ONCE

Don Francisco López-Manzano encontraba aquella situación tan peculiar un tanto extraña. No recordaba haber leído nunca antes un testamento en aquellas circunstancias tan dispares. Enfrente de él, esperaban pacientemente Joaquim Ortells y Enda Berger, que habían llegado juntos, y, a pesar de ello y de estar uno al lado del otro, hacían ver en una muy mala interpretación, que apenas se habían dirigido la palabra antes. Se han acostado, pensó el viejo. Se equivocaba. No sabía que era mucho peor que eso, habían estado a punto de besarse. Faltaban por llegar Noelia Fabregat y su hija. El notario habló más por llenar el vacío que por verdadero interés en hacerlo.

—Creo que habla usted nuestra lengua perfectamente. No habrá problema para que comprenda los detalles del testamento, si no me equivoco.

Enda le sonrió con una pequeña mueca. En aquel momento se abrió la puerta.

—Siento llegar tarde —dijo Noelia casi antes de entrar en el campo visual—, he tenido que despertarla por lo menos tres veces esta mañana.

La hija entró tras su madre. Unas gruesas pinceladas de Artur se apreciaban en ella a simple vista. La barbilla cuadrada, dibujada a pulso con un lápiz, el pelo revuelto en un orden perfecto y la sonrisa que parecía querer salirse de una boca un tanto pequeña. Aquel día no se había molestado en intentar arreglarse y el resultado era más afortunado. El notario continuaba pensando que no era ninguna niña. Los tres se levantaron para saludarlas, ellos primero y Enda Berger un poco después, imitándolos. No sabía cómo comportarse y la situación era algo aterida a pesar del sofocante calor. Noelia ya la estaba observando con recelo mientras estrechaba la mano de don Francisco y le daba un par de besos a Joaquim. Entonces, éste se hizo un poco para atrás como un árbitro de boxeo y las dos mujeres quedaron una frente a la otra.

—Noelia, te presento a Enda Berger.

Noelia le miró con cara de incredulidad mientras Enda extendía la mano para saludarla y la mantenía suspendida en el aire como sujeta por un hilo.

—Sé que es extraño —se defendió Joaquim de la mirada envenenada—, pero es lo que hay. Ya te advertí que había algo que no te iba a gustar.

—¿Se llama Enda? ¿Qué coño de broma es ésta, Joaquim?

—¡Cálmate! Eso no tiene ninguna importancia.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no has tenido cojones para decirme hasta hoy que esta puta se llama como mi hija?

Enda bajó la mano despacio. Comprendió en seguida que aquella mujer no dejaría de odiarla nunca porque no hay ningún motivo en el mundo para ponerle el nombre de una mujer a la hija de otra. Noelia aguantó la mirada un rato hasta que sus pupilas parecieron agrietarse como un fino cristal. Desde lo más hondo del corazón se sintió traicionada por el que había sido siempre un compañero perfecto, un buen marido. Entonces giró la cabeza y miró a aquella mujer que le acababa de arrebatar su pasado. Su presencia allí significaba que la época más feliz de su vida había sido como una tormenta eléctrica sin lluvia en mitad del verano. No hacía falta conocer los detalles. No había cabida para una explicación inocente y sensata en todo aquello. Todos guardaron silencio. Enda Berger y Enda Font se miraban con curiosidad. Un hombre al que quisieron, aunque de manera diferente, había decidido unirlas para siempre sin ningún derecho y, sobre todo, sin ningún motivo lógico. Noelia Fabregat suspiró tan hondo como pudo y pareció vaciar por primera vez en tres meses el aire de sus pulmones

—Creo que me voy a marchar —dijo con un débil hilo de voz.

—No —dijo Enda haciendo un esfuerzo por despegar sus labios—. Yo me voy. No tendría que haber venido.

La puerta se quedó entreabierta, a su salida. El notario puso cara de circunstancias y se miró el reloj. Joaquim miró a Noelia y levantó las cejas. Ella desvió la mirada, y después de pasearla por el suelo unos segundos, le hizo un gesto con la cabeza que indicaba que fuese a por la irlandesa. Así que salió tras ella.

Enda esperaba junto al coche que la había llevado hasta allí, con los brazos cruzados. Ni siquiera sabía dónde coger un autobús. Se odió por haberse dejado arrastrar hasta aquella situación tan incómoda. Pero todo lo referente a Artur siempre la había absorbido como un tornado, para bien o para mal. Y dieciséis años más tarde no iba a ser diferente. Más ahora que nunca, necesitaba saber qué había ocurrido. Necesitaba llevar a puerto aquella deriva de tantos años. Era consciente del dolor que le esperaba, pero necesitaba saber.

—Enda, tienes que volver —la voz de Joaquim lograba coger el tono con el que hablan los sacerdotes, era difícil pensar que no estaba leyendo un salmo desde un púlpito.

—No debiste haber venido a buscarme —dijo ella sin siquiera mirarle.

—He venido porque me lo ha pedido Noelia.

—No quiero decir ahora. Me refiero a Irlanda, no debiste venir a buscarme.

—Sabes que no tenía alternativa.

—¿Ha cambiado de parecer?

—Sí —dijo enfatizando con un ligero movimiento de muelle en la cabeza.

—Me acaba de llamar puta.

—Ponte en su lugar.

—Ya lo hago. Por eso me quiero marchar. Soy la mala de esta película y no me gusta.

Joaquim le tendió la mano. Ella le miró con los ojos desprevenidos como si estuviesen en octavo curso en el baile de graduación de su antiguo instituto, en Athlone, en el condado de Westmeath, y él le estuviese pidiendo bailar.

—De acuerdo. Entraré —dijo mientras dejaba descansar su mano sobre la de él—. Pero ya te advierto que no voy a aceptar nada de esa herencia. Te seré sincera, no he venido aquí por un trozo de campo o los ahorros de nadie. Lo único que me ha empujado a volver a esta tierra es la esperanza de que haya unas líneas dirigidas a mí que me ayuden a entender lo que pasó hace dieciséis años, y, de momento, cada vez lo entiendo menos.

Joaquim sonrió. Cogió la mano de ella y la apoyó en el revés de su codo.

—Vamos —dijo.

Noelia adoptaba ahora una actitud casi indiferente hacia ella. Quería acabar cuanto antes. Todos lo querían. Don Francisco no perdió ni un segundo, temía que algo pudiese volver a interrumpirles.

—Veamos, yo, Artur Font García, mayor de edad bla bla bla, con domicilio… Aquí empieza… A mi mujer, Noelia Fabregat Pons, le corresponden los derechos de autor de mi obra escrita, al completo y sin excepción. Además del cincuenta por ciento de todo mi capital, que está repartido en cuentas correspondientes a cuatro bancos y cajas, que son BBVA, Caixa Rural de L’Horta del Mar, Bancaixa y Deutsche Bank. A mi única hija, Enda Font Fabregat, le corresponde la propiedad del piso sito en el pueblo de L’Horta del Mar, calle de Darrere, número diecisiete. Así como la casa de mi abuela sita en la playa del Castell, camino del Mar, sin número, la Alquería Julieta, cuyo usufructo será de mi esposa mientras viva. Además de cuantos automóviles sean de mi propiedad en el momento que se formalicen estas voluntades y del cincuenta por ciento de las cuentas antes citadas y referidas con detalle en el anexo. Y ahora continúa. A Enda Berger le corresponde el taller que hay junto a la Alquería Julieta, entendiéndose que la pequeña valla que separa una y otra propiedad es el margen por el que se debe dividir la finca. Nada más. Eso es todo —dijo el notario.

Durante unos segundos un silencio bochornoso inmovilizó a todos los presentes. Pero pronto Enda Berger intervino.

—Renuncio a mi parte. No me interesa ninguna posesión. ¿Se puede renunciar? —preguntó mirando a don Francisco.

—Sí, claro. Pero no hoy.

—¿Por qué no? —replicó ella.

—Porque yo no lo permito. Y menos después de ver la escena que acaban de protagonizar aquí ustedes. No me fío de su juicio. Es una decisión muy importante y no la va a tomar en caliente. No en mi notaría.

Enda miró al abogado, quien no pudo más que sonreírse y levantar los hombros. A él no le parecía tan mala idea que ella tuviese que dejarse ver por aquel lugar de vez en cuando para gestionar su pequeño patrimonio. Noelia le clavó los ojos y después la miró de arriba abajo poco a poco. Aquella mujer compartía algo con su marido. En todo el tiempo que estuvieron casados nunca le habló de ella, y sin embargo, le puso su nombre a la niña. Estaba pensando en ella cuando Noelia la estaba pariendo; cuando ella traía a la hija de ambos al mundo, que debía ser un fruto del amor que sentían, él echaba de menos a otra mujer. Nunca se había sentido tan despreciada. Se acercó a ella con aquel rostro de duros perfiles y en el tono más neutro que pudo le dijo:

—¿Tienes donde quedarte hasta que esto termine? Tenemos una habitación de invitados.

—Puede quedarse en mi casa —dijo Joaquim.

—Ni lo sueñes, Ximo.