Enda Font todavía tenía las pupilas dilatadas cuando, ya purificada por la ducha, su madre le esparcía, con más cuidado que cariño, la crema aftersun por el cuerpo. El pelo mojado y recién peinado le caía a plomo frente a los ojos mientras embriagaba aquel lamentable escenario de un aroma a champú de lavanda. Enda Berger no se atrevía a acercarse. No tenía derecho a ligarse de por vida a aquel momento. Las miraba desde lo lejos sentada en una hamaca con las rodillas flexionadas y los pies apoyados en el asiento. El miedo inicial a la desgracia más terrible levantó el vuelo tras encontrar aquella pobre versión de Enda Efe, viva, caminando a trompicones por la cuneta. Y la segunda posible desgracia mayor también se evaporó como el eco de las morsas persiguiendo el invierno por aguas frías cuando Noelia le preguntó directamente y sin tapujos.
—¿Te han violado?
—No he hecho nada que no quisiese, mamá, ése es el problema, que soy una zorra, una puta, una guarra, mamá.
Hablaba de ese modo delante de su madre porque su lenguaje todavía estaba articulado por las drogas, el alcohol y su tremenda juventud, que sería otra a partir de aquel día.
Marc Goterris la había conseguido engatusar de nuevo, a pesar de todas las otras veces en las que se la había jugado, a pesar también de haber estado durante todo el baile contoneándose con Rebeca Edo de aquí para allá, ignorándola —ni siquiera le dedicó un mustio saludo hasta que no hubo terminado la verbena, y siempre después de haberse despedido de su querida novia, en mayúscula, que se iba temprano, como siempre, en compañía de sus padres—; a pesar también de saber que nunca se consigue a un hombre que vale la pena abriendo las piernas. Muy a pesar de todas esas cosas, Marc Goterris la había conseguido camelar de nuevo. Marc tenía tres años más. Le costó muy poco que cambiase su cara de enfado por una gran sonrisa húmeda y caliente. Hay olas que son producidas por la fricción del viento sobre el agua y su consiguiente efecto de arrastre. Hay otras que se producen simplemente para tapar el silencio, para rellenar los renglones que no se dicen porque no hay ganas, o fuerzas, o ninguna de ambas. Noelia ya sabía suficiente. Quizá le volviese a preguntar por el tema en unos días, o unas semanas. Más probablemente lo haría muchos años después, por simple curiosidad, y Enda le mentiría, lo más probable, como se miente a una madre vieja para no disgustarla. Nunca le contaría cómo compartió varias botellas de combinado de ron, en las que alguien puso MDMA, con Marc y tres amigos más, cómo estuvo fumando marihuana, cómo se hizo su primera ralla de coca, y cómo, después de eso, continuaron tomando cristal y bebiendo en la playa hasta la madrugada. Cómo sin darse cuenta y en estado ya deplorable, mientras uno de los chicos hablaba, Marc comenzó a besarla y todo cambió. Las olas, la arena, la salida del sol… todo era diferente. Todo resultaba sensual. No, no le contaría tampoco a su madre cómo, mientras la boca de Marc invadía la suya con tanto deseo, se sintió mucho más mujer que Rebeca Edo. Y cómo después notó otra boca distinta que invadía su sexo, y se dejó lamer, y también se dejó penetrar y ya no era la boca de Marc lo que tenía en la suya pero no le importaba porque la deseaban. La deseaban más que a Rebeca Edo. Y le dolía, y le gustaba, y ellos sudaban sobre ella. Los cuatro. Y cuánto placer y cuánto poder sentía de tener aquellos penes y a aquellos chicos tomándola por todas partes a la vez. Y con la fuerza de un tifón lo hicieron dentro y sobre ella. Seguramente se quedaron allí tumbados en silencio un buen rato, sin decir nada. Ella se despertó seis horas después. Estaba desnuda, quemada por el sol. Había estado allí tirada toda la mañana, abandonada. La habían dejado sola, sin ropa y durmiendo tan puesta que cualquiera podría haber abusado de ella de nuevo, esta vez ya sin su ayuda.