5

OBI formuló por primera vez su teoría de que el funcionariado en Nigeria seguiría siendo corrupto hasta que los viejos africanos en la cima fueran reemplazados por jóvenes universitarios en un ensayo presentado ante la Asociación de Estudiantes Nigerianos en Londres. Pero a diferencia de la mayor parte de las teorías forjadas por estudiantes en Londres, esta sobrevivió al primer impacto del regreso a casa. De hecho, durante el primer mes después de su vuelta, Obi encontró dos ejemplos clásicos de su viejo africano.

Conoció al primero en la comisión de Funcionarios donde fue entrevistado para un trabajo. Afortunadamente para Obi, había ya causado una buena impresión a los directivos antes de que este hombre le hiciera perder la paciencia.

Sucedió que el presidente de la comisión, un inglés gordo y jovial, era un gran aficionado a la poesía y la novela modernas, y le gustaba hablar del tema. Los otros cuatro miembros, un europeo y tres africanos, que desconocían ese aspecto de la vida, estaban muy impresionados. O quizá debiéramos decir tres de ellos, porque el cuarto estuvo dormido todo el tiempo que duró la entrevista; esto podría parecer en principio irrelevante, si no hubiera sido porque el mencionado caballero era el representante de una de las tres regiones de Nigeria. (En interés de la unidad nigeriana, esta región no será nombrada).

La conversación del presidente con Obi fue desde Graham Greene a Tutuola, y les llevó casi media hora. Después Obi afirmó que había dicho un montón de tonterías, pero eran tonterías cultas y espectaculares. Incluso se sorprendió a sí mismo cuando empezó a soltarse.

—Dice usted que admira profundamente a Graham Greene. ¿Qué opina de El revés de la trama? El policía europeo se suicida.

—Es la única novela sensata escrita por un europeo sobre África occidental que yo haya leído.

Obi hizo una pausa y después añadió, como dejándolo caer:

—Solo la estropea el final feliz.

—¿El final feliz? ¿Está usted seguro de que está pensando en El revés de la trama? El policía europeo se suicida al final.

—Quizá final feliz suene demasiado fuerte. Pero no se me ocurre otra forma de decirlo. El policía está desgarrado entre su amor por una mujer y su amor por Dios, y se suicida. Es demasiado simplón. La tragedia no es así en absoluto. Recuerdo a un anciano de mi pueblo, un cristiano converso, que tuvo una desgracia detrás de otra. Él solía decir que la vida es como un cuenco de ajenjo del que uno bebe a pequeños sorbos sin poder parar. Él sí comprendía el sentido de la tragedia.

—O sea que usted piensa que el suicidio estropea la tragedia —dijo el presidente.

—Sí. La tragedia genuina nunca se resuelve. Se perpetúa eternamente sin esperanza. La tragedia convencional es demasiado facilona. El héroe muere y los lectores experimentamos una catarsis. Una tragedia real ocurre en una esquina, en un solar abandonado, para citar a W.H. Auden. Al resto del mundo no le importa. Como aquel personaje de Un puñado de polvo que lee a Dickens para el señor Todd. Para él no hay liberación posible. Cuando termina el libro, él todavía sigue leyendo. No hay catarsis para nosotros porque no estamos allí en su piel.

—Esto es realmente interesante —dijo el presidente.

Después miró alrededor de la mesa y les preguntó a los otros miembros si tenían preguntas para el señor Okonkwo. Todos dijeron que no, excepto el hombre que había estado durmiendo.

—¿Por qué quiere un trabajo en la administración del Estado? ¿Para recibir sobornos? —preguntó.

Obi dudó. Su primer impulso fue decir que era una pregunta idiota. En vez de eso dijo:

—No sé cómo espera que le responda a esa pregunta. Incluso si mi motivo fuera recibir sobornos, no pretenderá que lo admita delante de esta comisión. Así que no me parece una pregunta muy oportuna.

—No es asunto suyo decidir qué preguntas son oportunas, señor Okonkwo —dijo el presidente, intentando sin éxito parecer severo—. En todo caso, nos comunicaremos con usted a su debido tiempo. Buenos días.

Joseph puso mala cara cuando Obi le contó la historia de la entrevista. Su opinión era que un hombre que busca trabajo no puede permitirse impertinencias.

—¡Tonterías! —dijo Obi—. Eso es lo que yo llamo mentalidad colonial.

—Llámalo como quieras —le dijo Joseph en igbo—. Tú sabrás más de libros que yo, pero yo soy mayor que tú y tengo más experiencia. Y te digo que un hombre no reta a su chi a un combate.

El criado de Joseph, Mark, trajo arroz y un guiso, y se pusieron a comer de inmediato. Después fue a una tienda al otro lado de la calle donde vendían agua fría a un penique la botella y les trajo una para cada uno, llevando a la ida y a la vuelta una mota de hollín en la punta de la nariz. Tenía los ojos rojos y llorosos de haber estado soplando el fuego.

—Has cambiado mucho en cuatro años —subrayó Obi después de que hubieran estado comiendo un rato en silencio—. Entonces solo tenías dos intereses: la política y las mujeres.

Joseph sonrió.

—No te dedicas a la política con el estómago vacío.

—Vale —dijo Obi jovialmente—. ¿Y las mujeres? Ya llevo aquí dos días y no he visto ninguna.

—¿No te dije que me iba a casar?

—¿Y qué?

—Cuando has pagado ciento treinta libras como dote y eres un oficinista de segunda, no te queda mucho que derrochar en mujeres.

—¿De verdad pagaste ciento treinta? ¿Y las leyes de la dote?

—Subieron los precios, eso es todo.

—Una pena que casáramos a mis tres hermanas demasiado pronto como para haber hecho un dinerillo con ellas. Intentaremos compensarlo con las otras.

—No es cosa de risa —dijo Joseph—. Espera a que tú quieras casarte. Te pedirán quinientas libras por ser un funcionario de primera clase.

—No soy un funcionario de primera clase. Acabas de decirme que no me van a dar el trabajo porque le dije a ese imbécil lo que pensaba de él. Y además, de primera o no de primera, no voy a pagar quinientas libras por una esposa, ni siquiera cincuenta.

—Estás de broma. A menos que quieras ser un reverendo padre.

Mientras esperaba el resultado de la entrevista, Obi realizó una corta visita a Umuofia, su pueblo, que estaba a ochocientos kilómetros en la región oriental. El viaje no fue especialmente emocionante. Se montó en una furgoneta llamada «El juicio de Dios no tiene apelación» y viajó en primera clase, lo que significa que compartió el asiento delantero con el conductor y una mujer joven con un bebé. Los asientos de atrás estaban ocupados por comerciantes que viajaban regularmente entre Lagos y el famoso mercado de Onitsha, a la orilla del Níger. El furgón iba tan cargado que los comerciantes no tenían sitio para poner las piernas. Se sentaban con los pies al mismo nivel que el culo, con las rodillas levantadas hasta la barbilla como pollos asados. Pero no parecía importarles. Se entretenían con canciones picantes dirigidas a las jóvenes que se habían convertido en enfermeras o maestras en vez de en madres.

El conductor de la furgoneta era un hombre muy callado. Pasaba el rato mascando nuez de cola o fumando cigarrillos. La cola era para mantenerse despierto durante la noche porque el viaje empezaba a última hora de la tarde, llevaba toda la noche y concluía temprano por la mañana. De vez en cuando le pedía a Obi que prendiera una cerilla para encenderle un cigarro. De hecho había sido Obi quien se ofreciera a hacerlo la primera vez. Se había asustado al ver al hombre controlar el volante con el codo mientras rebuscaba las cerillas.

Unos setenta kilómetros más allá de Ibadán el conductor dijo de pronto:

—¡La puta mierda de la policía!

Obi vio a dos policías en la cuneta unos trescientos metros más adelante, haciendo señales a la camioneta para que parase.

—¿Particulares? —le preguntó uno de ellos al conductor.

En ese momento Obi se dio cuenta de que su asiento era una especie de caja fuerte para guardar dinero y documentos importantes. El conductor pidió a los pasajeros que se levantaran. Abrió con una llave la caja y sacó un puñado de papeles. El policía los miró con aire crítico.

—¿Dónde está carné de conducir?

El conductor se lo enseñó.

Mientras tanto, el compañero del conductor se estaba acercando al otro policía. Pero justo cuando estaba a punto de darle algo, Obi miró en su dirección. El policía no estaba dispuesto a correr riesgos; por lo que él sabía, Obi podía ser un tipo del CID. Así que empujó al compañero del conductor con gran indignación moral.

—¿Qué quieres? Largo de aquí.

Entretanto, el otro policía había encontrado algún problema con los papeles del conductor y estaba apuntando sus datos, mientras el conductor suplicaba y rogaba en vano. Finalmente continuó conduciendo, o eso parecía, porque medio kilómetro más allá se detuvo.

—¿Por qué miras hombre en cara cuando queremos darle dos chelines? —le preguntó a Obi.

—Porque no tiene ningún derecho a recibir de ti dos chelines —respondió Obi.

—Ahora él hace yo no quiera llevar gente de libros —se quejó—. Mucho mucho saber para dar problema. ¿Por qué metes nariz en lo que no te importa? Ahora ese policía cobra diez chelines.

Unos minutos después Obi se dio cuenta de por qué habían parado. El compañero del conductor había vuelto corriendo hasta donde estaban los policías, con la seguridad de que serían más asequibles cuando no hubiera extraños molestos mirándoles. El hombre volvió enseguida, jadeando por la carrera.

—¿Cuánto cogieron? —preguntó el conductor.

—Diez chelines —jadeó el asistente.

—Ya lo ves —le dijo a Obi, que estaba empezando a sentirse un poco culpable, especialmente porque todos los comerciantes de atrás, al enterarse de lo que había pasado, habían dejado de atacar a las mujeres profesionales para concentrarse en los jóvenes que saben más de la cuenta. Durante el resto del viaje el conductor no volvió a dirigirle la palabra.

—¡Menudo establo de plata! —murmuró para sí mismo—. ¿Por dónde se empieza? ¿Por las masas? ¿Educando a las masas?

Sacudió la cabeza.

—Ahí no hay nada que hacer. Llevaría siglos. Un puñado de hombres en los puestos clave… O incluso un solo hombre con visión, un dictador ilustrado. Hoy día a la gente le asusta esta palabra. Pero ¿qué clase de democracia puede existir con tanta corrupción y tanta ignorancia? Quizá una cosa intermedia, una especie de compromiso.

Cuando el razonamiento de Obi llegó a este punto se recordó a sí mismo que Inglaterra había sido igual de corrupta hasta hacía no tanto tiempo. Realmente, no estaba de humor para seguir pensando en aquella dirección. Su mente estaba impaciente por solazarse en un paisaje más agradable.

La joven que se sentaba a su izquierda estaba dormida, y agarraba fuertemente al bebé contra su pecho. Iba a Benín. Eso era todo lo que sabía de ella. Ella no hablaba ni palabra de inglés y él no hablaba fon. Cerró los ojos y se imaginó que era Clara. Sus rodillas se estaban rozando. No funcionó.

¿Por qué insistía Clara en que todavía no debía hablar de ella con su gente? ¿Sería porque no estaba del todo convencida de casarse con él? No podía ser eso. Tenía tantas ganas como él de que se comprometieran formalmente, pero le había dicho que no se gastara dinero en comprarle un anillo hasta que no tuviera trabajo. Quizá ella quería comunicárselo antes a su propia familia. Mas si era así, ¿por qué tanto misterio? ¿Por qué no le había dicho sencillamente que quería consultarlo con su gente? O quizá no era tan inocente como él había pensado y estaba utilizando este suspense para aferrarlo más aún. Obi examinó las diferentes posibilidades y las fue descartando una a una.

A medida que avanzaba la noche el aire se volvió primero fresco y estimulante y después helador. El conductor sacó una sucia gorra marrón del montón de andrajos sobre los que se sentaba y se cubrió con ella. La joven beninesa se volvió a atar el pañuelo a la cabeza para cubrirse los oídos. Obi tenía una americana de sport que se había comprado el primer año que estuvo en Inglaterra. Hasta entonces la había usado para hacer algo más cómodo el respaldo de madera. En aquel momento se la echó sobre los hombros. Pero la única parte de su cuerpo que estaba realmente a gusto eran las piernas y los pies. El calor del motor, que antes había sido bastante desagradable, se había suavizado con el aire helado, y ahora acariciaba suavemente los pies y las piernas.

Obi estaba empezando a adormilarse, y sus pensamientos se volvían más y más hacia lo erótico. Pronunció para sí mismo palabras que no era capaz de decir en voz alta ni siquiera estando solo. Curiosamente, todas las palabras eran en su lengua materna. Podía decir cualquier palabra inglesa, por muy sucia que fuera, pero había palabras en igbo que sencillamente se negaban a salir de su boca. Sin duda era su educación más temprana la responsable de esta censura, mientras que las palabras inglesas podían filtrarse porque las había aprendido más tarde en la vida.

Obi continuó su duermevela hasta que el conductor se detuvo súbitamente a la orilla de la carretera, se frotó los ojos y anunció que se había pillado a sí mismo durmiéndose un par de veces. Naturalmente, esto preocupó a todos los pasajeros, que trataron de serle útiles.

—¿No tienes nuez de cola para comer? —le preguntó uno de los comerciantes de la parte trasera.

—¿No ves que estuve toda la tarde comiéndola? —respondió el conductor—. No entiendo este sueño. No dormí anoche, pero no es primera vez.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que el sueño era un fenómeno muy poco razonable. Tras dos o tres minutos de conversación general sobre esta cuestión, el conductor retomó su camino y prometió que haría todo lo posible por mantenerse despierto. Pero el sueño había huido de los ojos de Obi tan pronto como el conductor se detuvo. Su mente se aclaró inmediatamente, como si el sol hubiera salido y secado el rocío que se extendía sobre ella.

Los comerciantes volvieron a cantar, pero esta vez la canción no era grosera. Obi sabía el estribillo, intentó traducirlo al inglés, y por primera vez entendió lo que quería decir.

Un yerno fue a ver a su suegro

Oyiemu-o

Su yerno le echó el guante y lo mató

Oyiemu-o

Trae un cayuco, trae un remo

Oyiemu-o

El remo habla en inglés

Oyiemu-o.

En principio, la canción no tenía sentido ni lógica. Pero a medida que Obi le daba vueltas en su mente, se sorprendió con la riqueza de asociaciones que hasta una canción tan mediocre como aquella podía tener. De entrada, era inaudito que un hombre le echara el guante a su suegro y lo matara. Para la mentalidad igbo era el colmo de la traición. ¿Acaso no decían los ancianos que el suegro de un hombre era su chi, su dios personal? Superpuesta a esta traición, había otra: un remo empieza de pronto a hablar una lengua, el inglés, que su dueño, el pescador, no entiende. En resumen, pensó Obi, el quid de la canción era «el mundo patas arriba». Se quedó satisfecho con su exégesis y empezó a buscar en su cabeza otras canciones que pudiera analizar del mismo modo. Pero la canción de los comerciantes sonaba tan alto y era tan picante que no se podía concentrar en sus pensamientos.

Hoy día ir a Inglaterra se ha convertido en algo tan corriente como ir al río del pueblo. Pero cinco años atrás era diferente. La vuelta de Obi al pueblo fue casi una fiesta popular. Un coche «de cortesía» estaba esperándole en Onitsha para llevarle sano y salvo hasta Umuofia, que estaba a unas cincuenta millas. Pero, antes de salir, tuvo un ratito para dar una vuelta por el gran mercado.

Lo primero que le llamó la atención fue un jeep abierto desde el que unos altavoces lanzaban estruendosa música local. Dos hombres se movían en el coche al ritmo de la música, igual que otra mucha gente que se había congregado alrededor. Obi estaba preguntándose de qué iba todo aquello cuando la música se detuvo de pronto. Uno de los hombres levantó una botella para que todo el mundo la viera. Contenía Elixir de la Juventud, dijo, y empezó a contarle a la gente todas sus virtudes. O mejor dicho, algunas de ellas, porque era imposible enumerar todas sus maravillosas propiedades. El otro hombre cogió un puñado de panfletos y empezó a repartirlos entre la muchedumbre, aunque la mayoría tenían aspecto de ser analfabetos.

—Este folleto os hablará del Elixir de la Juventud —anunció.

Estaba claro que, si había algo escrito a propósito del producto, tenía que ser cierto. Obi cogió uno de los folletos y leyó la lista de enfermedades. Las tres primeras eran reumatismo, fiebre amarilla y rabia.

Al otro lado de la carretera, cerca de la playa, había una hilera de mujeres vendiendo garri en grandes palanganas de porcelana blanca. Apareció un mendigo. Debía de ser bien conocido, porque mucha gente le llamaba por su nombre. Quizá también estaba un poco loco. Su nombre era Sentido Único. Tenía un cuenco de porcelana, y empezó a recorrer la fila. Las mujeres empezaron a hacer música con latas vacías de cigarrillos, y Sentido Único bailó a lo largo de la fila, recibiendo de cada mujer un puñado de garri. Cuando llegó al final de la hilera tenía suficiente garri como para dos comidas fuertes.

Bandas de músicos esperaban a Obi en la carretera de Onitsha a Umuofia a tres kilómetros del pueblo. Parecía que el pueblo entero celebraba una fiesta. Los que no estaban esperando a lo largo de la carretera, especialmente la gente mayor, ya estaban llegando en masa al patio del señor Okonkwo.

El único problema era que podía empezar a llover. De hecho, mucha gente estaba medio deseando que lloviera a cántaros para demostrarle a Isaac Okonkwo que el cristianismo le había vuelto ciego. Él era el único que no se daba cuenta de que en una ocasión como aquella había que llevarle vino de palma, un gallo y algo de dinero al hechicero jefe de Umuofia para evitar la lluvia.

—No es el primer cristiano que vemos —dijo uno de los hombres—. Pero es como el vino de palma que bebemos. Algunos lo beben y siguen cuerdos, y otros pierden el sentido.

—Muy cierto, muy cierto —dijo otro—. Cuando un proverbio nuevo llega a la tierra de los hombres vacíos, pierden la cabeza con él.

En ese mismo momento, Isaac Okonkwo estaba discutiendo sobre los hacedores de lluvia con uno de los ancianos que habían venido a celebrar con él la ocasión.

—¿Vas a decirme que algunos hombres no pueden enviar el rayo contra sus enemigos? —preguntó el anciano.

El señor Okonkwo le dijo que creer tal cosa era comer el polvo de la ignorancia. Era como meter la cabeza en la olla.

—Lo que Satanás ha conseguido en este mundo nuestro es un prodigio —dijo—. Porque solo él puede meter semejantes abominaciones en el estómago de los hombres.

El anciano esperó pacientemente a que terminara y dijo:

—Tú no eres un extranjero en Umuofia. Has escuchado a nuestros ancianos decir que el rayo no puede matar a un hijo de Umuofia. ¿Conoces a alguno ahora o en el pasado que haya muerto así?

Okonkwo tuvo que admitir que no conocía ningún caso.

—Pero es obra de Dios —dijo.

—Es obra de nuestros ancestros —dijo el anciano—. Crearon una medicina poderosa para protegerse del rayo, y no solo a sí mismos sino a todos sus descendientes, por siempre.

—Muy cierto —dijo otro hombre—. Cualquiera que lo niegue lo hace en vano. Déjale que vaya y le pregunte a Nwokeke cómo le golpeó un rayo el año pasado. Se le cayó toda la piel como la muda de una serpiente, pero no murió.

—¿Por qué le cayó el rayo? —preguntó Okonkwo—. No tendría que haberle tocado.

—Ese es un asunto entre él y su chi. Pero has de saber que el rayo le cayó en Mbaino y no en casa. Quizá el rayo al verle en Mbaino pensó al principio que era un hombre de Mbaino.

Cuatro años en Inglaterra habían llenado a Obi de deseos de volver a Umuofia. Este sentimiento era tan fuerte que a veces se avergonzaba de estar estudiando literatura inglesa para su licenciatura. Hablaba igbo en cuanto tenía ocasión de hacerlo. Nada le producía más placer que encontrar a otro estudiante que hablara igbo en un autobús londinense. Pero cuando tenía que hablar en inglés con un estudiante nigeriano de otra tribu siempre bajaba la voz. Era humillante tener que hablar con un compatriota en una lengua extranjera, especialmente en presencia de los legítimos propietarios de esta lengua. De forma natural, ellos asumían que uno no tenía lengua propia. Le habría gustado que estuvieran allí. Que vinieran a Umuofia y escucharan hablar a los hombres para quienes la conversación era un gran arte. Que vinieran y viesen a hombres, mujeres y niños que sabían cómo vivir, cuya alegría de vivir no había sido asesinada todavía por aquellos que pretendían enseñar a otras naciones cómo vivir.

Había cientos de personas para recibir a Obi. De entrada, toda la plantilla y los alumnos de la escuela central de la Sociedad de la Iglesia Misionera de Umuofia estaban allí, y su banda de metal acababa de tocar «Viejo Calabar». También habían tocado una antigua melodía evangélica que, cuando Obi iba a la escuela, sus compañeros protestantes cantaban con una letra anticatólica, especialmente el Día del Imperio, cuando protestantes y católicos competían en atletismo.

Otasili osukwu Onyenkuzi Fada

E misisi ya oli awo-o.

Que se traducía al inglés como sigue:

Comedor de fruta de palma, profesor católico romano,

su señora una devoradora de sapos.

Después de los primeros cuatrocientos apretones de manos y cien abrazos, por fin Obi pudo sentarse un rato con su padre y los ancianos del clan en el gran salón. No había suficientes sillas para todos, así que muchos se sentaban en pieles de cabra extendidas en el suelo. Tampoco es que fuera muy diferente sentarse en una silla o en el suelo, porque incluso los que se sentaban en sillas extendían primero sobre ellas sus pieles de cabra.

—El país de los blancos debe de estar muy lejos —comentó uno de los hombres.

Todo el mundo sabía que estaba muy lejos, pero querían escucharlo de nuevo de boca de su joven pariente.

—No puede ni contarse —dijo Obi—. Al barco de los blancos le llevó dieciséis días, cuatro semanas de mercado, hacer el viaje.

—Fíjate —dijo uno de los hombres a los otros—. Cuatro semanas de mercado. Y no en una canoa, sino en un barco de blancos que corre sobre el agua como una serpiente sobre la hierba.

—A veces, no se ve tierra durante una semana de mercado completa —dijo Obi—. Ni delante, ni detrás, ni a la izquierda ni a la derecha. Solo agua.

—Fíjate —dijo el hombre a los otros—. Sin ver tierra durante una semana de mercado entera. En nuestros cuentos, un hombre llega a la tierra de los espíritus cuando ha cruzado siete ríos, siete bosques y siete colinas. Sin duda tú has visitado la tierra de los espíritus.

—Sí, hijo mío —dijo otro anciano—. ¡Azik! —llamó el mismo hombre, queriendo decir Isaac—, tráenos nuez de cola para celebrar la vuelta de este chico.

—Esta es una casa cristiana —replicó el padre de Obi.

—¿Una casa cristiana en la que no se come nuez de cola? —se burló el anciano.

—Aquí se come nuez de cola —contestó el señor Okonkwo—, pero no para hacer sacrificios a los ídolos.

—¿Quién habló de un sacrificio? Aquí hay un muchacho que vuelve de combatir en el mundo de los espíritus, y tú te quedas sentado farfullando sobre ídolos y casas cristianas, hablando como un hombre al que se le ha subido el vino de palma a la cabeza.

Soltó un silbido de enfado, cogió su piel de cabra y fue a sentarse fuera.

—Hoy no es día para discusiones —dijo otro anciano—. Yo pondré la nuez de cola.

Cogió su bolsa de piel de cabra, que había colgado de la silla, y empezó a hurgar en sus profundidades. Mientras buscaba, las cosas se golpeaban unas con otras en el interior: su cuerno de beber, su tarro de rapé, una cuchara.

—Y la partiremos de forma cristiana —dijo cuando pescó la nuez de cola.

—No te molestes, Ogbuefi Odogwu —le dijo Okonkwo—. Yo no me he negado a poner una nuez de cola ante ti. Lo que digo es que en mi casa no se usará como un sacrificio pagano.

Se dirigió a una habitación interior y pronto volvió con tres nueces de cola puestas en un plato. Ogbuefi Odogwu insistió en añadir la suya a estas.

—Obi, muestra la nuez de cola —dijo su padre.

Obi ya se había puesto en pie para hacerlo, puesto que era el hombre más joven en la habitación. Cuando todo el mundo la hubo visto, puso el plato ante Ogbuefi Odogwu, que era el más anciano. Él no era cristiano, pero sabía un par de cosas sobre el cristianismo. Como otros muchos en Umuofia, iba a la iglesia una vez al año, por la cosecha. Su única crítica a la ceremonia cristiana era que la congregación no tenía derecho a replicar al sermón. Una de las cosas que le gustaban particularmente, y que entendía, era: «Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos».

—Como un hombre llega al mundo —solía decir—, así se irá de él. Cuando un hombre con títulos muere, sus tobilleras de rango se cortan para que vuelva como vino. Los cristianos tienen razón cuando dicen que, como era en el principio, así será por siempre.

Tomó el plato, juntó sus rodillas para formar una mesa y lo puso allí. Elevó las manos, con las palmas hacia el cielo, y dijo:

—Bendice esta cola para que cuando la comamos haga bien a nuestro cuerpo en el nombre de Jesu Cristi. Como era en el principio, ahora y siempre. Amén.

Todo el mundo respondió «Amén» y celebró la representación del viejo Odogwu. El propio Okonkwo no pudo evitar unirse a las felicitaciones.

—Deberías convertirte al cristianismo —sugirió.

—Vale, si me haces pastor —dijo Odogwu.

Todo el mundo se rió. Después la conversación volvió a centrarse en Obi. Matthew Ogbonna, que había sido carpintero en Onitsha y consecuentemente era un hombre de mundo, dijo que todos debían dar gracias a Dios porque Obi no hubiera traído a casa una mujer blanca.

—¿Una mujer blanca? —preguntó un hombre; para él era una cosa de otro mundo.

—Sí, yo lo he visto con mis propios ojos.

—Sí —dijo Obi—. Muchos negros que van al país de los blancos se casan con sus mujeres.

—¿Lo ves? —dijo Matthew—. Te digo que lo he visto con mis propios ojos en Onitsha. La mujer incluso tenía dos críos. Pero ¿qué pasó al final? Dejó a los niños y volvió a su país. Por eso digo que cuando un negro se casa con una blanca está perdiendo el tiempo. Su tiempo con él es como el de la luna en el cielo. Cuando llega su hora, se va.

—Muy cierto —dijo otro hombre que también había viajado—. Lo que importa no es que ella se vaya. Es que mientras está aparta al hombre de su clan.

—Me alegro de que hayas vuelto a casa sano y salvo —le dijo Matthew a Obi.

—Él es hijo de Iguedo —dijo el viejo Odogwu—. Hay nueve pueblos en Umuofia, pero Iguedo es Iguedo. Tenemos nuestros defectos, pero no somos hombres vacíos que se vuelven blancos cuando ven blanco y negros cuando ven negro.

El corazón de Obi se hinchió de orgullo en su pecho.

—Él es el nieto de Ogbuefi Okonkwo, que se enfrentó solo al hombre blanco y murió en la batalla. ¡Ponte en pie!

Obi se levantó obedientemente.

—Fijaos en él —dijo Odogwu—. Él es Ogbuefi Okonkwo que ha vuelto. Es Okonkwo kpom-kwen, exacto, perfecto.

El padre de Obi se aclaró la garganta con vergüenza.

—Los hombres muertos no vuelven —dijo.

—Yo te digo que este es Okonkwo. Como era en el principio, así será por siempre. Eso es lo que nos dice tu religión.

—No te dice que los muertos vuelvan.

—De Iguedo salen grandes hombres —dijo Odogwu cambiando de tema—. Cuando yo era joven los conocí: Okonkwo, Ezeudu, Obierika, Okolo, Nwosu.

Los fue contando con los dedos.

—Y muchos otros, tantos como granos de arena. Entre sus padres hemos oído hablar de Ndu, Nwosisi, Ikedi, Obika y su hermano Iweka… todos gigantes. Esos hombres fueron grandes en sus tiempos. Hoy día la grandeza ha cambiado en sus formas. Somos los primeros de los nueve pueblos de Umuofia en mandar a nuestro hijo al país de los blancos. La grandeza ha sido de Iguedo desde los tiempos antiguos. No es cosa que haga el hombre. No puedes plantar la grandeza como plantas maíz o ñame. ¿Acaso alguien plantó alguna vez un iroko, el árbol más grande del bosque? Puedes recoger todas las semillas de iroko del mundo, abrir la tierra y dejarlas allí. Será en vano. El gran árbol elige dónde crecer y allí lo encontramos nosotros, y así ocurre con la grandeza en los hombres.