EN total, Clara estuvo cinco semanas en el hospital. En cuanto tuvo el alta, le dieron un permiso de setenta días y se fue de Lagos. Obi se enteró por Christopher, que se había enterado por su novia, que era enfermera en el Hospital General.
Tras un nuevo fracaso, a Obi le habían aconsejado que no intentara ver a Clara por el momento.
—Se le pasará —le dijo Christopher—. Dale tiempo.
Después citó en igbo las palabras que le dijo la pulga a sus hijos cuando los rociaron con agua caliente. Que no se desalentaran porque todo lo que está caliente tarde o temprano se enfría.
El plan de Obi de ingresarle cincuenta libras en su cuenta se había quedado en nada por varias razones. Un día había recibido un sobre certificado. Se preguntó quién podía enviarle una carta certificada. Resultó ser del Comisionado del Impuesto sobre la Renta.
Marie le aconsejó que en el futuro lo domiciliara en el banco para pagarlo mensualmente.
—Así ni lo notas —le dijo.
Ese era, por supuesto, un consejo muy útil para el año siguiente. De momento, tenía que sacar de algún sitio treinta y cuatro libras.
Para colmo de males, su madre murió. Envió todo el dinero que pudo para el funeral, pero la gente ya andaba diciendo para su eterna vergüenza que una mujer que había tenido tantos hijos, uno de los cuales ocupaba un cargo europeo, se merecía un funeral mejor del que tuvo. Un hombre de Umuofia que estaba en casa de permiso cuando ella murió trajo la noticia a Lagos, a la reunión de la Unión Progresista de Umuofia.
—Fue una vergüenza —había dicho.
Alguien quiso saber por qué esa bestia (refiriéndose a Obi) no había pedido permiso para ir a casa.
—Esto es lo que le hace Lagos a un joven. Corre detrás de la miel, baila pecho con pecho con mujeres y se olvida de su casa y de su gente. ¿Quién sabe qué medicina le puso esa osu en la sopa para que cerrase los ojos y los oídos a su gente?
—¿Le ves alguna vez en nuestras reuniones? Tiene mejor compañía.
En este punto uno de los hombres más ancianos de la reunión levantó la voz. Era un hombre muy pomposo.
—Todo lo que habéis dicho es verdad. Pero hay una cosa que debéis aprender. Todo lo que pasa en la vida tiene un sentido. Como dice nuestra gente: «Donde quiera que algo se alza, algo se alza a su lado». Ya veis lo que es la sangre. No hay nada como ella. Por eso si plantas un ñame produce otro ñame, y si plantas un naranjo da naranjas. He visto muchas cosas en mi vida, pero nunca he visto a un banano dar malanga. ¿Por qué digo esto? Quiero que vosotros, los jóvenes aquí presentes, me escuchéis, porque es escuchando a los ancianos como se alcanza la sabiduría. Sé que cuando vuelvo a Umuofia no puedo pretender ser un anciano. Pero aquí en este Lagos soy mayor que todos vosotros. —Hizo una pausa efectista—. Este chico del que hablamos, ¿qué ha hecho? Le dijeron que su madre había muerto y no le importó. Es una cosa rara y sorprendente, pero puedo deciros que ya lo he visto antes. Su padre hizo lo mismo.
Ante esto, cundió la emoción.
—Muy cierto —dijo otro anciano.
—He dicho que su padre hizo lo mismo —dijo el primero rápidamente, por si alguien le quitaba la historia de la boca—. No estoy especulando y no os estoy pidiendo que no lo repitáis fuera de aquí. Cuando el padre de este chico (todos le conocéis, es Isaac Okonkwo), cuando a Isaac Okonkwo le dijeron que su padre había muerto él contestó que quien a hierro mata a hierro muere.
—Muy cierto —repitió el otro hombre—. Fue la comidilla de Umuofia en esos días y durante muchos años. Yo era muy pequeño entonces, pero lo oí contar.
—Ya veis —dijo el presidente—. Un hombre puede ir a Inglaterra y hacerse médico o abogado, pero eso no cambia su sangre. Es como un pájaro que sale volando de la tierra y se posa en un termitero. Sigue estando en el suelo.
Obi había quedado absolutamente postrado por el golpe de la muerte de su madre. Tan pronto como vio al cartero vestido de caqui y con un casco metálico avanzando hacia su mesa con el telegrama lo había sabido. Le temblaban las manos violentamente al firmar el recibí y el resultado no se parecía en nada a su firma.
—Hora de la recepción —dijo el cartero.
—¿Qué hora es?
—Tiene usted reloj.
Obi miró su reloj porque, como había señalado el cartero, lo tenía.
Todo el mundo fue extremadamente amable. El señor Green le dijo que podía tomarse una semana de permiso si quería. Obi cogió dos días. Fue derecho a casa y se encerró en su piso. ¿Qué sentido tendría ir a Umuofia? En cualquier caso, ya la habrían enterrado para cuando él llegase. ¡Y la idea de llegar a casa y no encontrarla! En la intimidad de su dormitorio dejó correr las lágrimas como un niño.
El efecto del llanto fue sorprendente. Cuando finalmente se quedó dormido no se despertó una sola vez en toda la noche. Aquello no le pasaba desde hacía muchos años. En los últimos meses apenas había sido capaz de conciliar el sueño.
Se despertó sobresaltado y vio que era completamente de día. Durante un instante se preguntó qué había ocurrido. Después, los pensamientos del día anterior volvieron bruscamente. Se le hizo un nudo en la garganta. Salió de la cama y se quedó mirando fijamente hacia la luz que entraba por los ventanales. Su corazón estaba lleno de vergüenza y culpabilidad. Ayer habían depositado a su madre en la tumba y la habían cubierto de tierra roja y no había sido capaz de guardar una noche de vigilia por ella.
—¡Terrible! —dijo.
Sus pensamientos se dirigieron hacia su padre. Pobre hombre, estaría completamente perdido sin ella. Durante el primer mes o así no sería tan tremendo. Todas las hermanas casadas de Obi volverían a casa. Sin duda Esther se ocuparía de él. Pero al final todas tendrían que volver a sus casas. Y ese era el momento en el que su padre acusaría realmente el golpe, cuando todo el mundo empezara a irse. Obi se preguntó si había hecho lo correcto al no ponerse en camino hacia Umuofia el día anterior. Pero ¿qué sentido tendría haber ido? Era más útil enviar todo el dinero que tenía para el funeral en vez de gastar gasolina para ir a casa.
Se lavó la cabeza y la cara y se afeitó con una cuchilla vieja. Después estuvo a punto de quemarse la boca al cepillarse los dientes con crema de afeitar, que confundió con la pasta dentífrica.
En cuanto regresó del banco volvió a acostarse. No se levantó hasta que llegó Joseph, a eso de las tres de la tarde. Vino en taxi. Sebastian le abrió la puerta.
—Mete estas botellas en la nevera —le dijo Joseph.
Obi salió de su habitación y se encontró con unas cuantas botellas de cerveza en la puerta. Debía de haber una docena.
—¿Qué es esto, Joseph? —preguntó.
Joseph no respondió inmediatamente. Estaba ayudando a Sebastian a guardarlas.
—Son mías —dijo al fin—. Voy a usarlas para algo.
Poco después empezó a llegar gente de Umuofia. Algunos vinieron en taxis, no solos como Joseph, sino en grupos de tres o cuatro, compartiendo entre ellos el precio del viaje. Otros llegaron en bicicleta. En total había más de veinticinco personas.
El presidente de la Unión Progresista de Umuofia preguntó si se podía cantar un himno en Ikoyi. Lo preguntaba porque Ikoyi era una reserva europea. Obi dijo que era mejor que no cantaran, pero estaba profundamente conmovido al ver que tantos de sus paisanos habían venido, a pesar de todo, a presentarle sus condolencias. Joseph le llamó aparte y le dijo que había traído las cervezas para invitar a los que vinieran.
—Gracias —dijo Obi, intentando despejar la niebla que amenazaba con cubrir sus ojos.
—Dales ocho botellas y guarda el resto para los que vengan mañana.
Al llegar, todo el mundo se dirigía a Obi y le decía «Ndo». A algunos les respondía con una palabra y a otros con una inclinación de cabeza. Nadie se cebó hurgando en su pena. Simplemente le dijeron que fuera valiente y empezaron a hablar enseguida de las cosas corrientes de la vida. Las noticias del día se centraban en el ministro del Territorio, que había sido uno de los políticos más populares hasta que se le ocurrió criticar al héroe nacional.
—Es un imbécil —dijo uno de los hombres en inglés.
—Es como el pajarito nza que después de una comilona estaba tan atontado que retó a su propio chi a un combate singular —dijo otro en igbo.
—Lo que vio en Obodo le hará entrar en razón —dijo un tercero—. Fue a dar un mitin a su propia gente y todo el mundo se puso un pañuelo en la nariz porque sus palabras apestan.
—¿No fue allí donde le pegaron? —preguntó Joseph.
—No, eso fue en Abame. Fue con tres furgonetas llenas de mujeres de su partido. Pero ya sabes cómo es la gente de Abame: no pierden el tiempo. Le dieron una buena paliza y les quitaron los pañuelos de la cabeza a las mujeres. Dijeron que no estaba bien pegar a las mujeres, pero les quitaron los pañuelos.
En la otra esquina un grupito estaba manteniendo una conversación diferente. Hubo una pausa en la discusión general y se oyó la voz de Nathaniel contando una historia.
—Tortuga emprendió un largo viaje para visitar a un clan lejano. Pero antes de marchar le dijo a su gente que no fueran a buscarle a menos que ocurriera algo nuevo bajo el sol. Cuando se hubo marchado, su madre murió. El asunto era cómo hacerle volver para enterrar a su madre. Si le decían que su madre había muerto, él diría que no era nada nuevo bajo el sol. Así que le dijeron que la palmera de su padre había dado un fruto al final de una hoja. Cuando Tortuga se enteró, dijo que tenía que volver a casa para ver esa monstruosidad. Así que le fastidiaron sus intenciones de no acudir al funeral de su madre.
Hubo un largo silencio embarazoso cuando Nathaniel terminó de contar la historia. Era obvio que solo la había contado para unos pocos a su alrededor. Pero de pronto se había encontrado dirigiéndose a toda la habitación. Y no era un hombre que dejara una historia a medias.
De nuevo Obi durmió toda la noche y se despertó por la mañana con sentimiento de culpa. Pero no era tan punzante como el día anterior. Y pronto se desvaneció, dejando una extraña sensación de calma. La muerte era una cosa extraña, pensó. No hacía ni tres días que su madre había muerto y la sentía ya muy distante. Cuando intentó representársela la noche anterior, la imagen estaba ya un poco borrosa en los bordes.
—¡Pobre madre! —dijo, intentando sentir la emoción correcta mediante la manipulación de sus propios sentimientos.
Pero no sirvió de nada. El sentimiento dominante era la paz.
Cuando llegó el desayuno, tenía un apetito voraz e insólito, pero se negó deliberadamente a comer más que un poco. A las once, no obstante, no pudo evitar el tomar un poco de garri empapado en agua fría con azúcar. Mientras lo tomaba a cucharadas se sorprendió tarareando una melodía de baile.
—¡Terrible! —dijo.
Después recordó la historia del rey David, que renunció a comer mientras su hijo estuvo enfermo, pero que se lavó y comió cuando murió. Él, también, debía de haber sentido esta clase de paz. La paz que va más allá del entendimiento humano.