Enda había pasado gran parte de la noche leyendo la novela de Artur. Había despachado ya casi media y estaba bastante enganchada a la trama. Tan sólo lo dejó cuando el propio libro le cayó al suelo de las manos vencidas por el sueño. Efe había llegado tarde, estuvo con unas amigas celebrando un cumpleaños. Pero no había habido ningún cumpleaños. El guaperas de Marc Goterris la había vuelto a engatusar. Se la había follado allí mismo, al lado de su casa, de pie en la playa para no ensuciarse de arena porque su madre sospecharía, le dijo él. Pero lo cierto era que más tarde había quedado con la fabulosa Rebeca Edo para pasearla delante de todos, invitarla a tomar algo y hasta cogerla de la mano. A Enda apenas le dio tiempo a subirse las bragas antes de verle desaparecer. Además se la había vuelto a jugar. Dijo que pararía justo antes y no lo hizo. Cuando su cosa viscosa rodó piernas abajo, él ya sólo era un mal recuerdo. La impotencia y la rabia hicieron que Enda Efe tampoco durmiera mucho aquella noche. Así que cuando sonó el teléfono, tan sólo Noelia estaba en la cocina aquella mañana de jueves.
—Buenos días, Noelia —dijo Joaquim—. Don Francisco nos espera de once a once y media. Ya tiene las escrituras preparadas.
—Muy bien, Ximo. Ahora despierto a las chicas y nos ponemos en marcha. Nos vemos allí.
La ciudad estaba a casi cuarenta minutos al volante desde la casa. En ese tiempo las dos Endas anduvieron dando cabezazos de sueño.
—He pensado que podríamos ir al baile de la Virgen de Agosto —dijo Noelia.
El aire que entraba por la ventanilla le empujaba el pelo hacia atrás. Las otras dos lo llevaban recogido, como se recogen algunos reptiles para protegerse.
—¿Un baile? ¿Dónde? —preguntó Enda Berger, Efe dormía ahora como un ángel.
—Es en Les Casetes, un grupo de viviendas que está en la misma carretera, un poco más al norte. Es donde se encuentra la oficina de correos, el médico, la panadería… todo lo que necesitamos la gente de la playa para no tener que desplazarnos hasta L’Horta del Mar cada vez que queremos algo. Somos casi pueblo, ¿sabes? —dijo con un orgullo incomprensible para Enda.
—¿Por qué vamos hasta la ciudad? ¿No hay notario en L’Horta del Mar? —preguntó.
—Claro que no —respondió Noelia—. Es un pueblo, ya lo viste ayer.
Enda Efe abrió los ojos.
—Cariño, le estaba diciendo a Enda que podríamos ir al baile de agosto. Es este sábado.
—Bien, mamá, lo que tu digas. Despertadme cuando lleguemos.
—No te oí anoche. ¿Llegaste muy tarde? ¿Lo pasaste bien?
—Sí, mama. Lo pasé de cine —dijo ya con los ojos cerrados de nuevo.
Don Francisco llevaba un traje tan caro y arrugado como de costumbre. Joaquim también llevaba uno, pero no se había puesto la chaqueta, tan sólo la paseaba en la mano como si fuese un modelo en una imagen promocional de una de esas cadenas de ropa barata y de mala calidad que visten a media Europa. Cuando llegaron las dos mujeres y la adolescente, al notario le sorprendió que todavía lo hiciesen juntas. Mujeres, pensó.
—Siéntense, por favor —dijo con aquella voz que acariciaba tonos tan graves—. Ya tenemos todo esto listo. Celebro que haya aceptado la herencia —dijo mirando a Enda—, es bonito tener algo que nos recuerde a la gente que no está.
—Va a venderlo —dijo Efe más para dejar sin palabras al notario que siempre la miraba de aquella forma tan viciosa que por reprochárselo a Enda, en verdad, aunque también apuntaba hacia ella.
—Bueno, bien. No importa. El caso es que ya tienen sus escrituras —dijo con ganas de acabar aquel asunto—. Tomen, éstas son las suyas y de la niña y ésta es para usted —le dijo a Enda.
Enda la cogió en sus manos. Una cartulina color sepia contenía unas hojas que la hacían propietaria. Y a partir de aquel momento, el lugar donde Artur había pasado tantas horas arreglando aquellas viejas bicicletas y mirando al mar era suyo. Cuántas veces podía haber estado pensando en ella. Allí sentado, en el porche, con las manos llenas de grasa de cadena y fumando un cigarrillo. Probablemente, en más de una ocasión ambos estuvieron pensando en el otro al mismo tiempo, cada uno en una orilla, ideando dejar mensajes en una botella que nunca llegaron porque nunca se enviaron.