La brisa marina se colaba por las ventanas y hacía moverse las cortinas como velas de navío. La noche, tras la tormenta, se esperaba fresca. Y aquel mes de agosto coleteaba sus últimos días como la sardina lo hace en las cajas de la lonja antes de ser vendida. Enda Berger se arreglaba con la ilusión de una adolescente. Siempre es lo mismo, no importa lo mayores que seamos o el número de veces que nos hayan destrozado el corazón; ante un nuevo romance, nos comportamos como si toda nuestra vida tuviésemos trece años. Eso es lo bueno, el tiempo se ceba en nuestra piel, nuestros órganos más vitales ceden ante la oxidación y la máquina perfecta que somos comienza a estropearse de forma también perfecta. Pero nuestro corazón no. Nuestro corazón puede latir con más dificultad, o incluso perder el ritmo de la canción que somos, pero nunca pierde la facultad de interpretar una mirada, desgranar una sonrisa o hacer lectura de un roce fortuito. Así que Enda volvía a estar en octavo curso, cuando Owen Clay le escribía mensajes anónimos que ella encontraba entre sus libros y sus cosas del pupitre. El día que le dijo que sospechaba de él se acabaron las declaraciones de amor. Ahora eso no iba a ocurrir. Joaquim no iba a escribirle, por desgracia, mensajes de amor y a dejarlos entre sus cosas. Pero la emoción era la misma. Cogió con las dos manos su melena rubia, donde anidaba ya alguna cana escondida, y le dio una vuelta antes de anudarla en la coronilla de su cabeza. Sus ojos gritaban un azul tan claro como el mar que dormía a escasos cincuenta metros de allí. Abrió su estuche de make up y se pintó la línea de los ojos, se dio un poco de color en los pómulos y frotó un carmín cálido contra sus labios. Se envolvió en un traje negro, se subió a unos tacones y se echó una cazadora vaquera por encima. Decididamente, aquella chica no era de por allí. Joaquim no bajó del coche. Evitó el vergonzoso trago de sentir el silencio de las miradas de Noelia y Efe sobre su nuca. Tocó el claxon y esperó fuera, en el camino.
—Hola —dijo Enda como si hubiese dejado salir una gota de un dosificador.
La cena siguió un curso tranquilo. Como los ríos viejos de la zona mediterránea, cuyos caudales apenas llegan a ser el eco de lo que fueron en épocas glaciares. Miquel, el propietario del local, que bien conocía ya a Joaquim de años de verle por allí con Artur, se ocupó de que no les faltase de nada. Es un poco arriesgado tomar tapas al tuntún con una irlandesa. Generalmente, no probará la mitad de cosas si sabe lo que son. Por eso, Joaquim simplemente respondía pescado o carne, cuando Enda le preguntaba por lo que se iba a meter en la boca. Aquella misma boca que Joaquim no perdía de vista.
—¿Qué pasó entre vosotros? ¿Por qué no te pudo olvidar?
—No lo sé. No sé qué pasó. Me abandonó, se fue.
Estaban ya tomando un café y unos licores, el local estaba a punto de cerrar.
—Prefiero no hablar de eso. Vamos a tu casa. Sácame unas horas de todo este embrollo en el que estoy metida. No entiendo qué hago aquí, la verdad, pero algo me retiene, y no es la venta de ese maldito taller. —Se detuvo un momento antes de añadir—: Es Artur.
El abogado supo entonces que había llegado la hora de salir de allí o la velada se convertiría en un homenaje a su amigo. Y no había conducido hasta allí para eso. Junto a ellos, en la pared, una de las fotografías en las que aparecía Artur lo mostraba sentado a la mesa sin camisa en lo que debía de ser una partida de guiñote. Fumaba un caliqueño y sostenía una copa de coñac en la otra mano. Sonreía como lo hace quien tiene la baza ganadora.