Habían pasado dos semanas y Enda no había vuelto a saber de Keith Williams. Su magullado corazón se recuperaba en un hospital de campaña, como en cualquier otra guerra. Tampoco había tomado contacto con ningún otro compañero de la facultad porque pensaba que quizá todos estuviesen al corriente de lo que pasó, y ella ahora fuese un marimacho más y ya no la linda y risueña Enda Berger a la que todos apreciaban. Se equivocaba de todas, todas. La pobre Keith ya tenía bastante con su temerosa marejada de identidad sexual. Amaba a Enda tanto como la odiaba por los mismos motivos. La vida es así a veces. Volvería a Gales atormentada y nunca se volverían a ver. Se casaría y tendría dos niños. Y haría el amor con su marido siempre con la luz apagada para poder imaginar, de vez en cuando, a Enda Berger descubriendo su piel y olfateando su carne. Por el contrario, Enda tan sólo la odiaría desde lo más profundo. Desde tan profundo como un solo beso.
Un sábado de Julio, con la ciudad de Dublín a rebosar de turistas italianos y españoles, en su mayoría, Enda Berger se disponía, ya un poco más animada, a salir a tomar el almuerzo, leer la prensa, tumbarse en el parque y rematar con unas compras en Grafton Street como cualquier otra dublinesa. Estaba ya a punto de salir de casa cuando vio el aviso del servicio postal a punto de caer en el olvido del hueco que había entre el mueble y la pared. Lo tomó en sus manos y decidió comprobar de qué se trataba.
La O’Connell Street estaba intransitable. La marea humana que la recorre arriba y abajo durante todo el invierno, se convierte en verano en un estorbo mucho más pegajoso y torpe. Casi una inclemencia más contra la que luchar del peculiar clima de la ciudad. Llegó a la oficina postal que hay frente al Spire.
—Señorita, firme aquí —el empleado de correos no disimulaba la mala gana con que había acudido a trabajar aquel sábado. Maldecía en voz baja a cada usuario que entraba por la puerta.
Enda Berger leyó el telegrama internacional antes de salir de la estafeta: Hola. Soy un abogado español contratado para este cometido…
Lo repasó con la vista un par de veces. Le dio la vuelta buscando más información que no encontró y salió de allí pensativa. Tomó el almuerzo en una terraza frente al Río Liffey, leyó la prensa sentada en el muelle, se tumbó un rato en el parque de Saint Stephen’s Green e hizo algunas compras. A las seis y media estaba entrando en su casa. Se preparó una taza de Barry’s Tea y se sentó frente al ordenador. Abrió el correo electrónico y seleccionó crear un nuevo mensaje. Copió en el destinatario la dirección de correo electrónico que aparecía en el telegrama y se puso a escribir. Después pulsó enviar.