11

OBI y la señorita Tomlinson estaban ahora a partir un piñón. Él había empezado a bajar la guardia «poco poco», como decían, desde el día en que ella se deshizo en halagos sobre Clara. Ahora ella era Marie para él, y él Obi para ella.

—Señorita Tomlinson es demasiado largo —había dicho ella un día—. ¿Por qué no Marie simplemente?

—Iba a sugerirlo yo mismo. Pero tú no eres simplemente Marie. De hecho, eres todo lo contrario de simple.

—¡Oh! —Ella hizo un delicioso giro de cabeza—. Gracias.

Se puso en pie y le hizo en broma una reverencia.

Hablaban de muchos temas con franqueza. Cuando no había nada que hacer, Marie tenía la costumbre de cruzar los brazos y apoyarlos sobre la máquina de escribir. Permanecía en esa postura hasta que Obi levantaba los ojos de lo que estuviera haciendo. Normalmente el señor Green era el tema de la conversación, o al menos la excusa para iniciarla. Una vez comenzada, fluía en cualquier dirección.

—Estuve tomando el té con los Green ayer —podía decir ella—. Una pareja encantadora, de verdad. Él es muy distinto en casa. ¿Sabes que le está pagando la matrícula del colegio al hijo de su criado? Pero luego dice las cosas más ofensivas sobre los africanos educados.

—Lo sé —dijo Obi—. Sería un caso muy interesante para un psicólogo. Charles, ya sabes, el recadero, me dijo que hacía un tiempo el auxiliar administrativo había querido despedirle por dormirse en la oficina. Pero cuando el asunto llegó al señor Green, rompió la hoja con la queja que estaba en el expediente personal de Charles. Dijo que el pobre hombre debía de tener paludismo y al día siguiente le trajo un tubo de quinina.

Marie estaba a punto de colocar otro ladrillo en su reconstrucción de una personalidad extraña cuando el propio señor Green la llamó para dictarle algo. En ese momento estaba diciendo que el señor Green era un cristiano muy devoto, un pilar de la Iglesia Colonial.

Hacía tiempo que Obi ya había admitido que, por mucho que le desagradara el señor Green, había que reconocerle algunas cualidades admirables. Por ejemplo, su devoción al deber. Con lluvia o con sol, él siempre estaba en la oficina media hora antes del horario oficial, y muchos días trabajaba hasta más de las dos, o volvía por las tardes. Obi no podía entenderlo. He aquí un hombre que no creía en el país, y sin embargo se mataba a trabajar por él. ¿Acaso creía en el deber solo como una necesidad lógica? Estaba siempre retrasando la visita al dentista porque, decía, tenía cosas urgentes que hacer. Era como un hombre al que se le hubiera encomendado alguna labor suprema e inmensa que debía ser completada antes de que sobreviniera una catástrofe final. A Obi le recordaba lo que había leído una vez a propósito de Mohamed Ali de Egipto, que en la vejez había trabajado frenéticamente para modernizar su país antes de su muerte.

En el caso de Green era difícil ver cuál sería el plazo, a menos que fuera la independencia de Nigeria. Decían que había presentado su dimisión en 1956, cuando se creía que Nigeria alcanzaría la independencia. Luego esto no ocurrió y al señor Green lo convencieron para que retirara su dimisión.

Un personaje de lo más curioso, pensó Obi mientras dibujaba caricaturas en su papel secante. Una cosa que no era capaz de dibujar bien eran los cuellos de las camisas. Sí, un personaje interesante. Estaba claro que amaba África, pero solo una parte de África: la de Charles el recadero, el África de su jardinero o de su criado. Al principio, debía de haber tenido un ideal: llevar la luz al corazón de las tinieblas, a los cazadores de cabezas que realizaban extrañas ceremonias y ritos inenarrables. Pero cuando llegó, África le había jugado una mala pasada. ¿Dónde estaba su amada selva llena de sacrificios humanos? Estaba san Jorge a caballo y con armadura, pero ¿dónde estaba el dragón? En 1900 el señor Green podría haber estado entre los grandes misioneros; en 1935, sin duda hubiera abofeteado a un maestro en presencia de sus alumnos; pero en 1957 solo podía jurar y maldecir.

Con una ráfaga de comprensión, Obi recordó a Conrad, a quien había leído para su licenciatura. «Por el mero ejercicio de nuestra voluntad podemos generar un bien ilimitado». Este era Kurtz antes de ser atrapado por el corazón de las tinieblas. Luego había escrito: «Exterminad a todos los brutos». No era una analogía exacta, claro. Kurtz había sucumbido a las tinieblas, Green al amanecer incipiente. Pero su principio y su fin eran similares. «Tengo que escribir una novela sobre la tragedia de los Green de este siglo», pensó satisfecho con su análisis.

Más tarde, aquella mañana, un ayudante de planta del Hospital General le trajo un pequeño paquete. Era de Clara. Una de las cosas más maravillosas que tenía era su escritura, muy femenina. Pero Obi no estaba pensando en la escritura en aquel momento. Le latía el corazón a toda prisa.

—Puedes irte —le dijo al ayudante que estaba esperando por si tenía que llevar algún mensaje.

Empezó a abrir el paquete, pero se detuvo porque le temblaban las manos. Marie no estaba allí en ese momento, pero podía llegar en cualquier instante. Pensó en llevar el paquete al lavabo. Después se le ocurrió una idea mejor. Abrió uno de los cajones y empezó a desatar el paquete dentro. Por alguna razón sabía, a pesar del tamaño del paquete, que contenía su anillo. ¡Y también dinero! Sí, billetes de cinco libras. Pero no vio ningún anillo. Suspiró aliviado y luego leyó la notita de dentro.

Querido:

Siento lo de ayer. Ve derecho al banco y cancela el préstamo. Nos vemos por la tarde.

Te quiero.

Clara

Se le empañaron los ojos. Cuando levantó la vista, vio a Marie observándole. Ni siquiera se había dado cuenta de que había vuelto a la oficina.

—¿Qué pasa, Obi?

—Nada —dijo improvisando una sonrisa—. Solo estaba pensando.

Obi dobló cuidadosamente las cincuenta libras y se las metió en el bolsillo. ¿Cómo había conseguido Clara tanto dinero? Pero claro, ella tenía un sueldo bastante bueno y no había estudiado enfermería con una beca de una unión progresista. Era cierto que enviaba dinero a sus padres, pero eso era todo. En cualquier caso, cincuenta libras era un buen dinero.

Todo el camino entre Ikoyi y Yaba iba pensando cuál sería la mejor forma de hacerle coger otra vez el dinero. Sabía que iba a ser difícil, si no imposible. Pero estaba claro que él no iba a aceptar sus cincuenta libras. La cuestión era cómo devolvérselas sin que se sintiera herida. Podía decirle que parecería bastante estúpido pedir hoy un préstamo para devolverlo mañana, y que el director del banco podría pensar que había robado el dinero. O podía decirle que lo guardara ella hasta fin de mes, cuando realmente lo iba a necesitar. Ella podría preguntarle que por qué no lo guardaba él mismo, y en ese caso le contestaría que porque podría gastárselo antes.

Siempre que Obi tenía algún conflicto con Clara, planeaba toda la conversación de antemano. Pero cuando llegaba el momento, siempre iba por otros derroteros. Y así ocurrió en esta ocasión. Clara estaba planchando cuando él llegó.

—Termino en un segundo —dijo ella—. ¿Qué ha dicho el director del banco?

—Le pareció muy bien.

—En el futuro no seas un crío idiota. ¿Conoces el proverbio sobre cavar una fosa nueva para rellenar una antigua?

—¿Por qué le confiaste tanto dinero a ese hombre con tan mala pinta?

—¿Te refieres a Joe? Es un buen amigo mío. Es auxiliar de planta.

—No me gustó su cara. ¿Cuál es el proverbio sobre cavar una fosa nueva para rellenar una antigua?

—Siempre he dicho que deberías estudiar igbo. Significa pedir un préstamo para pagar el seguro.

—Ya. Tú prefieres cavar dos fosas en vez de una. Pedir un préstamo a Clara para pagar al banco para pagar el seguro.

Clara no respondió.

—No he ido al banco. No podía hacerlo. ¿Cómo podría aceptar tanto dinero de ti?

—Por favor, Obi, deja de portarte como un niño. Solo es un préstamo. Si no lo quieres, puedes devolvérmelo. De hecho, he estado toda la tarde dándole vueltas. Parece que he estado metiéndome en tus asuntos. Lo siento. ¿Tienes aquí el dinero?

Y extendió la mano. Obi se la tomó y la acercó hacia él.

—No me malinterpretes, cariño.

Aquella tarde fueron a ver a Christopher, el amigo economista de Obi. A Clara le iba cayendo mejor con el tiempo. Quizá era demasiado vividor, lo cual no era un defecto grave. Pero ella temía que pudiera ejercer una mala influencia sobre Obi en cuestión de mujeres. A él le gustaba salir con cuatro o cinco a la vez. Incluso decía que no había nada como el amor, al menos en Nigeria. Pero era realmente muy agradable, no como Joseph, que era un paleto.

Como era de esperar, había una chica con Christopher cuando llegaron. A esta, Clara no la conocía, aunque Obi aparentemente sí.

—Clara, esta es Bisi —dijo Christopher.

Las dos chicas se dieron un apretón de manos y dijeron simultáneamente:

—Encantada de conocerte.

—Clara es la prometida…

—¡Cállate! —completó Clara por él.

Pero fue como terminar la frase de un tartamudo. Te puedes ahorrar el esfuerzo.

—La «tú ya sabes» de Obi —completó Christopher.

—¿Habéis estado comprando discos nuevos? —preguntó Clara repasando algunos que había en una silla.

—¿Yo? ¿A estas alturas del mes? Son de Bisi. ¿Qué queréis tomar?

—Champán.

—¿Cómo? Obi va comprar, oh. Yo no llego ese nivel. No me exprimas, oh.

Se rieron.

—Obi, ¿quieres una cerveza?

—Si tomamos un botellín a medias.

—Vale. ¿Qué vais a hacer esta noche? ¿Salimos a bailar?

Obi intentó poner alguna excusa, pero Clara le cortó en seco. Dijo que irían.

—Yo quiero ir cine —dijo Bisi.

—Mira, Bisi, nosotros da igual lo que tú quieras hacer. Obi y yo decidimos. Esto África, ¿vale?

Que Christopher hablara inglés correcto o pidgin dependía de lo que estuviera diciendo, donde lo estuviera diciendo, a quien y lo que quisiera decir. Por supuesto que esto era extensible a la mayoría de la gente educada, especialmente los sábados por la noche. Pero Christopher era particularmente bueno a la hora de jugar con su doble legado.

Obi le tomó prestada una corbata. No es que fuera imprescindible en el Imperial, donde habían decidido ir. Pero no era cuestión de ir de cualquier manera.

—¿Vamos en tu coche, Obi? Ya no tengo chófer…

—Sí, venga, vamos juntos. Aunque va a ser complicado después del baile llevar a casa a Bisi, a Clara y después a ti. Pero no importa.

—No, mejor llevo yo mi coche —dijo Christopher.

Después le susurró a Obi al oído que no iba a llevar a Bisi a casa después del baile, lo que era obvio de todos modos.

—¿Qué le estás susurrando? —preguntó Clara.

—Solo para hombres —dijo Christopher.

Había muy poco sitio para aparcar en el Imperial y ya había muchos coches. Después de maniobrar un rato Obi consiguió meterse entre dos coches, dirigido por media docena de chiquillos que estaban por allí.

—Yo cuido coche —dijeron a coro tres de ellos.

—Vale, cuídalo bien —dijo Obi a ninguno en particular—. Cierra tu puerta —le dijo a Clara en voz baja.

—Yo cuido bien, señor —dijo uno de los niños cruzándose en el camino de Obi para que supiera bien a quién tenía que darle los tres peniques de propina después del baile.

Por principio, Obi nunca daba nada a estos delincuentes juveniles. Pero hubiera sido una mala política decírselo de antemano y dejar el coche a su merced.

Christopher y Bisi ya estaban esperando en la entrada. El sitio no estaba tan abarrotado como pensaron que iba a estar. De hecho la pista de baile permanecía casi vacía, pero era porque la orquesta tocaba un vals. Christopher encontró una mesa y dos sillas y las chicas se sentaron.

—No vais a pasaros de pie toda la noche —dijo Clara—. Decidle a un camarero que os consiga sillas.

—No importa —dijo Christopher—, seguro que las encontramos enseguida.

Casi no había terminado la frase cuando la orquesta empezó a tocar un high-life. En menos de treinta segundos, la pista de baile estaba llena. A los que les pilló con una botella de cerveza a medias volvieron a dejarla en la mesa o se la bebieron a toda prisa. Los cigarrillos sin terminar fueron, según el estatus del fumador, arrojados al suelo y pisoteados o cuidadosamente apagados para seguir después con ellos.

Christopher se movió tres o cuatro mesas más allá y agarró dos sillas que acababan de quedar vacías.

—¡Aprovechado! —le dijo Obi mientras cogía una.

Bisi estaba meciéndose en su silla y cantando con el solista:

El vestido de nailon es un vestido ideal,

el vestido de nailon es el vestido nacional.

Si a tu chica quieres hacer feliz,

el nailon es para ella lo mejor.

—Estamos perdiéndonos un baile —dijo Obi.

—¿Por qué no bailas con Bisi? Clara y yo vigilamos las sillas.

—¿Vamos? —dijo Obi poniéndose de pie.

Bisi ya se había levantado, con la mirada perdida en la distancia.

Si a tu chica quieres hacer feliz

ve a comprar una docena de vestidos de nailon.

Solo tendrá ojos para ti.

El nailon es para ella lo mejor.

El siguiente baile también fue un high-life. De hecho, la mayor parte de las siguientes piezas fueron high-lifes. De vez en cuando sonaba un vals o un blues para que los bailarines pudieran descansar y tomarse una cerveza o fumar. Clara y Christopher bailaron a continuación mientras Obi y Bisi les echaban un ojo a sus sillas. Pero Obi pronto se quedó solo: alguien había sacado a Bisi a bailar.

Había tantas maneras de bailar el high-life como gente en la pista, pero podían distinguirse tres modalidades. Había cuatro o cinco europeos cuya forma de bailar hacía pensar en las antiguas películas mudas. Se movían como triángulos en un baile extraño que estaba pensado para círculos. Había otros que casi ni se movían. Abrazaban estrechamente a sus mujeres, pecho con pecho y muslo con muslo, de forma que el baile fluyera sin interrupción del uno al otro y vuelta. El último grupo eran los extáticos. Bailaban suelto, girando, balanceándose o haciendo intrincadas síncopas con los pies y la cintura. Eran los buenos sirvientes que habían encontrado la libertad perfecta. El vocalista se acercó al micrófono para cantar «Gentleman Bobby».

Estaba tocando mi guitarra jeje

cuando una dama me besó.

A su marido no le gustó,

y se llevó a su mujer a rastras.

Caballeros, sujeten a sus esposas.

Padre y mamá, sujetad a vuestras chicas.

El calipso está tan bien

que si lo siguen no echéis la culpa a Bobby.

Los aplausos y los gritos de «¡Otra! ¡Otra!» que siguieron a este número parecían sugerir que nadie condenaba al caballero Bobby. ¿Y por qué iban a hacerlo? Él estaba tocando su guitarra jeje, tranquila y sobriamente, sin molestar, con total respeto por la ley, cuando una mujer decidió plantarle un beso. Se mirara desde donde se mirase, nadie podía echarle la culpa al inocente músico.

El siguiente número fue un quickstep. En otras palabras, era el momento de beber y fumar y relajarse. Obi pidió refrescos. Fue un alivio que nadie quisiera algo más caro.

El grupo que estaba a su derecha, tres hombres y dos mujeres, le provocaba gran curiosidad. Una de las mujeres estaba callada, pero las otras dos hablaban sin parar a voz en grito. La primera llevaba una blusa de nailon casi transparente que dejaba ver un sujetador nuevo. No había bailado la última pieza. Le había dicho al hombre que fue a sacarla: «Si no hay petróleo, no hay fuego», lo que sin duda significaba que sin cerveza no había baile. El hombre se había acercado después a la mesa de Obi y había sacado a Bisi. Pero aquello no podía ser un arreglo permanente. Ahora que nadie estaba bailando, la mujer estaba diciendo para que todos la oyeran:

—La mesa está seca.

A las dos de la mañana Obi y su grupo se levantaron para irse, a pesar de las quejas de Bisi. Christopher le recordó que ella en principio había querido ir al cine, que terminaba a las once. Ella le respondió que esa no era razón para que se fueran del baile cuando empezaba a animarse. Aun así, se fueron. El coche de Christopher estaba aparcado bastante lejos, así que se dieron las buenas noches en la puerta y se separaron.

Obi abrió la puerta del conductor con la llave, entró y se inclinó para abrirle la puerta a Clara. Pero ya estaba abierta.

—Pensé que habías cerrado la puerta.

—Y lo hice —dijo ella.

El pánico se apoderó de Obi.

—¡Santo Dios! —gritó.

—¿Qué pasa? —preguntó ella alarmada.

—Tu dinero.

—¿Dónde está? ¿Dónde lo dejaste?

Él señaló la guantera, que ahora estaba vacía. Se quedaron mirándola en silencio. Él abrió la puerta sin hacer ruido, salió, miró al suelo y después se apoyó en el coche. Clara abrió su puerta y salió también. Dio la vuelta hasta el lado del conductor, cogió la mano de Obi entre las suyas y dijo:

—Vámonos.

Él estaba temblando.

—Vamos, Obi —repitió, y le abrió la puerta del coche.