TREINTA Y NUEVE

Joaquim anunció su llegada tocando el claxon, algunas veces era como un niño. La verdad es que todos los hombres lo somos un poco. Noelia le había pedido que acompañase a los posibles compradores del taller, que venían desde la ciudad, para asegurarse de que encontraran el camino. Se encargaba de ese tipo de cosas, como abogado de la familia, cuando Artur vivía. Las chicas estaban en la terraza tomando el almuerzo. Así que ofrecieron un café a los invitados que no fue aceptado salvo por Joaquim. Eran una pareja de unos cuarenta años. Ella llevaba una melena con mechas rubias estupenda que tropezaba con unos ojos marrones y unas cejas oscuras. Él rozaba la perfección, si entendemos que ello es ser un tío serio, aburrido y guapo, si no, él simplemente era un capullo. Se dirigieron todos hacia el taller. Enda iba delante hablando con ellos y Noelia y Joaquim iban un poco más atrás.

—Si dejas escapar a Enda Berger, acabarás con una tía como ésa —le dijo Noelia.

Joaquim hizo como si no hubiese oído nada.

—Bueno, ésta es la casa que vendo —dijo Enda—. No es muy grande pero tiene un altillo. Es suficiente para pasar el verano. Está justo enfrente de la playa y por la noche se oye el mar como si estuvieses durmiendo a la deriva.

Ellos no parecían escucharla demasiado y apenas hicieron caso de la casa salvo para asomar la cabeza y decidir no entrar porque estaba llena de polvo. Lo próximo fue que él le ofreció un cigarrillo a Joaquim. Claro, los tíos con los tíos, debía de pensar aquel imbécil. Joaquim no lo aceptó, se tomaba el asunto como si en efecto estuviese trabajando.

La pareja se fue alejando del resto, disimuladamente. Enda, Noelia y Joaquim les miraban desde lo lejos. Él parecía que estuviese haciendo cálculos y ella no paraba de hablar. Al final se acercaron de nuevo. De camino, él tiró la colilla a la arena tan tranquilo.

—Bien, nos la quedamos —dijo ella.

Aquello sonó bastante mal.

—¿No queréis que comentemos el precio primero? —preguntó Enda.

—Ya nos lo dijo Noelia por teléfono y nos parece bien, pero si quieres bajar…

—No, no… —miró a Noelia.

—Bien —intervino él ahora—. Pues si todo está conforme, podemos ir a tomar una copa para celebrarlo. Si nos metemos caña con la obra, el verano que viene igual somos vecinos.

Y soltó una carcajada nada halagüeña.

—¿Obra? —preguntó Noelia—. No podéis tocar las paredes maestras, tan sólo reformar el interior, esto es un paraje protegido.

Ellos la miraron como si fuese de color verde.

—No hay problema con eso —dijo él—, mi padre está harto de construir apartamentos en zonas donde no se podía y no pasa nada. Se cambia la ley y punto.

Y comenzó a reír de nuevo. Parecía que aquello debía entenderse como una broma. O quizá no.

—Joaquim —dijo Noelia en un tono muy serio—. Llévate a esta gente de aquí.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—La casa ya no está en venta. Además, no es una casa, es un taller de bicicletas.

Se dio media vuelta y se marchó no sin antes coger del brazo a Enda y llevársela con ella.

—¿No está en venta? ¿No está en venta? —repetía la irlandesa—. ¿Cómo que no está en venta? Es mía y yo la vendo.

—Si de verdad quieres hacerlo, te la compraré yo. Pero no quiero tener por vecinos a unos pijos que vengan a destrozar la poca costa que las urbanizaciones todavía no han conseguido echar a perder.

—Sólo por curiosidad —dijo Enda Berger—, ¿cuánto dinero les pediste?

—No lo sabrás nunca. Mucho dinero.