Enda Berger no hizo ningún comentario al respecto. Cumplió con su jornada laboral en el Bowell’s Pub, como siempre, y se marchó a casa hacia las siete. Hacía buen tiempo y el día ya se alargaba como las ramas de los tejos. Una brisa marina que nunca cesa en la orilla oeste de la isla acariciaba su cabello recogido y lo iba soltando muy poco a poco, mechón a mechón, casi con cariño. Estaba sentada descalza en el porche y sostenía en las manos una taza de té caliente. Miraba el horizonte pero no se fijaba en nada, tan sólo recordaba. Buscó en el bolsillo de atrás y sacó de nuevo el telegrama. Ya lo había leído unas diez veces. En esta ocasión, lo hizo en voz alta, como si ello ayudase a resolverlo todo. Telegrama internacional. Origen, España. Remitente, Joaquim Ortells. Hola. Soy un abogado español contratado para este cometido. Si usted se llama Enda Berger y le dice algo el nombre de Artur Font, póngase en contacto conmigo de inmediato. Es muy importante. Más abajo había un par de teléfonos y una dirección de correo electrónico. Enda lo volvió a doblar y guardar en el bolsillo de atrás de su pantalón. Cerró los ojos y respiró tan profundo como pudo. El corazón le palpitaba fuerte. Hacía tiempo que aquella bomba de presión sanguínea había olvidado cómo hacerlo. Mucho tiempo. No tenía apetito. Tampoco tenía más sed. Frío o calor, nada le importaba. Sabía que no iba a pegar ojo en toda la noche. Estuvo allí sentada en silencio durante horas. Al amanecer se dio un baño y se acostó un rato.