descolgó los teléfonos para transmitir la noticia. La cabeza de Areilza se había convertido en la del Bautista, y nadie estaba dispuesto a defenderla. ¿A cuento de qué? ¿Acaso él no habría hecho lo mismo? ¡No tenía cadáveres políticos en su larga ruta, don José María de Areilza, conde de Motrico! Quien de verdad mandaba —es decir, el Gobierno, es decir, el presidente Suárez— ponía sus condiciones y hubieron de aceptarlas. Así se hacía un partido si se quería ganar, porque sólo se podía ganar convirtiéndose en el Partido del Presidente. ¿Podían atreverse a ir por libre? Cuando lo intenten, unos años más tarde, morderán el polvo de la más patética derrota. En el fondo, restaurante arriba restaurante abajo, la verdad indiscutible es que igual que no se puede crear una clase social en un año, tampoco se puede hacer un partido sólido en seis meses. Todo pertenece al mismo lote.

Cuentan que Areilza, quizá por inconsciencia quizá por vanidad, sugirió que si se pedía su cabeza, lo mejor sería negociarla al más alto precio, y así se lo hizo saber a los emisarios que le convocaron para darle la mala nueva. Ocurrió una vez más en otro restaurante, en este caso el Ondarreta, y estaban presentes para dorarle la píldora a la víctima propiciatoria Pío Cabanillas, José Luis Álvarez y Ruiz Navarro. Faltaban apenas tres meses para las elecciones, y el Centro Democrático, o más concretamente su Partido Popular, auténtico motor de ese Centro en formación, debía exigir una altísima compensación. Con una ingenuidad incomprensible en un hombre de edad y de lecturas, suponía que los presentes, indignados ante el enunciado de tal infamia al honor y a la ética política, gritarían emocionados: «¡Eso jamás, señor conde! ¡No negociaremos con su cabeza!». El primero en hablar fue José Luis Álvarez, acendrado conservador y democristiano, que no tardaría en ser ministro del presidente Suárez, quien dijo ante los presentes, textualmente, que la propuesta de Areilza le parecía de perlas. El conde fuera y ellos dentro.

Nadie que no fuera el interesado sabía a ciencia cierta si Areilza se llevó la cabeza puesta o si la dejó sobre alguna bandeja del Ondarreta, pero lo que todo el mundo sí sabía es que en la pública subasta su nombre no tenía ya casi ni puja, pasaba al stock de la casa que debía ofrecerse a los clientes en ocasión más lejana. Por eso se quedó estupefacto cuando, rozando la medianoche, le llamaron para comunicarle que el presidente Suárez le recibiría, a él y a Pío Cabanillas, al día siguiente.

A las once de la mañana del martes, 22 de marzo, cruzaron Areilza y Cabanillas la puerta del palacio de la Moncloa. La hechura del edificio y hasta cierta cursilería de sus jardines le dan un aire a escenario de Lo que el viento se llevó, antes de que la Confederación declarase la guerra. Si los colores estuviesen mejor compuestos, tendría un aspecto de mansión de hacendado sureño; los muebles son caros, es todo lo que se puede decir de ellos. El presidente los recibió con esa amabilidad antigua, entrañable, de persona que necesita ver reír abriendo bien los belfos, como si fuera a tasar la edad de los caballos que tiene enfrente. Nada más abrazarles, se dirigió a Areilza señalándole que estaba enormemente disgustado por algo que Landelino Lavilla le había contado y él quería repetirle. Al parecer, Osorio pronunció palabras descabelladas en casa de Ruiz Navarro, palabras injustas hacia Areilza, enfrentándoles sin ningún sentido a él y al conde. «Me pidió [Osorio] excusas, y te aseguro, José María, que te las dará a ti si quieres». Y terminó su sentida introducción con un apunte: «No es bueno que tú [Areilza] y yo aparezcamos luchando por el poder». Con voz templada, cálida, como si fuera un susurro, añadió: «Tienes más méritos que yo para ser jefe del Gobierno».

Después del primer acto, en el que siempre se expone la trama, en las obras clásicas viene un segundo en el que se complica el argumento. Refiriéndose tanto a Cabanillas como a Areilza, les señaló que no convenía dar mítines por provincias —el Partido Popular había llevado a cabo algunos en Levante— porque deterioraban la imagen de los dirigentes. Dando a su voz un tono armonioso, amigable, sin dejar de ser inquietante, advirtió del carácter brutal que iba a tener la campaña electoral, con dossieres personales sobre los adversarios. Y mirando fijamente a Areilza le espetó: «No te conviene presentarte». Pasó luego a reflexionar en voz alta sobre el Centro Democrático y propuso que los hombres ideales para organizarlo y convertirlo en el gran partido del Gobierno eran Manuel Ortiz, Mayor Zaragoza y Salazar Simpson, «que tiene una cadena de gasolineras», añadió como dato favorable, quizá apuntando a la capacidad energética de quien llegaría a importantes cargos en la seguridad del Estado.

Cuando todo estuviera organizado y bien trabado, el Centro Democrático «me pedirá ponerme a la cabeza y volcar mi popularidad para ayudarles». Citó a Rafael Ansón y Manuel Ortiz como los expertos que le garantizaban la probidad de los sondeos: los hombres del presidente arrollarían. «Los banqueros están esperando mi decisión para volcarse en el grupo que yo apoye», argumento sólido ante aquellos dos líderes con el riñón cubierto y, por tanto, buenos sabedores del peso de la bolsa. A partir de su incorporación al Centro Democrático quería un partido sin fisuras, «un bloque dirigido por mí». Y dándole a su voz un aire cariñoso, de viejos conocidos de parranda y naipe, les sugirió lo conveniente de que siguieran los dos en el Centro, porque así, mientras ellos estén en las Cámaras, «otros podremos dedicarnos a gobernar el país».

El tercer acto, desde que la comedia neoclásica marcó los cánones, debe entrañar el desenlace, siempre claro y paladino, comprensible tanto para el criado como para el señor. Les preguntó entonces por dónde iban a presentarse. Cabanillas, molesto, desgranó tres palabras: «Yo, por Orense». «No hay problema», apostilló el presidente. «Yo, por Madrid», deletreó Areilza como quien dispara sin pólvora. El presidente no perdió la sonrisa, pero afirmó rotundo: «Vas a perder». Cuarenta y ocho horas más tarde, Areilza tiraba la toalla; no se presentaba a las elecciones del 15 de junio.[28]

La noche del 3 de mayo, el presidente Suárez anunciaba por TVE su presentación como candidato a las elecciones, rompiendo un suspense ridículo, que le permitió gozar de gran capacidad de maniobra. «Pienso que no debo dimitir —dijo en su intervención televisiva, que duró media hora—; concurro sin privilegio alguno de organización, sin apoyo de los órganos de gobierno, y, por supuesto, sin ningún apoyo de la Corona». El cinismo de esta declaración, que más de uno justificó en aras de la campaña electoral, no podía ocultar que el conglomerado de partidos, grupos y partidetes sobre el que se asentaba no tenía otra ambición que la de los soportales del Estado. Innumerables pruebas de la colusión entre el Estado, el Gobierno y la Unión de Centro Democrático (UCD) fueron suministradas a lo largo de la campaña, con deslices tan abrumadores como el del secretario de Estado para la Información, Manuel Ortiz, que llegó a pagar la propaganda de UCD con el sello de su departamento.

Ya se cerraba el plazo para la constitución de coaliciones electorales cuando se presentó la de Unión de Centro Democrático. Casi fueron encabalgadas esta presentación y el anuncio de la comparecencia electoral del presidente. Era lógico que así fuera; tanto Adolfo Suárez como la UCD partían con el mismo objetivo de perdurar en el Gobierno y de borrar las huellas del pasado. Se cerraba de este modo el ciclo abierto por el propio presidente Suárez en su presentación hacía ahora casi un año: «El Gobierno que voy a presidir no representa opciones de partido, sino que se constituye en gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos». Como suele ocurrir con los gestores avispados, en cuanto pueden se quedan con el negocio.

Hasta el último momento mantuvo la tensión para sacar provecho de ella y volcar, como ya había dicho en otra ocasión, su prestigio sobre la coalición de partidos. Ni por un momento tuvo dudas, desde que se anunció en sociedad como «gestor» del «juego político abierto a todos», de que al final se presentaría a las elecciones. Había confundido a más de uno de sus colaboradores, porque la situación no estaba madura. Ahora que en menos de un año se había convertido en el adalid de la democracia y eje por el que pasaban todos los caminos, a la derecha y a la izquierda, podía bajar del cielo del poder y encabezar el futuro. De haber explicitado sus intenciones desde el primer momento, novato, sin carisma alguno, con un pasado gris azulado, hubiera tenido que pedir favores, incluso suplicando, como le había ocurrido en varios jalones de su vida política con Fernández Miranda, con el Rey o con Herrero Tejedor, su conseguidor del tardofranquismo. Lo primero que hubiera escuchado entonces era un «¿qué se había creído?». Para volar tan alto, para seguir, había que romper con el esquema que los demás se habían hecho de él. Creían que su ciclo llegaba hasta ahí y él iba a demostrarles que no. Ahora ya era «el presidente que había traído la democracia», y su peso, aunque él mismo lo sobrevalorara, no era moco de pavo. En menos de un año, del túnel a las urnas, y todos legalizados, hasta los comunistas.

En el magma que se daba en llamar Unión de Centro Democrático lo tenía todo, había un surtido completo. Como a él le gustaba: todos detrás del Gobierno. ¿Acaso hay algo que una más que el poder? Ya llegaría el momento de descubrir los límites de ese principio. De momento tenía a su servicio un surtido completo. Desde el Partido Demócrata Cristiano de Álvarez de Miranda, hasta el Partido Gallego Independiente del opusdeísta Meilán Gil, pasando por los progresistas liberales de García Madariaga; los socialdemócratas de Fernández Ordóñez; el Partido Popular de Cabanillas, depurado de excrecencias; los socialdemócratas independientes de Casado, probablemente formado por su familia y demás colegas de trabajo; los socialliberales andaluces de Clavero Arévalo; los regionalistas de Murcia, acaudillados por Pérez Crespo; los canarios, por Olarte; y los extremeños, por Sánchez de León. Lo importante era no tener a su derecha más adversario que los viejos franquistas de Alianza Popular, y que los candidatos de su partido o coalición, daba lo mismo, formaran una piña alrededor de su figura.

La única incógnita, el pequeño nubarrón que afeaba su horizonte de futuro, apenas un lunar, era José María de Areilza. Para el monarca, incluso para Fernández Miranda, para las fuerzas vivas, podía ser el hombre de esta nueva e imprevisible ocasión que se abriría tras la incógnita electoral de junio. Los hombres como Adolfo, un intuitivo de la ambición, bastaba que pudiera ser una opción, o una tentación, o un guiño, bastaba eso para contemplarlo como una amenaza. ¿Qué pasaba en el fuero interno de Adolfo Suárez para que durante estos meses previos a junio tuviera como asunto prioritario cegarle toda posibilidad a Areilza? Hoy parece una desmesura, porque el conde consorte de Motrico, por más que llevara una carrera política siempre plena de esperanzas y posibilidades de alcanzar cimas políticas, estaba ayuno de ese impulso final que se exige para llegar a la cúspide. Pero la política tiene golpes de teatro, milagros laicos; Suárez había vivido en buena parte apegado a ellos. Cuando uno es frágil no hay enemigo inocuo. En aras de la sinceridad, podríamos escribir sin exagerar un ápice: para la clase política que formó y conoció Adolfo Suárez en su lento ascenso, escalón a escalón, Areilza simulaba un águila. A él se debe que acabara en ave gallinácea. Lo flanqueó hasta la humillación, sin piedad. La piedad en política, todo hay que decirlo, es un lujo en ocasiones costosísimo.

El presidente llamó a Areilza el 7 de mayo, a las dos y media de la tarde, para preguntarle si se iba a presentar a las elecciones. Al responderle éste que no, le animó a hacerlo como senador por Madrid, tentando la ambición del conde de Motrico con sugerencias de presidir el Senado. Había aún algunas horas de margen y el asunto quedó en ser tratado más adelante. Entre las ofertas variadas, como en unas rebajas de grandes almacenes, Suárez le propuso encabezar la lista de diputados por Barcelona.

La tarde del 7 de mayo transcurrió para Areilza algo sobresaltada después de la inesperada comunicación del presidente, llena de regalos que ofrecer, como un Papá Noel electoral. No habían pasado un par de horas cuando su hijo Miguel le comunicaba desde Guipúzcoa que había sido eliminado del puesto número tres de la lista provincial de UCD por sugerencia de Madrid. El asunto le chocó, pero a las cinco en punto de la tarde, con un alto grado de excitación, Antonio de Senillosa, el hombre de Areilza en Cataluña, le contaba por teléfono que un tal Espinet, ex director general de Urbanismo, le había informado que, siguiendo instrucciones del Gobierno Civil de Barcelona, le pedía que se retirara voluntariamente de la candidatura, para evitar echarle. Como Senillosa exigiera una explicación, se la dieron: estaba considerado un «insumiso», «amigo personal de Areilza». Si se portaba bien, podían colocarle en el Senado.

La audacia de Areilza nunca fue excesiva, y se jactó siempre de ser calculador y realista. Anonadado por lo contradictorio de las llamadas en aquel revuelto día de mayo, se lo pensó mucho antes de ponerse en contacto de nuevo con el presidente. No entendía que mientras Adolfo le convocaba a sumarse en Madrid, expulsaran a sus hombres de otras candidaturas… a menos que el ofrecimiento que se le hacía no fuera más que una añagaza para apartarle de una manera definitiva. Cuando el presidente Suárez se puso al teléfono se negó a creerlo: «No es posible que el Gobierno Civil de Barcelona dé esas instrucciones… Me enteraré y te llamo inmediatamente». La siguiente vez que Areilza logró hablar con el presidente fue a final de año, para felicitarle las Pascuas.

Las elecciones del 15 de junio se presentaban ante los ojos del presidente Suárez como un sueño: iba a ser presidente gracias al voto popular. O Suárez o nada. En unos meses había desbancado a cualquier competidor susceptible de disputarle el triunfo, y lo había hecho sin pedir permiso a ninguno de sus antiguos protectores. La garantía de futuro de la España democrática era él. En menos de un año no sólo se había hecho demócrata sino también un líder. Fue entonces, en su última intervención en TVE, vísperas de la jornada electoral, cuando pronunció por primera vez su fórmula mágica: «Puedo prometer y prometo…».