“…el viaje por ese otro callejón sin salida
que es el arte por el arte o la poesía
consagrada a sí misma.”
LEOPOLDO MARÍA PANERO
Toda esa pirueta inconsistente, maliciosa y desesperada que trata de inaugurar la fundación del sentido en un acto social, institucionalizar los propios inventos como pilar de lo que nunca aparecerá por paisaje alguno, si no es fatalmente en el del autoengaño, en el de la propia autosugestión, forma parte de ese algo patético y aleccionador que define el vacío de nuestras propias estructuras arquitectónicas del ser, y, al final, yacen arrumbadas en materiales de deshecho tales que el poder o la organización de nuestros miedos.
Definitivamente convencidos de que ninguna proposición social, política, ideológica, nacional o celeste, ha de variar la naturaleza de nuestra desnudez fundamental, pues pertenecen a universos distintos, lejanos, inmiscibles, nuestra condición sólo ha de recaer en querencias profundamente desposeídas, en posturas abismales, e igualmente lejanas, condenadas a la ley de los contrarios: seremos, así, seres abismados en la naturaleza de las cosas, y no en la huida de ellas, caídos en el definitivo desasosiego de la distancia y la oposición a la realidad, por no haber cerrado los ojos ante ella, ni haber hecho otra cosa que mirarla a los ojos, sin bajar la mirada en ningún momento.
Esa postura sólo cabe en el arte. Muy especialmente en la poesía. Especialísimamente en la poesía verdadera. Dentro de la poesía verdadera, más específicamente aún, en la poesía de los significativamente denominados “poetas malditos” por sus respectivas sociedades biempensantes. Dentro de los “malditos”, acaso, el último peldaño de la escalera que no aspira a nada, ni a la misión extravagante de subir o bajar a salvación alguna, de género o lugar alguno, salvo al lugar extremo de la poesía que no renuncia a NADA de sí misma, el último peldaño será, sin duda, el de Leopoldo María Panero. Una guerra sin fin. Una lucha sin fin ni esperanza que quedará en los huesos de todos nosotros. No importará gran cosa que nosotros seamos conscientes o no de ello. Será necesario entrar como víctimas, y hermanos, con ocasión de la última obra poética de Leopoldo María Panero, de ingresar en “las órdenes” de esa absoluta “ley de extranjería” que impone entrar en la luz cóncava, afortunadamente desalmada, desértica, de una mirada sin fin ni límites conocidos, cual la de L. M. P. Pues las leyes de su propia luz son las de la oscuridad suprema de la noche supremamente habitada como hombre, y no como intento de falsificación o descendimiento de sí mismo a toda ofensa, disminución, humillación, a toda forma de mutilación, de muñón de nosotros mismos, que toda ideología o religión propone, impone.
Respirarnos, ahogarnos para respirarnos definitivamente, es una vez más estar en L. M. P., visitar la cueva sagrada del hombre llevado a sus últimos extremos del razonamiento, de la postura, del desequilibrio del vuelo al astro.
Pues, a la postre, tal cual dijo Nietzsche, sólo aquél que lleve el caos dentro de sí podrá añadir al cielo una estrella. La que falta a ese cielo.
Como una fantasmagoría ondulando, reverberando, luchando en el reflejo de la luz en las columnas de las ruinas del templo, así sabremos que la mar chapotea en la noche, salobre, espesa, amarga en el silencio, entre cadáveres de rostros tumefactos que emergen, sumergen sus rostros desfigurados, ahogados sin expresión, comidos por los peces, bamboleantes, anónimos entre la pedrería multicolor de los pétalos flotantes de las flores y los residuos, las heces, el petróleo de todo lo que supuró nuestra civilización, nuestra fiesta sangrante, las máscaras del último carnaval, así rodaron aquellos cuerpos, así sabremos que L. M. P. dice la verdad, al ocaso de todas las declinaciones, de toda la turbiedad de las deyecciones de nosotros mismos, de todos los descensos a los infiernos. Así sabremos que sólo el que lo dijo, lo presenció, se hizo frente a sí mismo en todos y cada uno de nosotros, el que frotó su mirada en el paño áspero de las escenas que le rodean, le contienen, destiló de aquella pestilencia la última gota de agua limpia, pura, el último lamento purificado en su garganta, la inusitada belleza tardía de la última palabra, tras haberlo conocido todo, sabido todo, sido todo, del que nos deja, tragedia inimaginable, pues sólo la inocencia paliaba aquello, tanta arbitraria potestad, tanto sentido en la locura imprescindible del que regresa de tan lejos. Conciencia suprema de sí mismo en todo, en todos, tallada en carne de dolor la trampa de vivir, de morir cuanto es, cuanto se es, a sabiendas de su fustigación, condición de su daño.
L. M. P., solo, de regreso por los últimos corredores abandonados de la noche, abierto, transido, estremecido, es el hombre entero, condenado por todo cuanto es, hecho carne de toda nuestra carne en la significación, justicia de toda nuestra injusticia posible, real, consumada, alzado en toda la minimidad del hombre para ver, al fin, de puntillas, por encima de la tapia del destierro, el último ponerse el sol, sangrante ocaso sobre un mar saciado, sin aves, sin peces, sin mañana, bajo un cielo que nace sin estrellas de repente.
De todo esto intentan curar a L. M. P., sin éxito. La herida interminable.
No quiero, no puedo permitirme con L. M. P., en L. M. P., algo como ahora se estila, tan normal, tan ambiguo, tan gélido, tan legalmente insano, algo tan lúbrico como analizar el pormenor, la evolución metodológica, fenomenológica, del empleo de los endecasílabos en Borges, antes y después de su ceguera, en Rimbaud, antes y después de perder su pierna, caso de que hubiera escrito algo con su pierna articulada, que no lo hizo, algo tan turbio como ese viaje piscinoso al desmenuzamiento del ser, al ardimiento de sus mutilaciones, al hecho híbrido, dudoso, oscuro, de contemplar ese material de derrubio de los demás con aplicación implacable, esa fiebre seca, doctoral, compulsiva, de tono gramatical, esa jardinería obscena de la caída del hombre envuelta en erudición, en ominoso estudio y no en creación, en lejanía y no en abrazo. Porque no creo que la poesía de L. M. P. sea para estudiarle, desde el pupitre de enfrente, sino para respirar con él, a su lado. Como hombre, no como objeto de estudio. Porque, por fortuna para él, su rostro es indemostrable.
L. M. P. es aliterario, porque es poesía, vida. Es ridículo hacer un análisis literario de su estertor, indecente fotografiar las cuadernas del esqueleto de su poesía, el tanto por ciento de sinécdoques, de infinitivos, de substantivos abstractos, de adjetivos de la oscuridad, la varianza estadística de su padecer, la desviación estándar de la muerte en su radiografía vista desde el rincón de un especialista en gritos guturales, la evolución histórica, social, política, meteorológica de sus símbolos, de sus metáforas. Me niego a esa indecencia, a esa última provocación. Porque L. M. P., como hombre, como poeta, no forma parte de la colección entomológica de nadie; es un fenómeno de otra índole, totalmente opaco a la mirada que nuestra sociedad de hoy practica. Afortunadamente es su último grado de libertad. Ha alcanzado, como todo el que llegó, extenuado, a la otra orilla —la poesía verdadera— ese último estado inalcanzable para todo el que practica el hombre pequeño, fragmentario, de hoy en día. Y porque fue alcanzado por todo, por todos, acaso en demasía, hoy lo hemos perdido misteriosa, silenciosamente, porque hoy ya vive en los antípodas de nosotros, ya muere demasiado lejos de nosotros, en nuestros huesos, al desangrarse en cada poema. Como nosotros vivimos lejos, morimos lejos de nosotros mismos.
Permítanme, se lo ruego, como último acto de respeto y de humildad, no escribir un prólogo a un libro de poemas de Leopoldo María Panero, sino esto.
Y porque ya han pasado demasiadas cosas entre nosotros, y siguen pasando, y seguirán pasando, y porque la poesía, la verdadera poesía, para maldición del hombre, no es asunto de la sociedad de los hombres, no se decide en los poblados actos literarios, en las entregas de galardones, aunque a veces parezca lo contrario, ahora que brillantes profesionales de la poesía parecen poblar, invadir nuestro páramo nacional, no se habla de ella en los circuitos de marketing, en los recorridos triunfales del diario más leído, de la emisión de radio de máxima audiencia, o en la televisión más al uso, sino de otra cosa publicada, porque definitivamente la poesía no es institucionalizable, no es asunto de tráfico de influencias, aunque se intente, o de mercados de la bolsa de la poesía, o de amistades imprescindibles para ser reconocido como poeta, uno comprende que, definitivamente, sencillamente, L. M. P. es libre, al fin, porque ha alcanzado la poesía, la irremisible condenación de la poesía, no al escribirla sino al vivirla, al serla. Y uno se siente, ante el hecho, aún en medio del dolor de lo que es, absolutamente, pero sin consuelo alguno.
Y en el límite, siempre en el límite, desde los allegamientos del ser, en esa noción del poema que no es tan próxima, por cuanto es y nos escapa, como categoría de lo que es en el peligro y no en el florecimiento, en el riesgo central, inatacable, de todo lo que alcanza a ser en el significado, así reconocemos en L. M. P. el trono y el desgarro de la sangre en la palabra líquida, negra, trascendida como soplo, susurro, maldición, del hombre confinado, preso, al fondo de su vuelo.
Así seremos todo, entre sus manos, padre, madre, hermano, hijo, desconocido, amigo, odio, abrazo detestable, abrazo. Templo hecho caída en el silencio de la página que pasa, sin regreso, en el misterio, y es ella misma siempre.
Y porque en L. M. P. no es decisivo el tiempo, no pasa, no transcurre, o es como si no incidiera nunca en el estado de la realidad, como si hubiéramos vivido desde siempre, como si hubiéramos estado siempre muertos, vagando, es un estadio del ser, al igual que en el sueño, donde la existencia está cristalizada, como una pústula dolorosa, fijada, eternizada, por el flash de la nada, en el negativo del ser. A blanco y negro. Allí queda la imagen de la realidad expresada como irrealidad, como sueño de lo que trasciende de sí mismo, en su propio impulso y coronación, y en su propia parálisis, simultáneamente. Como todo sueño de la razón es lógico, y desubicado, y supera de forma lógica la lógica inalcanzable de su propia realidad, creando el monstruo racional del absurdo que sólo accede a ser en el “dépassement” del hombre por el hombre. Paradoja enumerativa: nombre de la razón extrema.
Y porque, en contra de la visión sanitaria que le ha envuelto, la mirada curativo-reductora-redentora que le pretende, con frecuencia, que le quiere “resolver” en curación, en salvación, descender a ciudadano, a sano, a “paciente” (terrible doble sentido del enfermo abocado a la paciencia), rebajar a ingenio o gramática, a esquemas funcionales, a circuitos bioquímicomecánicos que aplaquen aquella aerofagia, aquella exudación de existencia, aquel exceso, por contra, L. M. P., para su desgracia, y para la de sus superiores, corifeos, homeópatas, reúne, acuña entre sus manos el pensamiento, y aquello que lo excede, lo ensancha, lo trasciende.
Y porque, en el fondo, L. M. P. es todo lo que no nos atrevimos a ser, ni pudimos, no sólo por lo que él es, sino por lo que nosotros no somos, no por lo que dice, sino por lo que no decimos, por lo que callamos día a día, lentamente, sin descanso, de todo eso intentan curar a L. M. P., aquejado de esa salud terrible, irremediable, inclemente, de la intemperie de la razón implacable, de ese frío seco, penetrante, total, arquitectónico, de todas las ventanas abiertas de par en par de su mirada, en medio de la noche más extrema. Huis clos perfecto. De esa vida escrita, de ese frío hecho poesía, tan incómodo, tan amenazador, tan destemplado, se trata de curar al hombre. Entre las buenas gentes.
Porque lo primero, y puede que lo último, que hay que saber de Leopoldo María Panero, a nuestro juicio, es que no ha de ser resuelto, ni demostrado, ni salvado. Porque es un hombre y no un dios no habrá de ser resuelto por fe alguna. Porque es un hombre y no un dios no habrá de ser demostrado por teorema, por revelación alguna. Porque es un hombre y no un dios en crucifixión alguna no habrá de ser salvado por nada ni por nadie, sino condenado a ser hombre sin límite, sin medida. Tal es su milagro y su condenación. La poesía irreparable.
CARLOS AURTENETXE