[12 de junio de 2008]
Enda Berger buscaba con su lengua en la boca de Barry Cowen. Éste movía de forma desmañada e inexperta sus manos abiertas, que se extendían como una yedra sobre el trasero de ella. No había besado a muchas chicas a sus trece años, aunque no era la primera vez que Enda y él se entregaban a la torpe pasión adolescente. Ella pareció encontrar lo que buscaba y se dio a la retirada con un botín muy jugoso.
—Tengo tu chicle —dijo con cara maliciosa—. Sabe a ti y lo voy a llevar en la boca hasta mañana. Éste va a ser el beso más largo de la historia.
Él la miraba atentamente en silencio mientras sujetaba los libros del colegio bajo el brazo. A esa edad, ellas siempre llevan la iniciativa, puede que a cualquier edad lo hagan.
—Lo tendré en mi boca mientras tome la cena con mis padres —prosiguió ella en un tono sedoso—. Mientras me cepille los dientes lo iré pasando de un lado a otro y lo mantendré a salvo.
Barry la miraba ya un poco más divertido. Le hacían mucha gracia las ocurrencias que inventaba Enda. Pensaba que podía estar toda su vida besando a aquella chica, abrazados como si fuese posible parar el tiempo y desafiar la vorágine del ritmo al que circulaban los adultos. A veces, la acercaba contra sí tan fuerte que sus latidos se tocaban y por momentos creía que se fundían en uno, pero nunca se lo dijo. Ella continuaba hablando:
—Y esta noche dormirá a salvo entre mis dientes, que lo protegerán, y descansará sobre mi lengua —en aquel momento Barry Cowen sufrió un sofoco y notó un estallido de deseo que iba desde los genitales hasta las orejas, que siempre estaban encendidas de calor. Enda continuó, ya sin poder aguantar la risa—, mi lengua caliente…
Barry sonrió. Se la había vuelto a jugar. Aquella chica sabía cómo hacerle sentir emociones tan fuertes que el corazón le sacudiera el pecho con la fuerza de la bomba de agua que tenía su abuelo para dar de beber a las vacas. Tan pronto vino, el sofoco se fue y un escalofrío de sudor le devolvió a la temperatura corporal normal.
—¡Dame un beso! —exigió la niña.
Él obedeció con tanta entrega que fue ella la que tuvo que ir apartándose poco a poco. Él sabía que aquella tarde le volverían a doler los testículos pero no le importaba. Enda se fue alejando despacio mientras caminaba de espaldas.
—Mira lo que tengo —dijo haciendo una gran pompa con el chicle.
Barry sonrió una vez más antes de darse la vuelta y llevarse cada segundo de aquel encuentro en su memoria para siempre.
Enda entró en su casa de la Bridge Street en Dundalk, en la República de Irlanda. Sus padres la esperaban en el salón.
—Enda, ¿puedes venir un momento, por favor? —sonó la siempre lineal y equidistante voz de su padre.
Su madre estaba sirviendo el té.
—¿Quieres un té, cariño? —el timbre de su madre indicaba que algo ocurría pero que podía contar con ella para echarle un cable.
—Sí, por favor —un apoyo de su madre siempre era bien recibido.
—¿Qué sabes de esto?
Su padre extendió la mano con un papel que ella tomó en las suyas y lo leyó.
—¿Qué significa? —preguntó con una voz muy diferente a la que utilizaba para provocar a Barry Cowen.
—Esperábamos que tú nos lo dijeses —pronunció su padre bajando un poco el tono, la expresión de su hija parecía sincera—. Es un telegrama internacional que te envían desde España. ¿A quién conoces tú en España? ¿Con quién hablas cuando te sientas delante del ordenador?
—Con mis amigas, papá —respondió ella defendiéndose—. No conozco a nadie en España, ¿qué ocurre? —dijo mirando a su madre un poco asustada.
—Nada, hija, no te preocupes —respondió ésta en un tono tranquilizador que sólo una madre puede alcanzar—. Ya te lo dije, Allan, la niña no sabe nada de esto. Debe de ser una broma de mal gusto.
—Creo que es hora de llamar a la policía, ahí fuera está lleno de pervertidos —dijo el padre levantándose del sillón.
—No la asustes más, serán chorradas de amigos del instituto. Ya hablaré yo con la madre de Bernice a ver si sabe algo.
—Mamá, yo no he hecho nada —dijo Enda escondida bajo aquella bruma de pecas que le cubría la cara.
—Lo sé, cariño, ve a lavarte las manos que vamos a cenar. ¡Y tira ese chicle a la basura!