Noelia Fabregat había estado toda la noche intentando llamar su atención. Una mujer sabe cómo hacer eso. Mantenía el difícil equilibrio entre dejarse ver, es decir, que él tuviese la sensación de que no había otra chica en todo el baile, y que no se notara su interés, aparecer y desaparecer de su lado del modo más natural del mundo y bailar como a un padre nunca le gustaría verlo hacer a su hija, y si fuese así, deberían encerrarlo. Noelia notaba calientes sus labios. Tanto que no podía dejar de empujarlos hacia adelante, como hacen las modelos de veinte años, o morderse el inferior con la punta de los dientes como hacen las niñas malas de treinta y pico. Tanto señuelo propició que varios jóvenes de aquella verbena se acercaran a entablar conversación y ofrecerle una copa. Todos fueron ignorados. Alguno, con el entusiasmo apretándole la bragueta, acabó besando a otra de las chicas, la primera que encontró dispuesta o borracha. O puede que ambas cosas.
La orquesta ya había hecho el segundo descanso de la noche. Pronto, en tres o cuatro canciones, el baile terminaría. En aquel momento, Artur Font picó el anzuelo. La conocía desde siempre, es decir, desde que la voz le cambió y se llenó de frecuencias graves y un par de docenas de pelos anidaron sobre su labio superior. Las chicas dejaron de ser un estorbo para comenzar a ser alguien a quien estorbar. Pero nunca hasta aquella noche se había fijado en ella, en lo apetitosos que resultaban sus senos allí en lo alto, desafiando la gravedad de aquella manera tan sensual en la que todo su cuerpo parecía responder a una coreografía tan perfecta y sincronizada como cuando una orquesta clásica se convierte en un solo instrumento, un solo organismo. Y es que sus caderas parecían ser la batuta que dirigía aquel conjunto de pueblo que tocaba los éxitos de aquel verano de 1992. Ambos tenían veintisiete años. Ella llevaba un vestido blanco del que de cada costura nacía su piel tostada, en contraste, y calzaba unas bambas color rosa sin anudar. Su cabello era tan oscuro que en aquella noche sin luna parecía ser un retal de cielo. Artur llevaba unos vaqueros negros ajustados y una camiseta de The Misfits con las mangas cortadas y del mismo color. Su cabello estaba revuelto como el mar de invierno. Sus deportivas habían debido salir ya un par de veces del cubo de la basura, ninguna madre dejaría ponerse a su hijo unas tan rotas. Las miradas de verano son diferentes a las otras, las del resto del año, son más atrevidas y seguras porque no arriesgan tanto. Lo mismo que los amores de verano, que no temen el peligro ni el fracaso porque nacen ya sabiendo que morirán en septiembre, como el vuelo de las cometas. Eso es lo bueno que tienen, son amores de verano y acaban antes de poderse estropear como una fruta. Y las cosas buenas no son necesariamente las que duran sino las que son buenas mientras duran. Aquella mirada fue descarada y explícita. Nunca una palabra hubiese aportado tan poco. Así que no la dijeron. El conjunto se despedía con la última canción. La gente ya escaseaba. Un improvisado grupo, formado por amigos y conocidos de ambos, orquestaba continuar la fiesta en la playa.
—Vamos, tenemos dos coches y somos once, podemos ir seis en el mío —dijo Jaume Renau, quien siempre lo organizaba todo.
—Yo creo que bajaré en mi bicicleta. No me apetece venir a buscarla mañana —dijo Artur mirando a Noelia.
—Voy contigo —dijo ella.
—¿Y eso? —insistió Jaume.
—Arranca el coche, gilipollas —le dijo Anna Gilabert.
Artur pedaleaba en la oscuridad sin más luz que la que generaba una vieja dinamo. La cuneta se adivinaba por el sonido que producía la rueda sobre la tierra al rebasar el límite de la calzada. El pedaleo se le hacía bastante ligero. El alcohol que había tomado y la emoción potenciaban su fuerza. Parecían adentrarse en un lugar peligroso e inhóspito y curiosamente se dirigían derechos a la salida del sol. A ese escupir de fuego que emergería del mar en un rato. Noelia iba sentada en el trasportín con las manos agarradas a la cintura de él. Cada bache era un acariciar consentido.
—¿Así que aún pasáis el verano en la alquería de tu abuela? —preguntó ella para enmudecer aquel ruidoso silencio.
—¿Conocías a mi abuela Julia?
—Bueno, sé quién era. La vi alguna vez —apuntó ella.
—Sí, todavía pasamos ahí los veranos. Mi bisabuelo construyó la casa y le puso el nombre de mi abuela, que tenía seis años entonces, por eso la llamamos Alquería Julieta. No me importaría vivir allí todo el año pero mis padres prefieren el pueblo.
Noelia parecía no haber estado escuchando.
—¿Quieres que vayamos a la playa del Moro? —preguntó.
—No es ahí donde nos esperan —le advirtió Artur.
—Ya lo sé —dijo ella justo antes de besarle en la nuca.
Una gran grieta de luz se abría en el horizonte. Su destello convertía el manso vaivén de las aguas de la madrugada en un mar plateado. La bicicleta descansaba tumbada en la arena. A su lado nacían dos senderos de prendas que terminaban con la ropa interior casi al alcance del primer tímido romper de las olas. Se la habían quitado en silencio. No era la primera vez que se bañaban desnudos al amanecer, aunque no en aquellas circunstancias. El agua les esperaba templada y calma. Ella dio unos pasos ligeros y se zambulló de cabeza. Él se fue sumergiendo poco a poco, notando cómo su cuerpo se rendía ante aquella quietud. Cuando el agua le llegó a los hombros sumergió la cabeza y le pareció haberse purificado de todo el alcohol, el ruido, las prisas por llegar al baile, el eco de la voz de su padre, no tienes quince años, piensa en tu futuro… Estuvo unos segundos sumergido y cuando salió a coger oxígeno, ella no estaba a la vista. Una sombra se acercaba bajo el agua. Emergió justo enfrente de él. Apenas un par de centímetros separaban sus rostros. Se miraron los ojos durante unos segundos sin decir nada. Con las pupilas dilatadas y un tanto enrojecidos, los mantenían apretados porque la luz comenzaba a molestar. Los de ella, más oscuros, de ese marrón que quiso ser negro. Los de él, mezclados con algún gen más claro, se adivinaban verdes a la luz del sol. Ella comenzó a besarle. Artur se dejó hacer; su lengua se dejó hacer. Ella dibujaba formas con la suya y acariciaba los rincones más escondidos de aquella cueva caliente. Al final, Artur, puso fin a aquel juego preliminar y se entregó al amor con todos los centímetros de su piel. Bajo el agua, se abrió paso entre la carne de ella, que se abrazó a su cintura con las piernas. El ritmo fue lento porque siguieron el que les marcaban las suaves olas de un mar pequeño que comenzaba a despertarse.
Estaban tumbados en la arena, desnudos, fumando un cigarro y riendo ocurrencias que no harían gracia a nadie más; los amantes crean sus propios códigos secretos. Ya se dejaba ver algún veraneante paseando por la orilla. La mañana tomaba la playa al asalto y el eco de aquella noche de verano se retiraba, cobarde, por las dunas. Pronto deberían marcharse a casa. A ella le esperaba la cara encriptada de su padre leyendo la prensa. No me gusta que hagas estas cosas, le diría, a dormir se viene a casa. Él desayunaría con los suyos antes de acostarse. El dedo índice de Noelia dibujaba formas en la palma de la mano de Artur.
—Me dijo Jaume que no vas a volver a Valencia este invierno —dijo ella sin mirarle.
—No, ya estoy harto. Desde que terminé de estudiar no he encontrado un trabajo que valga la pena. Parece que nadie tiene interés en contratar a un licenciado en Bellas Artes. Me voy a tomar un año sabático —dijo.
A ella le hizo mucha gracia que hablase de tomarse un año sabático a su edad y soltó una sana carcajada que acompañó el vuelo de alguna gaviota. Pero además estaba contenta de que no fuese a marcharse. Tendría tiempo suficiente para intentar algo serio con él.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Pasar el invierno tumbado bajo un pino? —bromeó.
—No, me voy a Barcelona. Voy a pintar la ciudad.
Ella notó como si todo el oxígeno que pudiese depurar la sierra que había tras ellos, en las montañas, no fuese capaz de aliviar su dificultad para respirar de aquel momento. Acababan de enrollarse, sí, pero ella ya tenía sus planes desde hacía años, planes serios, y en ellos estaba incluido aquel anarquista despeinado que siempre hablaba de cosas extrañas. Se esforzó por mantener una deslucida sonrisa.
—¿Qué quieres decir con pintar la ciudad? —preguntó sin interés.
—Hace tiempo que pienso en ello —respondió él entusiasmado—. He trabajado algún tiempo aquí y allá y he conseguido acumular suficiente cotización para estar cobrando el subsidio por desempleo unos meses. Me marcho a Barcelona para intentar ganarme la vida como pintor. Voy a pintar sus calles, su gente, sus monumentos. Quiero enamorarme de esa ciudad y que ella se enamore de mí. Lo voy a dar todo.
Noelia se dio cuenta de que debían pasar muchos años antes de intentar hacer planes serios con aquel chico. O, peor aún, que hay caballos que nunca se dejan embridar. Y que bailar no es lo mismo que ser bailarín. Hay personas que pueden amar un rato y que nunca serán grandes amantes porque para ello hay que tener un talento especial. Pero se le olvidó pensar lo más simple, que el amor es cosa de dos, y conseguir llevar hasta la playa del Moro a Artur, borracho, después de mostrarle su feminidad durante toda la noche no era lo mismo que enamorarle. Ni mucho menos.
—¿Sabes por qué se llama la playa del Moro? —preguntó él ajeno a los pensamientos que sembraban el desasosiego en ella.
—No —respondió ella, tajante.
—Yo tampoco.