EL primer día de Obi en la Administración del Estado fue memorable, casi tan memorable como su primer día en la escuela misional en Umuofia casi veinte años antes. En aquellos días había pocos hombres blancos. De hecho, el señor Jones era el segundo blanco que Obi había visto en su vida, y para entonces ya tenía casi siete años. El primer hombre blanco que había visto era el obispo del Níger.
El señor Jones era el inspector de Enseñanza, y en toda la provincia se le temía. Se decía que había luchado en la guerra del káiser, y que eso le había afectado a la cabeza. Era un tipo enorme, de más de metro ochenta de estatura. Iba en moto, y siempre la dejaba como a dos kilómetros de su destino para poder llegar a las escuelas de improviso. Así tenía la seguridad de que pillaría a alguien en falta. Solía visitar las escuelas cada dos años, y siempre hacía algo que se recordaba hasta su siguiente visita. Dos años antes, había arrojado a un niño por la ventana. Aquella vez fue el director quien se metió en un lío. Obi nunca supo qué había pasado porque todo ocurrió en inglés. El señor Jones estaba rojo de ira mientras paseaba de arriba abajo, con tales zancadas que una vez Obi pensó que venía a por él. Entretanto, el director, el señor Nduka, estaba intentando darle explicaciones.
—¡Cállese! —rugió el señor Jones, y le dio una bofetada.
Simeon Nduka era una de esas personas que se habían hecho a los blancos a una edad tardía. Y una de las cosas que había aprendido de joven era el gran arte de la lucha. En menos que canta un gallo el señor Jones estaba tirado en el suelo, y la escuela, desconcertada. Sin saber por qué, profesores y alumnos pusieron pies en polvorosa. Derribar a un blanco era como desenmascarar a un espíritu ancestral.
Eso había ocurrido veinte años atrás. Hoy en día, a pocos blancos se les pasaría por la cabeza la idea de dar una bofetada a un director de escuela, y mucho menos dársela en realidad. Y esa era la tragedia de hombres como William Green, el jefe de Obi.
A Obi le habían presentado al señor Green por la mañana. Tan pronto como llegó, le habían llevado a conocerlo. Sin levantarse de su silla ni ofrecerle la mano el señor Green murmuró entre dientes algo como que esperaba que Obi disfrutara con su trabajo. Eso contando con que, uno, no fuera vago hasta la médula, y dos, con que estuviera dispuesto a usar su cabeza.
—Suponiendo que la tengas —concluyó.
Unas horas más tarde, se presentó en la oficina del señor Omo, donde Obi había sido temporalmente asignado. El señor Omo era el auxiliar administrativo. Había dedicado treinta años de servicio a miles de archivos, y se iba retirar, o al menos eso decía, en cuanto su hijo terminara sus estudios de derecho en Inglaterra. Obi pasaba su primer día con él para aprender algunas cosas sobre el trabajo de oficina.
El señor Omo se puso en pie de un salto tan pronto como entró el señor Green. Al mismo tiempo se metió en el bolsillo la otra mitad de la nuez de cola que estaba comiendo.
—¿Por qué no me ha pasado el archivo de los permisos por estudios? —preguntó el señor Green.
—Pensé…
—No le pagan por pensar, señor Omo, sino para hacer lo que le mandan. ¿Está claro? Mándeme el archivo inmediatamente.
—Sí, señor.
El señor Green salió dando un portazo y el señor Omo le llevó personalmente el archivo. Cuando volvió empezó a regañar a un joven oficinista que, aparentemente, era el responsable del problema.
Obi ya había decidido definitivamente que no le gustaba el señor Green y que el señor Omo era uno de sus viejos africanos. Como para confirmarle en su opinión, sonó el teléfono. El señor Omo dudó, como siempre que sonaba el teléfono, y luego lo cogió como si fuera a morderle.
—Diga. Sí, señor. —Le pasó el teléfono a Obi, obviamente aliviado—. Señor Okonkwo, para usted.
Obi cogió el teléfono. El señor Green quería saber si a Obi le habían comunicado formalmente su nombramiento. Obi dijo que todavía no.
—Se responde «señor» a los jefes, señor Okonkwo.
Y colgó el teléfono con un golpe ensordecedor.
Obi se compró un Morris Oxford una semana después de recibir su nombramiento oficial. El señor Green le dio una carta para el concesionario en la que afirmaba que era un funcionario con derecho a un adelanto para comprar coche. No hacía falta nada más. Entró en el concesionario y salió con un coche nuevecito.
Antes, ese mismo día, el señor Omo le había llamado para que firmase algunos documentos.
—¿Dónde está el sello? —preguntó a Obi nada más entrar.
—¿Qué sello? —preguntó Obi.
—¿Tú con estudios y no sabes que hay que poner sello en contrato?
—¿Qué contrato? —preguntó Obi, perplejo.
El señor Omo se rió despectivamente. Tenía los dientes ennegrecidos por el tabaco y la nuez de cola. Le faltaba un canino, y cuando se reía el hueco parecía un solar vacío en un suburbio. Los oficinistas jóvenes bajo su mando se rieron por pura lealtad.
—¿Crees que el gobierno te paga sesenta libras sin que firmes contrato?
Entonces Obi entendió qué significaba todo aquello. Iba a recibir una asignación de sesenta libras para gastos de equipamiento y vestuario.
—Es un día maravilloso —le dijo a Clara por teléfono—. Tengo sesenta libras en el bolsillo, y me dan el coche a las dos.
Clara gritó de alegría.
—¿Llamo a Sam y le digo que no se moleste en mandarnos el coche esta tarde?
El Excelentísimo Sam Okoli, ministro de Estado, les había invitado a tomar algo, y había ofrecido enviar a su chófer para recogerlos. Clara vivía en Yaba con su primo. Le habían ofrecido trabajo como enfermera auxiliar, y empezaría a trabajar en una semana más o menos. Entonces buscaría un alojamiento más adecuado. Obi todavía compartía la habitación de Joseph en Obalende, pero iba a mudarse a un piso para funcionarios en Ikoyi al final de la semana.
Obi había estado dispuesto a llevarse bien con el Excelentísimo Sam Okoli desde el momento en que supo que no tenía ninguna intención con respecto a Clara. De hecho iba a casarse en breve con la mejor amiga de Clara, y ella iba a ser la madrina.
—Adelante, Clara. Pasa, Obi —les dijo como si conociera a los dos de toda la vida—. Ese es un coche estupendo. ¿Cómo va? Pasad, pasad. Estás guapísima, Clara. Obi, aunque no nos conozcamos, lo sé todo de ti. Estoy encantado de que vayas a casarte con Clara. Sentaos donde queráis, y decidme qué vais a beber. La señorita primero; esto es lo que nos ha traído el hombre blanco. Yo respeto a los blancos, aunque queramos que se vayan. ¿Un zumo? ¡Ni hablar! Nadie bebe zumo en mi casa. Samson, trae un jerez para la señorita.
—Sí, señor —dijo Samson, que iba vestido con un uniforme de un blanco inmaculado y botones metálicos.
—¿Cerveza? ¿No te apetece un whisky?
—No pruebo los licores.
—Mucha gente que viene del extranjero empieza así —dijo Sam Okoli—. Vale, Samson, una cerveza y whisky con soda para mí.
Obi miró el lujoso salón. Había leído la polémica en los periódicos cuando el gobierno decidió construir aquellas casas ministeriales, a razón de treinta y cinco mil libras cada una.
—Una casa estupenda —dijo.
—No está mal —contestó el ministro.
—¡Qué radio tan enorme!
Obi se levantó para echarle un vistazo de cerca.
—También es una grabadora —explicó su propietario. Y como si adivinara los pensamientos de Obi, añadió—: No venía con la casa. Me costó doscientas setenta y cinco libras.
Cruzó la habitación y puso en marcha la grabadora.
—¿Te gusta tu trabajo en el Comité de Becas? Si aprietas este botón, empieza a grabar. Si quieres parar, aprietas aquí. Este es para reproducir discos, y este otro es la radio. Si hubiera tenido un hueco en mi ministerio, me habría gustado que vineras a trabajar conmigo.
Detuvo la grabadora, rebobinó y apretó el botón de play.
—Escucharás toda nuestra conversación, enterita.
Sonrió con satisfacción mientras escuchaba su propia voz, añadiendo algún que otro comentario en pidgin.
—Al blanco queda poco. Hacemos jaleo por nada —dijo.
Después pareció acordarse de su posición.
—Igual tienen que irse. Este no su país.
Se sirvió otro whisky, encendió la radio y se sentó.
—¿Tenéis algún secretario auxiliar en tu ministerio?
—Sí, de momento tenemos uno. Espero contratar a otro en abril. Antes tenía a un nigeriano como secretario auxiliar, pero era un idiota. Se creía alguien porque había ido a la Universidad de Ibadán. Ahora tengo a un blanco que fue a Oxford y me llama «señor». A nuestra gente le queda mucho camino.
Obi se sentó con Clara en la parte de atrás mientras el chófer que había contratado esa misma mañana por cuatro libras con diez al mes les llevaba a Ikeja, a veinte millas, para celebrar una cena especial en honor al coche nuevo. Pero ni la excursión ni la cena fueron un éxito. Era muy evidente que Clara estaba disgustada. Obi intentó en vano hacerla hablar para que se relajara.
—¿Qué ocurre?
—Nada, estoy un poco deprimida, eso es todo.
Estaba oscuro dentro del coche. Obi le puso un brazo sobre los hombros y la apretó contra sí.
—Aquí no, por favor.
A Obi le molestó, especialmente porque el chófer lo había oído.
—Lo siento, cielo —dijo Clara poniendo una mano sobre la de él—. Ya te lo explicaré luego.
—¿Cuándo? —preguntó Obi, alarmado por su tono de voz.
—Hoy. Después de que hayas cenado.
—¿Qué quieres decir? ¿Tú no vas a cenar?
Dijo que no le apetecía comer nada. Obi dijo que, en ese caso, tampoco él cenaría. Así que finalmente decidieron comer algo. Pero cuando llegó la comida, se limitaron a mirarla, incluso Obi, que había empezado el viaje con un hambre canina.
Clara sugirió que fueran al cine a ver una película. Obi dijo que no, que quería saber qué es lo que ella tenía en la cabeza. Dieron un paseo en dirección a la piscina.
Hasta que Obi encontró a Clara a bordo del carguero Sasa, siempre le había parecido que el amor era otra invención europea burdamente sobrestimada. No es que a él no le gustaran las mujeres; al contrario, había tenido relaciones con unas cuantas en Inglaterra: una nigeriana, una caribeña, chicas inglesas… Pero esos asuntos que Obi llamaba amor no eran profundos ni sinceros. Había siempre una parte de él, su parte pensante, que parecía estar siempre al margen de todo, observando los abrazos apasionados con un desdén cínico. El resultado era que una mitad de Obi podía estar besando a una chica y susurrando «Te quiero» mientras la otra mitad decía «No seas idiota». Y siempre era esta mitad la que triunfaba al final, cuando con el calor se había evaporado el glamour, y solo quedaba un ridículo anticlímax.
Con Clara era distinto. Lo había sido desde el principio. Nunca hubo una mitad superior pegada a Obi, luciendo una sonrisa condescendiente.
—No puedo casarme contigo —dijo ella bruscamente mientras Obi intentaba besarla bajo el enorme mango al borde de la piscina, y estalló en llanto.
—No te entiendo, Clara.
Y era cierto. ¿Era esto un jueguecito para atarlo más en firme? Pero Clara no era así. Ella no era manipuladora. No mucho, en todo caso. Esa era una de las cosas que a Obi más le gustaban de ella. Estaba tan segura de sí misma que, a diferencia de otras mujeres, no se paraba a pensar si había sido conquistada demasiado rápido o demasiado fácilmente.
—¿Por qué no puedes casarte conmigo?
Consiguió sonar sereno. Como respuesta, ella se apoyó sobre su hombro, llorando amargamente.
—¿Qué pasa, Clara? Dímelo.
Ya no estaba sereno. Tenía la voz quebrada por las lágrimas.
—Soy osu —gimió ella.
Silencio. Dejó de llorar y se separó suavemente de él. Él siguió sin decir nada.
—Así que ya ves que no podemos casarnos —dijo ella con firmeza, casi con alegría; una especie de horrible alegría. Solo las lágrimas permitían ver que había llorado.
—¡Bobadas! —dijo Obi; casi lo gritó, como si gritando pudiera borrar esos segundos de silencio, cuando todo parecía haberse detenido, esperando en vano su respuesta.
Joseph estaba dormido cuando volvió. Era más de medianoche. La puerta estaba cerrada, aunque sin llave, y entró silenciosamente. Pero el leve chirrido de las bisagras fue suficiente para despertar a Joseph. Sin esperar a desvestirse, Obi le contó la historia.
—Eso es lo que yo quería preguntarte: que cómo una chica tan buena y tan guapa no se había casado todavía.
Obi estaba desvistiéndose distraídamente.
—De todos modos, tienes suerte de haberlo sabido al principio. No se ha hecho ningún daño. Al ojo no le hiere el sueño —dijo Joseph sin que viniera a cuento.
Se dio cuenta de que Obi no le estaba haciendo caso.
—Me voy a casar con ella.
—¿Qué? —Joseph se sentó de un bote en la cama.
—Me voy a casar con ella.
—Mírame —dijo Joseph poniéndose de pie y atándose la colcha como clote.
Ahora hablaba en inglés:
—Tú sabes de libros, pero esto no es cosa de libros. ¿Sabes lo que es un osu? Pero ¿cómo vas a saberlo?
Con esa corta pregunta estaba queriendo decir que haber crecido en una familia de conversos, y luego la educación europea, habían convertido a Obi en un extranjero en su propio país, lo más doloroso que nadie podía decirle.
—Sé más del asunto que tú —dijo—, y me voy a casar con la chica. De hecho no te estaba pidiendo permiso.
Joseph pensó que de momento era mejor dejarlo. Volvió a la cama y pronto estuvo roncando.
Obi se sintió mejor y más satisfecho con su decisión ahora que había un oponente, el primero de los cientos que sin duda vendrían. Quizá ni siquiera era una decisión; para él solo había una opción. Era un escándalo que en pleno siglo veinte un hombre no pudiera casarse con una mujer por el simple hecho de que su tata-tata-tatarabuelo hubiera sido destinado a servir a un dios, diferenciándose así del resto de la comunidad y convirtiendo a sus descendientes en una casta prohibida hasta el fin de los tiempos. Increíble. Y allí había un hombre educado diciéndole a Obi que él no lo entendía.
—Ni siquiera mi madre podrá impedirlo —dijo mientras se acostaba al lado de Joseph.
Al día siguiente a las dos y media, Obi llamó a Clara y le dijo que iban a Kingsway a comprar un anillo de compromiso.
—¿Cuándo? —fue todo lo que ella pudo decir.
—Ahora, ahora mismo.
—Pero no te he dicho que…
—No me hagas perder el tiempo. Tengo más cosas que hacer. Todavía no tengo criado, y no he comprado ollas ni sartenes.
—Claro, te mudas mañana. Casi me olvido.
Fueron en coche, y se dirigieron a la joyería en Kingsway y compraron un anillo de veinte libras. El fajo de las sesenta libras estaba ahora visiblemente menguado. Treinta y tantas, casi cuarenta.
—¿Y qué hay de la Biblia? —preguntó Clara.
—¿Qué Biblia?
—Con el anillo. ¿No sabes eso?
Obi no lo sabía. Fueron a la librería de la Sociedad de la Iglesia Misionera y compraron una pequeña Biblia con cremallera.
—Hoy día todo lleva cremallera —dijo Obi mirando instintivamente a su bragueta para asegurarse de que no se le había olvidado subirla, como ya le había ocurrido una o dos veces.
Pasaron toda la tarde de compras. Al principio Obi estaba tan interesado como Clara en los diversos utensilios que estaba comprando para él. Pero después de una hora en la que solo habían adquirido una sartén pequeña, Obi perdió todo interés en el asunto y se limitó a seguir a Clara como un perro obediente. En una tienda rechazaba una olla de aluminio, y era capaz de caminar la calle Broad de arriba abajo para terminar comprando en otra tienda la misma cosa y al mismo precio.
—¿Cuál es la diferencia entre esta y la que vimos en UTC?
—¡Los hombres estáis ciegos!
Cuando Obi volvió a casa de Joseph eran casi las once. Joseph todavía estaba levantado. De hecho había estado esperando toda la tarde para terminar la discusión que habían suspendido la noche anterior.
—¿Cómo está Clara? —preguntó.
Hizo que sonara espontáneo, y no ensayado. Obi no tenía ganas de entrar de cabeza en el tema. Prefería empezar por la periferia, como solía hacer muchos antes al tener que enfrentarse a un baño matutino en el frío del harmatán. De todo su cuerpo, era la espalda la parte a la que menos le gustaba el agua fría. Se plantaba delante del cubo de agua fría pensando en cómo lidiar mejor con el tema. Su madre le gritaba:
—Obi, ¿todavía no has terminado? Vas a llegar tarde a la escuela y te van a zurrar.
Entonces removía el agua con un dedito. Después se lavaba los pies, luego las piernas hasta las rodillas, después los brazos hasta los codos, después el resto de los brazos y las piernas, la cara y la cabeza, la barriga y finalmente, mientras daba un salto en el aire, la espalda. Ahora pretendía adoptar el mismo método.
—Está bien —dijo—. La policía nigeriana tiene mucha cara, por cierto.
—Son unos inútiles —dijo Joseph, que no tenía ninguna gana de discutir sobre la policía.
—Le dije al chófer que nos llevara a la carretera de Victoria Beach. Cuando llegamos allí, hacía tanto frío que Clara se negó a moverse de su asiento. Así que nos quedamos en la parte de atrás, hablando.
—¿Y dónde estaba el conductor? —preguntó Joseph.
—Había ido a dar un paseo hasta el faro. En todo caso, no habían pasado ni diez minutos y un coche de policía se paró a nuestro lado y uno de ellos nos apuntó con una linterna. Me dio las buenas tardes y yo le respondí educadamente. Después me preguntó que si era mi mujer. Yo, con mucha calma, le dije que no. Y entonces él me preguntó que dónde la había pescado. Me pareció intolerable, así que estallé. Clara me dijo en igbo que llamara al chófer y que nos largáramos de allí. El policía cambió inmediatamente. Era igbo, ¿sabes? Dijo que no sabía que éramos igbo. Dijo que era muy corriente hoy día que la gente llevara a las esposas ajenas a la playa. Vamos, fíjate: «¿Dónde la pescaste?».
—¿Qué hicisteis después?
—Nos fuimos. No podíamos quedarnos después de eso. Por cierto, nos hemos comprometido. Le di el anillo esta tarde.
—Muy bien —dijo Joseph con amargura.
Se quedó un rato pensativo y después preguntó:
—¿Te vas a casar a la inglesa, o le vas a pedir a tu familia que hable con la suya siguiendo las costumbres?
—Todavía no lo sé. Depende de lo que diga mi padre.
—¿Le dijiste algo cuando fuiste a verle?
—No, porque todavía no estaba tomada la decisión.
—No va a estar de acuerdo —dijo Joseph—. Puedes decirle a quien quieras que te avisé.
—Sé cómo manejarlos, especialmente a mi madre —dijo Obi.
—Mírame, Obi. —Joseph invariablemente pedía a la gente que le mirase—. Lo que piensas hacer no es solo asunto tuyo, sino también de tu familia y de las generaciones futuras. Si un dedo está sucio, mancha a los otros. En el futuro, cuando todos seamos civilizados, cualquiera podrá casarse con cualquiera. Los de nuestra generación somos solo pioneros.
—¿Y qué es un pionero? Alguien que abre caminos. Y eso es lo que yo estoy haciendo. En todo caso, ahora ya es tarde para cambiar lo hecho.
—No lo es —dijo Joseph—. ¿Qué es un anillo de compromiso? Nuestros padres no se casaban con anillos. No es tarde para cambiar lo hecho. Recuerda que eres el único hijo de Umuofia que se ha educado en el extranjero. No queremos ser como el niño infeliz al que le sale el primer diente y está podrido. ¿Qué clase de esperanza vas a darles a los pobres hombres y mujeres que pusieron el dinero?
Obi estaba empezando a enfadarse.
—Te recuerdo que era un préstamo. Lo devolveré hasta el último céntimo.
Obi sabía mejor que nadie que su familia se iba a oponer frontalmente a la idea de que se casara con una osu. ¿Quién no lo haría? Pero para él era Clara o nadie. Los lazos familiares estaban muy bien siempre que no interfirieran con Clara. «Si pudiera convencer a mi madre —pensó—, todo iría bien».
Había una unión especial entre Obi y su madre. De todos sus ocho hijos, Obi era el que estaba más cerca de su corazón. Sus vecinos solían llamarla «la madre de Janet» hasta que nació Obi, y después se convirtió inmediatamente en «la madre de Obi». Los vecinos tienen un instinto infalible en estas cuestiones. De pequeño Obi se tomaba esta relación especial como algo natural. Pero cuando tenía unos diez años, ocurrió algo que le dio una forma concreta en su tierna mente. Él tenía una cuchilla oxidada con la que afilaba sus lápices o, a veces, diseccionaba un saltamontes. Una vez se le olvidó en el bolsillo del pantalón y su madre se hizo un corte muy feo cuando lo lavaba en una piedra en el río. Volvió a casa con la ropa sin lavar y la mano chorreando sangre. Por una razón u otra, cuando Obi pensaba con cariño en su madre, su mente volvía a aquel derramamiento de sangre. Le unió muy estrechamente a ella.
Cuando se dijo a sí mismo que podía convencer a su madre, estaba casi seguro de que podía.