Aquella tarde de domingo era como todas. Los chicos distraían su resaca jugando a vóley en el agua. El calor ya no apretaba tan fuerte. Las chicas se tostaban tumbadas en las toallas boca abajo. Podían pasar días enteros todos juntos sin que nadie intercambiase una palabra con el otro grupo. Ni siquiera los que eran pareja. Era bastante absurdo. Artur salió del agua y fue a buscar entre sus cosas, al lado de las chicas.
—Voy a por una cerveza al merendero. ¿Quieres una, Noe? —dijo con su cartera en la mano.
Noelia titubeó un poco y al final dijo:
—Sí, por favor.
Aún no había caminado tres pasos Artur, Anna Gilabert no pudo esperar más:
—¿Noe? ¿Te llama Noe? No me jodas.
—Sí, no sé —se explicaba Noelia—, ya lo hacía anoche. ¿Qué quieres que haga?
Sus amigas la miraban como si fuesen a saltar sobre ella.
—Ya os lo he dicho —dijo ella con tono cansino—. Me lo he tirado y punto.
—¿Y punto? —preguntó Estela Llorens—. Llevas años detrás de Artur. No me lo creo. Es imposible que ya no te guste.
—¿Y eso de Noe? —insistió Anna—. ¿Quién coño te llama Noe?
—Nadie.
Dejaron de hablar cuando notaron que se acercaba.
—Toma, Noe —dijo mientras le ofrecía la botella—. ¿Te vienes caminando hasta la escollera y volver?
—Claro, vamos.
Aquello no era el paseo más discreto del mundo ni lo pretendía. Vecinos del pueblo y conocidos de ambos les detuvieron en incontables ocasiones para saludar, preguntar por sus padres o meter las narices, simplemente. La misma agua en la que se habían regalado al otro por la mañana y en la que habían dejado abandonadas las escurriduras de sus sexos, volvía ahora en forma de olas cansadas para mojarles los pies con el sol bajo.
—¿Cómo ha ido la bronca de tu padre? —preguntó él mientras jugaba a arrancar la etiqueta de su cerveza sin romperla.
—Bien, se va acostumbrando.
—Me alegro.
Caminaron en silencio unos segundos.
—Lo de anoche… bueno, lo de esta mañana, mejor dicho… —dijo él sonriéndose.
—¿Si…?
El tono invitaba a cierta esperanza. Noelia no pudo evitar ponerse nerviosa.
—Noe… —él se paró y la miró. A ella le encantaba que la llamase así, como nadie más lo hacía. Con ello sentía que entre ellos había algo especial. Una complicidad excitante y protectora a la vez. Él continuó— no me gustaría que lo que ha pasado entre nosotros estropeara nuestra amistad.