Ninguna de las tres abrió la boca en todo el trayecto. El cielo estaba casi despejado por completo pero el único par de algodones que flotaban en él taparon el sol por unos minutos. Siguieron la carretera Nacional 340 desde la ciudad en dirección norte durante una media hora y en un punto concreto había dos posibilidades señalizadas para desviarse, a la izquierda, hacia L’Horta del Mar y a la derecha, hacia la Platja del Castell-L’Horta del Mar. Torcieron en dirección a la playa. A los pocos metros vieron un perro aparentemente abandonado caminando por la cuneta con parsimonia. Noelia detuvo el automóvil y abrió la puerta.
—¡Sube! ¿De dónde hostias vendrá este maldito perro?
El chucho pasó por encima de ella y se acomodó en el asiento de atrás junto a Enda Berger.
—Tienes que cortarle el pelo. Hace demasiado calor —le dijo a su hija—. Ya te lo dije la semana pasada.
—Hace dos días que no viene por casa —se justificó Enda Font.
—Pues hazlo antes de que se vuelva a escapar.
Octubre era un perro pastor del pirineo, un Gos d’Atura con el pelo largo de color tierra. Enda pensó que había visto ovejas con menos pelo. La carretera se fue estrechando hasta convertirse en un pobre camino de baches apenas recubierto de grava natural. Había cañas que crecían buscando el cielo y de vez en cuando se veía agua estancada en pequeños depósitos naturales donde seguro sobrevivían ecosistemas olvidados.
—Esto es un paraje natural —dijo Noelia en tono marcial—. Ya no permiten construir aquí. La casa tiene cerca de cien años pero en verdad poco queda de aquella vieja alquería de la abuela Julia.
Al fondo se veía ya el mar cuyo rugir aún parecía un leve murmullo desde aquella distancia. Pronto apareció entre tanta caña un pequeño conjunto de árboles, plantados algunos con más acierto que otros. Se podían distinguir a simple vista palmeras, pinos y algún chopo que caería tan rápido como creció. Y poco a poco, entre tanto árbol se abría un claro y se comenzaba a apreciar una casa costera típica de la zona, la Alquería Julieta.
El muro más infranqueable era el que daba al camino, vestido de hiedra de dos especies diferentes resultaba más propio de las islas británicas que de la costa mediterránea. El resto del recinto estaba ya delimitado de cualquier manera, vallas de madera tan viejas como la propia construcción, alambres de espino oxidados e incluso en algún tramo, viejas vigas de ferrocarril roídas. Parecía que la seguridad no era algo que les importase demasiado.
Dejaron la ranchera de Noelia aparcada junto a la casa, bajo una parra puesta para tal efecto, donde también había un viejo BMW con un aire un tanto deportivo.
—¡He aquí la Alquería Julieta! —dijo Enda Font.
La casa tenía pinta de antigua villa modernista, con balcones grandes y tejado de teja clara con doble vertiente suave. Nunca había sido pintada por fuera y conservaba el color gris del enlucido que con los años la había dotado de personalidad. Cuando una casa lleva tanto tiempo dejándose oscurecer y pulir las paredes por la lluvia, el viento y el sol, hay que estar muy seguro de ello para pintarla de algún color, incluso el blanco tan recurrente en la zona. El suelo de la enorme terraza con porche que había en la parte delantera, justo desde donde se veía el mar a lo lejos, era de terrazo. Allí había unos grandes sofás y una mesa con sillas que habían sido utilizados a conciencia, sin miedo de hacerlo, y el resultado de ello, lejos de evidenciar muebles viejos, era el de un lugar confortable donde seguro que se charlaba en grupo cuando se escondía el sol.
—Arriba están los dormitorios. Deja que te ayude con eso —dijo Noelia tan distante como antes mientras le cogía una de las bolsas de la mano.
Enda siguió a su anfitriona por la casa. La cocina era amplia, funcional y sin lujos. El salón era un espacio diáfano en parte biblioteca, en parte sala de televisión, y un pequeño altillo con un par de ordenadores que hacía de estudio muy poco discreto. Extrañas obras de arte, de mayor o menor interés, poblaban toda la planta baja. Grandes ventanales con inmensas cortinas color crema que bailaban al son de la brisa marina invitaban a poner música, servirse una copa y poner los pies descalzos sobre la mesita. Llegaron al piso de arriba y siguieron caminando hasta el fondo mientras rebasaban dormitorios a ambos lados.
—Éste es tu cuarto —dijo Noelia con la misma poca simpatía—. Espero que estés a gusto el tiempo que cueste formalizar los papeles del testamento. Siento haberte llamado puta.
—No importa —dijo Enda.
Durante la comida sólo hablaba Enda Font, que lo hizo como si hubiese tomado un par de litros de cola con cafeína. Llenó los silencios de Noelia y Enda Berger de chismes, cotilleos y un sinfín de cosas a las que ellas apenas atendían. Se observaban con disimulo la una a la otra, se vigilaban, intentaban adivinar a quién había amado más aquel hombre que ya no estaba, qué había visto en la otra, y de este modo llegaban a preguntarse qué había visto en una misma. Las dos conocían sus gustos, y aunque ellas eran bastante diferentes, no era difícil comprender que ambas hubiesen enamorado a aquel poeta que nunca escribió un solo verso. Comían en el porche. A salvo de los rayos solares del mediodía. Durante esas horas centrales de la jornada, el ritmo de vida llegaba casi a suspenderse en aquella región costera. Había sido así siempre.
—He estado pensado —dijo la niña con la boca llena de ensalada de pasta—, que a partir de ahora me podríais llamar Enda Efe o Efe a secas, como queráis, para diferenciarme de ti, Enda.
—¿Puedes hacer el favor de intentar que la comida y las palabras no llenen tu boca al mismo tiempo? —dijo Noelia regañándola no sólo por aquello sino también por llamarse Enda, y por no odiar a aquella mujer.
Se le vio hacer un claro esfuerzo por tragar.
—Lo siento, ¿qué os parece?
—¿Qué te parece a ti si después de comer acompañas a Enda a ver el taller? Aún no conoce su nueva propiedad —dijo Noelia, en un tono que pretendía no ser sarcástico, mientras señalaba el mar.
En aquel momento, Enda Berger se dirigió a Noelia por primera vez en horas.
—No tengo demasiada curiosidad en verlo. Hablaba en serio cuando le dije al notario que quiero renunciar a mi beneficio en las voluntades.
—Mira —le hablaba con calma contenida—, no me importa lo que hagas con el taller. No me importa si dejas que se caiga al suelo, lo regalas o montas un chiringuito de caipiriñas, pero lo que sí sé es que nosotras no lo queremos —se tomó la licencia de hablar por su hija—. Era voluntad de Artur que no fuese nuestro y eso no va a cambiar. Si renuncias a la herencia eso es precisamente lo que ocurrirá; así que te pido, por respeto, que no renuncies y me ahorres el trabajo de donarlo a alguna asociación de no se qué narices que traiga viejecitos los domingos por la tarde a la playa para bañarse hasta las rodillas.
Enda Efe pensó que aquello no era tan mala idea.
—¿Queda claro, darling? —añadió.
Por algún motivo, Noelia tenía tantas ganas de tener a Enda Berger lejos como cerca. Quizá comprendía que debía pagar un precio por saber, por poder perdonar a Artur o no, por poder volver a confiar en alguien.
El tiempo se detiene a primera hora de la tarde en toda el área mediterránea. Los minutos se balancean en un vaivén que bien puede ser el danzar de una cortina a merced del viento, el vuelo de una mosca nerviosa y pegajosa, o el estéril navegar de una colchoneta de aire olvidada en una balsa. Todo el mundo descansa a la sombra, a salvo. La siesta hace de la sobremesa una especie de trance nocturno similar a la noche en el Ártico en los meses de verano, donde aunque la vida se detiene, el sol brilla más o menos durante casi toda la madrugada. Enda Efe se acercó despacio a la irlandesa, que había caído dormida en una mecedora, para su propia sorpresa. Le acarició el cabello hasta que despertó y la recibió con un susurro adolescente, que son los mejores porque siempre esconden un misterio inocente.
—Vamos, Enda Berger, ven conmigo.
Las dos Endas salieron por el porche y caminaron en dirección al mar. Octubre iba tras ellas. Al poco, rebasaron una balsa rectangular de unos treinta metros cuadrados que lo mismo servía para tomar el baño que para regar la huerta de hortalizas que había junto a una de sus paredes y donde flotaban, enfriándose, un par de melones rojos. Al poco, a unos cuarenta metros de la casa, se encontraron con una pequeña y vieja cerca de madera. La atravesaron pisando sobre lo que un día seguro fue la puerta y que tenía aspecto de llevar varios años pudriéndose sobre la hierba. Ya se veía el taller. Era una construcción rectangular con el tejado a una sola vertiente que se alargaba con un pequeño voladizo sobre la puerta de acceso para protegerla del sol del verano y la lluvia del invierno. La entrada era más bien grande, de madera y acristalada como si fuese la de un comercio o una carpintería, parecía rescatada de otro lugar. Y, además, otras dos ventanas enormes hacían que hubiese casi tanta luz en el interior como la que había fuera. Enda Efe abrió la puerta con una llave antigua de ésas que los niños ya sólo han visto en los cuentos. Al tiempo, Enda Berger le preguntaba:
—¿Por qué lo llamáis taller? ¿Qué hay aquí exactamente?
La puerta se abrió y se vio claramente lo que ya se adivinaba a través de los cristales. Las paredes estaban llenas de herramientas y piezas de bicicleta colgadas. Del techo pendían unas barras de hierro donde se sujetaban ruedas completas, cámaras y cubiertas. Algunas viejas bicis descansaban contra una pared. Y una mesa de trabajo con anclajes ocupaba el centro de la estancia, desde donde una vieja escalera subía hasta un pequeño altillo de madera. El polvo en suspensión, delatado por los rayos de luz, le otorgaba a aquel lugar casi el estatus de templo.
—Bicicletas —dijo Enda Efe—. Es un taller de bicicletas. Mi padre las arreglaba, era su hobby.
—Sí, recuerdo que ya le gustaba hacerlo cuando nos conocimos en Barcelona.
Enda Efe la miró prestando atención a lo que acababa de decir.
—¿Conociste a mi padre en Barcelona?
—Sí, pero prefiero no hablar de eso ahora. —Tuvo que pensar un segundo antes de continuar—. ¿Por qué tenía un taller de bicicletas si era escritor?
—La gente de la zona, turistas jubilados, labradores, fueron poco a poco cogiendo la costumbre de traerle algún pinchazo y cosas así; no hay ningún taller en la costa, hay que ir hasta el pueblo para llegar al más cercano, y todos sabían que le atraía la mecánica de la bicicleta. Así que acabó por convertirse en el reparador de confianza de toda esa gente.
—¿Un escritor de novela negra que arreglaba las bicicletas a sus vecinos? Eso sí que parece un argumento de novela…
—Mi padre era así. Pero, bueno, ¿tú ya lo sabes, no?
Enda no contestó. Continuaron dando un paseo con Octubre durante un rato. El calor de la tarde se dejaba apabullar por la humedad de las olas que rompían aquel día con la fuerza del anterior y el anterior a éste. El sol se comenzaba a hacer ligeramente soportable y dos mujeres unidas por el nombre y desconocidas por completo avanzaban al mismo paso por una arena que, aunque resultaba familiar para una de ellas, les ofrecía a las dos la misma resistencia al caminar.