CUANDO superó el periodo de culpabilidad Obi se sintió como un metal que ha pasado por el fuego. O, como él mismo lo expresó en una de las espasmódicas entradas de su diario: «Me pregunto por qué me siento como una serpiente que acaba de emerger de su muda». La imagen de su pobre madre volviendo del río, con la ropa sin lavar y la palma de la mano sangrando donde se había cortado con su cuchilla herrumbrosa, se desvaneció. O, mejor dicho, pasó a segundo plano. Ahora la recordaba como la mujer que conseguía que las cosas funcionaran.
Su padre, aunque se mantenía siempre firme en las disputas entre la iglesia y el clan, era un hombre de pensamiento y no de acción. Ciertamente, a veces tomaba decisiones precipitadas y violentas, pero esas ocasiones no eran frecuentes. Cuando en circunstancias normales se enfrentaba a un problema, lo suyo era medirlo y sopesarlo y mirarlo desde todos los ángulos, posponiendo la acción. Él confiaba completamente en su esposa en esas ocasiones. Siempre decía en broma que todo había empezado el día de su boda. Y entonces contaba cómo ella había sido la primera en cortar la tarta nupcial.
Cuando los misioneros trajeron su propio estilo de matrimonio, también trajeron la tarta nupcial. Pero pronto fue adaptada al sentido teatral de la gente. Se les daba un cuchillo al novio y otro a la novia. El maestro de ceremonias contaba «Un, dos, tres, ¡ya!», y el primero en cortar la tarta era el dominante en la pareja. El día de la boda de Isaac, su mujer había cortado la tarta primero.
Pero la historia que a Obi le resultaba más entrañable era la del cabrito sagrado. En su segundo año de matrimonio, su padre era catequista en un poblado llamado Aninta. Uno de de los grandes dioses de Aninta era Udo, que tenía un cabrito dedicado a él. Este cabrito se convirtió en una amenaza para la misión. Además de dormir y defecar en la iglesia, destrozaba las cosechas de ñames y maíz del catequista. El señor Okonkwo se había quejado en varias ocasiones al sacerdote de Udo, pero el sacerdote (que sin duda era un guasón) decía que el cabrito de Udo era libre de ir a donde quisiera y de hacer lo que le apeteciera. Si le daba por ir a dormir al altar de Okonkwo, debía de ser porque los dos dioses eran camaradas. Y la cosa hubiera seguido así de no haber sido porque un día el cabrito entró en la cocina de la señora Okonkwo y se comió el ñame que ella estaba preparando para la comida, y eso en una época en la que los ñames eran tan preciosos como colmillos de elefante. Cogió un machete afilado y le cortó la cabeza al cabrito. Hubo serias amenazas por parte de los ancianos del pueblo. Las mujeres se negaron durante un tiempo a comprarle o venderle en el mercado. Pero la emasculación del clan por la religión y el gobierno de los blancos había tenido tanto éxito que el asunto pronto se calmó. Quince años antes de este incidente, los hombres de Aninta habían ido a la guerra con sus vecinos y los habían sometido. Pero el gobierno de los blancos se había entrometido y había obligado a todos los hombres de Aninta a entregar sus armas de fuego. Cuando habían recogido todas, los soldados las destruyeron públicamente. Hoy día hay una quinta en Aninta que se llama la Quinta de los Fusiles Rotos. Son los chicos que nacieron ese año.
Estos pensamientos le proporcionaron a Obi un extraño placer. Parecían liberar su espíritu. Ya no se sentía culpable. Él, también, estaba muerto. Después de la muerte no hay ideales ni engañifas, solo la realidad. El idealista impaciente dice: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo». Pero no existe semejante lugar. Todos estamos sobre la tierra misma y tenemos que seguir su ritmo. La visión más terrible del mundo no hace que se te salgan los ojos. La muerte de una madre no es como una palmera que da fruto en el extremo de una hoja, por mucho que queramos. Y esa no es la única ilusión que tenemos…
Era otra vez el momento de solicitar becas. Había tanto trabajo que Obi tenía que llevarse a casa varios expedientes todos los días. Estaba a punto de ponerse a trabajar cuando un nuevo modelo de Chevrolet aparcó fuera. Lo vio claramente desde su escritorio. ¿Quién podía ser? Parecía uno de los prósperos hombres de negocios de Lagos. ¿Qué podía querer? Todos los demás ocupantes del bloque eran europeos sin importancia que ocupaban los escalafones más bajos del funcionariado.
El hombre llamó a la puerta de Obi, y Obi se precipitó a abrirla. Probablemente quería que le diera alguna dirección de otra persona. Los no residentes se perdían siempre en Ikoyi entre los bloques idénticos de viviendas.
—Buenas tardes —dijo.
—Buenas tardes. ¿Es usted el señor Okonkwo?
Obi dijo que sí. El hombre se presentó. Vestía una agbada carísima.
—Por favor, siéntese.
—Gracias.
Sacó una toallita de algún repliegue de su vaporoso ropaje y se enjugó la cara.
—No quiero hacerle perder el tiempo —dijo mientras se secaba los antebrazos bajo las amplias mangas de la agbada—. Mi hijo se va a Inglaterra en septiembre. Quiero que tenga una beca. Si usted puede hacerlo, aquí tiene cincuenta libras.
Sacó un fajo de billetes del bolsillo de la agbada.
Obi le dijo que no era posible.
—En primer lugar, yo no concedo las becas. Lo único que hago es repasar las solicitudes y recomendar a los que satisfacen los requerimientos del Comité de Becas.
—Eso es lo que quiero. Solo que le recomiende —dijo el hombre.
—Pero puede que el comité no le seleccione.
—No se preocupe por eso. Limítese a hacer lo propio…
Obi estaba en silencio. Recordó el nombre del muchacho. Ya estaba entre los seleccionados.
—¿Por qué no paga usted sus estudios? Usted tiene dinero. Las becas son para los pobres.
El hombre se rió.
—Nadie tiene bastante dinero en este mundo. —Se puso de pie y colocó el fajo de billetes ante Obi, en la mesita auxiliar—. Esto es solo una pequeña nuez de cola —dijo—. Vamos a ser buenos amigos. No se olvide de mi nombre. Ya nos veremos. ¿Va alguna vez al club? No le había visto nunca antes.
—No soy miembro.
—Pues debería hacerse —dijo—. Hasta la vista.
El fajo de billetes permaneció donde el hombre lo había dejado todo el día y toda la noche. Obi puso un periódico encima y echó el cerrojo a la puerta.
—¡Esto es terrible! —murmuró—. ¡Terrible! —dijo en voz alta.
Se despertó sobresaltado a media noche y no fue capaz de volverse a dormir durante mucho rato.
—Bailas muy bien —susurró él mientras ella se apretaba contra su pecho, respirando fuerte y rápido.
Ella le echó los brazos alrededor del cuello y puso sus labios a un centímetro de los suyos. Ya no prestaban atención al ritmo del high-life. Obi la condujo hacia su habitación. Ella hizo un falso amago de resistencia, luego le siguió.
Obviamente, no era una escolar inocente. Conocía el oficio. En cualquier caso, estaba en la lista de finalistas. Pero de todos modos era una gran decepción. Era inútil pretender que no lo era. Al menos uno tenía que ser honesto. La llevó en su coche de regreso a Yaba. De regreso pasó por casa de Christopher para contárselo y reírse un rato. Pero se fue sin haberle contado la historia. Otro día, quizá.
Vinieron otros. La gente decía que el señor Tal-y-Tal era un caballero. Cogía dinero, pero hacía su trabajo, lo cual era una gran publicidad, así que otros seguirían. Pero, tercamente, Obi se negaba a dar su aprobación a nadie que no tuviera la educación mínima y otros requisitos. En eso era inflexible.
A su debido tiempo, pagó el descubierto del banco y su deuda con el Excelentísimo Sam Okoli, miembro de la Cámara de Representantes. Lo peor ya había pasado y Obi tendría que sentirse más feliz. Pero no era así.
Después un día alguien le dio veinte libras. Cuando el hombre se fue, Obi sintió que no podía soportarlo más. La gente dice que uno se acostumbra a estas cosas, pero para él no había sido así. Cada ocasión había sido cien veces peor que la anterior. El dinero estaba sobre la mesa. Hubiera preferido no mirarlo, pero parecía no tener alternativa. Se quedó sentado mirándolo, paralizado por sus pensamientos.
Llamaron a la puerta. Se puso en pie de un salto, cogió el dinero y lo llevó a la habitación. Un segundo golpe en la puerta le pilló casi en la puerta del dormitorio y le dejó allí clavado. Entonces vio en el suelo por primera vez el sombrero que su visitante había olvidado, y suspiró con alivio. Se metió el dinero en el bolsillo y fue a abrir la puerta. Entraron dos personas: una era su último visitante, el otro un extraño.
—¿Es usted el señor Okonkwo? —preguntó el extraño.
Obi respondió que sí con una voz que a él mismo le costó reconocer como propia. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor. El desconocido estaba diciendo algo, pero sonaba muy lejano, como suenan las palabras a un hombre con fiebre. Después registró a Obi y encontró los billetes marcados. Empezó a decir otras cosas, invocando el nombre de la reina, como un comisario de distrito en un poblado leyendo el Acta de Rebeliones a una multitud delirante que no podía comprenderle. Mientras tanto el otro hombre usó el teléfono que estaba al lado de la puerta de Obi para llamar al furgón policial.
Todo el mundo se preguntaba por qué. El docto juez, como hemos visto, no podía comprender cómo un joven educado, etcétera, etcétera. El tipo del Instituto Británico, incluso los hombres de Umuofia, no lo entendían. Y debemos suponer que, a pesar de sus inamovibles certezas, el señor Green tampoco.