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EL problema más inmediato era cómo conseguir treinta libras antes de las dos del día siguiente. También estaban las cincuenta libras que le tenía que devolver a Clara, pero eso podía esperar. Lo más sencillo sería acudir a un prestamista, recibir treinta libras y firmar un recibo por sesenta. Pero Obi prefería suicidarse antes de ir a un prestamista.

Ya había mirado cuánto le quedaba del dinero que había llevado a casa. Fue a su caja y lo volvió a mirar. Había doce libras en billetes y algo de suelto que llevaba en el bolsillo. Solo le había dado cinco libras a su madre y nada a su padre puesto que, tal y como estaban las cosas, tenía que devolverle las cincuenta libras a Clara cuanto antes.

No tendría sentido pedirle nada a Christopher. Su salario nunca llegaba más allá del día diez del mes. Lo único que le libraba de morirse de hambre era el brillante sistema que había desarrollado junto con su cocinero. A primeros de mes, Christopher le daba todo el «dinero de compra» para el mes.

—Hasta final de mes —le decía— mi vida está en tus manos.

Obi le preguntó una vez qué pasaría si el hombre se largara con el dinero a mitad de mes. Christopher le dijo que estaba seguro de que no lo haría. Era insólito que un «amo» tuviera tanta confianza en su boy, incluso cuando, como en este caso, el boy tenía el doble de edad que el amo y le trataba como a un hijo.

En su desesperación, Obi pensó incluso en el presidente de la Unión Progresista de Umuofia. Pero antes prefería ir a un prestamista. Además de que el presidente querría saber por qué un joven funcionario necesitaba tomar dinero prestado de un hombre con familia que vivía con la mitad de su sueldo, parecería que Obi había aceptado el principio de que sus conciudadanos podían decirle con quién no debía casarse.

—Todavía no he caído tan bajo —dijo en voz alta.

Finalmente se le ocurrió una buena idea. Quizá no fuera tan buena si te parabas a pensarlo, pero era mejor que las otras. Se lo pediría al Excelentísimo Sam Okoli. Le diría con franqueza para qué necesitaba el dinero y que se lo devolvería en tres meses. O quizá no debiera decirle para qué lo necesitaba. Era injusto con Clara decírselo a una persona más de las que fuera absolutamente necesario. Se lo había dicho a Christopher porque pensó que él sabría a qué doctores acudir. Tan pronto como volvió a su piso aquella tarde se le ocurrió que no había insistido en la necesidad de mantener el secreto y se precipitó hacia el teléfono. Solo había un teléfono para los seis pisos del edificio, pero estaba justo al lado de su puerta.

—Hola. Sí, Chris. Se me olvidó comentártelo. Cuando le pidas a ese tipo las direcciones no le digas para quién son… No es por mí, pero ya sabes…

Christopher le dijo, afortunadamente en igbo, que el embarazo no se tapaba con una mano. Obi le dijo que no fuera un maldito idiota.

—Sí, mañana por la mañana. En la oficina no, aquí. No empiezo a trabajar hasta la semana que viene, el miércoles. Ah, sí. Muchas gracias. Hasta luego.

El doctor contó cuidadosamente el fajo de billetes, lo dobló y se lo metió en el bolsillo.

—Vuelve a las cinco de la tarde —le dijo a Obi a modo de despedida.

Pero cuando Obi volvió a su coche no fue capaz de arrancar. Se le venían a la mente toda clase de pensamientos aterradores. No creía en premoniciones ni cosas así, pero de algún modo sentía que no iba a volver a ver a Clara nunca más.

Mientras estaba sentado en el asiento del conductor, paralizado por sus pensamientos, el doctor y Clara salieron y se montaron en un coche que estaba aparcado en la carretera. El doctor debió de decir algo acerca de él porque Clara miró una vez en su dirección e inmediatamente apartó la vista. Obi habría querido salir del coche y gritar: «¡Para! Vamos a casarnos ahora mismo», pero sabía que no era posible. El coche del doctor arrancó.

No podía haber pasado más de un minuto, dos como mucho. Obi tomó una decisión. Arrancó su coche para seguir al del médico y detenerlos. Pero ya no se les veía. Intentó primero un cruce y después otro. Iba a toda velocidad por una calle principal, y un autobús rojo enorme le esquivó por poco. Dio marcha atrás, siguió adelante, giró a izquierda y derecha como una mosca aterrorizada atrapada tras el parabrisas. Ciclistas y peatones le maldijeron. En un instante todo Lagos se alzó en una sonora protesta: «¡SENTIDO ÚNICO! ¡SENTIDO ÚNICO!». Paró, retrocedió en una bocacalle y siguió en dirección contraria.

Después de una hora de este ejercicio loco y sin sentido, Obi se detuvo en un lado de la calzada. Buscó en el bolsillo derecho, y después en el izquierdo, un pañuelo. Al no encontrarlo, se frotó los ojos con la mano. Después apoyó los brazos en el volante y puso la cabeza sobre ellos. Su cara y sus manos se fueron mojando en las áreas de contacto, y chorreando sudor. Era la peor hora del día y la peor época del año, el último par de meses antes de la estación lluviosa. El aire estaba muerto, pesado y caliente. Caía sobre la tierra como un manto de plomo. Dentro del coche de Obi era todavía peor. No había bajado las ventanillas de atrás y el aire estaba atrapado en su interior. Él ni siquiera lo notaba, pero si lo hubiera notado tampoco habría hecho nada.

A las cinco en punto volvió a la clínica. La enfermera le dijo que el doctor no estaba. Obi le preguntó si sabía dónde había ido. La chica le contestó con un tajante «no».

—Tengo una cosa muy importante que decirle. ¿No podría tratar de localizármelo o…?

—No sé adónde ha ido. —Su tono era tan dulce como el de una madera dura tronchándose bajo el hacha.

Obi esperó durante una hora y media hasta que volvió el doctor… sin Clara. Su cuerpo estaba cubierto de sudor.

—Ah, ¿estás aquí? —le preguntó el médico—. Vuelve mañana por la mañana.

—¿Dónde está ella?

—No te preocupes, no le va a pasar nada. Pero quiero tenerla en observación esta noche por si surgen complicaciones.

—¿No puedo verla?

—No. Mañana por la mañana. Eso, si ella quiere verte. Ya sabes que las mujeres son criaturas extrañas.

Le dijo a su criado, Sebastian, que no hiciera cena.

—¿Amo no bien?

—No.

—Lo siento, señor.

—Gracias. Vete ahora si quieres. Estaré bien por la mañana.

Quería un libro para distraerse, así que fue a la estantería. El pesimismo de A.E. Housman le resultó otra vez irresistible. Lo cogió y se lo llevó a su habitación. El libro se abrió por la página en la que él había metido el papel donde había escrito el poema «Nigeria» dos años atrás en Londres.

Dios bendiga a nuestra noble patria, gran país de sol brillante, donde los hombres valientes siguen los caminos de la paz y luchan por ganar su libertad. Ojalá conservemos nuestra pureza, nuestro celo por la vida y la alegría.

Dios bendiga a nuestros compatriotas y a las mujeres en todas partes. Que los enseñe a caminar unidos para construir nuestra amada nación, olvidando la región, la tribu o el habla, y siempre entendiéndose entre sí.

(Londres, julio de 1955).

Estrujó despacio y sin hacer ruido el papel en la palma de su mano izquierda hasta hacer una bolita, la tiró al suelo y empezó a volver las páginas del libro hacia atrás y hacia delante. Al final no leyó ningún poema. Dejó el libro en la mesilla de noche.

El doctor estaba atendiendo a nuevos pacientes por la mañana. Estaban sentados en dos largas filas en el pasillo e iban entrando uno a uno tras las puertas verdes ciegas de la consulta. Obi le dijo a la enfermera que él no era un paciente y que tenía una cita urgente con el doctor. No era la misma enfermera del día anterior.

—¿Qué clase de cita tienes con doctor si no eres paciente? —preguntó.

Algunos de los pacientes de la sala de espera se rieron y aplaudieron su ingenio.

—¿Hombre no enfermo viene ver doctor? —repitió ella para quienes se hubieran perdido la sutileza de la pregunta inicial.

Obi recorrió el pasillo de arriba abajo hasta que volvió a sonar el timbre del médico. La enfermera trató de interponerse en su camino. La empujó y siguió adelante. Ella entró tras él gritando que se había saltado la cola. Pero el doctor no le hizo ningún caso.

—¡Ah, sí! —le dijo a Obi después de un segundo o dos de vacilación, como si estuviera tratando de recordar dónde había visto antes aquella cara—. Está en un hospital privado. Ya le dije que algunas tienen complicaciones. Pero no hay nada de lo que preocuparse. Un amigo mío la está cuidando.

Le dio el nombre del hospital.

Cuando Obi salió, uno de los pacientes estaba esperando para tener unas palabras con él.

—¿Tú piensas que porque gobierno te da coche tú haces lo que quieres? Ves que todos estamos en cola y tú entras igual. ¿Tú crees que es juego?

Obi pasó de largo sin decirle una palabra.

—Bobo. Piensa porque tiene coche hace lo que da la gana. ¡Bestia sin nación!

En el hospital, una enfermera le dijo a Obi que Clara estaba muy enferma y que no se le permitía recibir visitas.