La cena fue temprano, aún quedaba una escasa luz natural que parecía parpadear como una bombilla mal enroscada. La tomaron en el porche con el mar respirando al fondo. Verduras asadas a la parrilla. No había mucha hambre. Dejaron la mesa sin recoger y fueron a vestirse. Cuando se reunieron de nuevo, en el salón, estuvieron unos segundos mirándose. Entonces comprendieron qué significaba aquello para cada una de ellas. Era su modo de decirle adiós a Artur para siempre, de enterrarlo ya por fin, de verdad. Puede que las tres tuviesen la misma sensación de culpa, por arreglarse para salir a bailar. Pero también cada una, a su modo, comprendía que no se podía mirar atrás por más tiempo.
—Vámonos ya —ordenó Noelia, cuya autoridad moral para tomar aquella decisión estaba fuera de toda duda.
Les Casetes estaba en la carretera Nacional 340 pero Noelia condujo hasta allí su vieja ranchera por unos caminos nada fáciles de transitar.
—Volveremos por aquí para evitar los controles de alcoholemia —advirtió.
Su hija y la irlandesa la miraron desde la oscuridad de sus asientos. Ella no pudo ver sus caras pero las imaginó. Aquélla era su forma de decir que se terminaba aquel infierno de luto.
Por fin aparcaron el coche. Había docenas de ellos. Les Casetes era un pequeño núcleo de casas que había crecido a la orilla de la carretera como los juncos lo hacen junto a los ríos. Una al lado de la otra se exponían al peligro de ser embestidas por los camiones como si fuesen mozos de pueblo esperando alguna vaquilla. En más de una ocasión un vehículo lleno de turistas había aparecido por arte de magia en medio del salón de una de aquellas casas.
La orquesta se oía a lo lejos. Tras otro día de intenso calor la brisa había conseguido escapar de donde fuese que la tuviesen retenida y llegó a tiempo de refrescar un poco el ambiente y otorgarle una temperatura agradable a aquel baile. Las tres caminaban inmersas en absortos pensamientos que evadían sus mentes del nerviosismo que sentían. Guardaban silencio excusándose en la música que iba subiendo de volumen a medida que se acercaban. Al llegar a la cancha deportiva donde se desarrollaba la verbena, Noelia se detuvo un momento, respiró hondo y entró. Las doscientas personas escasas que había en aquel momento estaban agolpadas en la barra u ocupando las sillas de plástico que entornaban algunas mesas. Todavía no había mucha gente dispuesta a bailar, se tenía que calentar el ambiente. Ése precisamente era el trabajo de la orquesta. Como en todas las verbenas del mundo, dos mujeres mayores, una viuda y la otra soltera, se habían arrancado a bailar un paso doble. Noelia y Enda las miraron y suplicaron en voz baja no acabar sus vidas así. Ni siquiera soportarían acabar así aquella noche. La gente las miraba desde una cierta distancia. Ellas estaban allí plantadas como si necesitasen pedir permiso para entrar. Por un momento, Noelia se arrepintió de haber ido, ya creía escuchar los chismes que circularían por la playa a la mañana siguiente. La dueña de la panadería y presidenta de la Asociación de Amas de Casa, la mujer más amargada y ruin que había por allí, la miraba con descaro. Pensó en dar media vuelta pero no lo hizo por su hija. Decidió aguantar la tormenta, lo peor que puede pasar bajo un chaparrón es mojarse, eso es todo. Y lo peor que podía ocurrir allí era estar allí, nada más. La presidenta se le acercó con paso firme. A aquellas alturas ya todo el baile estaba más pendiente de ellas que de la orquesta. Aquella bruja se plantó delante de ella con su romo semblante y su cara de pocas bondades. Noelia también ofrecía el rostro más rudo que podía.
—Hola, cariño, no sabes cuánto me alegro de verte —dijo aquella mujer antes de darle un abrazo.
Noelia se había equivocado. Aquella gente era difícil de tratar, pero eran personas que sabían estar a la altura. Poco a poco, otros vecinos se fueron acercando. Noelia Efe ya había desaparecido de allí en busca de sus amigas.
—Mira, Enda, te quiero presentar a Thomas Braun —dijo Noelia mientras señalaba a alguien con la palma de la mano extendida.
Enda se dio media vuelta y vio a un hombre delgado con una barba blanca que parecía un vergel. Enseguida se dio cuenta de que era el mismo que había visto husmeando en el taller por la mañana. Ahora ya no iba desnudo. Llevaba una camisa blanca bien planchada y unos vaqueros.
—Es uno de esos malditos jubilados alemanes que vienen aquí a retirarse y ven consumirse la vela tomando el sol y yendo en bicicleta arriba y abajo —dijo Noelia sonriendo—. Era amigo de Artur —añadió algo más seria.
El hombre saludó ofreciendo su mano. Enda se la estrechó con gusto.
—Encantado de conocerla, señorita Berger. Para usted no pasa el tiempo.
Las dos mujeres se miraron con cierto asombro.
—¿Os conocéis? —preguntó Noelia.
—No, que yo sepa —respondió Enda con extrañeza—. ¿Nos conocemos? —le preguntó.
El hombre la observaba escondido tras unos ojos verdes arrugados. Debajo de aquella cascada de pelo que era su barba se adivinaba un rostro atractivo aunque viejo.
—No, no se asuste. La he confundido con otra persona —dijo él de forma muy poco convincente.