La tarde del miércoles se paseó tranquila sobre las cañas de aquella zona húmeda protegida. El sonido de las aves autóctonas le otorgaba a aquel lugar la categoría de paraje amenazador y los bichos que se movían bajo la hierba, emitiendo ruidos aquí y allá, parecían hacer de aquel prado pantanoso un lugar peligroso donde quizá habitaran caimanes, pero lo cierto era que el más grande de los peligros de aquellas aguas infestadas de mosquitos podía ser comer una tapa de anguila en mal estado en alguno de los bares de la carretera. Noelia y Enda Efe llevaban desde la hora de la siesta trabajando en la huerta. Las tomateras comanche, raf y cherry comenzaban a secarse. Habían dado casi todo su potencial y parecía que estaban terminando un ciclo, como todos los seres vivos de aquella alquería. Así que era hora de plantar tomates de invierno, las variedades rambo y bond. Hora de pasar página, de prepararse para los cambios que llegan siempre en septiembre. Cada una protegida con un gran sombrero de paja, que reducía ligeramente la temperatura que soportaban, se arrastraban arrancando la hierba que habían dejado crecer descuidada durante las dos últimas semanas. Una hierba que a veces crece también en los corazones que no cuida nadie y hay que preocuparse de arrancar antes de que se beba el poco cariño que llega. Aquélla era la labor menos agradecida de todas y costaba encontrar un minuto para hacerla.
Enda pasó la tarde en el porche leyendo la última novela de Artur. Le parecía extraño y a la vez excitante tener aquellos cientos de miles de palabras ordenadas por él para comunicar cosas. Las cosas que él imaginaba. La trama tenía gancho, eso era indiscutible. Las páginas estaban vivas y los minutos ya no eran una unidad de tiempo admisible, resultaban escasos, ahora se debía hablar de horas, simplemente. Y pasaban aquellas horas con La mujer del comisario entre las manos sin poder evitarlo. Una y otra, y ya iban cuatro. Pero la verdad era que no reconocía para nada al hombre que narraba aquella historia. No veía en ella un interés más allá del recreativo sin más.
Mientras se perdía en las calles de una ciudad inventada descubriendo la última ficción fruto de la fantasía del hombre que amó una vez, oía las risas de su viuda y su huérfana que encontraban divertido que una de las dos hubiese caído al suelo, o la forma de algún pimiento morrón o cualquier otra excusa para afianzar los débiles lazos que las unían desde que su cordón umbilical las dejara solas unos meses atrás. No podía imaginar cuán culpable era de aquello; Noelia no podía dejar espacios entre la irlandesa y su hija, no podía perder también aquella batalla. Enda pensaba en lo afortunadas que habían sido de tener a Artur con ellas todo aquel tiempo, de verle sonreír, de verle enfadar, de verle envejecer. Ahora ya no comprendía lo que leía, tan sólo cosía las palabras con la vista sin conseguir concentrarse.