3

EL affaire entre Obi y Clara no podía definirse exactamente como un amor a primera vista. Se habían conocido en un baile organizado en el Centro Cultural de Saint Pancras por el Consejo Nacional de Nigeria y los Camerunes. Clara había venido con un estudiante que era bastante amigo de Obi y que los había presentado. Obi se quedó inmediatamente prendado de su belleza y la seguía con la mirada por todo el salón. Al final consiguió un baile con ella. Pero estaba tan azorado que todo lo que se le ocurrió decir fue:

—¿Llevas mucho tiempo bailando?

—No, ¿por qué? —fue su brusca respuesta.

Obi nunca había sido un buen bailarín, pero aquella noche fue sencillamente horrible. Le pisó los dedos unas cuatro veces en el primer medio minuto. En lo sucesivo, ella se concentró en apartar los pies justo a tiempo. En cuanto terminó el baile, salió disparada. Obi la siguió hasta su sitio para decirle:

—Muchas gracias.

Ella asintió sin ni siquiera mirarle.

No volvieron a coincidir hasta casi dieciocho meses después, en el Muelle Harrington de Liverpool. Resulta que volvían los dos a Nigeria el mismo día y en el mismo barco.

Era un pequeño carguero que llevaba doce pasajeros y una tripulación de cincuenta personas. Cuando Obi llegó al muelle, todos los demás pasajeros habían embarcado ya, y habían cumplido con los formalismos de la aduana. El funcionario, bajito y calvo, fue muy amable. Empezó por preguntarle si había tenido una estancia feliz en Inglaterra. ¿Había ido a la universidad? El tiempo le debía de haber parecido muy frío.

—Al final ya no me importaba mucho el tiempo —dijo Obi, que había aprendido que un inglés podía quejarse todo lo que quisiera del tiempo, pero no admitía que un extranjero lo hiciera.

Cuando llegó a la sala de espera, Obi se quedó de piedra al ver a Clara. Estaba hablando con una señora mayor y con un inglés joven. Obi se sentó con ellos y se presentó. La mujer mayor, que se llamaba señora Wright, volvía a Freetown. El joven se llamaba Macmillan, y era funcionario administrativo en Nigeria del Norte. Clara se presentó a sí misma como la señorita Okeke.

—Creo que ya hemos coincidido antes —dijo Obi.

Clara pareció sorprendida y un tanto hostil.

—En el baile del CNNC en Londres.

—Ya veo —dijo ella con el mismo interés que si le hubiera dicho que estaban en un barco en el muelle de Liverpool, y continuó conversando con la señora Wright.

El barco abandonó el muelle a las once de la mañana. Durante el resto del día Obi estuvo solo, mirando al mar o leyendo en su camarote. Era su primer viaje por mar, y ya había decidido que era infinitamente mejor que volar.

Se despertó a la mañana siguiente sin ningún síntoma de mareo. Se dio un baño caliente antes de que se levantaran los otros pasajeros y fue a la barandilla a mirar el mar. La tarde anterior había estado completamente en calma. Ahora se había convertido en un inmenso erial de pequeños cerros dentados y alborotados, coronados de blanco. Obi estuvo de pie junto a la barandilla casi una hora, bebiendo el aire puro.

«Los que se hacen en barcos a la mar…», recordó.

Le quedaba muy poca fe a aquellas alturas, pero aun así se sintió profundamente conmovido.

Cuando sonó el gong del desayuno tenía un apetito tan intenso como el aire de la mañana. Los asientos en las mesas habían sido distribuidos el día anterior. Había una gran mesa central en la que se sentaban diez personas, y seis mesitas para dos diseminadas por el comedor. Ocho de los doce pasajeros estaban sentados en la mesa grande, con el capitán a un extremo y el ingeniero jefe al otro. Obi se sentó entre Macmillan y un funcionario nigeriano llamado Stephen Udom. Justo enfrente de él estaba el señor Jones, que tenía no sé qué puesto en la United Africa Company. El señor Jones se atiborraba de cuatro de los cinco platos principales y luego le decía al camarero con virtuosa sobriedad:

—Café nada más.

Y ponía énfasis en el «nada más».

En contraste con el señor Jones, el ingeniero jefe apenas tocaba la comida. Mirándole la cara, se diría que le habían servido porciones de sales Epsom, ruibarbo y mist. alba.[8] Mantenía los hombros rectos y los brazos pegados al costado, como si constantemente tuviera miedo de que hubiera que evacuar el barco.

Clara estaba sentada a la izquierda del señor Jones, pero Obi se esforzaba por no mirar en su dirección. Estaba hablando con un funcionario de Educación de Ibadán, que le explicaba la diferencia entre lengua y dialecto.

Al principio, el golfo de Vizcaya estaba tranquilo y calmo. El barco se encaminaba ahora hacia un horizonte en el que el cielo era claro, como si prometiera sol. La circunferencia del mar no se fundía con el cielo, sino que destacaba en un claro contraste, como una pista gigante de la que fuera a despegar el avión de Dios. Pero a medida que se acercaba la tarde, la paz y la calma se desvanecieron de pronto. La cara del mar se contorsionaba de ira. Obi se sintió ligeramente mareado y con la cabeza cargada. A la hora de la cena se limitó a mirar la comida en su plato. Uno o dos pasajeros ni siquiera habían aparecido. Los otros comían en silencio.

Obi volvió a su camarote y ya se iba directo a la cama cuando alguien llamó a su puerta. Abrió y era Clara.

—Me he dado cuenta de que no tenías buena cara —le dijo en igbo—, así que te he traído unas tabletas de Avomine.

Le dio un sobre con media docena de pastillas blancas.

—Toma dos antes de acostarte.

—Gracias, muy amable de tu parte.

Obi estaba completamente abrumado, y toda la frialdad e indiferencia que había ensayado desaparecieron.

—Pero —tartamudeó— no te voy a privar de…

—Oh, no, tengo como para todo el pasaje. Es la ventaja de tener una enfermera a bordo.

Sonrió débilmente.

—Acabo de darles también a la señora Wright y al señor Macmillan. Buenas noches, estarás mejor por la mañana.

Durante toda la noche, Obi rodó de un lado al otro de la cama, al ritmo del azaroso progreso del barquito que gemía y crujía en la oscuridad. No podía dormir ni estar despierto. Pero de algún modo fue capaz de pasar casi toda la noche pensando en Clara, durante algunos segundos cada vez. Había tomado la firme decisión de no mostrar ningún interés por ella. Y sin embargo cuando abrió la puerta y la vio, su alegría y su confusión debieron de ser muy obvias. Y ella le había tratado como a cualquier otro paciente.

«Tengo como para todo el pasaje —había dicho—. Acabo de darles también al señor Macmillan y a la señora Wright».

Pero le había hablado en igbo por primera vez, como si quisiera decir: «Somos del mismo sitio, hablamos el mismo idioma».

Y parecía que estaba algo preocupada.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano sintiéndose algo mejor pero no bien del todo. La tripulación ya había fregado la cubierta y estuvo a punto de resbalar en la madera húmeda. Se colocó en la barandilla en su sitio favorito. Entonces escuchó unos leves pasos femeninos, se volvió y vio que era Clara.

—Buenos días —dijo él sonriendo abiertamente.

—Buenos días —dijo ella haciendo ademán de pasar de largo.

—Gracias por las pastillas —le dijo en igbo.

—¿Te hicieron sentir mejor? —le respondió en inglés.

—Sí, mucho mejor.

—Me alegro —dijo ella, y siguió andando.

Obi se apoyó en la barandilla para observar el mar agitado, que ahora parecía un bosque, con olas afiladas como rocas, angulares y móviles. Por primera vez desde que habían dejado Liverpool, el mar estaba realmente azul, un azul plomizo que contrastaba con las brillantes cumbres blancas de incontables olas golpeando y rompiendo las unas contra las otras. Oyó a alguien andar pesadamente y a trompicones, y después caer. Era el señor Macmillan.

—Lo siento —dijo.

—Bah, no ha sido nada —dijo el otro riéndose tontamente y sacudiéndose la culera mojada del pantalón.

—Yo también he estado a punto de caerme —dijo Obi.

—Cuidado, señorita Okeke —le dijo Macmillan a Clara, que en ese momento estaba dando la vuelta—. La cubierta está muy resbaladiza y acabo de caerme.

Todavía estaba sacudiéndose la culera.

—Dice el capitán que mañana llegamos a una isla —dijo Clara.

—Sí, las Madeira —replicó Macmillan—. Mañana por la tarde, creo.

—Y ya va siendo hora —dijo Obi.

—¿No le gusta el mar?

—Sí, pero después de cinco días me apetece un cambio.

Obi Okonkwo y John Macmillan se hicieron amigos desde el mismo instante en que Macmillan se cayó en la cubierta mojada. Pronto estaban jugando juntos al ping-pong e invitándose mutuamente a beber.

—¿Qué toma, señor Okonkwo? —preguntó Macmillan.

—Una cerveza, por favor. Está empezando a hacer calor.

Se pasó el pulgar por la frente para quitarse el sudor.

—¿Verdad? —dijo Macmillan, soplándose el pecho—. Por cierto, ¿cuál es tu nombre de pila? Yo me llamo John.

—Yo Obi.

—Obi, ese es un nombre bonito. ¿Qué significa? Me han dicho que todos los nombres africanos significan algo.

—Bueno, no sabría decirte si todos los nombres «africanos»… Los nombres igbo sí. Normalmente son frases largas. Como aquel profeta de la Biblia que llamó a su hijo «Lo que queda volverá».

—¿Qué estudiaste en Inglaterra?

—Literatura inglesa. ¿Por qué?

—Bueno, me lo estaba preguntando. ¿Cuántos años tienes? Perdona que sea tan curioso.

—Veinticinco —dijo Obi—. ¿Y tú?

—Vaya, tiene gracia, yo también tengo veinticinco. ¿Cuántos crees que tendrá la señorita Okeke?

—A las mujeres y a la música no se les pone edad —dijo Obi sonriendo—. Yo diría que unos veintitrés.

—Es guapa, ¿no te parece?

—Vaya si lo es.

Las Madeira estaban ahora muy cerca; dos horas o así, dijo alguien. Todo el mundo estaba en la cubierta, invitándose a bebidas los unos a los otros. De pronto, el señor Jones se puso poético.

—Agua, agua por todas partes y ni una gota potable —entonó. Luego se puso prosaico—: ¡Pero qué desperdicio de agua!

Obi se quedó pensando que era cierto. Qué desperdicio de agua. Una fracción microscópica del Atlántico convertiría el desierto del Sáhara en una campiña. ¿El mejor de los mundos posibles? Un exceso aquí y nada en absoluto allí.

El barco ancló en Funchal al caer la tarde. Un barquito minúsculo se acercó, con un hombre remando y dos niños dentro. El más pequeño no podía tener más de diez años; el otro tendría quizá dos años más. Querían bucear para sacar dinero. Inmediatamente las monedas estaban volando desde la cubierta hacia el mar. Los niños las pescaban todas. Stephen Udom lanzó un penique. No se movieron; no se sumergían para buscar peniques, dijeron. Todo el mundo se echó a reír.

A medida que se ponía el sol, las colinas escarpadas de Funchal, y los árboles verdes, y las casas de paredes blancas y tejas rojas parecían una isla encantada. Tan pronto como terminó la cena, Macmillan, Obi y Clara bajaron juntos a tierra. Caminaron por calles adoquinadas, y vieron al pasar coches antiguos y filas de taxis. Adelantaron a un carro tirado por dos bueyes que era solo un tablero sobre ruedas, y a un hombre que llevaba un saco de algo. Atravesaron pequeños jardines y parques.

—¡Es una ciudad jardín! —dijo Clara.

Después de más o menos una hora volvieron de nuevo al paseo marítimo. Se sentaron bajo una enorme sombrilla roja y verde y pidieron café y vino. Se acercó un hombre que les vendió postales y después se sentó con ellos y les habló del vino de Madeira. Hablaba muy poco inglés, pero no dejaba a nadie con dudas acerca de lo que quería decir.

—El vino de Las Palmas y el vino italiano son agua pura. El vino de Madeira, dos ojos, cuatro ojos.

Se rieron, y él se rió también. Después le vendió a Macmillan unas baratijas chabacanas, que todos sabían que estarían deslucidas antes de volver al barco.

—A su novia no le van a gustar, señor Macmillan —dijo Clara.

—Son para la mujer de mi criado —explicó.

Y después añadió:

—Odio que me llamen señor Macmillan. Me hace sentir viejo.

—Lo siento —dijo Clara—. Es John, ¿verdad? Y tú eres Obi. Yo soy Clara.

A las diez se levantaron para irse, porque su barco zarpaba a las once, al menos eso había dicho el capitán. Macmillan descubrió que todavía tenía algunas monedas portuguesas y pidió otro vaso de vino, que compartió con Obi. Después volvieron al barco, Macmillan cogido de la mano derecha de Clara y Obi de la izquierda.

Los otros pasajeros no habían vuelto aún y el barco parecía desierto. Se apoyaron en la barandilla y hablaron de Funchal. Después Macmillan dijo que tenía que escribir una carta importante.

—Os veo por la mañana —se despidió.

—Creo que debería también escribir unas cartas —dijo Clara.

—¿Para Inglaterra? —preguntó Obi.

—No, para Nigeria.

—No hay prisa —dijo él—. No puedes echar al correo cartas para Nigeria hasta que lleguemos a Freetown. Al menos eso dicen.

Oyeron a Macmillan cerrar de golpe la puerta de su camarote. Sus ojos se encontraron durante un segundo, y sin decir una palabra Obi tomó a Clara entre sus brazos. Ella temblaba mientras él la besaba una y otra vez.

—Déjame —susurró.

—Te quiero.

Ella se quedó en silencio durante un rato, y parecía que estaba deshaciéndose en sus brazos.

—No es cierto —dijo ella de repente—. Estás haciendo el tonto. Por la mañana se te habrá olvidado.

Le miró y después le besó bruscamente.

—Sé que me odiaré a mí misma por la mañana. Tú no… Déjame, viene alguien.

Era la señora Wright, la mujer africana de Freetown.

—¿Ya han vuelto? —preguntó—. ¿Dónde están los otros? No he sido capaz de dormirme.

Tenía indigestión, dijo.