8

LA Unión Progresista de Umuofia, agrupación de Lagos, se reunía el primer sábado de cada mes. Obi no asistió a la reunión de noviembre porque estaba de visita en Umuofia en ese momento. Su amigo Joseph presentó sus excusas.

La siguiente reunión tuvo lugar el primero de diciembre de 1956. Obi recordaba la fecha porque había sido importante en su vida. Joseph le había telefoneado a la oficina para recordarle que la reunión empezaba a las 16.30.

—¿No te olvidarás de pasar a recogerme? —le preguntó.

—Por supuesto que no —respondió Obi—. Estaré ahí a las cuatro.

—¡Vale! Nos vemos luego.

Joseph siempre se ponía muy digno cuando hablaba por teléfono. En esas ocasiones, nunca hablaba igbo ni pidgin. Pero cuando colgó les dijo a sus colegas:

—Este mi hermano. Recién vuelto de extranjero. Licenciado (Cum Laude) en clásicas.

Siempre prefería la ficción de la filología clásica a la verdad de la literatura inglesa. Sonaba más impresionante.

—¿Qué departamento trabaja?

—Secretario de Comité de Becas.

—Va hacer dinero allí. Estudiantes que quieren ir en Inglaterra van allí para becas.

—Él no así —dijo Joseph—, él un caballero. No saca tajada.

—Ya, ya —dijo el otro sin creérselo.

A las 16.15, Obi llegó a la casa de Joseph en su nuevo Morris Oxford. Esta era una de las razones por las que Joseph estaba deseando que llegara aquella reunión en particular. Iba a compartir la gloria del coche. Iba a ser toda una ocasión para la Unión Progresista de Umuofia el que uno de sus hijos llegara a una de sus reuniones en un auto. Joseph, como amigo íntimo de Obi, reflejaría algo de esta gloria. Iba vestido impecable para la ocasión: pantalones de franela grises, camisa blanca de nailon, corbata oscura de lunares y zapatos negros. Aunque no dijo nada, le decepcionó ver a Obi vestido de cualquier manera. Es cierto que quería compartir la gloria del coche, pero no quería que le considerasen uno de fuera que llora más que los deudos. Era propio de los hombres de Umuofia el hacer tales comentarios incómodos.

La reacción de la gente fue incluso mejor de lo que Joseph esperaba. Aunque Obi había llegado a su casa a las 16.15, Joseph había retrasado su salida hasta las 17.00, cuando él sabía que la reunión estaría al completo. La penalización por llegar tarde era de un penique, pero ¿qué era eso junto a la gloria de aparecer saliendo de un coche de lujo ante la mirada de todo Umuofia? De hecho, nadie se acordó de la multa. Aplaudieron, vitorearon y bailaron cuando vieron detenerse el coche.

Umuofia kwenu! —gritó un anciano.

—¡Sí! —replicó todo el mundo al unísono.

Umuofia kwenu!

—¡Sí!

Kwenu!

—¡Sí!

Ife awolu Ogoli azua n’afia —dijo.

A Obi lo sentaron al lado del presidente y tuvo que responder a muchas preguntas acerca de su cargo y del coche antes de que la reunión volviera a centrarse en asuntos de trabajo.

Joshua Udo, un recadero de la oficina de correos, había sido despedido por dormirse en el trabajo. Según él, no estaba durmiendo sino pensando. Pero el jefe había estado buscando la forma de fastidiarle desde que no había podido terminar de pagarle las diez libras que le pidió por darle trabajo. Ahora Joshua les pedía a sus compatriotas diez libras para buscar otro trabajo.

La gente ya casi estaba de acuerdo sobre esta cuestión cuando la reunión fue interrumpida por la llegada de Obi. El presidente estaba echándole la bronca a Joshua por dormirse en el trabajo como un preliminar para prestarle fondos públicos.

—No dejaste Umuofia a seiscientos kilómetros para venir a dormir a Lagos —le dijo—. En Umuofia hay bastantes camas. Si no quieres trabajar, vuélvete allí. Todos los recaderos sois así. Hay uno en mi oficina que se pasa el día pidiendo permiso para ir a la letrina. De todos modos, propongo que aprobemos un préstamo de diez libras al señor Joshua Udo para… mmm… para el explícito propósito de buscar un nuevo empleo.

La última frase, por su naturaleza legal, había sido pronunciada en inglés. Se aprobó el préstamo. Después, y para relajar el ambiente, alguien trajo a colación la frase del presidente de que era el trabajo lo que los hacía recorrer cientos de kilómetros para venir a Lagos.

—Es el dinero, no el trabajo —dijo el hombre—. Tenemos trabajo de sobra en casa. A quien le guste trabajar puede volver allí, coger el machete y meterse en la selva entre Umuofia y Mbaino. Eso le tendrá ocupado hasta el fin de sus días.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era el dinero, y no el trabajo, lo que los arrastraba a Lagos.

—Dejaos de bromas —dijo el hombre que había vitoreado antes a Umuofia con un saludo de guerra—. Ahora Joshua está sin trabajo. Le hemos dado diez libras. Pero el dinero no habla. Si pones cien libras donde yo estoy ahora, no dicen nada. Por eso decimos que el que tiene gente es más rico que el que tiene dinero. Todos los que estamos aquí tenemos que estar atentos por si hay vacantes en nuestros departamentos, y hablar en favor de Joshua.

Todo el mundo asintió.

—Gracias al Altísimo —continuó—, tenemos ahora a uno de nuestros hijos trabajando de funcionario. No le vamos a pedir que traiga su sueldo para repartirlo con nosotros. Pero son las cosas pequeñas como esta las que nos pueden ayudar. Si no le pedimos ayuda es culpa nuestra. ¿O acaso matamos una serpiente y la llevamos en la mano cuando hay cestos para llevar las cosas grandes?

Se sentó.

—Has hablado muy bien —dijo el presidente—. Tenemos el mismo pensamiento. Pero debemos darle tiempo al joven para que mire a su alrededor y se entere de quién es quién.

El grupo apoyó al presidente con sus susurros:

—Hay que darle tiempo.

—Hay que esperar a que se asiente.

Obi estaba sintiéndose muy incómodo. Pero sabía que tenían buena intención. Quizá no fueran muy difíciles de manejar.

El siguiente punto en el orden del día era una moción de censura al presidente y a la ejecutiva por su mala gestión del acto de recepción de Obi. Obi estaba asombrado. A él le parecía que la recepción había ido muy bien. Pero los tres jóvenes que habían patrocinado el acto no estaban de acuerdo. Ni tampoco, según se vio, otra docena de jóvenes. Su queja era que no les habían dado ni una sola de las botellas de cerveza que habían comprado, dos cajas enteras. La gente mayor las había monopolizado, dejando para los jóvenes dos bidones de vino de palma agrio. Y, como todo el mundo sabía, el vino de palma en Lagos no era vino de palma sino agua: estaba infinitamente diluido.

Esta acusación causó un vivo intercambio de duras palabras durante casi una hora. El presidente llamó a los jóvenes «ingratos desagradecidos» que se dedicaban al «magnicidio». Uno de los jóvenes sugirió que era inmoral usar fondos públicos para comprar cerveza destinada a satisfacer la sed privada. Las palabras eran duras, pero a Obi le parecía que no había resentimiento; más que nada, porque eran palabras en inglés tomadas directamente del periódico del día. Cuando todo terminó, el presidente anunció que su honorable hijo Obi Okonkwo iba a dirigirles unas palabras. Este anuncio fue recibido con gran alborozo.

Obi se puso en pie y les agradeció el que hubieran celebrado una reunión tan útil, porque ¿acaso no dijo el Salmista que era propio de buenos hermanos el reunirse en armonía?

—Nuestros padres también tienen un dicho acerca de los peligros de vivir desunidos. Dicen que es la maldición de la serpiente. Si todas las serpientes vivieran juntas en un solo sitio, ¿quién se acercaría? Pero como viven de una en una, son una presa fácil para el hombre.

Obi era consciente de que estaba causando buena impresión. La audiencia asentía con la cabeza y daba las réplicas adecuadas. Por supuesto que era un discurso preparado de antemano, pero no sonaba como si lo hubiera ensayado una y otra vez.

Habló de la maravillosa bienvenida que le habían ofrecido a su vuelta.

—Si un hombre vuelve de un largo viaje y nadie le dice nno, se siente como el que no ha llegado.

Trató de improvisar una broma sobre la cerveza y el vino de palma, pero no le salió, y se apresuró a avanzar hacia el siguiente punto. Les agradeció los sacrificios que habían hecho para enviarle a Inglaterra. Pondría todo de su parte para justificar la confianza que habían depositado en él. El discurso, que había comenzado en igbo al cien por cien, era ahora mitad y mitad. Pero su audiencia se mostraba aún impresionada. Les gustaba el buen igbo, pero admiraban el inglés. Finalmente, Obi llegó al tema fundamental:

—Tengo que haceros una pequeña petición. Como todos sabéis, lleva un cierto tiempo asentarse de nuevo tras una ausencia de cuatro años. Tengo algunos asuntillos privados que resolver. Mi petición es que me deis cuatro meses antes de empezar a devolver mi deuda.

—Eso no es nada —dijo alguien—. Cuatro meses es poco tiempo. Una deuda puede ponerse mohosa, pero no caduca.

Sí, era una nadería. Pero era obvio que no todo el mundo estaba de acuerdo. Obi incluso oyó a alguien preguntar qué iba a hacer con el dineral que le daba el gobierno.

—Has hablado muy bien —dijo por fin el presidente—. No creo que ninguno de los presentes se oponga a tu petición. Tienes cuatro meses. ¿Estoy hablando por Umuofia?

—¡Sí! —replicaron.

—Pero quiero decirte dos cosas. Tú eres joven, un hijo de ayer. Sabes de libros. Pero los libros son una cosa y la experiencia es otra. Así que no tengo miedo de decirte lo que pienso.

A Obi se le encogió el corazón.

—Eres uno de los nuestros, así que debo hablarte con franqueza. He vivido quince años en Lagos. Llegué aquí un seis de agosto de mil novecientos cuarenta y uno. Lagos es un mal sitio para una persona joven. Si persigues la dulzura, perecerás. Quizá te preguntes por qué te estoy diciendo todo esto. Sé lo que paga el gobierno a los funcionarios. Lo que tú ganas en un mes es más de lo que ganan muchos de los aquí presentes en un año. Ya te he dicho que te damos cuatro meses. Podríamos darte incluso un año. Pero ¿te estamos haciendo algún bien?

A Obi se le hizo un gran nudo en la garganta.

—Lo que te paga el gobierno es más que de sobra, a menos que vayas por el mal camino.

Mucha gente dijo:

—¡Dios no lo quiera!

—No podemos permitirnos malos caminos —continuó el presidente—. Somos pioneros construyendo nuestro pueblo y nuestras familias. Y los que construimos nos tenemos que negar muchos placeres a nosotros mismos. No debemos beber aunque veamos beber a nuestros vecinos ni salir corriendo detrás de las mujeres porque se nos pone la cosa tiesa. Te preguntarás por qué te digo todo esto. He oído que estás saliendo con una chica de una estirpe dudosa, y que estás incluso pensando en casarte con ella…

Obi se puso en pie de un salto, temblando de rabia. En estas ocasiones siempre le faltaban las palabras.

—Por favor, siéntese, señor Okonkwo —dijo el presidente sin levantar la voz.

—¡Una mierda me voy a sentar! —gritó Obi en inglés—. ¡Esto es ridículo! Podría llevarte a los tribunales por esa… por esa… por esa…

—Podrás llevarme a los tribunales cuando haya terminado.

—No pienso seguir escuchando. Retiro mi petición. Empezaré a devolveros el dinero al final de este mes. Mejor todavía, ahora mismo. Pero no os atreváis a volver a meteros en mis asuntos. Y si es para esto para lo que os reunís —dijo en igbo—, me podéis cortar las dos piernas si volvéis a verme por aquí.

Se dirigió hacia la puerta. Algunos trataron de detenerle.

—Por favor, siéntate.

—Cálmate.

—No pasa nada.

Todo el mundo estaba hablando a la vez. Obi se abrió camino entre la gente y se dirigió hacia el coche, con media docena de personas pegadas a sus talones suplicándole que volviera.

—¡Arranca! —le gritó al chófer tan pronto como estuvo montado en el coche.

—Obi, por favor —dijo Joseph, que se apoyaba con cara de desolación en la ventanilla.

—¡Lárgate!

El coche arrancó. A mitad de camino hacia Ikoyi, Obi ordenó al conductor que parase y diera la vuelta hacia Lagos, hacia la casa de Clara.