CATORCE

Enda creyó despertar de una hibernación, aquella mañana de martes, tras un sueño muy profundo. Y quizá fuese así teniendo en cuenta que dicho estado letárgico consiste en ralentizar el metabolismo, bajar el ritmo cardíaco así como la respiración, haciéndola más pausada, y reducir la temperatura corporal hasta casi adecuarla a la del entorno. Todo ello para ahorrar energía ante un inminente período en el que no habrá alimento suficiente para hacer un consumo adecuado compatible con la vida. ¿Se puede hibernar del amor? ¿Se puede bajar el ritmo cardíaco, ralentizar el metabolismo, la respiración y la temperatura corporal y ser insensible al amor que nos espera allí afuera de nuestro refugio? ¿Es porque sabemos que se avecina un período en el que el afecto y el cariño que nos llegue será insuficiente para hacer un consumo adecuado compatible con la vida? ¿Llevaba ella dieciséis años hibernando? Enda Berger podría haber estado pensando en ello allí tumbada en su cama durante toda la mañana pero los gritos de Enda Efe la hicieron asomarse al ventanal.

—¡Venga, Octubre, estate quieto!

La adolescente intentaba sujetar al perro para cortarle los nudos del pelo pero parecía que no pensaba ponérselo fácil. Al final, acabó cayendo junto a él.

—Dame un minuto y bajo a ayudarte —dijo la irlandesa.

La joven se le quedó mirando desde el suelo.

—Estás roja por el sol de ayer. Deberías ponerte crema.

—Y será mejor que también te pongas algo encima —dijo su madre desde alguna parte.

Noelia y el abogado estaban tomando un café bajo la sombra todavía alargada de un pino. La señorita Berger se miró y cayó en la cuenta de que no llevaba nada encima. Puso cara de circunstancias y se metió para adentro. Joaquim se sonrió pero intentó disimular su entusiasmo.

—¿Qué ocurrió en Barcelona? —le preguntó Noelia—. ¿Qué ocurrió allí para que Artur no pudiera olvidarla nunca, Joaquim?

—No lo sé, ya te lo dije, él nunca me explicó nada. Pero no se lo puedes tener en cuenta, todavía no había nada entre vosotros —dijo mientras daba un sorbo a su café.

Miraron un segundo a Enda Efe pelearse con Octubre. No te muevas más, perro cabrón. Se veía a Artur en cada uno de sus movimientos.

—Nunca he entendido cómo pudiste ocultarle el embarazo hasta casi nacer Enda.

—Ya lo sabes, no éramos pareja. Tan sólo fue un polvo playero después de una verbena en las fiestas de agosto. No hubo nada más entre nosotros hasta que Artur volvió de Barcelona. Después de su año sabático, como lo llamaba él.

—Pero aun así. Si hubiese sabido que estabas embarazada, ni siquiera se hubiese ido.

Noelia le miró con una cara que intentaba atravesar sus ojos y leer su mente como un poema de rima fácil.

—¿No sabes nada, no es cierto?

Joaquim puso cara de significar no entender nada.

—¿A qué te refieres?

—Siento lo de antes —dijo Enda, que se acercaba hacía ellos—. Ni siquiera me di cuenta.

—No te preocupes, darling. Esto es el Mediterráneo. Puedes enseñar las tetas, si quieres —dijo Noelia en un tono soez.

Enda Efe por fin pudo sujetar a Octubre con la ayuda de la señorita Berger. Con el pelo que salió, bien podrían haber hecho una almohada. Cuando terminaron con él sí que parecía una oveja. Lo primero que hizo fue salir corriendo. Probablemente no lo volverían a ver en unos días.

Estaban los cuatro almorzando en el porche. Joaquim había traído unas lonchas de jamón que compró en la ciudad, y que acompañaron con pan tostado con tomate y zumo de naranja de la variedad denominada Valencia, que es la última que se recolecta, ya en junio, y que esparcida en el suelo, a cubierto, puede llegar a durar todo el verano. Se adivinaba un día tan caluroso como el anterior porque los granos de arena brillaban a lo lejos. Madre e hija tenían la piel morena como la rama de canela y los ojos tan castaños como el cabello. Enfrente y en osado contraste, la rubia irlandesa con el cuerpo lleno de irregulares marcas rojas producidas por el sol; parecía que estaba a medio pintar. El abogado comenzó a hablar.

—Esta mañana temprano he hablado con el notario, cree que tendrá las escrituras preparadas para el jueves o el viernes.

Tomó un sorbo de zumo, miró a las dos mujeres y continuó.

—Me ha preguntado acerca de la renuncia a tu beneficio en el testamento. Yo ya le he explicado que no habíamos vuelto a hablar del tema y que te lo consultaría personalmente.

—No va a haber ninguna renuncia —dijo Noelia.

—¿No? —preguntó Enda Efe un tanto entusiasmada.

—No —respondió la irlandesa en tono serio—, aceptaré la herencia y espero poder vender ese taller, lo antes posible, antes de volver a casa.

Los tres la miraron. No pensaban que fuese a mantener la decisión después de haber conocido el lugar donde vivió Artur, y el taller donde pasaba tantas horas. Incluso Noelia, que deseaba no volver a ver a aquella mujer en toda su vida, parecía descolocada. Enda se vio obligada a explicarse pero nunca una oración sintáctica había carecido de tanto significado.

—Vine hasta aquí para una lectura de testamento y eso es todo. No tengo intención de tener una casita de verano y venir los puentes y las navidades a jugar a ser española —la dulzura que chapoteaba en su voz hacía tan sólo un minuto se había desvanecido—. La venderé y puede que con lo que saque me dé para tener un techo en propiedad en mi país. Voy a cumplir cuarenta años —añadió como si ello fuese el corolario de un teorema matemático.

Noelia y Joaquim trataron de comportarse con equidistancia y no dar al asunto más dramatismo del necesario, pero Enda Font, la niña, que había estado fantaseando con la idea de tenerla allí un tiempo, se levantó y lanzó su servilleta sobre la mesa.

—Date prisa en hacerlo, pues —dijo—, aquí no nos gustan demasiado las visitas.

Y salió corriendo hacia adentro. Se escuchó como subía los escalones y el portazo que dio en su habitación hizo temblar su ventana.

—No se lo tengas en cuenta —dijo Noelia—. Es una niña.

Enda miró el mar a lo lejos. Las palabras que oía dejaron de tener significado y su volumen se iba reduciendo poco a poco hasta casi encontrarse ella sola en medio de la playa. Cerró los ojos e imaginó que el ritmo cardíaco iba haciéndose cada vez más lento y su respiración mucho más pausada. Se ralentizaban todas sus funciones orgánicas y la temperatura de su cuerpo cambiaba. Sintió que estaba comenzando a hibernar de nuevo.