EN uno de sus más conocidos textos ensayísticos, «El novelista como maestro», Achebe afirmaba que su revolución personal ha consistido en «ayudar a mi sociedad a volver a creer en sí misma y olvidar los complejos de años de denigración y autodesprecio»[1]. Esta ha sido sin duda una tarea por la que obtenido amplio reconocimiento y recompensas en Nigeria, en África y en todo el mundo: más de treinta doctorados Honoris Causa, prestigiosísimos premios literarios, unas cifras de ventas y traducciones sin parangón dentro de la literatura negra, y un público lector ferozmente leal. Pero, como occidentales, debemos además agradecerle a Achebe el habernos ayudado a descubrir la enorme complejidad de la sociedad igbo tradicional, a entender los conflictos que han marcado el (des)encuentro constante entre Europa y África a lo largo de los siglos XIX y XX, a atisbar entre los bastidores de la laberíntica realidad poscolonial, a paladear un nuevo inglés empapado por la sabiduría tradicional africana. La narrativa de Achebe constituye una monumental obra de piedad y respeto por los valores del mundo tradicional igbo —y, por extensión, africano—, distorsionado por etnógrafos, misioneros, administradores coloniales o escritores y críticos europeos. Es también un testimonio invaluable de la historia de lo que hoy llamamos Nigeria, sobre su política, sus instituciones y los conflictos que han marcado su convulso desarrollo como nación-Estado. Es una indagación profunda en las heridas psíquicas de los individuos y las sociedades cuya dignidad ha sido pisoteada por la arrogancia imperialista europea. Es una visión irónica, pero no desesperanzada, de la condición humana, de las pequeñas y grandes tragedias de la existencia. Y es, además, un laboratorio lingüístico y literario en el que conviven de la forma más asombrosa el pidgin usado como lingua franca en buena parte del Oeste de África, los ritmos y la retórica de su lengua vernácula, el igbo, y la prosa y la poesía más exquisitas en un inglés depurado que han hecho de Achebe una figura esencial de un nuevo canon literario (genuinamente) universal.
La «facilidad» de su estilo esconde un diálogo inagotable con una miríada de tradiciones literarias, de textos que abarcan desde la tragedia de Sófocles a la poesía modernista, desde la oratura africana a la novela británica contemporánea. Chinua Achebe indignó a buena parte del establishment literario occidental al atreverse a proclamar que El corazón de las tinieblas, una de las supuestas cumbres de la literatura en lengua inglesa, es una obra profundamente racista, que «exhibe de la manera más vulgar prejuicios e insultos que han hecho sufrir a una parte de la humanidad agonías y atrocidades incontables en el pasado y continúan haciéndolo en muchos lugares y de muchas formas hoy día; […] una historia en la que se pone en cuestión la humanidad misma de los negros».[2] Deconstruir y des-escribir la imagen de África y de los africanos inscrita en el imaginario colectivo occidental durante siglos, y puesta de manifiesto en toda suerte de textos culturales, es una misión en la que Achebe ha participado de forma extraordinariamente significativa a lo largo de las últimas décadas (no en vano él es el escritor africano más leído en todo el mundo), pero además ha conseguido hacerlo utilizando, y volviendo contra él, «las armas del amo». Con su visión de nómada, de políglota, de exiliado, Achebe logra lo que casi ninguno de sus protagonistas consigue: superar la esquizofrenia cultural, las torpes dualidades África / Europa, tradición / modernidad, luz / tinieblas, escritura / oratura…
La ficción de Chinua Achebe puede leerse desde innumerables perspectivas, como prueba la ingente cantidad de material crítico sobre este autor que teóricos de todas las orientaciones y nacionalidades han venido produciendo desde la publicación de Todo se desmorona en 1958. Ciñéndonos de momento a la perspectiva historicista, Todo se desmorona nos retrotrae a los comienzos de la penetración de los blancos hacia el interior de lo que más tarde sería Nigeria. En esta su segunda novela, Me alegraría de otra muerte (1960), Achebe avanza hasta mediados de los años cincuenta, en vísperas de la independencia del país, en cuyo mismo año fue publicada. Es posible afirmar que en este momento las élites africanas han sido ya sistemáticamente colonizadas por la cultura occidental. El mundo tradicional, con sus firmes y estables valores, ha ido poco a poco cediendo terreno frente a la violenta presión de las instituciones coloniales; la oposición igualmente violenta al avance de estas instituciones (la iglesia, la administración colonial, la educación europea) ejercida por los antiguos, a los que el abuelo del protagonista de la presente obra representaba, ya no es concebible en este nuevo contexto. Si el Okonkwo de Todo se desmorona no duda a la hora de levantarse en armas ante lo que percibe como claras amenazas para su pueblo y su cultura, su nieto Obi Okonkwo se ha pasado definitivamente a las filas enemigas: su gloria es haber visitado el país de los blancos, y su situación socialmente privilegiada es una consecuencia directa de haberse impregnado de sus formas de vida y su cultura, representada por el estudio de la literatura inglesa, que Obi ha elegido como carrera contra el consejo de sus mayores.
Pero al margen de las élites occidentalizadas, la mayoría de la sociedad preserva residualmente una moral, unas costumbres y unas formas de vida que siguen estando en conflicto directo con la Weltanshaung europea; quizá uno de los problemas más significativos que plantea esta obra sea la lucha entre el individualismo «aprendido» de Obi frente al espíritu de comunidad preservado por la familia extensa y, en este texto, también por los miembros de la Unión Progresista de Umuofia, que agrupa a los ciudadanos del histórico pueblo ahora dispersos por toda Nigeria. La Unión lleva hasta el corazón de Lagos una forma de vida basada en la búsqueda del bien común que contrasta vivamente con la voluntad de Obi de seguir su propio camino en lo profesional y lo personal.
Para Georg Lukács, uno de los teóricos más influyentes en la época en la que Achebe escribe Me alegraría de otra muerte, la novela es «la épica de un mundo que ha sido abandonado por Dios»;[3] Achebe nos transmite esa visión desesperanzada desde la cita inicial, que toma de «El viaje de los magos» de T. S. Eliot; la refuerza a través de las reflexiones de Obi sobre la pérdida de la fe cristiana heredada de sus padres, e incide indirectamente en ella a través de la discusión de Obi con su entrevistador sobre el sentido de la tragedia contemporánea, para la que no existe una catarsis posible. C. L. Innes, en su seminal ensayo sobre Me alegraría de otra muerte,[4] retoma un verso del poema de Yeats que da título a Todo se desmorona, «La segunda venida»: «A los mejores les falta toda convicción». Frente a la completa identificación de Okonkwo con los valores del mundo igbo tradicional, y frente a la alianza sin fisuras de su hijo Isaac Okonkwo, padre de Obi, con la fe cristiana, Obi Okonkwo es un ser a la deriva, perdido en sus recurrentes tránsitos entre varios mundos (Nigeria e Inglaterra, Lagos y Umuofia, los suburbios e Ikoyi), que es incapaz de conciliar en su interior. Su drama personal es también el del África poscolonial, «El centro ya no sostiene», porque del encuentro entre dos universos inconmensurables ha surgido una psique esquizofrénica, evocada en la descripción que hace Obi de la ciudad de Lagos, contraponiendo los suburbios al «distrito europeo» de Ikoyi: «[…] dos pepitas siamesas separadas por una fina membrana dentro de una cáscara de nuez de palma. A veces una pepita era de color negro brillante y estaba viva, la otra de un blanco polvoriento y muerta».
El contraste entre el blanco y el negro, la luz y la oscuridad, que está presente a lo largo de toda la novela, no puede dejar de remitirnos una y otra vez a El corazón de las tinieblas. Achebe no es menos sutil que Conrad al manejar estas metáforas e imágenes, muchas de ellas tomadas directamente de la Biblia, el libro por antonomasia para la cultura en la que el propio Achebe creció como hijo de un catequista cristiano; pero en un «mundo que ha sido abandonado por Dios», luz y tinieblas, blanco y negro, ya no pueden funcionar como significantes opuestos; cuando «el centro ya no sostiene», las termitas blancas devoran los cimientos de la cultura tradicional, que la madre de Obi representa vicariamente en esta novela, y la penumbra de una lámpara de queroseno puede ser la atmósfera propicia para que se revelen las verdades menos obvias, como la total ausencia de convicciones del propio Obi.
Al igual que la mayoría de los protagonistas de la literatura en lengua inglesa contemporánea, Obi es un antihéroe, o, en la formulación de T. S. Eliot, «un hombre hueco». Las palabras de Lukács para referirse a este tipo de personajes resultan sumamente reveladoras con respecto a este protagonista: «La melancolía de la edad adulta surge de nuestra experiencia dual de que, por una parte, nuestra confianza juvenil en una voz interior ha menguado o desparecido, y, por otra, el mundo exterior cuyas normas pretendemos aprender nunca nos hablará con una voz que nos guíe en nuestro camino y dicte nuestros objetivos».[5] Cierta forma de integridad moral representada por el señor Green, y epitomizada por su incansable dedicación a «un país en el que no cree», resulta obsoleta e insultantemente paternalista en el contexto de la inminente independencia de Nigeria; su visión decididamente colonialista, e incluso racista, es inaceptable para Obi; pero tampoco el mundo tradicional, con sus normas inflexibles que coartan la libertad individual, le ofrece un hogar espiritual; la fe cristiana no le brinda guía ni consuelo; y su creencia inicial en que una ética del desinterés debe marcar la trayectoria de quienes se dedican a la res publica se viene abajo ante su apremiante necesidad de dinero para mantener una forma de vida inspirada en el consumismo occidental. Su idealismo se desmorona ante una realidad construida a la medida del cinismo de Chris, o incluso de algunos miembros de la Unión Progresista, que no juzgan a Obi por su venalidad, sino por su ignorancia de las cuestiones mundanas y la forma correcta de gestionar un soborno: «Si vas a comerte un sapo, mejor busca uno gordo y jugoso», opina un personaje.
Pero, a pesar de la riqueza de matices que convierten a Obi en un protagonista creíble, él representa también, como he dicho más arriba, el caos moral del (inminente) Estado poscolonial, que en su obra El problema de Nigeria[6] Achebe atribuye a la falta de liderazgo en la sociedad. Ante esta ausencia de liderazgo, ante el irreconciliable conflicto de valores que mina la estabilidad de muchas jóvenes naciones-Estado surgidas de la era de las descolonizaciones, las ocasiones para abusar del poder se multiplican; esos temas serán los que Achebe explore con descarnada honestidad en Un hombre del pueblo (1966) y Termiteros de la sabana (1987), dos disecciones escalofriantes de arquetípicos políticos y dictadores africanos de los que la era poscolonial ha dado abundantes muestras. No obstante Achebe, con una mirada sabia y desapasionada, no juzga ni condena a sus personajes; si acaso, intenta entender sus motivaciones profundas, las causas de su declive y caída, en las que se entrelazan la psicología de los individuos, la idiosincrasia de las sociedades, los avatares de la historia… Tanto Todo se desmorona como Me alegraría de otra muerte intentan ofrecer respuestas a la perplejidad de personajes (el comisario del distrito, el señor Green, el juez, «incluso los hombres de Umuofia») que no son capaces de entender por qué dos hombres emblemáticos en sus respectivos contextos históricos han arruinado sus vidas, llamadas en principio a ser ejemplares. Quizá Clara añadiría: «Esto es África».
Una pequeña nota sobre la traducción: avalada más por mi instinto literario que por grandes teorías traductológicas, he intentado navegar por la enciclopedia de registros de Achebe con relativa fidelidad al autor; allí donde él se expresa en un inglés que podríamos considerar estándar, no me ha preocupado españolizar sus registros; los diálogos en pidgin han sido volcados en algo que pretende evocar el español hablado en Guinea Ecuatorial, basándome en mi frágil conocimiento de sus características, y apoyándome cuando ha sido necesario en las descripciones lingüísticas de Antonio Quilis y Cecilia Casado-Fresnillo en su monumental La lengua española en Guinea Ecuatorial (UNED, Madrid, 1995). Pero he intentado mantener rigurosamente intactos los proverbios, refranes o imágenes mediante los que Achebe inscribe deliberadamente en el texto inglés la différence de la cultura igbo, su especificidad. No resultan menos chocantes para el público lector medio inglés que para el español, del mismo modo que las palabras y expresiones en igbo no tienen por qué ser más transparentes para uno que para otro. Achebe, como tantos otros escritores poscoloniales, requiere de sus lectores un esfuerzo de empatía que nos permita trascender los límites de la traductibilidad o la conmensurabilidad entre culturas, formas de ver el mundo, maneras de concebir la realidad. Y quizá no sea mucho pedir a cambio de lo que el autor nos ofrece…
Quiero agradecer a María Casas y Anna Prieto, de Random House Mondadori, el enorme regalo que ha sido traducir a Achebe. A mi hermana Isabel Paula y a Maya García de Vinuesa su paciencia al revisar el texto; a Ayo Kehinde, su ayuda con las dificultades del pidgin y el igbo, y a César Mba, sus sugerencias y el tiempo en que compartimos «el sueño de un lenguaje común».
Marta Sofía López
Universidad de León