6

LA bienvenida de Obi no fue finalmente la ocasión feliz con la que él había soñado. La causa fue su madre. Había envejecido tanto y se había vuelto tan frágil en cuatro años que él apenas podía creerlo. Le habían hablado de largos periodos de enfermedad, pero él no se había imaginado aquello. Ahora que todas las visitas se habían marchado y ella vino y le abrazó y le echó los brazos alrededor del cuello, se le llenaron los ojos de lágrimas por segunda vez. Desde ese momento, Obi llevaba su tristeza al cuello, como un collar de piedra.

Su padre estaba también en los huesos, aunque no tenía tan mal aspecto como su madre. Para Obi estaba claro que no tenían suficiente comida sutanciosa para alimentarse. Era escandaloso, pensó, que después de casi treinta años de servir a la iglesia, su padre se hubiera retirado con una pensión de dos libras al mes, una buena parte de las cuales volvía a la propia iglesia en forma de diezmos y otras contribuciones. Y sus dos hijos pequeños todavía estaban en la escuela, y había que pagar por ellos matrículas y cuotas en la iglesia.

Obi y su padre estuvieron sentados mucho rato después de que los otros hubieran ido a la cama, en la habitación oblonga que daba al exterior a través de una gran puerta central y dos ventanas. Esta habitación se llamaba «pieza» en las casas cristianas. La puerta y las ventanas estaban cerradas para desalentar a los vecinos que hubieran seguido viniendo a ver a Obi, algunos por cuarta vez en el día.

Había una lámpara de bosque al lado de la silla en la que se sentaba el padre de Obi. Era la suya propia. Él mismo lavaba la pantalla; no confiaba en nadie para esa labor. La lámpara tenía más años que Obi.

Las paredes de la pieza habían sido encaladas recientemente. Hasta entonces Obi no había tenido un segundo para reparar en esos gestos de cariño. También habían alisado el suelo, pero con los incontables pies que lo habían pisoteado a lo largo del día ya necesitaba otro enlucido de tierra roja y agua.

Su padre rompió al fin el silencio.

—Señor, ahora puedes dejar partir a tu siervo en paz según tu palabra.

—¿Qué dices, padre? —preguntó Obi.

—A veces tenía miedo de no seguir vivo para verte regresar.

—¿Por qué? Tienes tan buen aspecto como siempre.

El padre de Obi ignoró el falso cumplido, entregado a sus propios pensamientos.

—Mañana iremos todos a rezar a la iglesia. El pastor celebrará un servicio especial para ti.

—Pero ¿es necesario, padre? ¿No es suficiente con rezar todos juntos aquí como lo hemos hecho hoy?

—Es necesario —dijo su padre—. Está muy bien rezar en casa, pero es mejor rezar en la casa de Dios.

Obi pensó: «¿Qué ocurriría si me pusiera en pie y le dijera: “Padre, yo ya no creo en tu Dios”?».

Sabía que no podía hacerlo, pero se preguntaba qué ocurriría si lo hiciera. A veces se hacía preguntas así. Pocas semanas antes, en Londres, se había preguntado qué sucedería si se hubiera levantado y le hubiera gritado al refinado parlamentario que había venido a dar una conferencia a los estudiantes africanos sobre la Federación del África Central: «Largo de aquí, sois todos unos malditos hipócritas». No era exactamente lo mismo, en todo caso. Su padre creía fervientemente en Dios, y el refinado parlamentario era un maldito hipócrita.

—¿Tuviste tiempo para leer la Biblia mientras estabas allí?

No había más remedio que contar una mentira. A veces una mentira era preferible a la verdad. Obi sabía por qué le había hecho la pregunta. Había leído muy mal los versículos en la oración de la tarde.

—A veces —respondió—, pero era una Biblia en inglés.

—Sí —dijo su padre—. Ya veo.

Hubo una larga pausa durante la que Obi recordó, avergonzado, cómo había leído su parte a trompicones como un niño. En el primer versículo había pronunciado ugwu como «montaña», cuando debía haber sido «circuncisión». Cuatro o cinco voces le habían corregido inmediatamente, y la primera que oyó fue la de su hermana más pequeña, Eunice, que tenía once años y estaba en cuarto curso.

Toda la familia se sentaba en torno a la enorme mesa del comedor con la vieja lámpara de bosque en el centro. Había nueve personas en total: padre, madre, seis hermanos y Obi. Cuando el padre anunciaba la lectura del día, según la tarjeta del Grupo de Sagrada Escritura, Obi se había dado cuenta de que era capaz de encontrarla sin ninguna dificultad en la Biblia que compartía con Eunice. Entonces se rezaban las oraciones para abrir el entendimiento, y comenzaba la lectura, leyendo cada persona un versículo.

La madre de Obi se sentaba al fondo en un taburete bajo. Los cuatro niños de sus hijas casadas estaban en una colchoneta a su lado. Aunque sabía leer, ella nunca tomaba parte en la lectura familiar. Se limitaba a escuchar a su marido y a sus hijos. Siempre había sido así, desde que los niños tenían memoria. Era una mujer muy devota, pero Obi solía preguntarse si, por sí misma, no hubiera preferido contarles a sus hijos los mismos cuentos que a ella le contaba su madre. De hecho, solía contarle historias a su hija mayor. Pero eso era antes de que Obi naciera. Dejó de hacerlo porque su marido se lo prohibió.

—No somos paganos —le había dicho—. Esas historias no son para gente de iglesia.

Y Hannah había dejado de contarles a sus hijos cuentos tradicionales. Era leal a su marido y a su nueva fe. Su madre se había unido a la iglesia con sus hijos tras la muerte de su marido. Hannah ya era mayor cuando dejaron de ser una «gente de nada» y se unieron a la «gente de iglesia». Era tal la convicción de los primeros cristianos que llamaban a los otros «la gente de nada», o a veces, cuando se sentían más caritativos, «la gente del mundo».

Isaac Okonkwo no se limitaba a ser cristiano: era además catequista. En los primeros años de su vida de casados, le había hecho ver a Hannah su gran responsabilidad como mujer de un catequista. Y tan pronto supo lo que se esperaba de ella, se apresuró a hacerlo, mostrando a veces más celo que su propio esposo. Enseñó a los niños a no aceptar comida en casa de los vecinos porque decía que le ofrecían la comida a los ídolos. Solo ese hecho ya hacía que los niños fueran distintos de los demás porque, entre los igbo, los niños eran libres para comer donde quisieran. Un día, un vecino ofreció a Obi un pedazo de ñame cuando él tenía cuatro años. Movió la cabeza imitando a sus sabias hermanas mayores y dijo:

—Nosotros no comemos comida de paganos.

Su hermana Janet intentó taparle la boca con la mano, pero demasiado tarde.

Sin embargo, había retrocesos ocasionales en esta cruzada. Uno o dos años después, cuando Obi empezó a ir al colegio, ocurrió uno de esos retrocesos. Había una clase que él amaba y temía a partes iguales. Era «Expresión oral». En esa hora, el maestro le pedía a cualquier niño que le contara un cuento a la clase. A Obi le encantaban esas historias, pero él no sabía ninguna para poder contarla. Cuando se puso en pie ante sus compañeros estaba temblando.

Olulu ofu oge —empezó con la fórmula de los cuentos tradicionales, pero eso era todo lo que sabía.

Sus labios se movían, pero de ellos no salía una palabra. La clase estalló en una risa burlona, y sus ojos se llenaron de lágrimas, que le caían por las mejillas mientras volvía a su sitio.

Nada más llegar a casa se lo contó a su madre. Ella le dijo que tuviera paciencia hasta que su padre fuera a la oración de la tarde en la iglesia.

Algunas semanas más tarde el maestro volvió a llamar a Obi. Se enfrentó audazmente a la clase y contó una de las nuevas historias que su madre le había enseñado. Incluso añadió un pequeño toque al final que hizo reír a todo el mundo. Era la historia de la perversa leoparda que quería comerse todos los corderos de su vieja amiga la oveja. Fue a la cabaña de la oveja cuando sabía que ella estaría en el mercado y empezó a buscar a los corderos. No sabía que su madre los había escondido en las pepitas de palma que había por allí. Al final se cansó de buscar y trajo dos piedras para romper alguna de las pepitas, porque estaba muy, muy hambrienta. Tan pronto como abrió la primera, la nuez salió corriendo hacia el bosque. La leoparda se quedó pasmada. La segunda también salió corriendo hacia el bosque. Y la tercera, que era el cordero mayor, no solo salió corriendo hacia el bosque, sino que, en la versión de Obi, primero abofeteó a la leoparda.

—¿Y solo tienes cuatro días para estar con nosotros?

—Sí —dijo Obi—. Pero haré todo lo que pueda para volver antes de un año. Tengo que estar en Lagos para buscar trabajo.

—Sí —dijo su padre lentamente—. El trabajo es lo primero. Una persona que no se ha hecho un hueco en el suelo no debe perder el tiempo en buscar una esterilla.

Después de una pausa añadió:

—Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar, pero no esta noche. Estás cansado y necesitas dormir.

—No estoy muy cansado, padre. Pero quizá sea mejor hablar mañana. Sin embargo, hay una cosa que no debe preocuparte. Por supuesto que John acabará el curso en el colegio.

—Buenas noches, hijo mío, y que Dios te bendiga.

—Buenas noches, padre.

Cogió la antigua lámpara de bosque para abrirse camino hasta su habitación y su cama. Había una sábana blanca nuevecita en su vieja cama de madera, que tenía un duro colchón de paja. Los almohadones, con un delicado diseño floral, eran sin duda obra de Esther. «Nuestra querida Esther», pensó Obi. Se acordó de cuando era pequeño y Esther acababa de convertirse en maestra. Todo el mundo decía que ya no se la debía llamar Esther, porque era poco respetuoso, sino «señorita». Así que la llamaban «señorita». A veces Obi se olvidaba y la llamaba Esther, y entonces Charity le decía que era un maleducado.

En aquellos tiempos, Obi se llevaba muy bien con sus tres hermanas mayores, Esther, Janet y Agnes, pero no con Charity, que era la que estaba justo por encima de él. El nombre igbo de Charity era «También una niña vale», pero cuando se peleaban Obi la llamaba «Una niña no vale». Entonces ella le pegaba hasta que él empezaba a llorar, a menos que su madre anduviera por allí, en cuyo caso aplazaba la paliza. Era fuerte como el hierro y todos los críos del barrio tenían miedo de ella, incluso los chicos.

Obi tardó mucho tiempo en dormirse después de acostarse. Pensaba en sus muchas responsabilidades. Era obvio que sus padres ya no se valían por sí mismos. Nunca habían dependido completamente de la menguada pensión de su padre. Él plantaba ñames y su mujer plantaba mandioca y yuca. También hacía jabón con ceniza de palma mezclada con aceite, que les vendía a los vecinos con algo de ganancia. Pero ya estaban muy viejos para esas cosas.

«Tengo que darles cada mes una parte de mi sueldo». ¿Cuánto? ¿Podría permitirse darles diez libras? Si no tuviera que devolver veinte libras al mes a la Unión Progresista de Umuofia… Y además estaban las matrículas de la escuela de John.

—Bueno, ya me las arreglaré —se dijo en voz alta a sí mismo—. No se puede tener todo. Hay muchos jóvenes en este país que darían su vida por tener la oportunidad que yo he tenido.

Fuera se había levantado mucho viento, y los árboles hacían ruido. Se veían relámpagos a través de la celosía. Iba a llover. A Obi le gustaba que lloviera de noche. Olvidó sus responsabilidades y pensó en Clara, en lo divino que sería en una noche así sentir su cuerpo tibio contra el suyo: sus nalgas contorneadas, sus suculentos pechos…

¿Por qué le había pedido que todavía no les hablara a sus padres de ella? ¿Sería porque no estaba del todo decidida? Le habría gustado contárselo al menos a su madre. Sabía que la iba a hacer muy feliz. Había dicho una vez que para morirse solo esperaba a ver el primer hijo de Obi. Eso fue antes de que él se fuera a Inglaterra; debió de ser cuando Esther tuvo su primer hijo. Ahora tenía tres, Janet dos y Agnes uno. Agnes habría tenido dos si el primero hubiese vivido. Debe de ser horrible perder el primer hijo, especialmente para una muchacha joven como Agnes; era poco más que una niña cuando se casó, al menos en su forma de comportarse. Incluso ahora, no había acabado de crecer. Eso decía siempre su madre. Obi sonrió en la oscuridad al recordar el pequeño incidente después de las oraciones una o dos horas antes.

Le habían dicho a Agnes que llevara a los más pequeños, que ya estaban dormidos en el suelo, a sus camitas.

—Despiértales primero para que hagan pis o se lo harán en la cama —dijo Esther.

Agnes agarró al primero por la muñeca para ponerle en pie.

—¡Agnes! ¡Agnes! —gritó su madre, que estaba sentada junto a los niños dormidos en un taburete bajo—. Siempre he dicho que no estás bien de la cabeza. ¿Cuántas veces tengo que decirte que llames a un niño por su nombre antes de despertarlo?

—¿Es que no sabes —siguió Obi, fingiendo un gran enfado— que si le despiertas de golpe su alma puede ser incapaz de volver a su cuerpo antes de que despierte?

Las chicas se rieron. Obi no había cambiado nada. Le gustaba tomarles el pelo, y también a su madre. Ella sonrió.

—Puedes reírte si quieres —dijo con indulgencia—. A mí no me hace gracia.

—Por eso padre las llama las vírgenes necias —dijo Obi.

Ahora empezaba a llover con rayos y truenos. Al principio grandes gotas de agua tamborileaban sobre el tejado de chapa. Era como si cientos de guijarros, cada uno envuelto por separado en un trocito de tela para amortiguar su caída, se hubieran soltado del cielo. Obi deseó que fuera de día, para poder ver otra vez la lluvia tropical. La lluvia estaba ahora cogiendo fuerza. El golpeteo de las grandes gotas daba paso a un fuerte aguacero.

«Me había olvidado de que podía llover así en noviembre», pensó mientras se ajustaba el clote para cubrirse entero.

De hecho, esa lluvia era poco habitual. Era como si el dios que reinaba en el cielo sobre las aguas se hubiera dado cuenta, al contar los meses con los dedos y ver la enorme cantidad que le quedaba, de que tenía que tomar una medida drástica al respecto antes de que llegara la estación seca, que ya era inminente.

Obi se acomodó y se quedó dormido.