Aquel sábado amaneció con la línea del horizonte manchada por una bruma incierta. Ello hizo recordar a todos que el verano no duraría mucho. Tan sólo lo haría alguna semana más. La marea, cada vez más alta, borraba las huellas en la orilla que había dejado algún retozar tan salvaje como torpe por la hora y el alcohol. El sol, contenido como un galgo de carreras que aguarda en su casilla el disparo de salida, tardaría en aparecer pero lo haría con toda su fuerza y recuperaría la desventaja. No se esperaba un día fresco ni mucho menos. Y las gaviotas lo sabían y lo anunciaban a los cuatro vientos con su cantar cansado, o en este caso, a uno solo, el de Poniente.
Enda Efe había llegado tarde, más de las cinco. Cuando despertara la esperaba un débil reproche, un pequeño chaparrón que no llegaría a mojar apenas las hojas de los árboles. Su madre había salido temprano a por el periódico y a comprar unas ensaimadas para el desayuno, una forma sencilla de celebrar que era sábado. No había vuelto todavía. Eran las nueve y media. Enda Berger revoloteaba por la alquería y se desperezaba esperando a que volviese Noelia. El agua de la balsa, cual camaleón amenazado, tomaba prestado el color azul del cielo. Pensó que no había nada mejor para despertarse. Dio un par de zambullidas y salió. Estaba sentada en el borde, tapada con una toalla que alguien debió olvidar allí, cuando en su mirada se cruzó el taller a lo lejos. Entonces recordó lo que le dijo el hombre del merendero la noche antes y estuvo pensando en ello un rato. Al poco, vio a alguien acercarse a la caseta. Tardó unos segundos en darse cuenta de que no llevaba bañador. Era un hombre delgado con una barba blanca que parecía un vergel. Ella no hizo nada. Se quedó inmóvil para no ser vista, aunque les separaban unos cuarenta metros. El hombre estuvo merodeando y fisgando por las ventanas pero no llegó a forzar ninguna. Al poco rato desapareció por la playa.
—He visto a un hombre desnudo en la playa —le dijo a Noelia en cuanto la vio.
—Vaya, pues vete acostumbrando, esto es un paraje natural y está lleno de nudistas.
Enda dudó un poco pero continuó.
—Sí, pero ese hombre estaba merodeando por el taller. Y me ha parecido que tenía una actitud un tanto extraña, como si buscase algo o estuviese nervioso —dijo mientras acariciaba la taza de café.
—Bueno, no te preocupes. A lo mejor es un posible comprador —dijo sonriendo.
Pensar en que la irlandesa se iría pronto la animó.
El resto del día no tuvieron otra conversación que el baile de la Virgen de Agosto, la verbena a la que acudirían por la noche. Enda Efe no sabía qué ponerse y menos aún cómo peinarse, ¿recogido?, ¿plancha?, ¿tenacillas?
—Mamá, ¿me dejarás tus pendientes de aro?
Noelia sin embargo no lo tomaba con tanta ilusión. Se obligaba a salir de casa después de cuatro meses, pero lo cierto era que no lo hacía con muchas ganas. Lo que más le empujaba a ir a aquel baile era pensar que Artur la hubiese animado a hacerlo. Vamos, princesa, ponte guapa y sal a dar de qué hablar a esas cuatro abuelas, le diría.
—Te prestaré un vestido que hará que los hombres no miren a otra parte ni para beber —le dijo a Enda Berger dando por hecho que no debía de tener nada para la ocasión en una maleta tan pequeña—. Y unos zapatos… espera y verás —se esforzaba por parecer entusiasmada. Pero lo cierto era que se avergonzaba de aparecer allí con aquella intrusa y que alguien pudiese hablar de todo aquello.
La situación era lo suficientemente extraña como para salir de allí corriendo. La viuda de su antiguo novio la iba a vestir para una verbena. Se preguntaba si ellas debían ser parecidas en algo puesto que amaron al mismo hombre. Seguramente la noche y el día tenían más cosas en común.