Un sábado caluroso

El joven con jersey de marinero, sentado cerca de las casetas de baño para ver salir a las mujeres morenas y blancas y a los grupos de chicas bonitas, con escotes pálidos y espaldas tostadas, que caminaban delicadamente, sobre pies feos de dedos colorados, encima de las afiladas rocas que conducían al mar, dibujó en la arena la silueta de una mujer exuberante y ondulada. La borró y dibujó un hombre panzudo; una niña pasó corriendo encima, sacudiéndose el cabello, e hizo caer una fila de botones sobre su panza, y otra fila de gotas, como pis, en un dibujo infantil, entre las largas piernas adornadas con conchas.

Cerca de un grupo de mujeres, de merienda con sus hijos, que se estiraban, fofos y mojados, bajo el sol ardiente y se juntaban al lado de los cestos para papeles o construían castillos que eran destruidos en seguida por la zigzagueante marcha de otros excursionistas, entre los gritos de los vendedores de helados, los alaridos furiosos y felices de los muchachos que jugaban a la pelota y de los chillidos de las chicas cuando el mar se alzaba hasta su cintura, el joven seguía solitario, con las sombras del fracaso a su lado. Algunos maridos, silenciosos, con los pantalones arremangados y los tirantes colgando, chapoteaban lentamente a la orilla del mar; mujeres descalzas, con gruesos vestidos negros, se reían de sus propias piernas; varios perros corrían en pos de piedras y un chiquilín orgulloso cabalgaba sobre las aguas en una foca de goma. El joven, desde su soledad, observó cómo se desarrollaba delante de él aquel sábado festivo, falso y bonito como una pintura chata bajo un sol vulgar: las familias, retozonas, con bolsas de papel, cubos y palitas, parasoles y botellas; las muchachas, felices, acaloradas, doloridas, con linimentos para las quemaduras en sus bolsos; los muchachos, bronceados, sacando pecho; los jóvenes, blancos, envidiosos, con chaleco; las piernas flacas, peludas, patéticas, de los maridos, que caminaban silenciosamente por el agua; los niños, regordetes y con bucles, de espaldas curvas, embadurnándose sin oposición de nadie, con arena sucia. Todo producía en él —pensó dramáticamente en su aislamiento— una vieja vergüenza y piedad. Al margen de toda diversión, condenado para siempre a la compañía de sus gusanos, más allá del poder y de la estupidez de esta carne vulgar, sudorosa, asoleada, que se entregaba al día, el joven atrapó la pelota que un niño había arrojado al aire con una bandeja de latón y se levantó para tirarla de vuelta.

El niño lo invitó a jugar. La familia, cordial, aguardaba a cierta distancia (las mujeres despeinadas, con las faldas recogidas en los calzones, los hombres descalzos en mangas de camisa, un montón de niños con taparrabos o la ropa interior tijereteada). El muchacho lanzó la pelota amargamente en dirección a un padre que montaba guardia con una bandeja delante de un wicket de sombreros. «El lobo solitario juega a la pelota», se dijo a sí mismo en el momento en que volteaba la bandeja. Mientras corría tras la pelota hacia el mar, guiñando al pasar junto a las mujeres que se desvestían, tropezando en un castillo, cayendo en un círculo de muchachas mojadas tendidas como serpientes y empapándose los zapatos al arrebatar la pelota de la cresta de una ola, sintió que la felicidad retornaba con la exaltación de su cuerpo: «¡Cuidado, doña Pata; ahí va una fuerte!», gritó a una madre que estaba detrás de los sombreros. La pelota rebotó en la cabeza de un niño, y luego entre las familias desparramadas, entre los sandwiches y las ropas, los tíos y las madres, saliéndose del campo. Un hombre calvo, con los faldones de la camisa colgando, la devolvió mal, y un collie se la llevó al mar. Ahora le tocaba a la madre con la bandeja. Un tío con panamá hizo volar la pelota otra vez hacia el perro, que volvió a llevársela al agua, nadando fuera de su alcance. Entonces le ofrecieron sandwiches de huevo con berros y cerveza tibia, y se sentó entre un tío y un padre a comentar el Evening Post, hasta que el mar les tocó los pies.

Solo otra vez, acalorado y triste, porque el minuto de orgullo que transcurrió mientras corría a través de la gente desconocida tirada en la playa se había alejado a su vez, como una pelota, en dirección al mar, caminó hasta un lugar de la playa donde había un predicador parado sobre un cajón que decía: «Mr. Matthews». Hablaba ante una congregación de mujeres inexpresivas. Cerca de él se sentaban algunos niños silenciosos, con cerbatanas. Un hombre andrajoso no recogía nada en su gorra. Mr. Matthews agitaba las manos frías, atacaba las vacaciones, maldecía al verano desde su tembloroso cajón. Clamaba por otra clase de calor. El fuerte sol brillaba dentro de sus huesos, y él se abotonaba el cuello. Niños del valle, con ojos hundidos y descarados, lenguas rápidas y voces cantarinas, chatos de pecho como almejas, se amontonaban alrededor de los títeres y de los triciclos (y a todos los negaba él). Acusaba a las muchachas que se peinaban y empolvaban en combinación, y a las muchachas púdicas que inteligentemente se vestían en sitios cerrados.

Mientras Mr. Matthews fustigaba a la ciudad escarlata, expulsando de ella a los muchachos semidesnudos que bailaban alrededor del vendedor de helados, y cubriendo los muslos tostados de las muchachas con su abrigo negro «¡Fuera! ¡Fuera!», gritaba, «¡La noche está encima de nosotros!», el joven cabizbajo se detuvo, con una sombra sobre su hombro, y pensó en el balneario de Porthcawl, donde sus amigos se sacudían acompañados de chicas en el látigo o se lanzaban velozmente, en el tren fantasma, dentro del túnel de los esqueletos. Leslie Bird tendría los brazos llenos de cocos. Brenda estaba con Herbert en el tiro al blanco. Gil Morris, en el Esplanade, le pagaba a Molly un cóctel. Y allí estaba él, escuchando a Mr. Matthews, un borrachín retirado, que clamaba por la oscuridad sobre las arenas crepusculares; allí estaba él, con el dinero quemándole los bolsillos y el sábado quemándose, a su vez, lentamente.

En su soledad, había rechazado sus invitaciones. Herbert, en su coche bajo y rojo, llevando atrás a G. B., y sentada en el radiador a una ninfa arrojada por el mar, había ido hasta la casa de su padre; pero él había dicho:

—No estoy de humor. Voy a pasar un día tranquilo. Diviértanse ustedes. No tomen demasiadas gaseosas.

Esperando solamente que se pusiera el sol, permaneció en el triste círculo de las mujeres desagradables, que miraban fijamente hacia un punto del cielo, detrás de su profeta, y deseó que el día comenzara de nuevo. ¡Oh, estar malgastando el dinero en los quioscos de la feria, sentado en el salón cromado, con un cigarrillo turco, contándoles el último cuento a las chicas, mirando, a través de palmeras de la ventana, cómo se hundía el sol al otro lado de la costanera, por encima de las sillas de mimbre; a los inválidos y las viudas, las esposas que descansaban con pantalones y pañuelos de playa, las muchachas elegantes y rizadas y sus amigas feas y con gafas; los Pomerania que husmeaban los tobillos y los vendedores de golosinas en triciclo! Ronald había navegado hasta Ilfracombe en el Lady Moira, y en el salón atestado de gente, con los excursionistas de Brynhyfryd, estaría pisando pies sin pensar por un momento que en la playa su amigo estaba solo y cabizbajo a las seis de la tarde, y que el sábado era allí aburrido como una capilla. Todos sus amigos habían desaparecido en pos de sus placeres.

Pensó: los poetas viven y caminan con sus poemas; un hombre con visiones no necesita otra compañía; el sábado es un día imperfecto; debo ir a casa y sentarme en el dormitorio, junto al radiador. Pero él no era un poeta que vivía y caminaba; era un muchacho joven en un pueblo marítimo, en un caluroso día feriado, y con dos libras que gastar. No tenía visiones; sólo dos libras y un cuerpo pequeño con los pies en la arena llena de desperdicios. La serenidad, para los ancianos. Se alejó, cruzando el ferrocarril, hasta el camino por donde circulaban los tranvías.

Al pasar junto al reloj floral, en el Jardín de la Reina Victoria, gruñó.

—¿Qué puede hacer ahora un imbécil? —dijo en voz alta, haciendo que una mujer joven que estaba sentada en un banco frente al mingitorio de mayólica blanca se sonriera, bajando su novela.

Tenía el cabello castaño peinado en alto, a la moda antigua, bucles sueltos y un rodete, y de allí salía una blanca rosa Woolworth que se doblaba hacia abajo, tocándole la oreja. Llevaba un vestido blanco con una flor de papel rojo pinchada en el pecho y anillos y brazaletes que procedían de algún quiosco de feria. Los ojos eran pequeños y muy verdes.

El muchacho anotó, cuidadosa y fríamente en una sola mirada, todos los raros detalles de su aspecto. Eran la certeza tranquila, impávida, de su apostura ante su mirada escrutadora; la seguridad de su sonrisa y la actitud de su cabeza; esa suavidad, esa extraña rareza que la defendía de todo mal encuentro, de toda mirada invitante, lo que le hizo temblar los dedos. Aunque su vestido era largo y el cuello alto, lo mismo podía estar desnuda allí, en la playa. Su sonrisa confesaba que su cuerpo estaba desnudo, inmaculado, deseoso, tibio bajo la tela, y que ella esperaba, inocente.

«Qué hermosa es —pensó, puesta su mente en las palabras y los ojos en su cabello y en su piel blanca y roja—, qué hermosamente me espera, aunque no sabe que me espera, y jamás podré decírselo».

Se había detenido y la miraba fijamente. Como una niña confiada frente a una cámara, así estaba ella sentada y sonriente, las manos entrelazadas, la cabeza ligeramente inclinada, de modo que la rosa le tocaba el cuello. Aceptaba su admiración. Aquella muchacha, de entre un millón, se apoderaba de su larga mirada y acariciaba su amor estúpido.

Le entraron mosquitos en la boca. Y siguió la marcha rápida, vergonzosamente. A las puertas del jardín se volvió para verla por última vez. Su brusca y torpe partida le había hecho perder la calma, y ella lo miraba fijamente, confusa. Había alzado una mano, como para pedirle que volviera. Él volvía la esquina y oyó la voz de ella —cien voces, todas de ella— llamándole por su nombre —cien nombres que eran su nombre—, por encima de las paredes cubiertas de plantas.

¿Y qué podía hacer un imbécil aterrorizado y loco de amor?, preguntó silenciosamente a su propia figura reflejada en el espejo deformante del salón Victoria, que estaba vacío. Su cara simiesca, fláccida, con la palabra cerveza escrita sobre la frente, le devolvió una rota mueca de desdén.

Si me trajeran a Venus en una bandeja —dijeron los dos labios rojos como tajadas de melón—, pediría vinagre para echarle encima.

Ella podía quitarme toda culpa; ella podía ahuyentar suavemente mi vergüenza. ¿Por qué no me detuve a hablarle?, se preguntó.

Lo que viste en el parque era una mujerzuela extraña —respondió su reflejo—; una hija de la naturaleza, ¡oh dioses! ¿No viste el rocío sobre su cabello? Basta de hablar al espejo; te conozco demasiado.

Una nueva cabeza, hinchada y con la mandíbula torcida, se movió detrás de su hombro. Giró, y oyó decir al barman:

—¿Lo ha dejado plantado la única? Parece un muerto recalentado. Tómese esta copa; paga la casa. Hoy, cerveza gratis. (Movió la manija de la canilla). Aquí se sirve sólo lo mejor. Óxido puro. Usted tiene aspecto raro —continuó—; el único salvado del naufragio, y el único naufragio con sobrevivientes. ¡A su salud! (Y se bebió la cerveza que había servido).

—¿Puede servirme un vaso, por favor?

—¿Se cree que esto es una casa pública?

Sobre la mesa pulida, en medio del salón, el joven dibujó, con un dedo mojado en cerveza, la cabeza redonda de una muchacha, y le puso pelo de espuma amarilla.

—¡Ah, sucio; sucio! —dijo el barman, corriendo desde atrás del mostrador y borrando la cabeza con un paño seco.

Tapando la suciedad con su sombrero, el muchacho escribió su nombre sobre el borde de la mesa, y observó cómo las letras se secaban y desaparecían.

Sobre la ventana de la ochava, abierta sobre las vías muertas tapadas por la arena, vio los puntos negros de los bañistas, las casetas multicolores, los enanos saltarines del teatro de títeres y el minúsculo círculo religioso. Desde que caminó y jugó allá, en el desierto, atestado de gente, ofreciendo excusas por su desesperación, buscando compañía aunque la rechazase, había descubierto su verdadera felicidad y la había perdido, todo ello en un sorprendente y torpe medio minuto, junto al «Caballeros» y al reloj floral. Más viejo y más sabio, pero no mejor, habría mirado en el espejo para ver si su descubrimiento y su pérdida se habían marcado sobre su rostro con sombras bajo los ojos o líneas al lado de la boca, si no hubiera sabido de antemano la respuesta que iba a recibir del reflejo deformado.

El barman fue a sentarse a su lado, y dijo con voz falsa:

—Ahora cuéntemelo todo; soy un depósito de confidencias.

—No hay nada que contar. Vi a una muchacha en el jardín y fui demasiado tímido para hablarle. Era un pedazo de Dios. Amén.

Avergonzado de su deseo de camaradería, hundido todavía en su abismo de amor y miseria, con el tranquilo rostro de ella delante de los ojos y su sonrisa reprochándole y perdonándolo mientras hablaba, el joven envileció a la muchacha del banco, la arrastró entre el aserrín y los salivazos y la pintarrajeó para que el barman dijera:

—A mí me gustan grandotas.

—Deme otra igual, por favor.

—Quiere decir similar.

El barman sirvió un vaso de cerveza, lo bebió, y sirvió otro.

—Siempre tomo uno con los clientes —dijo—. Así estamos a mano. Ahora somos dos solterones con el corazón destrozado. (Y volvió a sentarse). No puede contarme nada que yo no sepa —prosiguió—. En este bar he visto más de veinte coristas del Empire borrachas como cubas. ¡Oh, les girls! ¡Las piernas!

—¿Estarán esta noche?

—Esta semana sólo hay un tipo que divide una mujer en dos.

—Guárdeme la mitad.

Un borracho entró caminando sobre una invisible línea blanca, tambaleándose lleno de simpatía a través del salón, y el barman le sirvió un medio litro.

—Hoy, cerveza gratis. Usted ha estado al sol.

—He estado todo el día lejos del sol —dijo el hombre.

—Me pareció que estaba tostado.

—Es por la bebida —dijo el hombre—. He estado bebiendo.

—La fiesta se termina —susurró el muchacho a su vaso.

Adiós, mirlo; el momento se ha perdido —pensó, examinando, con un interés que no podía perdonarse, las cómicas postales coloreadas con mujeres de nalgas montañosas echadas en la playa y hombres de aspecto tímido con piernas de alfileres; mirándolas con prismáticos, pegadas sobre la pared debajo de la foto de un perro bebiendo cerveza. Ahora, con un barman locuaz y un borracho con la gorra aplastada, limpiaba los últimos restos del día. Se empujó el sombrero sobre la frente, y un mechón de cabellos que cayó debajo le cosquilleó un párpado. Vio, con ojo certero de forastero que no pierde la mínima sutileza de una sonrisa torcida o el más débil gesto que dibuja la forma de su muerte en el aire, a un joven de cabello indócil que tosía en el rincón de un salón podrido, despidiendo el humo de su cigarrillo con estupefacientes.

Pero cuando el borracho tejió su camino hacia él con pies ansiosos, transportando su dignidad tal como un hombre podría llevar un vaso lleno sobre un barco temblequeante, y mientras el barman, detrás del mostrador, hacía ruido con los vasos y silbaba y se agachaba a beber, se sacudió de encima la tragedia secreta y falsa con una mueca y un sonrojo, enderezó su melancólico sombrero y dio de lado al afectado extraño. En el seguro centro de su propia identidad, con su mundo familiar rodeándolo como otra carne, permaneció sentado, triste y contento, en el feo salón de aquel hotel barato, situado al lado del mar en aquel pueblo extenso y andrajoso donde sucedía todo esto. No tenía necesidad del oscuro mundo interior, cuando Tawe presionaba sobre él y la gente ordinaria y excéntrica salía, saltando o arrastrándose explosiva o rastrera, ruidosa y chillona, de sus casas, de los edificios sin gracia, de las fábricas, de las avenidas, de las tiendas relucientes, de las capillas blasfemantes, de las callejas de ladrillo, de los arcos, de los refugios, de los agujeros detrás de los carteles, del prado.

Al cabo, el borracho llegó hasta él.

—Ponga la mano aquí —dijo, y se volvió, golpeándose las asentaderas.

El barman silbó y se alzó para ver al muchacho tocando los fondillos del borracho.

—¿Qué siente ahí?

—Nada.

—Eso es. Nada. Nada. No hay nada que sentir.

—Entonces, ¿cómo hace para sentarse? —preguntó el barman.

—Me siento sobre lo que me dejó el médico —dijo el hombre, enojado—. Tenía un buen trasero, como sólo se puede tener una vez. Trabajaba bajo la tierra en Dowlais, y de pronto el fin del mundo cayó sobre mí. ¿Y saben lo que me dieron por perder el trasero? ¡Cuatro libras y tres chelines! Dos libras y tres medios peniques por cachete. Más barato que un cerdo.

La muchacha del jardín entró en el bar con dos amigas: una muchacha rubia casi tan hermosa como ella y una mujer madura vestida y maquillada para parecer más joven. Las tres se sentaron a una mesa. La muchacha que él amaba pidió tres oportos con ginebra.

—Qué tiempo delicioso, ¿verdad? —dijo la mujer madura.

El barman contestó:

—Hay mucho cielo —y con muchas reverencias y sonrisas colocó las copas delante de ellas—. Creí que las princesas habrían ido a un bar mejor.

—¿Qué bar puede ser mejor no teniéndote a ti, hermoso? —dijo la rubia.

—Este es el Ritz y el Savoy, ¿no es así, garçon querido? —dijo la muchacha del jardín, y le tiró un beso con la mano.

El muchacho, en la mesa de la ventana, sorprendido aún por la repentina aparición en el salón casi a oscuras, recogió el beso para sí y se sonrojó. Pensó en salir corriendo, y atravesar el jardín milagroso, y correr a su casa y esconder la cabeza en las mantas y quedarse toda la noche allí, vestido y temblando, con la voz de ella en los oídos y sus verdes ojos muy abiertos bajo sus propios párpados cerrados. Pero sólo un muchacho enfermo con la sangre revuelta podía huir de su propio amor hacia un sueño, tirarse en un dormitorio lleno de vergüenza y sollozar contra el pechó gordo y plumoso de la almohada húmeda. Recordó su edad y sus poemas, y resolvió no moverse.

—Un millón de gracias, Lou —dijo el barman.

Se llamaba Lou, Louise, Louisa. Debía de ser española, o francesa, o gitana, pero podía decir de qué calle procedía su voz; sabía dónde vivían sus amigos por el subir y el bajar de sus sílabas agudas. El nombre de la mujer madura era Mrs. Emerald Franklin. Se la podía ver todas las noches en la Armónica, sorbiendo bebidas, espiando, mirando el reloj.

—Estuvimos escuchando a Matthews Tormento en la playa. Abajo esto, abajo lo otro… ¡y solía beberse un litro de ginebra antes del desayuno! —dijo Mrs. Franklyn—. ¡Qué cara dura!

—Y todo sin despegar los ojos de las piernas —observó la rubia—. Yo no le daría ni un poquito más de confianza que a este Ramón Novarro del mostrador.

—¡Hurra! ¡Cómo progreso! La semana pasada yo era Charlie Chase —dijo el barman.

Mrs. Franklin alzó su copa vacía con la mano enguantada y la sacudió como una campana.

—Los hombres son siempre engañadores —dijo—. Una ruina todos.

—Especialmente Mr. Franklin —dijo el barman.

—Pero hay mucho de verdad en lo que dice el predicador, fíjense —explicó Mrs. Franklin—, sobre las cosas que se ven. Si uno sale a dar una vuelta por la playa después de cenar… ¡es como meterse en Sodoma y Gomorra!

La rubia rio.

—¡Oigan a Mrs. Grundy! El viernes pasado la vi con un negro, a la vuelta del museo.

—Era un hindú —dijo Mrs. Franklin— de la universidad, y te agradeceré que lo recuerdes. Todos somos hermanos bajo la piel, pero no hay alquitrán en mi familia.

—¡Oh, vamos, vamos, vamos! —dijo Lou—. ¡Basta; sean buenas! Hoy es mi cumpleaños. Y es sábado. ¡Un poquito de alegría! ¡Miau, miau! ¡Marjorie, besa a Emerald y sean amigas! (Sonrió y rio a las dos. Guiñó al barman, que llenaba las copas hasta el borde). ¡Por tus ojos azules, garçon! (No se había fijado en el joven del rincón). ¡Y otra por abuelito; allá! —agregó, sonriendo al borracho vacilante—. ¡Hoy cumplo veintiún años! ¡Bueno; lo hice sonreír!

El borracho hizo una reverencia profunda y peligrosa, alzó su sombrero y se tambaleó contra la repisa de la chimenea, pero en su mano libre su litro entero de cerveza está firme como una roca.

—Por la chica más bonita de Carmarthenshire —dijo.

—Esto es Glamorganshire, papito —dijo ella—. ¿Dónde está tu geografía? ¡Mírenlo cómo baila! ¡Cuidado con los lentes! Parece un aviso de Kruschen. ¡A ver; más rápido! Báilanos un charlestón.

El borracho, con el vaso en alto, bailó hasta caer, sin derramar una sola gota de cerveza. Quedó tendido en el polvoriento suelo, a los pies de Lou, y alzó la cara sonriéndole con afecto y confianza.

—Me caí —dijo—. Antes solía bailar como un soldado.

—La trompeta final le hizo perder el traste —explicó el barman.

—¿Cuándo lo perdió? —preguntó Mrs. Franklin.

—Cuando Gabriel sopló el instrumento en Dowlais.

—Me está tomando el pelo.

—Sería un placer, Mrs. Em. ¡Eh; tú! ¡Levántate!

El hombre sacudió su trasero como una cola y gruñó al pie de Lou.

—Apoya la cabeza sobre mi pie. Ponte cómodo. Déjelo que se quede ahí —pidió.

El borracho se durmió en seguida.

—No puedo tener borrachos aquí.

—Entonces ya sabes a dónde puedes irte.

—¡Cruel, Mrs. Franklin!

—Vaya, atienda su negocio. Sirva al muchacho del rincón; está con la lengua fuera.

—¡Cruel, cruel!

Cuando Mrs. Franklin llamó la atención sobre el muchacho, Lou espió miopemente a través del salón y lo vio sentado con la espalda hacia la ventana.

—Tendré que comprarme gafas —dijo.

—Verás doble antes de que se acabe la noche.

—No; en serio, Marjorie. No sabía que alguien estuviese ahí. Le ruego que me perdone el que está en el rincón —dijo.

El barman encendió la luz.

—Un poco de lux in ténebris.

—¡Oh! —dijo Lou.

El muchacho no se atrevió a moverse por miedo a quebrar la larga luz de su escudriñamiento, el encantamiento que brillaba como una sola línea de luz entre ellos, o a asustarla haciéndola hablar; y no ocultó el amor de sus ojos, porque de todos modos ella podía adivinarlo con la misma facilidad con que podía volcarle el corazón dentro del pecho, y hacerlo latir más fuerte que el parloteo de sus dos amigas, el tintineo de las copas detrás del mostrador, donde el barman escupía y lustraba sin perder detalle, y los ronquidos del apacible durmiente. Nada puede herirme. Que se burle el barman. Ríe dentro de tu copa, Em. Se lo estoy diciendo al mundo, estoy caminando sobre tréboles, estoy mirando a Lou como un idiota; es mi chica, es mi lirio. ¡Oh, amor, amor! No es una dama; tiene tonada arrabalera, bebe como un buzo; pero, Lou, soy tuyo, y tú, Lou, eres mía. Se negó a meditar sobre su serenidad, a retorcer su belleza en palabra. No era, bajo el sol o la luna, nada más que suya. Sin rubor, seguro, le sonrió; y, aunque estaba preparado para todo, su sonrisa de respuesta le hizo temblar los dedos otra vez, como habían temblado en el jardín, y enrojeció sus mejillas y echó a galopar su corazón.

—Harold, llena el vaso del joven —dijo mistress Franklin.

El barman permaneció inmóvil, un paño en una mano, una copa chorreando en la otra.

—¿Tienes agua en los oídos? ¡Llena el vaso del joven!

El barman se llevó el paño a los ojos. Sollozó y se secó unas lágrimas fingidas.

—Creí que estaba en una première y que este era el palco real —dijo.

—Tiene agua en el cerebro, no en el oído —dijo Marjorie.

—Soñaba con una hermosa tragicomedia titulada «Amor a primera vista» u «Otro hombre bueno que se arruina». Acto primero, en un boliche junto al mar.

Las dos mujeres se golpearon la frente.

Lou dijo sonriendo:

—¿Dónde transcurría el segundo acto?

Su voz era suave como la había imaginado antes de su alegre y nervioso jugueteo con el barman confianzudo y las mujeres inferiores. La vio como una muchacha cuerda y blanda a la que ninguna compañía podía echar a perder, por mala que fuera, porque su delicado yo, desnudo hasta el corazón, la defendía de todas las falsedades sensuales. Al pensar en eso, reflejando en el tono de su voz su suavidad, alejándose, infiel, con sus palabras, de esa habitación real con su amor en el centro, despertó con sobresalto y vio su cuerpo vivo a seis pasos de él; no un corazón sereno envuelto en una frase, sino una muchacha bonita a la que era posible conseguir y guardar. Debía aferrarse a ella en seguida. Se levantó y cruzó en su dirección.

—Me desperté antes de que empezara el segundo acto —decía el barman—. Sería capaz de vender a mi madre para verlo. Media luz. Canapés color de púrpura. Felicidad extática, La, la, chérie!

El muchacho se sentó a la mesa, al lado de ella.

Harold, el barman, se inclinó sobre el mostrador y ahuecó una mano junto a la oreja.

El hombre tendido se movió entre sueños y su cabeza cayó sobre la escupidera.

—Hace largo rato que deberías haber venido a sentarte —susurró Lou—. Y detenerte a conversar conmigo en el jardín. ¿Eras tímido?

—Era demasiado tímido —susurró el muchacho.

—No es de buena educación cuchichear. No logro oír una palabra —dijo el barman.

A una señal del muchacho, un chasquido de los dedos que puso en movimiento mozos de etiqueta que se deslizaron transportando ostras a través del salón, el barman llenó las copas con oporto, ginebra y cerveza.

—Nosotras nunca bebemos con desconocidos —dijo Mrs. Franklin riendo.

—No es un desconocido —dijo Lou—. ¿Verdad, Jack?

Él arrojó un billete de una libra sobre la mesa.

—Cóbrate los daños.

La noche, que había terminado antes de comenzar, volvió a transcurrir entre la risa de las encantadoras mujeres, hirientes como cuchillos, y los cuentos del barman, que debía de haber trabajado en el teatro, y las deliciosas sonrisas de Lou y sus propios silencios. Ahora está a salvo y seguro, pensó, después de caminar, como yo mismo, dando vueltas por las solitarias soledades del día festivo. En el centro tibio, vertiginoso, estaban cerca y se parecían. El pueblo y el mar y los últimos paseantes derivaban por una oscuridad que no tenía nada que ver con ellos, y donde sólo ardía esta habitación.

Uno a uno, algunos hombres perdidos se arrastraron desde la tiniebla hasta el bar, bebieron tristemente, salieron. Mrs. Franklin, arrebolada y chorreando bebida, saludaba su partida con su copa en alto. Harold parpadeaba a sus espaldas. Marjorie les mostraba las piernas largas y blancas.

—Nadie nos quiere, salvo nosotros mismos —dijo Harold—. ¿Cierro el bar y dejo a toda esa gentuza fuera?

—Lou espera a Mr. O’Brien; pero no te preocupes por eso —dijo Marjorie—. Es su dulce papaíto de la vieja Irlanda.

—¿Tú quieres a Mr. O’Brien? —preguntó el muchacho.

—¿Cómo podría quererlo, Jack?

Imaginó a Mr. O’Brien, un tipo alto, ingenioso, maduro, con cabello gris ondulado y unos pelitos recortados en el labio superior, un anillo de fantasía en el anular, bolsas bajo los ojos conocedores, muy tieso con su corsé de ballenas, un hombre que la solía correr en Cardiff; el horrible amante de Lou que en este momento se lanzaba hacia ella en el automóvil de la firma a través de las calles sin aire. El muchacho apretó la mano sobre la mesa cubierta de muertos y la protegió dentro de la cálida fuerza de su puño.

—¡Otra vuelta, otra vuelta! —dijo—. ¡Otra vez, muchacho! Dobles, triples. Mrs. Franklin es una mula.

—Mi madre nunca tuvo una mula.

—¡Oh, Lou! —dijo—. Soy más que feliz contigo.

—¡Cu-cu! Oigan cómo se arrullan las tórtolas.

—Déjalas que se arrullen —dijo Marjorie—. Yo también lo haría.

El barman miró alrededor, sorprendido. Alzó las manos, con las palmas hacia arriba, e inclinó la cabeza.

—El bar está lleno de pájaros —anunció—. Emerald está poniendo un huevo —agregó al ver que Mrs. Franklin se removía en su silla.

Pronto el bar se llenó de clientes. El borracho despertó y salió corriendo, abandonando la capa en un charco. Le caía aserrín del cabello. Un hombre jovial, pequeño, viejo, redondo, carirrojo, se sentó mirando al muchacho y a Lou, que se daban las manos por encima de la mesa y se frotaban las piernas por abajo.

—¡Qué noche para el amor! —dijo el viejo—. En una noche como esta Jessica se escapó de la casa del judío rico. ¿Saben de dónde es eso?

—De El mercader de Venecia —dijo Lou—. Pero usted es irlandés, Mr. O’Brien.

—Podía haber jurado que era un hombre alto —le dijo el muchacho gravemente.

—¿Qué armas elige, Mr. O’Brien?

—Coñac al amanecer, creo, Mrs. Franklin.

—Yo nunca describí a Mr. O’Brien. ¡Estás soñando! —susurró Lou—. Me gustaría que esta noche no terminara nunca.

—Pero no aquí. No en el bar. En un cuarto con una cama grande.

—Una cama en un bar —dijo el viejo—. Si me perdonan por escucharlos… Eso es lo que siempre he querido. Piense, Mrs. Franklin.

El barman asomó detrás del mostrador.

—¡Tiempo, caballeros y demás!

Los clientes partieron, saludados por la risa de Mrs. Franklin.

Las luces se apagaron.

—Lou, no me pierdas.

—Tengo tu mano.

—Apriétala fuerte; lastímala.

—Rómpele el maldito cuello —dijo en la oscuridad Mrs. Franklin—. Sin ofender a nadie.

—Marjorie pegamano —dijo Marjorie—. Salgamos de la oscuridad. Harold es un pájaro nocturno.

—La muchacha guía.

—Agarremos una botella cada uno y vamos a casa de Lou —dijo.

—Yo compraré las botellas —dijo Mr. O’Brien.

—Ahora no me pierdas tú a mí —susurró Lou—. Agárrate, Jack. Los otros no tardarán mucho. ¡Oh, señor Cristo, cómo me gustaría que estuviéramos solos tú y yo!

—¿Nada más que tú y yo?

—Tú y yo y la señora Luna.

Mr. O’Brien abrió la puerta del salón.

—Amontónense en el Rolls, señoras. Los caballeros van a buscar medicinas.

El muchacho sintió el rápido beso de Lou en su boca antes de salir detrás de Marjorie y Mrs. Franklin.

—¿Qué le parece si compartimos la cuenta? —dijo Mr. O’Brien.

—Mire lo que encontré en el lavabo —dijo el barman—. Estaba cantando sentado en el retrete. (Apareció detrás del mostrador con el borracho apoyado en su brazo).

Todos subieron al automóvil.

—Primera parada, en casa de Lou.

El muchacho, sobre las rodillas de Lou, vio al pueblo pasar vertiginosamente junto a ellos, el perfil azul humo de chimeneas y mástiles de los diques ociosos, las líneas relampagueantes de las calles pobres cada vez más largas, la sucesión de guiños de los negocios. El automóvil olía a perfume, a polvo, a carne. Su codo golpeó accidentalmente el pecho de Mrs. Franklin. Los muslos de esta, como almohadones, sostenían el vacilante peso del borracho. Lo habían tirado, desparramado sobre un montón de mujeres. Pechos, piernas, estómagos, manos, lo tocaban, lo calentaban, lo acariciaban. A través de la noche, hacia la cama de Lou, hacia el increíble final de la tarde del sábado, pasaron velozmente junto a casas y puentes negros y a una estación metida en una nube de humo, treparon una calle lateral empinada con una sola lámpara mortecina en lo alto, en el centro de un círculo de verjas, y doblaron donde una alta casa de departamentos se erguía rodeada de grúas, escaleras de mano, postes, vigas, carretillas, montones de ladrillos.

Subieron varios tramos de escalera, oscuros y peligrosos, hasta la habitación de Lou. Frente a las puertas cerradas, sobre la baranda, colgaba ropa puesta a secar. Mrs. Franklin, caminando a tientas con el borracho detrás de los demás, pisó un balde, y un gato negro de la suerte corrió encima de su pie. Lou condujo de la mano al muchacho por un pasillo marcado con nombres y puertas, y encendiendo un fósforo murmuró:

—En seguida estoy. Sé bueno y ten paciencia con Mr. O’Brien. Aquí es. Entra primero. ¡Bienvenido, Jack! —y lo besó otra vez, en la puerta de su cuarto.

Encendió la luz, y él entró en el cuarto, orgulloso; en el cuarto que pronto iba a conocer. Y vio una cama ancha, un gramófono sobre una silla, una palangana medio escondida en un rincón, un hornillo, un aparador cerrado y la fotografía de ella en un marco de cartón sobre una cómoda. Allí dormía y comía. En la cama matrimonial dormía toda la noche, pálida, echada sobre su costado izquierdo. Cuando viviera con ella para siempre, no le permitiría soñar. En su cabeza no debía meterse ningún otro hombre ni la idea de amarlo. Extendió los dedos sobre la almohada.

—¿Por qué vives en la punta de la torre Eiffel? —preguntó el barman, entrando.

—¡Qué manera de subir! —dijo Mr. O’Brien—. Pero es muy lindo, muy íntimo, cuando uno llega.

—¡Si se llega! —dijo Mrs. Franklin—. Estoy muerta. Esta porquería pesa una tonelada. Échate al suelo y duerme. ¡Qué porquería vieja! —dijo cariñosamente—. ¿Cómo te llamas?

—Ernie —dijo el borracho, alzando un brazo para protegerse la cara.

—Nadie te va a morder, Ernie. A ver; denle un trago de whisky. ¡Cuidado! ¡No te lo vuelques en el chaleco!, si no, por la mañana vas a querer chuparlo. Corre las cortinas, Lou; estoy viendo a esa luna vieja y malvada —dijo Mrs. Franklin.

—¿Y te está poniendo ideas en la cabeza?

—Yo amo a la luna —dijo Lou.

—Nunca hubo un enamorado joven que no amara a la luna. (Mr. O’Brien dedicó una sonrisa jovial al muchacho, y le palmoteo la mano. La suya era roja y peluda). Al primer vistazo pude ver que Lou y este simpático, joven estaban hechos el uno para el otro. ¡Dios mío; no! ¡No soy tan viejo ni tan ciego que no pueda ver al amor delante de mis narices! ¿Usted no lo veía, Mrs. Franklin? ¿Tú no lo veías, Marjorie?

En el largo silencio, Lou recogió vasos del aparador como si no hubiera oído a Mr. O’Brien. Corrió las cortinas dejando afuera a la luna, se sentó en el borde de la cama con los pies recogidos debajo de ella, miró su fotografía como si no la conociera y entrelazó los brazos como cuando se encontraron por primera vez, bajo la mirada de adoración del muchacho, en el jardín.

—Debe de estar pasando un ejército de ángeles —dijo Mr. O’Brien—. ¡Qué silencio! ¿He dicho algo inconveniente? Bebamos y seamos felices, que mañana tenemos que morir. ¿Para qué creen que compré estas encantadoras y relucientes botellas?

Abrieron las botellas. El silencio se alineó sobre la repisa de la chimenea. El whisky bajó. Harold, el barman y Marjorie con el vestido levantado estaban sentados, juntos, en el único sillón. Mrs. Franklin, con la cabeza de Ernie en el regazo, cantaba con voz de contralto, dulce y educada, «La novia del pastor». Mr. O’Brien llevaba el compás con un pie.

Quiero tener a Lou en mis brazos, se dijo el muchacho, observando cómo sonreía Mr. O’Brien y cómo el barman apretaba sobre sí a Marjorie. La voz de Mrs. Franklin cantaba dulcemente en el pequeño dormitorio donde él y Lou se tenderían sobre la blanca cama sin que nadie los viera ahogarse. Él y Lou se hundirían juntos, un cuerpo fresco con una piedra cálida, en el mar blanco, enteramente vacío, para no volver a subir nunca. Sentada en su lecho nupcial, lo bastante cerca como para oír la respiración de él, ella estaba aún más lejos que cuando se conocieron. Entonces él tenía todo, menos su cuerpo; ella le había dado dos besos, y todo se había desvanecido, menos aquel comienzo. Debía ser bueno y paciente con Mr. O’Brien. Podía borrar aquella sonrisa vieja y comprensiva con el dorso de su mano. Húndanse más, más, Harold y Marjorie, revuélquense como ballenas a los pies de Mr. O’Brien.

Deseó que se quedaran sin luz. En la oscuridad, él y Lou se deslizarían debajo de las sábanas e imitarían a los muertos. ¿Quién los buscaría allí si estuvieran muertos, quietos, silenciosos? Los otros los llamarían a gritos por las vertiginosas escaleras o hurgarían en silencio por los estrechos corredores llenos de obstáculos; saldrían tambaleantes a la calle para buscarlos entre las grúas y las escaleras, en la desolación de las casas destruidas. En la oscuridad inventada, podía oír la voz de Mr. O’Brien gritando: «Lou, ¿dónde estás? ¡Contesta, contesta!», y el hueco eco respondiendo: «¡Contesta!», mientras los labios de ella, en el pozo fresco de la cama, se movían secretamente alrededor de otro nombre y él los sentía moverse.

—Linda música, Emerald, y una letra bastante atrevida. Ese era un pastor, ¿eh? —comentó míster O’Brien.

Ernie comenzó a cantar con voz espesa, amodorrada; pero Mrs. Franklin colocó una mano sobre su boca, y él la lamió y la empujó.

—¿Y qué me dicen de este joven pastor? —dijo Mr. O’Brien señalando al muchacho con el vaso—. ¿Es capaz de cantar tan bien como hace el amor? Pídeselo de buen modo, chiquita —agregó dirigiéndose a Lou—, y nos cantará como un ruiseñor.

—¿Sabes cantar, Jack?

—Como los cuervos, Lou.

—¿Ni siquiera sabe hablar de poesía? ¿Qué clase de muchacho es, que no sabe declamar versos a su dama? —dijo Mr. O’Brien.

Lou trajo del aparador un libro de tapas rojas y se lo dio al muchacho, diciendo:

—¿Puedes leernos algo de aquí? El segundo tomo está en la caja de sombreros. Léenos algo soñador, Jack. Es casi medianoche.

—Algo blando y dulce —dijo Mrs. Franklin. Retiró la mano de la boca de Ernie y miró al cielo raso.

El muchacho leyó, pero no en voz alta, deteniéndose en el nombre de ella, en la dedicatoria de la portadilla del primer volumen de los poemas completos de Tennyson: «A Louisa, de su maestra de la Escuela Dominical. Miss Gwyneth Forbes. ¡Dios está en el cielo, y todo está bien en este mundo!»

—Que sea un poema de amor; no te olvides. —El muchacho leyó en voz alta, cerrando un ojo para ver con más firmeza la letra de imprenta, Sal al jardín, Maud. Y cuando llegó al comienzo del cuarto verso su voz se hizo más fuerte:

Le dije al lirio: No hay más que uno

con el cual ella quiere estar.

¿La dejarán por fin a solas?

Ya está cansada de danzar.

Hacia la luna que se pone

una mitad se aleja ya;

hacia el mañana, que ya asoma,

se aleja la otra mitad.

Baja en la playa, fuerte en la piedra,

la última rueda se echa a rodar.

Dije a la rosa: Mira la noche,

con vino y fiestas ya se va.

¡Oh!, mi señor enamorado,

¿para qué tanto suspirar

por alguien que tú, ya lo sabes,

no ha de ser tuya nunca más?

Es mía, mía —juré a la rosa—,

mía por siempre jamás.

Al finalizar el poema dijo de pronto Harold, la cabeza colgando sobre el brazo del sillón, el cabello revuelto y la boca embadurnada de lápiz de labios:

—Mi abuela recuerda haber visto a lord Tennyson. Era un hombrecito jorobado.

—No —dijo el muchacho—. Era alto, y tenía largos cabellos y barba.

—¿Lo viste alguna vez?

—Yo no había nacido entonces.

—Mi abuelo lo vio. Tenía joroba.

—Alfred Tennyson no.

—Lord Alfred Tennyson era un hombrecito jorobado.

—No puede haber sido el mismo Tennyson.

—El que no era Tennyson es el que usted piensa; yo digo el famoso poeta, el que tenía joroba.

Lou, sobre la cama maravillosa, esperándolo nada más que a él entre todos los hombres, feos o hermosos, viejos o jóvenes, en el ancho pueblo y en el pequeño mundo que estaba condenado a caer, agachó la cabeza y le arrojó un beso con su mano, dejando a esta en el río de luz del cristal de la ventana. Él la vio allí transparente. La luz fue tomando la forma de su palma y de sus dedos.

—Pregúntele a Mr. O’Brien cómo era lord Tennyson —dijo Mrs. Franklin—. Apelamos a usted, Mr. O’Brien, ¿tenía o no tenía joroba?

Nadie más que el muchacho, para quien ella vivía, aguardándolo, notó los pequeños movimientos de Lou. Se llevó la mano luminosa al pecho izquierdo. E hizo un rictus misterioso.

—Depende —dijo Mr. O’Brien.

El muchacho cerró otra vez un ojo, porque la cama se tambaleaba como un barco; una tormenta caliente y revulsiva de humo de cigarrillo desdibujó el ropero y la cómoda. El astuto guiño de su ojo calmó los movimientos del dormitorio marino, pero ansió desesperadamente respirar el aire de la noche. Caminó hasta la puerta con piernas de marinero.

—La Cámara de los Comunes está en el segundo piso, al final del pasillo —dijo Mr. O’Brien.

En la puerta se volvió hacia Lou y le sonrió con todo su amor, declarándolo a la cara de toda la compañía, y obligándola, frente a la mirada envidiosa de Mr. O’Brien, a sonreírle a su vez y a decir:

—¡No tardes, Jack, por favor! No debes tardar.

Todos lo sabían. El amor había crecido en una noche.

—Un minuto, querida —dijo—. En seguida vuelvo.

La puerta se cerró tras él. Se llevó por delante la pared del pasillo. Encendió un fósforo. Le quedaban tres. Escalera abajo, aferrándose a la baranda pegajosa y tembleque, tambaleándose sobre las tablas desparejas, magullándose el tobillo contra un balde, junto a los ruidos íntimos de las vidas que se escondían detrás de las puertas, se deslizó, a los golpes, jurando, y oyó la voz de Lou, poseída de nueva fiebre, incitándolo a apresurarse, pidiéndole que volviera, hablándole con tal pasión y abandono que aun en la oscuridad y en el dolor de su prisa se sentía deslumbrado. Ella hablaba, allá en la escalera podrida, en medio de la casa miserable, y era un torrente de palabras de amor; las incitaciones ardían de su boca: «Pronto, pronto, que están asesinando los instantes que pasan. Amor, adorado, querido, vuelve corriendo, sílbame, abre la puerta, grita mi nombre, tírame al suelo. Mr. O’Brien ha puesto sus manos en mis costados».

Se metió en una caverna. Una corriente de aire. Fue a dar a una habitación donde dos figuras, hechas un montón de sombras, yacían, susurrando, y salió corriendo lleno de pánico. Orinó al final del pasillo y volvió apresuradamente al cuarto de Lou, encontrándose al fin en un silencioso tramo de escalera, en lo alto de la casa; extendió una mano, pero la baranda estaba rota y nada impedía allí una larga caída hasta el suelo a través de un hueco retorcido cuyo eco duplicaría su grito, sacando de sus agujeros en la pared a las familias que dormían o se retorcían, a las figuras susurrantes, a los ciegos que transforman el día en noche. Perdido en el túnel, cerca del techo, tocó con los dedos las paredes húmedas, buscando una puerta; encontró una manija y la agarró con fuerza, pero se quedó con ella en la mano. Lou lo había conducido por un pasillo más largo. Recordaba la cantidad de puertas; había tres a cada lado. Bajó corriendo el tramo de la baranda rota, entró en otro pasillo y arrastró la mano sobre la pared. Contó tres puertas. Abrió la tercera, caminó en la oscuridad, tanteó a la izquierda buscando la llave de la luz. Al encender vio una cama, un aparador y una cómoda, y una palangana en un rincón. No había botellas ni vasos. Ni fotografía de Lou. La colcha de la cama era roja. No pudo recordar el color de la colcha de Lou.

Dejó la luz encendida y abrió la segunda puerta, pero una voz desconocida de mujer gritó, medio dormida.

—¿Quién anda ahí? ¿Eres tú, Tom? Tom, enciende la luz.

Buscó una raya de luz debajo de la próxima puerta, y se detuvo tratando de oír voces. La mujer seguía gritando desde la segunda habitación.

—Lou, ¿dónde estás? —gritó a su vez—. ¡Contesta! ¡Contesta!

—¿Lou? ¿Qué Lou? ¡Aquí no hay ninguna Lou! —dijo una voz de hombre a través de la puerta abierta de la primera habitación a oscuras, a la entrada del pasillo.

Bajó corriendo otro tramo de escalera y contó cuatro puertas con su mano rasguñada. Una puerta se abrió y una mujer en camisón asomó la cabeza. Más abajo apareció la de un niño.

—¿Dónde vive Lou? ¿Usted sabe dónde vive Lou?

La mujer y el niño lo miraron fijamente sin responder.

—¡Lou! ¡Lou! ¡Se llama Lou! —se oyó gritar—. ¡Vive aquí, en esta casa! ¿Usted no sabe dónde?

La mujer agarró al chico por el pelo y lo metió adentro. El muchacho se agarró a la puerta. La mujer sacó un brazo y le golpeó la mano con el manojo de llaves. La puerta se cerró de golpe.

Al otro lado del pasillo apareció una mujer joven con un pequeño envuelto en un chal, y le tiró de la manga al pasar junto a ella.

—¿Lou cuánto? ¡Me ha despertado al niño!

—No conozco su otro nombre. Está con mistress Franklin y Mr. O’Brien.

—Me despertó al niño.

—Entra y búscala en la cama —dijo una voz desde la oscuridad, detrás de la mujer.

—Me ha despertado al niño.

El muchacho corrió por el pasillo, llevándose una mano, húmeda, a la boca. Cayó contra la baranda del último tramo de la escalera. Una vez más oyó en su cabeza la voz de Lou susurrándole que volviera, cuando la planta baja se alzó, como un ascensor lleno de muertos, hacia la baranda. «¡Pronto, pronto! ¡No puedo, no esperaré; me están asesinando la noche nupcial!»

Mareado, trepó por la escalera podrida, peligrosa, hasta el pasillo donde había dejado una luz encendida en una habitación del fondo. La luz estaba apagada. Golpeó en todas las puertas, murmurando su nombre. Golpeó más fuerte, y gritó, y una mujer con camisón y sombrero lo echó del pasillo con un bastón.

Durante largo tiempo aguardó en la escalera, aunque ya no había amor que esperar, ni otra cama que no fuera la suya, a muchas millas de distancia, y sólo el día, ya próximo, para recordar su descubrimiento. Alrededor de él, los habitantes de la casa, después de haber sido molestados, volvían a dormir. Entonces salió del edificio al vasto espacio, bajo las grúas inclinadas y la escalera. La luz de la única lámpara mortecina, en su círculo herrumbroso, caía sobre las pilas de ladrillos, de madera rota, de polvo; sobre todo lo que en un tiempo habían sido casas donde la modesta y casi desconocida, pero inolvidable gente del pueblo, había vivido y amado, y muerto, y perdido siempre.