Mr. Farr bajaba delicadamente y a disgusto la escalera estrecha y oscura, como un hombre que caminara pisando ratones. Sabía, sin mirar y sin resbalar, que muchachos malvados habían sembrado los rincones más oscuros con cáscaras de banana, y que, cuando llegara al baño, el lavabo estaría tapado y la cadena cortada, todo a propósito. Recordaba las palabras: «Mr. Farr, bastardo», garabateadas, y aquel día en que el lavabo apareció lleno de sangre, sin que nadie supiera dar razón. Una muchacha subió corriendo la escalera y le hizo caer los papeles de la mano, y la colilla deshecha del cigarro le quemó el labio inferior al tratar, en vano, de abrir la puerta del baño. Desde dentro oí sus protestas y sus tirones, el aullido agudo de su voz, el patear de sus pequeños zapatos de charol, sus palabrotas favoritas (juraba violenta, íntimamente, como un carbonero acostumbrado a pensar en la oscuridad), y le dejé entrar.
—¿Siempre cierra la puerta así? —me preguntó, deslizándose junto a la pared embaldosada.
—Se atrancó —le expliqué.
Se estremeció, y comenzó a desabotonarse.
Era el jefe de reporteros, gran taquígrafo, fumador empedernido, bebedor amargo, un hombre lleno de humor, de cara y panza redondas, con dos enormes agujeros en la nariz. En otro tiempo —pensé, mientras lo miraba en el baño de las oficinas del Tawe News— pudo haber sido un hombre atildado, con un ligero contoneo que apoyaría en su delgado bastón, cadena de reloj a través del chaleco, un diente de oro y quizá hasta una flor de su propio jardín en el ojal. Pero luego, cada intento por hacer un ademán preciso se quebraba, amorfo, antes de comenzar; cuando juntaba las puntas de su pulgar y de su índice sólo se notaban las quebradas uñas enlutadas y las manchas de tabaco. Me dio un cigarrillo y sacudió el bolsillo para «oír» si tenía fósforos.
—Aquí tiene fuego, Mr. Farr —le dije.
Convenía andar bien con él, que cubría todas las noticias importantes: el crimen ocasional, como cuando Thomas O’Connor mató a su mujer con una botella —pero eso fue antes de mi época—; las huelgas, los mejores incendios.
Esgrimí mi cigarrillo como él, una señal de malos hábitos.
—Mire esa palabra en la pared —dijo—. Bueno; eso es feo. Las cosas deben tener un límite.
Guiñándome y rascándose la calva como si la idea le viniera de allí, agregó:
—Eso lo escribió Mr. Solomon.
Mr. Solomon era un wesleyano, editor de noticias.
—El viejo Solomon —dijo Mr. Farr— sería capaz de cortar en dos a todos los niños, para divertirse.
Sonreí y dije:
—¡Seguro que sí! —pero deseando haber podido contestar de modo tal que mostrara hacia Mr. Solomon un desprecio que en realidad no sentía. Aquel era para mí un gran momento, tanto más placentero cuanto que apenas hacía tres semanas que trabajaba allí; apoyado contra las resquebrajadas mayólicas de la pared, fumando, sonriente, podía compartir un poco de maldad con un hombre viejo e importante. Yo debía haber estado escribiendo el comentario sobre «La crucifixión», puesta en escena la noche anterior, o vagabundeando, con mi sombrero nuevo un poco ladeado, por la ciudad atestada de gente (era sábado y Navidad), a la espera de algún accidente.
—Una de estas noches tiene que venir conmigo —me dijo lentamente Mr. Farr—. Iremos al Fishguard, en el puerto; allí hay marineros tejiendo en el bar. ¿Por qué no esta noche? Y en el Lord Jersey hay mujeres a un chelín. No fumes más que de los míos.
Se lavó las manos como hacen los niños, restregándose la roña con la toalla; se miró fijamente en el espejo, por encima del lavabo, y se atusó las guías del bigote; pero vi que inmediatamente estas volvían a caer.
—A trabajar —dijo.
Salí al pasillo, dejándolo con la cara aplastada contra el espejo, explorando sus peludas narices con un dedo.
Eran casi las once, hora para un chocolate o un té ruso en el Café Royal, sobre el estanco de High Street, donde empleados jóvenes, vendedoras, muchachos que trabajan en las oficinas de sus padres o ayudantes de corredores de bolsa o procuradores se encontraban todas las mañanas para chismear y contar cuentos. Me abrí camino entre la gente; hombres de Valley que discutían de fútbol, campesinos de compras, contempladores de vidrieras; hombres silenciosos y harapientos parados en las esquinas de las calles atestadas; empujones de madres y andadores; viejas con broches en los vestidos negros, llevando de la mano niñas elegantes y frágiles con impermeables relucientes y medias salpicadas; lascars pequeños y atildados, asombrados del tiempo; hombres de negocios con las polainas mojadas. Atravesé un bosque de paraguas, pensando en los párrafos que no escribiría nunca. A todos los pondré algún día en una historia.
Mrs. Constable, colorada y cargada de paquetes, me reconoció cuando salía de Woolworth impetuosa como un toro.
—¡Hace siglos que no veo a tu madre! ¡Oh, estos atracones de Navidad! Saludos a Florrie. Voy a tomar una taza de té en el Modern. Bueno… —agregó— ¡he perdido una cacerola!
Vi a Percy Lewis, que en la escuela me ponía goma de mascar en el cabello.
Un hombre alto miraba fijamente hacia la entrada de una sombrerería, firme ante la muchedumbre, rígido, inmóvil. Toda la emocionante incongruencia de la fecha vivía y crecía en torno cuando llegué a la entrada del café y subí la escalera.
—¿Qué va a tomar, Mr. Swaffer?
—Lo de siempre, por favor; chocolate y un bizcocho.
La mayoría de los muchachos estaba allí. Algunos con bosquejos de bigote, otros con patillas largas y el cabello encrespado; algunos fumaban curvas pipas y hablaban apretándolas entre los dientes; había pantalones rayados y cuellos duros, y un hongo audaz.
—Siéntate por aquí —dijo Leslie Bird. Trabajaba en la sección zapatería de Dan Lewis.
—¿Has ido al cine esta semana, Thomas?
—Sí. Al Regal. Mentiras piadosas. Buena, ¿eh? ¡Connie Bennett es grande! ¿La recuerdas en el baño de espuma, Leslie?
—Demasiada espuma para mí, viejo.
Las abiertas vocales ciudadanas se cerraban aquí y se exageraban los altos y bajos del acento local.
En la ventana más alta de las International Stores, en la vereda de enfrente, había un grupo de muchachas uniformadas con tazas en la mano. Una de ellas agitó un pañuelo. Me pregunté si se dirigía a mí.
—Ahí está otra vez la morocha —dije—. Te está mirando.
—En ropa de trabajo quedan muy bien —dijo Leslie—. Pero cuando las encuentras emperifolladas son espantosas. Una vez conocí a una enfermera. Era un encanto con su uniforme; parecía refinada. No; de veras, en serio. Una noche la encontré paseando. Muy endomingada. Y vi la diferencia. Parecía disfrazada. (Mientras hablaba, miraba de reojo hacia la ventana).
La muchacha saludó otra vez y se volvió, riendo.
—Ordinaria —comentó Leslie.
—«Y la pequeña reía y reía» —dije.
Sacó una cigarrera.
—Un regalo —explicó—. Sírvete un turco de los mejores.
Sus fósforos llevaban la marca Allsopps.
—Los conseguí en el Carlton —dijo—. Hay en el bar una chica muy bonita que se las sabe todas. Nunca has estado allí, ¿verdad? ¿Por qué no vas esta noche? Encontrarás a Gil Morris también. Por lo común, vamos dos sábados por mes. Hay baile en el Melba.
—Lo siento —dije—. Tengo que salir con nuestro jefe de reporteros. Otra vez, Leslie. ¡Hasta luego!
Pagué mis tres peniques.
—Buen día, Cassie.
—Buen día, Hannen.
La lluvia había cesado y High Street relumbraba. Caminando por los rieles del tranvía, un hombre pulcro alzaba bien alto un cartel donde manifestaba prominentemente su temor al Señor. Lo conocía por Mr. Matthews —se decía que años atrás lo habían salvado en el puerto británico, y ahora todas las noches caminaba por las calles, con sus zapatos de goma, llevando un libro de oraciones y una linterna—. Allá iba Mr. Evans, el productor, entrando por la puerta lateral del Clarín. Pasaron tres mecanógrafas muy presurosas en busca de su almuerzo (huevos pasados por agua y un batido), dejando una estela de perfume a lavándula. ¿Tomaría el camino largo por la Arcada, para detenerme a mirar al viejo a quien siempre se podía ver junto a la casa de música, y que se quitaba la gorra y prendía fuego a sus cabellos por un penique? Era sólo una treta para divertir a los muchachos. Tomé el camino más corto, por Chapel Street, bordeando un conventillo al que llamaban el Strand, frente al tentador bodegón italiano donde los muchachos que tenían padres observadores gastaban un par de peniques, de madrugada, para disfrazar el aliento antes que pasara el último tranvía. Después subí la angosta escalera de la oficina y entré en la sala de reporteros.
Mr. Solomon gritaba por el teléfono; logré oír las últimas palabras:
—Usted es un soñador, Williams —y colgó—. Ese muchacho es un soñador —repitió, sin dirigirse a nadie. Jamás usaba malas palabras.
Terminé mi nota sobre «La crucifixión» y se la entregué a Mr. Farr.
—Demasiada verbosidad inútil.
Media hora después apareció Ted Williams, vestido con traje de golf; sonriente, apoyó su pulgar en la nariz, a espaldas de Mr. Solomon, y se sentó silenciosamente en un rincón, con una lima para uñas en la mano.
—¿Por qué te sermoneaba? —susurré.
—Salí a investigar un suicidio, un conductor de tranvías llamado Hopkins, y la viuda me hizo tomar una taza de té. —Era un muchacho de modales atrayentes, más parecido a una chica que a un hombre. Soñaba con Fleet Street y se pasaba la quincena de vacaciones paseándose frente a las oficinas del Daily Express y buscando celebridades.
El sábado era mi tarde libre. Ya era la una, hora de salir; pero me quedé. Mr. Farr no decía nada. Fingí estar muy ocupado, garabateando palabras y caricaturizando —sin lograr ningún parecido— el perfil de tucán de Mr. Solomon y del cadete chato que silbaba desafinadamente detrás de la ventana. Escribí mi nombre y agregué: Sala de Reporteros, Tawe News, Tawe, Gales del Sur, Inglaterra, Europa, la Tierra. Y una lista de libros que no había escrito: «Tierra de mis padres; estudio del carácter galés en todos sus aspectos»; «Dieciocho años; autobiografía provinciana»; y «Las damas despiadadas». Sin duda Mr. Farr, que transcribía obstinadamente sus notas, no se había olvidado. Oí que Mr. Solomon murmuraba, apoyándose en su hombro:
—Al cuerno el alcalde Daniels.
Una y media. Ted soñaba. Tardé una enormidad de tiempo poniéndome el abrigo, até mi bufanda —recuerdo de la escuela elemental—, primero de una forma, luego de otra.
—Hay gente demasiado haragana para emplear su mediodía libre —dijo de pronto Mr. Farr—. A las seis en punto en Las Lámparas, salón trasero. (No se volvió ni dejó de escribir).
—¿Vas a dar un paseo? —me preguntó mi madre.
—Sí; por el Prado. No me esperes con el té.
Me dirigí al Plaza.
—Periodista —le dije a la muchacha de sombrero y falda tiroleses.
—Esta semana han venido dos reporteros.
—Misión especial.
Me condujo a una butaca. Durante la película educativa, con tercas semillas que empujaban y brotaban frente a mis ojos y plantas que parecían brazos y piernas, pensé en las mujeres baratas y los marineros maricones de los tugurios. Podía suscitarse una pelea a navaja; una vez Ted había encontrado un confidente a la salida de una Misión para Marineros. Tenía bigotito. Las plantas sinuosas bailaban en la pantalla. Si Tawe fuera una ciudad marítima más grande, tendría salitas con cortinas y subterráneas con películas pornográficas. La vida fácil llegaba a su fin. Después entré en una Universidad norteamericana y bailé con la hija del rector. Al héroe, llamado Lincoln, alto, moreno y dentudo, lo desplacé rápidamente; la muchacha pronunció mi nombre mientras abrazaba su sombra, y el coro de la universidad, con gorras de marinero y trajes de baño, me llamó «viejo» y «campeón»; Jack Oakie y yo corrimos por el field, y sobre los hombros de la muchedumbre la hija del rector y yo bajamos el telón tornasolado con un beso que me hizo salir del cine mareado y con los ojos brillantes; me metí en la luz de los focos y la lluvia nueva.
Una hora entera, y empapada, que gastar en medio de la gente. Observé la cola frente al Empire y estudié los carteles de Nuit de Paris, y pensé en las largas piernas y los rostros sorprendentes de las coristas que a comienzos de esta semana había visto caminando del brazo, bajo el sol invernal: las bocas (recordé, subrayando y atesorando el detalle para «Las damas despiadadas»; que nunca sería comenzada), como rojas cicatrices; el cabello, color de ala de cuervo y plata. Su perfume y su pintura me recordaron al Oriente, cálido y color de chocolate; sus ojos eran como charcos. Lola de Kenway, Babs Courcey, Ramona Day estarían conmigo toda mi vida. Hasta que yo muriera (de alguna enfermedad devastadora e indolora) y dijera mis últimas y estudiadas palabras, siempre caminarían conmigo, devolviéndome a mi muerta juventud, en aquellas perdidas noches de High Street en que ardían los escaparates de las tiendas y se oían canciones de los bares, y las sirenas de Hafod se sentaban en los humeantes bodegones con las carteras en las rodillas y los aros tintineando. Me detuve a mirar la vitrina de Dirty Black, el Hombre de los Chascos; pero era inocente: sólo había rapé y picapica, bombitas de mal olor, lapiceros de goma y máscaras de Carlitos. Todas las novedades estaban adentro; pero no me atreví a entrar por miedo a que me atendiera una mujer, Mrs. Dirty Black, bigotuda y de ojos perspicaces, o una muchacha flaca, con cara de perro, que vi una vez allí, y que me guiñó y olía a algas. En el mercado compré pastillas para el aliento. Uno nunca sabe…
El salón trasero de Las Tres Lámparas estaba lleno de hombres maduros. Mr. Farr no había llegado. Me apoyé en el bar, entre un concejal y un procurador que bebían bitter; hubiera deseado que me viera mi padre, y por otro lado me alegraba de que estuviera en Aberavon, visitando a Tío A. No podía dejar de advertir él que yo no era ya un niño, ni de enojarse ante el ángulo de mi cigarrillo y mi sombrero y la amenaza del medio litro que empuñaba. Me gustaba el sabor de la cerveza, su espuma blanca, viviente, los bronces brillantes de sus profundidades, el mundo que se descubría de pronto a través de las paredes de vidrio oscuro, el apurado inclinar hacia los labios, el lento tragar hasta la panza rebosante, la sal en la lengua, la espuma en los labios.
—Otra, señorita —era una mujer madura—. ¿Una para usted?
—No mientras trabajo; con todos igual.
—Está bien.
¿Era esa una invitación para beber con ella después, para esperarla en la puerta trasera hasta que se deslizara y para caminar luego por la noche, a lo largo de la costanera, por la playa, hasta una blanda duna donde las parejas yacían haciéndose el amor bajo los abrigos y mirando el faro de Mumbles? Era gorda y fea; tenía el cabello castaño y jaspeado de gris, encerrado en una redecilla. Me dio el cambio como una madre que entrega unos peniques al hijo para que vaya al cine; pensé que no saldría con ella ni por pasteles.
Mr. Farr avanzó rápidamente por High Street, rechazando salvajemente cordones para zapatos y fósforos, apartando la mirada de la gente andrajosa. Sabía que los pobres, los enfermos, los feos, los que nadie quiere, lo rodeaban tan de cerca, que una mirada de saludo, un gesto de simpatía, lo perdería entre ellos, y la noche se arruinaría para siempre.
—¿Así que bebedor de cerveza? —dijo, a mi lado.
—Buenas noches, Mr. Farr. Sólo de vez en cuando, para variar. ¿Qué toma usted? Mala noche —dije.
A salvo en una casa próspera, fuera de la lluvia y de las calles desconcertantes, donde no podían tocarlo ni la pobreza ni el pasado, se quitó lentamente los anteojos en aquella compañía de hombres de negocios y profesionales, y los alzó a la luz.
—Va a ser peor —comentó—. Espere a que estemos en el Fishguard. ¡A su salud! Allá podrá ver marineros tejiendo en el bar. Y las viejas pescadoras del Jersey. Para respirar aire fresco hay que ir al baño.
Mr. Evans, el productor, entró rápidamente por una puerta lateral oculta por cortinas, pidió su copa con un susurro, la escondió bajo su abrigo y la bebió en secreto.
—Lo mismo —dijo Mr. Farr—, y la mitad para Su Alteza.
El bar era de excesiva categoría para tener aspecto de Navidad. Un letrero decía: «No se admiten damas».
Abandonamos a Mr. Evans tragando alcohol dentro de su tienda.
Los niños gritaban en Coat Street, y uno me tiró de la manga, gritando:
—¡Un penique!
Mujeres corpulentas con gorras de hombre cerraban los zaguanes; una muchacha pintarrajeada nos guiñó en la esquina del artefacto de hierro verde, frente al Carlton Hotel. Nos metimos en la música; el bar estaba adornado con cintas y globos; un tenor tuberculoso se aferraba al piano; detrás del mostrador, la bonita moza de Leslie Bird gorjeaba frente a un grupo de muchachos que se echaban sobre ella y le pedían que les mostrara las ligas y la invitaban a tomar vasos de ginebra con limón, y a solitarios paseos de medianoche o húmedas aventuras en el cine. Mr. Farr hizo una mueca de desdén, mientras yo observaba envidiosamente la escena, notando cómo le gustaba todo aquello a la muchacha, cómo palmoteaba alegremente, cómo se retorcía, orgullosa de su belleza y de su alegría, cuando retrocedía para manipular la bomba de cerveza.
—Gente del valle. Esta noche habrá vómitos —dijo Mr. Farr complacido.
Otros jóvenes, de cabello aplastado, pálidos, sólidos, con pómulos salientes y ojos profundos, corbatas chillonas, chalecos cruzados y pantalones anchos, las anchas manos arruinadas y cubiertas de cicatrices, todos evidentemente medio borrachos, se habían reunido a cantar junto al piano, y el tenor del pecho aplastado dirigía el coro con voz clara. ¡Oh, poder unirse a aquel juego sugestivo, o al tambaleante coro, gritar Pan del Cielo con los hombros echados atrás y los brazos enlazados en los de Moscú Chico, o que me dijeran «atrevido» y «rico tipo» mientras bromeaba junto al mostrador, haciendo esa especie de amor sucio e inocente que terminaría en nada entre la cerveza derramada y las pilas de vasos!
—Alejémonos de estos malditos ruiseñores —dijo Mr. Farr.
—Demasiado bochinche —comenté.
—Vamos a alguna parte.
Nos deslizamos por los callejones del Strand, junto a las paredes del depósito de cadáveres; atravesamos un camino iluminado por gas, donde niños invisibles lloraban a la vez, y llegamos a la puerta del Fishguard en momentos en que un hombre, envuelto en una bufanda, como míster Evans, salía furtivamente con una botella —o quizás una cachiporra— en la mano enguantada. El bar estaba vacío. Detrás del mostrador se hallaba sentado un viejo de manos temblorosas que miraba fijamente su tosco reloj.
—Feliz Navidad, padre.
—Buenas noches, Mr. F.
—Una gota de ron, padre.
Una botella roja se sacudió encima de dos vasos.
—Veneno muy especial, hijo.
—Esto le hará saltar los ojos —me dijo míster Farr.
Mi cabeza de hierro se irguió alta y firme; no había ron de marineros que pudiera pudrir la roca de mi panza. Pobre Leslie Bird, sorbedor de oporto; pobre pequeño Gil Morris, que los sábados por la noche marcaba su disipación bajo los ojos con un lápiz de plomo. Cómo me hubiera gustado que me vieran allí, en el salón oscuro y ahogado, con fotografías de boxeadores despegándose de las paredes.
—Más veneno, padre —dije.
—¿Dónde están los amigos esta noche? ¿En el Riviera?
—Están en el salón, Mr. F. Hay una reunión por la hija de Mrs. Prothero.
En el salón trasero, bajo una familia real roída por la humedad, había varias mujeres vestidas de negro, sentadas en fila sobre un banco duro, riendo y llorando a la vez, los pequeños vasos alineados junto a las botellas de cerveza. En un banco opuesto, dos hombres bebían como conocedores, observando la emoción de las mujeres. Y en la única silla, en el centro de la habitación, la vieja, con la cofia atada bajo la papada, un boa de plumas y zapatillas de gimnasia, reía y lloraba más fuerte que el resto. Nos sentamos en el banco de los hombres. Uno de los dos se tocó la gorra con una mano dolorida.
—¿Por qué la reunión, Jack? —preguntó míster Farr—. Le presento a mi colega, Mr. Thomas; este es Jack Stiff, el sereno del depósito.
Jack Stiff habló por un lado de la boca:
—Es por Mrs. Prothero. La llamamos la Vieja Garbo porque no se parece a ella, ¿comprende? Hace cerca de una hora recibió un mensaje del hospital. Mrs. Harris Winifred lo trajo; su segunda hija ha muerto al tener descendencia.
—La nenita también —dijo el hombre que estaba a su lado.
—De modo que todas las viejas vinieron a ofrecer su pésame, e hicieron una buena colecta, y ahora está comenzando a bebérsela y convidando a todo el mundo. Ya nos hemos tomado un par de medios litros a costa de ella.
—¡Qué vergüenza!
En el caluroso salón el ron ardía, y pateaba; pero tenía la cabeza firme como una colina, y podía escribir doce libros antes del amanecer y echar a rodar a la moza del Carlton por toda la playa, como un barril.
—¡Bebida para la tropa!
Ante el nuevo auditorio, las mujeres lloraron más fuerte, palmeando las rodillas y las manos de Mrs. Prothero, arreglándose la cofia, alabando a su hija muerta.
—¿Qué va a tomar, Mrs. Prothero querida?
—No; tome conmigo, querida. Lo mejor de la casa.
—Bueno; una cerveza no me vendría mal.
—Con un poquito de algo dentro, querida.
—Bueno; que así sea, por Margie.
—Piense si ella estuviera aquí, querida, cantando Entre las ruinas o Botones y moños… Tenía voz de señora.
—Oh, por favor; no, Mrs. Harris…
—Vamos; bueno… Estamos tratando de darle ánimo. La pena mató al gato, Mrs. Prothero. Vamos a cantar juntas, querida.
La pálida luna subía sobre la montaña gris,
el sol declinaba bajo el mar azul,
cuando me acerqué con mi amor hasta la clara fuente de cristal
cantó Mrs. Prothero.
—Era la canción favorita de su hija —dijo el amigo de Jack Stiff.
Mr. Farr me golpeó en el hombro; su mano cayó lentamente desde una gran altura, y su delgada voz de pájaro me habló desde un círculo de zumbidos que revoloteaba cerca del techo.
—Una gota de aire libre, para usted y para mí.
Paraguas y cofias, zapatillas, botellas y el rey del moho, el enterrador cantor, la Rosa de Tralee; todos se entremezclaban en la sala. Dos hombrecitos, Mr. Farr y su hermano mellizo, me condujeron hasta la puerta a través de una pista de hielo, y el aire me derribó de una bofetada. La noche se produjo de golpe. Una pared se derrumbó volteándome los pies; el hermano de Mr. Farr desapareció bajo el empedrado. Ahí viene otra pared, como un búfalo; «esquívala, hijo. Sírvase una gota de ajenjo, sírvase una gota de brandy, Fernet Branca, Polly, ¡oh, el tesoro de su mamita! Sírvase un pelo de perro».
—¿Se siente mejor ahora?
Me senté en una silla de felpa que antes no había visto, sorbiendo un cóctel y gozando de una discusión entre Ted Williams y Mr. Farr. Mr. Farr decía severamente:
—Usted vino a ver los marineros.
—No; nada de eso —dijo Ted—. Vine por el color local.
Los carteles en las paredes decían: El Lord Jersey. Propi. Titch Thomas. Se prohíben apuestas. ¡Se prohíbe jurar «maldito sea»! El señor puede servirse; usted no. No se admiten damas, excepto damas.
—Es un boliche raro —dije—. ¿Vio los carteles?
—¿Está bien ahora?
—Fresquito.
—Ahí tiene una linda chica. Observe cómo lo mira.
—¡Pero no tiene nariz!
En un santiamén, mi bebida se había transformado en cerveza. Golpeó un martillo.
—¡Orden, orden!
Al ruido el presidente del tribunal, sin cuello y con un cigarro, citó a Mr. Jenkyns para que cantara El Lirio de Laguna.
—A petición —dijo Mr. Jenkyns.
—¡Orden, orden! Katie Sebastopol Street. ¿Qué es, Katie?
Katie cantó el himno nacional.
Mr. Fred Jones, como de costumbre, contribuirá con su canción pornográfica habitual.
Una quebrada voz de barítono echó a perder el coro; la reconocí como mía, y la ahogué.
Una muchacha del Ejército de Salvación esquivó los brazos de dos bomberos y les vendió un Grito de Guerra.
Un joven con un deslumbrante pañuelo envuelto en la cabeza, zapatos de verano blancos y negros, con agujeros en el dedo gordo, y sin medias, bailó hasta que la barra gritó:
—¡Mabel!
Ted palmoteo a mi lado.
—¡Eso es estilo! «El Nijinsky del Nuevo Mundo». ¡Ahí hay una nota! ¿Podré conseguir una entrevista?
—¿Medio bizcocho? —dijo Mr. Farr.
—No me enoje.
Una ráfaga que venía del puerto destrozó la calle; oí la chirriante draga en la bahía y la sirena de un barco que entraba; los faroles de gas se inclinaron, doblándose, y luego otra vez el humo se cerró sobre las paredes manchadas donde los reyes Jorge y María chorreaban agua por encima del banco de las mujeres, y Jack Stiff susurró, poniendo la mano delante de él, como una garra:
—La Vieja Garbo se ha ido.
Las mujeres tristes y alegres se amontonaron.
—La chica de Mrs. Harris entendió mal el mensaje. La hija de la Vieja Garbo está muy bien; fue la nena la que nació muerta. Ahora las viejas quieren que les devuelva el dinero, pero no pueden encontrar a la Garbo en ninguna parte. (Se golpeó la mano). Yo sé adónde ha ido.
Su amigo dijo:
—A un boliche que hay en el puente.
En voz baja las mujeres vilipendiaban a mistress Prothero: mentirosa, adúltera, madre de bastardos, ladrona.
—Se pescó «la que te dije».
—Nunca se la curó.
—Se hizo tatuar a Charlie.
—Me debe tres libras y ocho chelines.
—A mí dos y diez.
—Dinero para mis dientes.
—Una libra diez que me sacó de la pensión a la vejez.
¿Quién seguía llenando mi vaso? La cerveza me chorreaba por las mejillas y el cuello. Tenía la boca llena de saliva. El banco giraba. La estructura del Fishguard se inclinaba. Mr. Farr retrocedió lentamente; de pronto el telescopio se invirtió, y su rostro, con sus fosas nasales anchas y peludas, respiró encima del mío.
—Mr. Thomas va a descomponerse.
—Cuidado con el paraguas, Mrs. Arthur.
—Sosténgale la cabeza.
El último tranvía pasó estrepitosamente por la calle. Yo no tenía un penique para el billete.
—¡Bájese de ahí! ¡Cuidado!
La girante colina que llevaba a la casa de mi padre alcanzaba hasta el cielo. No había nadie levantado. Me arrastré hasta la cama salvaje, y el empapelado de las paredes convergió hacia mí, chupándome.
El domingo fue un día tranquilo, aunque las campanas de Santa María, a una milla, seguían repicando, mucho después de hora, en los agujeros de mi cabeza. Me quedé en la cama hasta mediodía, sabedor de que nunca más volvería a beber; recordando las formas tambaleantes y las voces lejanas del pueblo a las diez de la mañana. Leí los diarios. Esa mañana todas las noticias eran malas, pero un artículo titulado Nuestro Señor amaba las flores me causó lágrimas de sorpresa y contrición. Luego me eximí del dominical cuarto de cordero con tres verduras.
En el parque, por la tarde, me senté solo cerca del quiosco desierto. Atrapé una bola de papel que el viento soplaba por el sendero de grava en dirección a las piedras y, aplastándolo y alisándolo, sobre mi rodilla, escribí en él las tres primeras líneas de un poema sin esperanza. Un perro olfateó mi escondite, detrás de un árbol desnudo, y frotó su hocico contra mi mano.
—Mi único amigo —dije. Se quedó conmigo hasta la caída de la noche, olfateando y hurgando.
El lunes por la mañana, lleno de vergüenza y de odio, temeroso de volver a mirarlos, rompí artículo y poema, arrojando los pedazos al techo del guardarropa, y en el tranvía, camino a la oficina, le dije a Leslie Bird:
—¡Debías haber estado con nosotros el sábado! ¡Cristo!
El martes por la noche, temprano —era Nochebuena—, entré, con media corona prestada, en el salón trasero del Fishguard. Jack Stiff estaba solo. El banco de las mujeres estaba cubierto con hojas de diario. De la lámpara colgaba un manojo de globos.
—¡A su salud!
—¡Feliz Navidad!
—¿Dónde está Mrs. Prothero?
El hombre tenía la mano vendada.
—Oh, ¿no se enteró? Se gastó todo el dinero de la colecta. Se lo llevó al puente, al Deleite del Corazón. No dejó que la viera ninguna de las otras viejas. Tenía más de una libra. Había gastado una buena parte antes de enterarse de que su hija no había muerto. Y no podía mirarlas de frente. (Esta la pago yo). De modo que el lunes por la mañana concluyó con lo que quedaba. Después, un par de boteros la vieron cruzar el puente, y pararse en la mitad. Pero no llegaron a tiempo.
—¡Feliz Navidad!
—En el bote tienen sus zapatillas.
Esa noche no fue ninguna de las amigas de la Vieja Garbo.
Mucho tiempo después, cuando mostré la historia a Mr. Farr, este dijo:
—Entendió todo al revés. Ha mezclado a toda la gente. El muchacho del pañuelo bailaba en el Jersey. Fred Jones era el que cantaba en el Fishguard. No importa. Venga a tomarse una copa esta noche en el Nelson. Hay allí una chica que le mostrará dónde la mordió el marinero. Y un policía que conoció a Jack Johnson.
—Algún día los pondré a todos en una historia —dije.