OBI hizo los ochocientos y pico kilómetros entre Umuofia y Lagos en un estado de estupor. No había parado a comer en Akure, como era normal para los viajeros que iban del este de Nigeria a Lagos, sino que había conducido entumecido, un kilómetro tras otro, de la mañana a última hora de la tarde. El viaje solo tuvo un momento de interés, justo antes de Ibadán. Había tomado deprisa una curva y se encontró de cara con dos furgonetas, una intentando adelantar a la otra. A Obi le faltaba medio segundo para estrellarse de frente. En ese medio segundo giró el volante y se salió por la izquierda hacia el bosque.
Una de las furgonetas se paró, pero la otra siguió su camino. El conductor y los pasajeros de la furgoneta buena se apresuraron a ver si le había pasado algo. Le ayudaron a empujar el coche, para alegría de las pasajeras, que todavía estaban gritando y llevándose las manos al pecho. Obi solo empezó a temblar cuando el coche ya estaba otra vez en la carretera.
—Tienes suerte, oh —dijeron el conductor y los pasajeros, algunos en yoruba.
—Esto conductores con prisas —dijo él en pidgin, meneando la cabeza con pesar.
—¡Olorun![10]
El asunto quedó en manos de Dios.
—Pero qué suerte, oh, que no había árbol de este lado de carretera. Al llegar en casa da gracias tu Dios.
Obi examinó su coche y vio que no había sufrido ningún daño salvo un par de rasguños.
—¿Vas en Lagos? —preguntó el conductor.
Obi asintió, todavía incapaz de hablar.
—Toma vida con calma, jeje. Esta carretera es demonio. Si ves accidente como vimos por Abeokuta… ¡Olorun!
Las mujeres hablaban nerviosas, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando a Obi como si fuera un milagro. Una de ellas repitió en pidgin que Obi tenía que dar gracias a Dios. Un hombre asintió:
—Ni poder de Dios hace ahora hablar.
De hecho Obi no estaba hablando, pero el argumento era efectivo de todos modos.
—¡Esto conductores! No manera con ellos.
—No todos conductores malos —dijo el buen conductor—. Ese era loco. Le hice señal para no adelantar, pero iba fiam.
Esta última palabra, combinada con cierto movimiento del brazo, significaba «muy rápido».
El resto del viaje transcurrió sin incidentes. Estaba oscureciendo cuando Obi llegó a Lagos. El enorme cartel que da la bienvenida a los conductores al territorio federal de Lagos le despertó una sensación de pánico. La última noche que pasó en casa había estado dándole vueltas a cómo se lo iba a contar a Clara. No iba a ir primero a su piso y volver después para contárselo. Era mejor parar de camino y recogerla. Pero cuando llegó a Yaba, donde ella vivía, decidió que era mejor ir primero a casa y volver más tarde. Así que pasó de largo.
Se lavó y se cambió de ropa. Después se sentó en el sofá y por primera vez se sintió realmente cansado. Se le ocurrió otra cosa. Christopher quizá pudiera aconsejarle. Se subió al coche sin saber muy bien si iba a casa de Clara o de Christopher. Pero al final fue a la de Clara.
De camino se encontró con una larga procesión de hombres, mujeres y niños vestidos con túnicas blancas recogidas en la cintura con fajines rojos y amarillos. Las mujeres, que eran la mayoría, llevaban pañuelos blancos en la cabeza que les bajaban por la espalda. Cantaban, daban palmas y bailaban. Uno de los hombres dictaba el ritmo con una campanilla. Estaban parando todo el tráfico, por lo que Obi les estuvo íntimamente agradecido. Pero los taxistas, impacientes, les estaban dedicando una serenata de pitidos ensordecedores mientras se abrían paso entre ellos poco a poco. En la cabecera, dos niños con gorros blancos llevaban una pancarta que anunciaba la Eterna y Sagrada Orden del Querubín y el Serafín.
Obi había hecho lo posible para que el asunto sonara intrascendente. Un retraso y nada más. Todo saldría bien al final. La enfermedad de su madre le había tocado la cabeza pero pronto lo superaría. Y su padre estaba prácticamente ganado.
—Lo único que tenemos que hacer es quedarnos un tiempo tranquilos.
Clara le había escuchado en silencio, rozando su anillo de compromiso con los dedos de la mano derecha. Cuando él dejó de hablar le preguntó si había terminado. Él no respondió.
—¿Has terminado? —le preguntó otra vez.
—Si he terminado ¿qué?
—Tu historia.
Obi suspiró por toda respuesta.
—¿No te parece…? En fin, no importa. Solo me arrepiento de una cosa. Yo tendría que haberlo sabido. Pero no importa.
—¿De qué hablas, Clara…? No seas boba —dijo mientras ella se quitaba el anillo del dedo y se lo tendía.
—Si no lo coges tú, lo tiro por la ventana.
—Hazlo.
No tiró el anillo, pero salió afuera hasta el coche y lo metió en la guantera. Volvió y, extendiendo su mano con impertinencia burlona, le dijo:
—Muchas gracias por todo.
—Ven y siéntate, Clara. Vamos a no portarnos como niños. Y, por favor, no me lo pongas más difícil.
—Eres tú el que se lo está poniendo difícil. ¿Cuántas veces te he dicho que nos estábamos engañando? Pero siempre me dijiste que estaba portándome como una cría. De todas formas, da igual. No hace falta hablar más.
Obi se volvió a sentar. Clara se apoyó en la ventana mirando hacia fuera. Obi empezó a decir algo, pero lo dejó después de un par de palabras. Al cabo de otros diez minutos de silencio Clara le preguntó si no sería mejor que se fuera.
—Sí —dijo él, y se levantó.
—Buenas noches.
Ella no se volvió a mirarle. Le estaba dando la espalda.
—Buenas noches —dijo él.
—Tenía que decirte una cosa, pero no importa. Tendría que haber tenido más cuidado.
A Obi se le encogió el corazón.
—¿Qué?
—Bah, nada. Olvídalo, sabré cómo salir de esta.
Obi se había quedado de piedra con la reacción de Christopher ante la historia. Había dicho las cosas menos misericordiosas, y le había estado interrumpiendo todo el rato. Tan pronto como Obi mencionó la oposición de sus padres le quitó la palabra.
—¿Sabes, Obi?, yo tenía ganas de hablarlo contigo. Pero he aprendido a no meterme entre un hombre y una mujer, especialmente con un tipo como tú, que tiene esas ideas maravillosas sobre el amor. Un amigo vino a verme hace un año y me pidió opinión sobre la chica con la que se quería casar. Yo la conocía muy pero que muy bien. Es… vaya, muy abierta. Así que le dije a mi amigo: «No deberías casarte con esta chica». ¿Sabes lo que hizo el muy idiota? Fue y le contó a la chica lo que yo había dicho. Por eso no te dije nada sobre Clara. Puedes decir que no soy muy abierto de mente, pero no creo que hayamos llegado al punto en el que podamos permitirnos el lujo de ignorar nuestras costumbres. Habla de educación y de lo que quieras, pero yo no me voy a casar con una osu.
—Ahora no estamos hablando de con quién te vayas a casar tú.
—Lo siento. ¿Y qué fue lo que dijo tu madre?
—Me acojonó. Me dijo que esperase hasta que ella estuviera muerta o que si no se mataría ella.
Christopher se rió.
—Había una mujer en mi pueblo que al volver un día del mercado se encontró con que sus dos hijos se habían caído a un pozo y se habían ahogado. Se pasó todo ese día y el siguiente llorando y diciendo que quería tirarse al pozo. Pero por supuesto los vecinos la sujetaban cada vez que se ponía de pie. Al cabo de tres días su marido ya estaba harto, y dijo que la dejaran hacer lo que quisiera. Ella fue corriendo hasta el pozo, pero cuando llegó allí le echó una mirada, metió primero el pie derecho, después lo sacó y metió el izquierdo…
—Muy interesante —dijo Obi interrumpiéndole—. Pero puedo asegurarte que mi madre tenía toda la intención de hacer lo que dijo. De todas formas, lo que vine a consultarte es otro asunto. Creo que está embarazada.
—¿Quién?
—No seas imbécil. Clara.
—Vaya, vaya, eso va a ser un problema.
—¿Sabes de algún…?
—¿Médico? No, pero sé que James fue a ver a uno hace poco cuando tuvo problemas. Mira: le pregunto mañana y te llamo.
—¡No llames a mi teléfono!
—¿Por qué? Lo único que voy a hacer es darte una dirección. Te va a costar pasta. Dirás que soy cruel, pero mi actitud ante estos casos es muy otra. Cuando yo estaba en el este, una chica vino y me dijo: «No me viene la regla». Y yo le dije: «Pues ve tú a buscarla». Suena cruel, pero… No sé. Yo lo veo así: ¿cómo sé que soy yo el responsable? Yo me aseguro de tomar precauciones. Eso es todo. Yo sé que en tu caso es distinto. Clara no tenía tiempo para nadie más. Pero incluso así…
Debía de haber algo en Obi que hizo al viejo médico sentirse incómodo. Al principio parecía estar dispuesto, y de hecho le hizo una o dos preguntas amables. Después se retiró a un cuarto interior y cuando volvió era otro hombre.
—Lo siento, joven, pero no puedo ayudarle. Lo que me está pidiendo es un delito por el que podría ir a la cárcel y perder mi licencia. Pero además yo tengo que guardar mi reputación: veinte años de práctica sin un solo borrón. ¿Cuántos años tiene usted?
—Veintiséis.
—Así que usted tenía seis años cuando yo empecé a ejercer la medicina. Y en todos estos años no he tenido nada que ver con estos asuntos turbios. Y, en todo caso, ¿por qué no se casa con la chica? Es muy guapa.
—Yo no quiero casarme con él —dijo Clara con resentimiento; era lo primero que decía desde que habían llegado.
—¿Y qué tiene de malo? Me parece un joven muy agradable.
—He dicho que no me voy a casar con él. ¿No es suficiente?
Lo dijo casi a gritos, y salió corriendo de la consulta. Obi salió tras ella en silencio y se subieron al coche. No cruzaron palabra hasta que llegaron a casa del siguiente médico que le habían recomendado a Obi.
Era joven y tenía aspecto de ir al grano. Dijo que no sentía un gusto especial por el tipo de trabajo que le estaban pidiendo.
—Esto no es medicina —dijo—. No me pasé siete años en Inglaterra para estudiar eso. En todo caso, lo haré si me pagas la tarifa. Treinta libras. Antes de que yo haga nada. No quiero cheques. En metálico. ¿Qué dices?
Obi le preguntó si no se conformaba con algo menos de treinta libras.
—Lo siento, pero tengo precio fijo. Es una operación menor, pero es un delito. En esto todos somos delincuentes. Yo estoy corriendo un gran riesgo. Marchaos y volved mañana a las dos con el dinero. —Se frotó las manos de una manera que a Obi le pareció siniestra. Le dijo a Clara—: Si vas a venir, no comas nada.
Cuando se iban le preguntó a Obi:
—¿Por qué no te casas con ella?
No recibió respuesta.