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DESDE hacía tres o cuatro semanas, Obi Okonkwo se había estado preparando para este momento. Y cuando aquella mañana llegó al banquillo de los acusados pensó que estaba listo. Llevaba un elegante traje de lino crudo, y se mostraba calmado e indiferente. Parecía que el asunto no iba con él, excepto por un breve instante, al principio, cuando uno de los letrados tuvo un problema con el juez.

—Este tribunal se abre a las nueve en punto. ¿Por qué llega usted tarde?

Cuando el magistrado William Galloway, juez de la Corte Suprema de Lagos y Camerún del Sur, miraba a una víctima la paralizaba, igual que un coleccionista clava a un insecto con un alfiler. Bajó la cabeza como un carnero a punto de embestir y miró al abogado por encima de sus lentes de montura de oro.

—Lo siento mucho, Señoría —tartamudeó el hombre—. Se me estropeó el coche de camino aquí.

El juez continuó mirándole durante largo rato. Después dijo bruscamente:

—Está bien, señor Adeyemi. Acepto su excusa. Pero debo decir que estoy harto de estas continuas excusas sobre los problemas de locomoción.

Hubo risas ahogadas en el estrado. Obi Okonkwo esbozó una pálida sonrisa y perdió de nuevo el interés.

La sala estaba llena a rebosar. Había tanta gente de pie como sentada. El caso había sido la comidilla de Lagos en las últimas semanas y en este último día cualquiera que tuviese la oportunidad de dejar el trabajo estaba allí para escuchar el veredicto. Algunos funcionarios habían pagado hasta diez chelines y seis peniques para conseguir una baja ese día.

La apatía de Obi no dio muestras de desaparecer ni siquiera cuando el juez empezó a pronunciar sus conclusiones. Solo cuando dijo «No puedo comprender como un joven con su educación y sus brillantes expectativas ha podido hacer esto» se produjo un cambio notorio. Lágrimas traicioneras asomaron a los ojos de Obi. Sacó un pañuelo blanco y se frotó la cara. Pero lo hizo como lo hace la gente cuando se enjuga el sudor. Incluso trató de sonreír y disimularlas. Una sonrisa hubiera sido bastante lógica. Toda esa historia de la educación y las expectativas y la traición no le había cogido por sorpresa. Lo había esperado y había ensayado aquella escena cien veces, hasta que se había vuelto tan familiar como un amigo.

De hecho, algunas semanas atrás, cuando había empezado el juicio, el señor Green, su jefe, que era uno de los testigos de la acusación, también había mencionado algo sobre un joven muy prometedor. Y Obi había permanecido totalmente impasible. Gracias a Dios, había perdido recientemente a su madre, y Clara estaba fuera de su vida. Los dos acontecimientos habían ocurrido en rápida sucesión, y habían embotado su sensibilidad, transformándolo en un hombre distinto, capaz de mirar a palabras como «educación» y «expectativas» a la cara. Pero ahora, en el momento supremo, le delataron aquellas lágrimas traicioneras.

El señor Green había estado jugando al tenis desde las cinco de la tarde. Era algo poco habitual. Normalmente le dedicaba tanto tiempo al trabajo que no tenía tiempo para el deporte. Su ejercicio cotidiano consistía en un corto paseo por la tarde. Pero hoy había estado jugando con un amigo que trabajaba para el Instituto Británico. Después del partido, habían ido al bar del club. El señor Green llevaba un jersey amarillo claro y una camisa blanca, y una toalla blanca alrededor del cuello. Había otros muchos europeos en el bar, algunos medio sentados en los taburetes y otros de pie en grupos de dos y de tres bebiendo cerveza fría, zumo de naranja o gin-tonic.

—No puedo entender por qué lo hizo —dijo pensativamente el hombre del Instituto Británico.

Estaba dibujando líneas de agua con el dedo en su vaso, empañado por la cerveza helada.

—Yo sí —dijo el señor Green—, lo que no entiendo es por qué la gente como tú os negáis a aceptar los hechos.

El señor Green era bien conocido por no tener pelos en la lengua. Se enjugó la cara enrojecida con la toalla que llevaba al cuello.

—El africano es corrupto hasta la médula.

El hombre del Instituto Británico lanzó una mirada furtiva a su alrededor, más por instinto que por necesidad, porque aunque ahora en principio el club estaba abierto a ellos, pocos africanos lo frecuentaban. En aquella ocasión en particular no había ninguno, excepto por supuesto los camareros que servían discretamente. Era posible entrar en el bar, tomar algo, firmar un cheque, charlar con los amigos e irse sin haber reparado en aquellos camareros de uniforme blanco. Si todo iba bien, ni les veías.

—Son todos corruptos —repitió el señor Green—. Yo estoy a favor de la igualdad y todo eso. De hecho, odiaría vivir en Sudáfrica. Pero la igualdad no cambia los hechos.

—¿Qué hechos? —preguntó el tipo del Instituto Británico, recién llegado al país.

El tono general de las conversaciones había bajado, puesto que mucha gente estaba ahora escuchando al señor Green, intentando que no se notara.

—El hecho es que desde el principio de los tiempos el africano ha sido víctima del peor clima del mundo y de todas las enfermedades imaginables. No se le puede culpar por ello. Pero esto le ha socavado física y mentalmente. Le hemos traído la educación europea. Pero ¿de qué le sirve? Es…

Fue interrumpido por la llegada de otro amigo.

—Hola, Peter. Hola, Bill.

—Hola.

—Hola.

—¿Puedo unirme a vosotros?

—Por supuesto.

—Pues claro. ¿Qué tomas? ¿Cerveza? Vale. Camarero, una cerveza para el señor.

—¿Cuál quiere, señor?

—Heineken.

—Sí, señor.

—Hablábamos del joven que aceptó el soborno.

—Ah, ya.

En algún lugar del interior de Lagos, la Unión Progresista de Umuofia mantenía una reunión de emergencia. Umuofia es un pueblo igbo en el este de Nigeria, y la villa natal de Obi Okonkwo. No es un pueblo especialmente grande, pero sus habitantes lo llaman ciudad. Están muy orgullosos de su pasado, cuando eran el terror de sus vecinos, antes de que llegara el blanco y dejara a todo el mundo al mismo nivel. Los umuofianos (así es como se llaman a sí mismos) que abandonan su pueblo natal para buscar trabajo por toda Nigeria se ven como residentes temporales. Vuelven a Umuofia cada dos años, o así, para pasar las vacaciones. Cuando han ahorrado bastante dinero, piden a sus parientes del pueblo que les busquen una esposa, o construyen una casa con tejado de zinc en las tierras de su familia. Dondequiera que estén en Nigeria, abren una delegación de la Unión Progresista de Umuofia.

En las últimas semanas, la Unión se había reunido en varias ocasiones a propósito de Obi Okonkwo. En la primera reunión, un grupo de personas dijeron que no veían la necesidad de que la Unión tuviera que ocuparse de los problemas de un hijo pródigo que les había demostrado recientemente una total falta de respeto.

—Pagamos ochocientas libras para educarle en Inglaterra —dijo uno de ellos—. Y en lugar de estar agradecido, nos insulta por culpa de una chica cualquiera. Y ahora nos piden otra vez que juntemos dinero para él. ¿Qué es lo que hace con su sueldazo? Mi opinión es que ya hemos hecho demasiado.

La mayoría aceptaba este punto de vista como verdadero, pero no lo tomaban muy en serio. Porque, como señaló el presidente, a un pariente en apuros hay que salvarlo, y no condenarlo; la ira contra un hermano se siente en la carne, pero no en la médula de los huesos. Así pues, la Unión decidió pagar con sus fondos los servicios de un abogado.

Pero aquella mañana el caso estaba perdido. Por eso se había convocado otra reunión urgente. Muchos ya habían llegado a casa del presidente, en la calle Moloney, y discutían vivamente sobre el juicio.

—Sabía que era un caso perdido —dijo el hombre que se había opuesto desde el principio a la intervención de la Unión—. Estamos tirando el dinero. ¿Qué dice nuestra gente? El que pelea por un holgazán no recibe a cambio más que barro y cochambre.

Pero no tenía quien le apoyara. Los hombres de Umuofia estaban dispuestos a pelear hasta el final. No se hacían ilusiones con respecto a Obi. Era, sin duda, un insensato y un egoísta. Pero aquel no era el momento de pararse a pensarlo. Primero, hay que espantar al zorro; después, se puede advertir a la gallina de que no se meta en el bosque.

Cuando llegaba el momento de las advertencias, los hombres de Umuofia las dispensaban generosamente, las machacaban hasta el aburrimiento. El presidente afirmó que era una vergüenza que un funcionario de alto nivel fuera a la cárcel por veinte libras. Repitió «veinte libras», escupiendo las palabras.

—Estoy en contra de que la gente recoja lo que no ha sembrado. Pero tenemos un refrán según el cual si vas a comerte un sapo, mejor busca uno gordo y jugoso.

—Es la falta de experiencia —dijo otro hombre—. No tendría que haber cogido él mismo el dinero. Lo que hacen otros es decirte que te vayas y que se lo des luego a su criado. Obi quiso hacer lo que hace todo el mundo sin saber cómo hacerlo.

Y mencionó el proverbio de la rata que fue a nadar con su amigo el lagarto y se murió de frío, porque mientras que las escamas del lagarto lo mantenían seco, el pelo de la rata estaba empapado.

El presidente, a su debido tiempo, miró su reloj de bolsillo y anunció que era la hora de empezar la reunión. Todo el mundo se puso en pie y él pronunció una breve plegaria. Después ofreció tres nueces de cola a los reunidos. El más anciano entre los presentes abrió una de ellas, diciendo otra clase de oración mientras lo hacía.

—Quien trae cola trae vida —dijo—. No queremos hacer daño a nadie, pero si alguien intenta dañarnos, así se parta el cuello.

La congregación respondió:

—Amén.

—Somos extranjeros en esta tierra. Pero si le llega la prosperidad, que tengamos nuestra parte.

—Amén.

—Pero si cae el mal sobre ella, que vaya a sus legítimos dueños, que sabrán a qué dioses deben aplacar.

—Amén.

—Muchos pueblos tienen a cuatro o cinco de sus hijos, y hasta a diez, en cargos europeos en esta ciudad. Umuofia solo tiene uno. Y ahora nuestros enemigos dicen que hasta eso es demasiado para nosotros. Pero nuestros antepasados no aceptarán tal cosa.

—Amén.

—Una sola palmera no se pierde en un fuego.

—Amén.

Obi Okonkwo era, de hecho, una palmera solitaria. Su nombre completo era Obiajulu, «La mente por fin descansa», siendo la mente, por supuesto, la de su padre; su mujer le había dado cuatro hijas antes que Obi y para entonces él ya estaba, naturalmente, lleno de ansiedad. Siendo un cristiano converso, de hecho un catequista, no podía tomar una segunda esposa. Pero no era la clase de hombre que dejaba que se vieran sus penas. En particular, no estaba dispuesto a que los paganos se dieran cuenta de que no era feliz. Llamó a su cuarta hija Nwanyidinma, «También una niña vale». Pero en su voz no había convicción.

El anciano que abrió las nueces de cola en Lagos y llamó a Obi Okonkwo una palmera solitaria no estaba pensando, sin embargo, en la familia de Okonkwo. Estaba pensando en la antigua y belicosa aldea de Umuofia. Seis o siete años atrás, los umuofianos que estaban fuera habían formado la Unión con el propósito de recolectar dinero para enviar a alguno de sus hombres más brillantes a estudiar a Inglaterra. Se esforzaron hasta el extremo. La primera beca bajo este sistema le había sido concedida a Obi Okonkwo cinco años atrás, casi hasta el día de hoy. Aunque lo llamaban una beca, había que devolver el dinero. En el caso de Obi, habían sido ochocientas libras, que debía devolver en los primeros cuatro años tras su vuelta. Querían que estudiase derecho, para que cuando volviera pudiese llevar todos sus pleitos contra sus vecinos. Pero cuando llegó a Inglaterra decidió estudiar literatura inglesa; su egoísmo no era nuevo. La Unión se enfadó, pero al final lo dejaron en paz. Aunque no fuera abogado, conseguiría un «cargo europeo» como funcionario.

La selección de Obi como primer candidato no había presentado dudas para la Unión. Obi era la elección obvia. Con doce o trece años había aprobado la reválida con la nota más alta de toda la provincia. Después había ganado una beca para uno de los mejores institutos de secundaria del este de Nigeria. Después de cinco años, había aprobado el certificado de Cambridge con notas altas en las ocho asignaturas. Era una celebridad en el pueblo, y su nombre se invocaba a menudo en la escuela misionera de la que había sido alumno. (Nadie mencionaba ahora que una vez había avergonzado a la escuela escribiendo una carta a Adolf Hitler durante la guerra. El director de entonces había señalado, casi llorando, que era una vergüenza para el Imperio británico, y que si hubiera sido mayor seguramente lo habrían enviado a la cárcel para el resto de su miserable vida. Solo tenía once años entonces, y se libró de aquella con seis varazos en el culo).

La marcha de Obi a Inglaterra causó una gran conmoción en Umuofia. Unos días antes de que saliera para Lagos sus padres convocaron un encuentro para orar en su casa. El reverendo Samuel Ikedi de la iglesia anglicana de San Marcos, en Umuofia, presidió la reunión. Afirmó que aquella ocasión representaba el cumplimiento de una profecía:

El pueblo que andaba a oscuras

vio una luz grande.

Los que vivían en tierra de sombras,

una luz brilló sobre ellos.[7]

Habló durante una hora. Después pidió que alguien dirigiera la oración. Mary se ofreció inmediatamente, antes de que la mayoría tuviera tiempo de ponerse en pie o cerrar los ojos. Mary era una de las cristianas más fervorosas de Umuofia y una buena amiga de la madre de Obi, Hannah Okonkwo. Aunque Mary vivía lejos de la iglesia, a unos cinco kilómetros, nunca faltaba a la oración de la mañana que el pastor celebraba con el canto del gallo. En medio de la estación seca o con el frío de la lluviosa, Mary siempre estaba allí. A veces llegaba hasta con una hora de antelación. Apagaba su lámpara de bosque para ahorrar queroseno y se dormía en los grandes asientos de adobe.

—Oh, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob —comenzó—, el Principio y el Fin. Sin ti nada podemos hacer. El gran río no es lo bastante grande como para que Tú laves tus manos. Tú tienes el ñame y el cuchillo, nosotros no comemos si Tú no cortas un pedazo. Somos como hormigas a tus ojos. Somos como niños que solo se mojan el vientre cuando toman un baño, y se dejan la espalda seca…

Continuó enlazando un proverbio con otro y una imagen con otra. Finalmente, llegó al objeto de la reunión y lo trató con la dignidad que requería, contando entre otras cosas la historia del hijo de su amiga, que ahora estaba a punto de encaminarse a la fuente misma de la sabiduría. Cuando terminó, la gente parpadeó y se frotó los ojos para acostumbrarse de nuevo a la luz de la tarde.

Estaban sentados en largos tablones de madera que habían tomado prestados de la escuela. El oficiante tenía ante sí una mesa pequeña. A su lado estaba sentado Obi, con su americana del colegio y unos pantalones blancos.

Dos mujeronas emergieron de la zona de la cocina, medio dobladas por el peso de la enorme olla de arroz que llevaban entre las dos. Otra olla vino a continuación. Después, dos mujeres jóvenes trajeron ollas de guisos que todavía burbujeaban con el calor del fuego. Siguieron toneles de vino de palma, y una pila de platos y cucharas que la iglesia almacenaba para uso de sus miembros en bodas, nacimientos, funerales y otras ocasiones como aquella.

El señor Isaac Okonkwo pronunció un breve discurso, poniendo «esta pequeña nuez de cola» ante sus invitados. Según los criterios de Umuofia, él era un hombre rico. Había sido catequista de la Sociedad de la Iglesia Misionera durante veinticinco años, y se había retirado después con una pensión de veinticinco libras al año. Había sido el primer hombre en construir una casa con tejado de zinc en Umuofia. Por tanto, era de esperar que organizase un banquete. Pero nadie se había imaginado nada de tal magnitud, ni siquiera viniendo de Okonkwo, bien conocido por su generosidad, que a veces rozaba el derroche. Cada vez que su mujer se quejaba de sus despilfarros, él contestaba que un hombre que vive en la orilla del Níger no se lava las manos con saliva, uno de los refranes favoritos de su padre. Era curioso que hubiera rechazado todo lo referente a su padre excepto aquel dicho. Quizá había olvidado que su padre lo usaba a menudo.

Al finalizar el convite, el pastor pronunció otro largo discurso. Agradeció a Okonkwo que les hubiera servido un banquete mejor que los de muchas bodas en aquellos días.

El señor Ikedi había llegado a Umuofia procedente de una ciudad, y pudo por tanto contar a la concurrencia cómo los banquetes de boda habían decaído en las ciudades desde que se habían inventado las invitaciones. Muchos de sus oyentes silbaron con incredulidad cuando les dijo que un hombre no podía ir a la boda de su vecino a menos que hubiera recibido una de aquellas tarjetas en las que escribían AGMA, Arroz y Guisos en Mucha Abundancia, lo que siempre era una exageración.

Después se volvió hacia el joven a su derecha.

—En el pasado —le dijo—, Umuofia te hubiera pedido que lucharas en sus guerras y trajeras de vuelta a casa cabezas humanas. Pero esos eran tiempos de tinieblas, de los cuales hemos sido redimidos por la sangre del Cordero de Dios. Hoy te enviamos para que nos traigas conocimientos. Recuerda que el temor de Dios es el principio de la sabiduría. He oído hablar de hombres de otros pueblos que fueron al país de los blancos, pero en vez de centrarse en sus estudios se dedicaron a perseguir los placeres de la carne. Algunos incluso se casaron con mujeres blancas.

El grupo murmuró su profunda desaprobación ante esta conducta.

—Un hombre que hace tal cosa está perdido para su gente. Es como lluvia desperdiciada en el bosque. Yo habría sugerido buscarte una esposa antes de que te fueras. Pero ahora ya no hay tiempo. Y, de todos modos, sé que no debemos preocuparnos en lo que a ti respecta. Te enviamos a aprender de libros. El esparcimiento puede esperar. No te apresures a arrojarte a los placeres del mundo, como la joven antílope que se quedó coja de tanto bailar antes de que hubiera llegado la mejor pieza.

Dio de nuevo las gracias a Okonkwo y a los invitados por haber asistido.

—Si no hubierais respondido a esta llamada, nuestro hermano hubiera sido como el rey del Libro Sagrado que celebró él solo un banquete de boda.

Tan pronto como hubo terminado de hablar, Mary comenzó a entonar una canción que las mujeres habían aprendido en sus encuentros de oración.

No me dejes atrás, Jesús, espérame,

cuando voy camino de la finca.

No me dejes atrás, Jesús, espérame,

cuando voy camino del mercado.

No me dejes atrás, Jesús, espérame,

cuando estoy comiendo el almuerzo.

No me dejes atrás, Jesús, espérame,

cuando estoy tomando mi baño.

No me dejes atrás, Jesús, espérame,

cuando él se marcha al país de los blancos.

No le dejes atrás, Jesús, espérale.

La reunión concluyó con el canto «Alabemos al Señor de quien todas las bendiciones brotan». Los invitados se despidieron de Obi, muchos de ellos repitiendo todos los consejos que ya le habían dado. Le estrecharon las manos, y a medida que lo hacían depositaban regalos en su palma, para comprar un lápiz, o un cuaderno, o una barra de pan para el viaje, un chelín aquí y un penique allá, regalos sustanciosos para un pueblo en el que el dinero era algo muy precioso, en el que los hombres y las mujeres se deslomaban de año en año para porfiarle un fruto escaso a una tierra exhausta y renuente.