A diferencia de los barcos del correo, que atracaban en el puerto de Lagos en días fijos de la semana, los cargueros eran sumamente impredecibles. Así que cuando llegó el MV Sasa, no había en la Terminal Atlántica ningún amigo esperando la llegada de sus pasajeros. Los días en los que llegaban los barcos del correo, la hermosa y ventilada sala de espera estaba llena de amigos y parientes vestidos con ropas alegres aguardando la llegada del barco, y bebiendo cerveza helada y Coca-Cola o comiendo pasteles. A veces se veía algún pequeño grupo aguardando triste y en silencio. En esos casos, se podía apostar a que el hijo se había casado en Inglaterra con una blanca.
No había tal multitud esperando por el MV Sasa, y era obvio que el señor Stephen Udom estaba profundamente desilusionado. En cuanto habían avistado Lagos, había vuelto a su camarote para emerger media hora después con un traje negro, bombín y paraguas bajo el brazo, aunque era un caluroso día de octubre.
Las formalidades de la aduana llevaban aquí el triple de tiempo que en Liverpool y había cinco veces más funcionarios. Un joven, de hecho casi un niño, se ocupaba del camarote de Obi. Le dijo que el impuesto sobre su radio era de cinco libras.
—Vale —dijo Obi, buscando en su bolsillo—. Hazme un recibo.
El muchacho no hizo ademán de escribir.
—Te lo puedo dejar en dos libras.
—¿Cómo? —preguntó Obi.
—Lo hago, pero no te doy recibo de gobierno.
Durante unos segundos Obi se quedó sin habla. Después se limitó a decir:
—No seas bobo. Si hubiera aquí un policía, haría que te detuviese.
El muchacho se largó del camarote sin decir nada más. Obi le vio después atendiendo a otros pasajeros.
—¡Querida Nigeria! —dijo para sí mismo mientras esperaba a que otro funcionario viniera a su camarote.
Al final llegó uno, cuando los demás pasajeros ya habían sido atendidos.
Si Obi hubiera llegado en un barco de correo, la Unión Progresista de Umuofia (agrupación de Lagos) le hubiera ofrecido una bienvenida espectacular en el puerto. En cualquier caso, decidieron en su reunión que había que organizar una gran recepción, con fotógrafos y periodistas invitados. Se envió también una invitación al Servicio de Radiodifusión de Nigeria para que cubriera la ocasión y para grabar a la Orquesta Vocal de Mujeres de Umuofia, que habían estado aprendiendo unas cuantas canciones nuevas.
La recepción se celebró un sábado a las cuatro de la tarde en la calle Moloney, donde el presidente tenía dos habitaciones.
Todo el mundo iba vestido para la ocasión, con agbada o con traje europeo, excepto el invitado de honor, que apareció en mangas de camisa por el calor. Ese fue el Error Número Uno de Obi. Todo el mundo esperaba que un joven recién llegado de Inglaterra fuera vestido de forma adecuada.
Después de rezar, el secretario de la Unión leyó el discurso de bienvenida. Se puso en pie, se aclaró la garganta, y con una hoja enorme en la mano empezó a entonar:
—Discurso de Bienvenida para el señor Michael Obi Okonkwo, Licenciado (Cum Laude) en Londres, de los dirigentes y miembros de la Unión Progresista de Umuofia, con ocasión de su retorno del Reino Unido en busca del Vellocino de Oro. Señor, los dirigentes y miembros de la Unión arriba citada le ofrecemos con humildad y gratitud esta muestra de nuestro aprecio por su extraordinaria brillantez académica…
Habló del gran honor que Obi había conferido a la antigua ciudad de Umuofia, que ahora podía unirse a la colación[9] de otras ciudades en su marcha hacia el irredentismo político, la igualdad social y la emancipación económica.
—La importancia de tener a uno de nuestros hijos en la vanguardia de esta marcha hacia el progreso es nada menos que axiomática. Los nuestros tienen un dicho: «Lo nuestro es nuestro, pero lo mío es mío». Cada ciudad y cada pueblo luchan en esta época histórica de nuestra evolución política para poseer aquello de lo que puedan decir: «Esto es mío». Nos congratulamos de tener hoy día una de tales posesiones invaluables en la persona de nuestro ilustre hijo e invitado de honor.
Recordó la historia del Sistema de Becas de Umuofia, que había hecho posible que Obi estudiara en el extranjero, y lo calificó como una inversión que había de producir sustanciales dividendos. Después aludió discretamente al acuerdo según el cual se esperaba que los beneficiarios de estas becas devolvieran su deuda a lo largo de cuatro años, de manera que «un raudal sin límites de estudiantes se vieran capacitados para beber en la Fuente de Pieria del conocimiento».
Ni que decir tiene que el discurso fue repetidamente interrumpido por vítores y aplausos. Qué hombre tan listo era su secretario, decía todo el mundo. Él mismo merecía ir a Inglaterra. Escribía con un inglés que ellos admiraban, aunque no lo entendían: la clase de inglés que te llenaba la boca, como la proverbial carne curada.
El inglés de Obi, por otro lado, no era nada del otro mundo. Se expresaba llanamente. Les habló del valor de la educación.
—La educación es para servir a los demás, no para obtener trabajos de oficina y grandes sueldos. Con nuestra gran nación en los umbrales de la independencia, necesitamos hombres que estén dispuestos a servirla fielmente.
Cuando se sentó, la audiencia aplaudió por pura cortesía. Error Número Dos.
Se sirvió cerveza fría, aguas minerales, vino de palma y galletas, y las mujeres empezaron a entonar canciones sobre Umuofia y sobre Obi Okonkwo nwa jelu oyibo: Obi el que había estado en el país de los blancos. El estribillo repetía una y otra vez que el poder del leopardo estaba en sus garras.
—¿Te han dado ya ellos trabajo? —le preguntaban a Obi los de su clan por encima de la música.
En Nigeria, el gobierno era «ellos». No tenía nada que ver contigo o conmigo. Era una institución ajena, y lo que la gente tenía que hacer era sacarle todo lo que fuera posible sin meterse en líos.
—Todavía no. Tengo una entrevista el lunes.
—Por supuesto, los que sabéis de libros no tenéis ningún problema —dijo el vicepresidente, que estaba a la izquierda de Obi—. Si no fuera así, yo habría sugerido que vieras a alguno de ellos de antemano.
—No es necesario —dijo el presidente—, porque la mayoría serán blancos.
—¿Crees que los blancos no aceptan sobornos? Ven a nuestro departamento. Hoy día cogen más que los negros.
Después de la recepción, Joseph llevó a Obi a cenar al Palm Grove. Era un sitio pequeño y limpio, no muy popular los sábados por la noche, cuando la gente de Lagos prefería entretenimientos más contundentes. Había un puñado de personas en el comedor, como una docena de europeos y tres africanos.
—¿De quién es este sitio?
—Creo que de un sirio. En Lagos son los dueños de todo —dijo Joseph.
Se sentaron a una de las mesas vacías de la esquina, y cuando se dieron cuenta de que estaban debajo de un ventilador se cambiaron de mesa. Una luz suave salía de grandes globos alrededor de los que bailaban furiosamente los insectos. Quizá no se daban cuenta de que en cada globo había cuerpos que, como los suyos, también habían bailado a su alrededor en otro tiempo. O, si se daban cuenta, les daba igual.
—¡Camarero! —llamó Joseph dándose importancia.
Apareció un camarero vestido con pantalones y túnica blanca, y fajín y fez rojos.
—¿Qué tomas? —preguntó Joseph a Obi, mientras el camarero esperaba inclinado hacia ellos.
—La verdad que no me apetece beber nada más.
—Bobadas. La noche es joven. Toma una cerveza fría.
Se volvió al camarero y le dijo:
—Dos Heineken.
—No, no, con una llega. La compartimos.
—Dos Heineken —repitió Joseph, y el camarero se dirigió hacia el bar y volvió enseguida con dos botellas en una bandeja.
—¿Tienen aquí comida nigeriana?
A Joseph le sorprendió la pregunta. Ningún restaurante decente servía comida nigeriana.
—¿Quieres comida nigeriana?
—Por supuesto. Me muero por comer fufú y sopa amarga. En Inglaterra nos apañábamos con semolina, pero no es lo mismo.
—Le diré a mi criado que te prepare fufú mañana por la noche.
—¡Buen chico! —dijo Obi, alegrándose a ojos vista.
Después añadió en inglés, para que se enteraran los europeos de la mesa contigua:
—Estoy harto de patatas hervidas.
Llamándolas «hervidas» esperaba que fuera obvio el asco que le daban.
Una mano blanca agarró su silla por detrás. Se volvió rápidamente y vio que era la vieja gerente, que iba apoyándose en las sillas para poder sostenerse. Debía de tener más de setenta años, si no tenía ochenta. Avanzó penosamente por el comedor hasta llegar detrás de la barra. Después salió otra vez, sosteniendo a duras penas un vaso de leche.
—¿Quién ha dejado ahí esa bayeta? —preguntó apuntando temblorosamente con un dedo de la mano izquierda a un trapo amarillo tirado en el suelo.
—No sé —dijo el camarero al que se había dirigido.
—Quítala de ahí —graznó.
Por el esfuerzo de dar órdenes, se olvidó del vaso de leche, que se tambaleó con su pulso temblón hasta que se le derramó sobre el vestido de flores. Fue hacia una silla de la esquina y bebió lo que quedaba, gimiendo y crujiendo como una máquina vieja oxidada por la lluvia. Debía de ser su esquina favorita, porque la jaula del loro estaba justo encima. Tan pronto como se sentó, el loro salió de la jaula y se posó en un palo, bajó la cola y se puso a cagar. Faltó el blanco de una uña para que le cayese encima a la vieja. Obi se enderezó ligeramente en la silla para ver el pastel en el suelo, pero no había ningún pastel. Todo estaba organizado con precisión. Había un arenero, que estaba casi hasta arriba de mierda fresca, junto a la silla de la vieja.
—No creo que esto sea de un sirio —dijo Obi—. Ella es inglesa.
Tomaron una parrillada mixta, y Obi admitió que no estaba del todo mal. Pero todavía estaba dándole vueltas a por qué Joseph no le había alojado en su casa, como antes de ir a Inglaterra. En vez de eso, la Unión Progresista de Umuofia le había alojado en un hotel barato en las afueras de Yaba, propiedad de un nigeriano.
—¿Recibiste mi última carta desde Inglaterra?
Joseph dijo que sí. Tan pronto como le llegó lo había comentado con la ejecutiva de la UPU, y se había acordado que tenían que alojarle adecuadamente en un hotel. Como si estuviera leyendo los pensamientos de Obi, dijo:
—Ya sabes que solo tengo una habitación.
—¡Qué bobada! —dijo Obi—. Mañana me largo de ese hotel miserable y me voy a tu casa.
Joseph estaba asombrado, pero también encantado. Intentó poner otra objeción, pero estaba claro que no era de corazón.
—¿Qué van a decir los de otros pueblos cuando sepan que un hijo de Umuofia que vuelve de Inglaterra está compartiendo una habitación en Obalende?
—Que digan lo que les dé la gana.
Comieron un rato en silencio y después Obi dijo:
—Tenemos mucho camino por delante.
Mientras él decía eso, Joseph estaba empezando a decir otra cosa, pero se detuvo.
—Sí, ¿qué decías?
—Digo que creo en el destino.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Te acuerdas de que nuestro maestro, el señor Anene, decía que tú irías a Inglaterra. Eras un enano entonces, con la nariz siempre llena de mocos, pero al final del trimestre eras el primero de la clase. ¿Recuerdas que te llamábamos «Diccionario»?
Obi se moría de vergüenza, porque Joseph estaba hablando a gritos.
—De hecho todavía tengo siempre mocos. Dicen que es alergia.
—Y entonces —dijo Joseph— le escribiste aquella carta a Hitler.
Obi soltó una de sus raras carcajadas.
—Me pregunto qué me dio. Todavía lo pienso a veces. ¿Qué era Hitler para mí, o yo para Hitler? Supongo que me daba pena. Y no me gustaba tener que ir cada día al bosque a buscar nueces de palma como nuestro «Sacrificio de Guerra».
De pronto se puso serio.
—Y, si te paras a pensarlo, era bastante inmoral por parte de nuestro maestro decirles cada mañana a unos críos que con cada nuez de palma que recogían estaban comprando un clavo para el ataúd de Hitler.
Volvieron desde el comedor al bar. Joseph estaba a punto de pedir más cerveza, pero Obi se negó en redondo.
Desde donde estaba Obi, se veían pasar los coches por la calle Broad. Un enorme De Soto aparcó justo delante de la puerta, y un joven muy guapo entró en el bar. Todo el mundo se volvió a mirarle, y el ambiente se llenó de discretos silbidos cuando cada uno le susurró a su vecino que era el ministro de Estado.
—Es el Excelentísimo Sam Okoli —susurró Joseph.
Pero Obi estaba como si le hubiera caído un rayo, mirando al De Soto en la penumbra.
El Excelentísimo Sam Okoli era uno de los políticos más populares del este de Nigeria, su distrito electoral. Los periódicos decían que era el caballero mejor vestido de Lagos, y el mejor partido. Aunque sin duda pasaba de los treinta, siempre parecía un chico recién salido del colegio. Era alto, atlético, y tenía para todo el mundo una sonrisa deslumbrante. Caminó hacia la barra y pidió una lata de Churchman’s. Mientras tanto, la mirada de Obi estaba fija fuera en la carretera, donde Clara estaba sentada en el De Soto. Solo la había visto un instante. Quizá ni siquiera fuera ella. El ministro volvió al coche, y cuando abrió la puerta la pálida luz interior iluminó los confortables asientos. Ahora no había duda. Era Clara.
—¿Qué pasa?
—Nada, que conozco a la chica.
—¿De Inglaterra?
Obi asintió.
—¡Vaya con Sam! No se le escapa una…