¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros?

Cantaban los pájaros en los árboles de la rotonda; niños en bicicleta hacían sonar sus timbres y se lanzaban pedaleando barranca abajo, y los chirridos de sus ruedas sobresaltaban a las mujeres que parloteaban en los zaguanes asoleados; en la calle, las niñas empujaban los andadores de sus hermanitos y hermanitas menores, vestidos con sus mejores ropas de verano, con cintas de colores; en la hamaca circular del parque, chicos de la escuela primaria giraban, felices y mareados, gritando: «¡Empújennos!» «¡Oh, me caigo!»

La mañana era movida y brillante, una mañana internacional o de jubileo, cuando Raymond Price y yo, con pantalones de franela y sin sombrero, con bastones y mochilas, emprendimos la marcha hacia la Cabeza del Gusano. Marchando a grandes pasos acompasados a través de la plaza del barrio residencial, nos cruzamos con jóvenes de blancos pantalones con la raya afilada como cuchillo y camisetas de colores, y chicas con piernas de jugadores de hockey con toallas alrededor del cuello y gafas negras de celuloide; golpeamos un buzón con nuestros bastones y nos abrimos camino a empujones a través de un montón de viajeros diurnos que aguardaban en la parada del ómnibus de Gower, pasando por encima de las cestas de comida sin preocuparnos de si las pisábamos o no.

—¿Es que estos lagartos no saben caminar? —preguntó Ray.

—Nacieron demasiado cansados —contesté.

Proseguimos nuestro camino, Sketty Road arriba, a gran velocidad, con las mochilas rebotando sobre nuestras espaldas. Llamamos en cada puerta, para dar a la gente que se guarecía en aquellas casas opresivas nuestra bendición de caminantes. Como una ráfaga de aire fresco, pasamos junto a un hombre de oficinesco traje rayado, que silbaba en una esquina con una correa de perro en la mano. Alejándonos de los ruidos y olores de la ciudad a cada movimiento de nuestros hombros y a cada largo paso de nuestras piernas, estábamos ya en mitad del ascenso cuando oímos que unas excursionistas nos gritaban: «¡Mutt y Jeff!», porque Ray era alto y delgado, y yo bajo. Sobre la casa rodante volaban gallardetes. Ray, chupando furiosamente su corta pipa, caminaba demasiado rápido para saludar con la mano; ni siquiera sonrió. Me pregunté qué perdería entre las mujeres que agitaban los brazos y jugaban al otro lado de la loma. Mi próximo amor podía ser la que tenía una gorra de papel en la cabeza, sentada detrás del carromato, junto al barril; pero una vez alejado de los caminos familiares, girando ya hacia la costa, olvidé su rostro y su voz, que habían sido hechos de noche, y respiré hondamente el aire del campo.

—El aire es distinto aquí. Aquí se respira como si el campo y el mar se mezclaran —dijo Ray—. Aspira hondo; te limpiará de nicotina. (Se escupió en la mano). Todavía gris —dijo. Se llevó otra vez la mano a la boca, y seguimos caminando con la cabeza erguida.

A esto ya nos hallábamos a tres millas del pueblo. Las casas separadas, cada una con un garaje techado de cinc al fondo, una casilla para el perro y el césped bien cortado, tenían a veces un coco colgado de un palo, o un baño para pájaros, o un arbusto podado en forma de pavo real y comenzaban a ralear cuando llegamos fuera del ejido comunal.

Ray se detuvo, suspiró y dijo:

—Espera medio segundo; quiero llenar mi vieja pipa.

Y le acercó un fósforo con tantas precauciones como si estuviera en medio de una tormenta.

Con los rostros hirvientes y las cejas empapadas, nos sonreímos. Ya el día nos había acercado como dos chicos escapados de la escuela. Huíamos corriendo, caminábamos llenos de orgullo y malicia, escapando arrogantes de las calles que nos poseían hacia el campo imprevisible. Pensé que era contrariar nuestro destino caminar en el sol sin escaparates deslumbrantes y sin la música de las cortadoras de césped alzándose por encima de los pájaros. Un excremento de ave cayó sobre un cerco. Una a nuestro favor contra el pueblo. Una oveja invisible baló, como burlándose del barrio residencial. Burlándose de qué, no hubiera podido decirlo.

—Un par de aventureros en el salvaje Gales —dijo Ray, guiñando, y un camión cargado de cemento pasó a nuestro lado en dirección a los links de golf. Palmeó mi mochila y enderezó los hombros—. Vamos; adelante —y aceleramos el paso cuesta arriba.

Un grupo de ciclistas se había detenido al costado del camino y bebía refrescos en vasos de papel. Vi las botellas vacías entre sus manos. Todos los muchachos usaban pantalones cortos, y las chicas camisas abiertas de cricket y pantalones grises de varón, con alfileres de gancho en las botamangas, en lugar de pinzas.

—Hay lugar para uno atrás —me dijo una chica desde un tándem.

—No será un matrimonio elegante —comentó Ray.

—Estuviste bien —le dije cuando comenzamos a alejarnos de ellos y los ciclistas se pusieron a cantar.

—¡Dios, cómo me gusta esto! —exclamó Ray.

En la primera loma del polvoriento camino que se extendía a través de los brezos, hizo pantalla con sus manos sobre los ojos y miró alrededor, humeando como una chimenea y señalando con su bastón irlandés los distantes grupos de árboles y los trozos de mar que se veían entre ellos.

—Allá abajo está Oxwich; pero no se alcanza a verla. Es una granja. ¿Ves el techo? No, allá. Fíjate en mi dedo. Esto es vida —dijo.

Descendimos marchando por el centro del camino, codo con codo, dando latigazos a las plantas de las orillas. Ray vio un conejo que huía a saltos.

—Nadie diría que estamos cerca del pueblo, ¿eh? Esto es salvaje.

Nos señalamos los pájaros cuyos nombres sabíamos, e inventamos nombres para los otros. Vi gaviotas, cuervos, tordos, golondrinas y alondras volando por encima de nosotros mientras tarareando apretábamos el paso.

Ray se detuvo para arrancar unas hojas de hierba.

—Debiera ser paja —dijo, y se las puso en la boca junto a la pipa—. ¡Dios, qué azul es el cielo! Conejos, campos, granjas. Mirándome ahora nadie pensaría que he sufrido. Podría hacer cualquier cosa. Arrear vacas. Arar un campo.

Su padre, su hermana y su hermano habían muerto, y su madre se pasaba el día sentada en una silla de ruedas, inmovilizada por la artritis. Tenía diez años más que yo, el rostro huesudo y surcado de arrugas y la boca apretada y torcida. Su labio superior había desaparecido.

Solos sobre el largo camino, rodeados de millas de tierra que se perdía a ambos lados en una tibia niebla, seguimos caminando bajo el sol de la tarde, comenzando a sentir sed y sueño, pero sin amenguar el paso. Pronto pasaron a nuestro lado los ciclistas, tres muchachos y tres chicas, y la chica solitaria del tándem, riendo y haciendo sonar sus timbres.

—¿Qué tal?

—¡Hasta la vuelta!

—¡Cuando volvamos, todavía van a estar caminando!

—¿Quién quiere una muleta?

Después desaparecieron. El polvo volvió a asentarse. Los timbres sonaban débilmente a través del bosque, al otro lado del camino. La tierra salvaje —seis millas y un poco más desde el pueblo— se extendía sin una sola figura humana; debajo de los árboles, fumando ávidamente para mantener alejados los mosquitos, nos apoyamos contra un tronco y hablamos como hombres al borde de un lugar nunca hollado que no han visto un semejante en muchos años.

—¿Te acuerdas de Curly Parry?

Lo había visto dos días antes en un salón de billar, pero su rostro con hoyuelos se desvanecía al pensar en él, confundiéndose con los colores del camino, la ceniza del polvo y de los brezos, el verde y azul de los prados y del mar fragmentario; y el recuerdo de su voz tonta se perdía entre el canto de los pájaros y el susurro de las hojas que se movían sin razón en el aire sin viento.

—¿Qué estará haciendo ahora? Debería andar más al aire libre; está demasiado metido en el pueblo. Míranos aquí —Ray señaló con su pipa los árboles y el cielo llenos de hojas—. Yo no cambiaría esto por High Street.

Miré; un chico y un joven con rostros que, bajo la reciente quemadura del sol, tenían aún la palidez del pueblo abigarrado; jadeantes y con los pies ardiendo; detenidos, en la tarde temprana, junto a un camino, frente a un bosque. Y pude ver la desacostumbrada felicidad en los ojos de Ray, y la imposible amistad en los míos; y Ray protestaba contra su historia cada vez que le preguntaba algo o señalaba la escena campestre, y yo sentía dentro de mí más amor del que jamás podría necesitar o prodigar.

—Sí; míranos —dije—. Míranos perdiendo el tiempo. La Cabeza del Gusano está a doce millas. ¿No te gustaría oír un tranvía, Ray? Esa es una paloma de monte. ¡Mira! En este momento salen a la calle los vendedores de diarios con el suplemento deportivo especial. ¡Diario, diario! Te apuesto a que Curly está ganando. Vamos, vamos.

Otra vez en el camino, fuera del bosque, un ómnibus de dos pisos rugió detrás de nosotros.

—Ahí viene el ómnibus de Rhossilli —dije.

Los dos alzamos nuestros bastones para detenerlo.

—¿Por qué hiciste parar el ómnibus? —protestó Ray cuando estuvimos sentados arriba—. ¿No íbamos a caminar hasta allá?

—Tú también lo paraste.

Nos sentamos bien adelante, como si fuéramos dos conductores más.

—¿Quieres mirar bien la huella? —protesté.

—Nos lleva dando tumbos —dijo Ray.

Abrimos nuestras mochilas y compartimos los sandwiches, los huevos duros y la pasta de carne, y bebimos del termo.

—Cuando volvamos a casa no digas que tomamos el ómnibus —dije—. Hagamos como si hubiéramos caminado todo el día. ¡Ahí viene Oxwich! No parece lejos, ¿verdad? A esta hora ya tendríamos barba.

El ómnibus pasó a los ciclistas, que trepaban una loma.

—¿Quieren que los remolquemos? —grité; pero no podían oírme. La chica del tándem había quedado bastante detrás de los otros.

Nos sentamos con nuestra merienda en las faldas, dejando que el conductor, en su jaula de abajo, condujera donde y como le pareciera por el zigzagueante camino; vimos capillas grises y ángeles gastados por el tiempo; al pie de las colinas, alejadas del mar, casitas rosadas, bonitas (horribles, pensé, para vivir, porque el pasto y los árboles hacían que me sintiera más prisionero que la jungla de calles abigarradas y los techos erizados de chimeneas), y surtidores de nafta y hacinas de heno, y un hombre inmóvil sobre un carro, en medio de una zanja, rodeado de moscas.

—Así debe verse el campo.

El ómnibus, en un camino estrecho, obligó a dos caminantes cargados de mochilas a saltar buscando refugio junto al seto del costado, contra el que se apretaron alzando los brazos y entrando la barriga.

—Esos podíamos haber sido tú y yo.

Volvimos las cabezas para observar, felices, a los dos hombres contra el seto. Volvían a trepar al camino y seguían viajé, lentos como caracoles cada vez más pequeños.

A la entrada de Rhossilli hicimos sonar la campanilla del conductor para detener el ómnibus, y caminamos, con paso elástico, los pocos cientos de yardas que conducían a la aldea.

—Hemos tardado bastante poco tiempo —dijo Ray.

—Creo que es una hazaña —agregué.

Sobre el acantilado que domina la larguísima playa dorada, riendo, nos señalamos, como si el otro fuera ciego, la Cabeza del Gusano. El mar estaba lejos. Cruzamos sobre las piedras resbaladizas y por fin nos erguimos, triunfantes, sobre la cima ventosa. Crecía allí un pasto espeso, monstruoso, que ponía resortes en nuestros talones; reímos y saltamos sobre él, asustando a las ovejas, que corrieron como cabras por las laderas fragosas. Aun en ese día de calma soplaba viento sobre el Gusano. Al final del cuerpo giboso y serpentino, una cantidad de gaviotas como nunca había visto chillaban sobre sus muertos recientes y sobre los excrementos milenarios. En la punta, el sonido de mi voz fue atrapado y amplificado en un alarido hueco, como si el viento hubiera construido alrededor de mí una concha o una cueva con paredes y techo azules e intangibles, tan alta y ancha como la bóveda del cielo, donde el aleteo de las gaviotas se transformaba en un tronar ensordecedor. De pie allí, las piernas separadas, una mano en la cadera, haciendo pantalla sobre mis ojos como sir Walter Raleigh en algunos cuadros, me imaginé solo en ese instante epiléptico que precede a las pesadillas, cuando las piernas se estiran y echan brotes hacia la noche y el corazón martillea tratando de despertar a los vecinos y el aliento es un huracán que vibra a través de la habitación elástica.

En lugar de sentirme pequeño sobre la enorme roca que se levantaba entre el cielo y el mar, me sentí del tamaño de un gran edificio jadeante; en todo el mundo sólo Ray podía igualar el rugido de mi voz cuando dije:

—¿Por qué no nos quedamos a vivir aquí para siempre? Para siempre. Podríamos construir una casa de m… y vivir como reyes de m…

Las palabras tronaron entre los pájaros chillones, que las transmitieron hacia la costa en los tambores de sus alas. Como una torre, Ray saltó sobre el inseguro borde de una roca vecina, dando latigazos alrededor con su bastón, que podía hacer saltar serpientes o llamas de las piedras; y los dos nos dejamos caer hacia el suelo, hacia la hierba resbaladiza decorada por las gaviotas, hacia las piedras con boñiga de oveja, pedazos de hueso y plumas, y nos acurrucamos en el extremo mismo de la península. Y allí nos quedamos quietos tanto tiempo, que las gaviotas grises se calmaron y algunas se posaron cerca de nosotros. Después concluimos nuestra merienda.

—Esto no se parece a ningún otro lugar —dije. Ya había vuelto a ser casi de mi tamaño real: un metro setenta, y sesenta kilos, y mi voz ya no se remontaba, retumbando, hacia el cielo.

—Da la impresión de que se está en medio del mar. Y a ratos parece que el Gusano se mueve, ¿verdad? Guíalo hacia Irlanda, Ray. Veremos a W. B. Yeats, y tú podrás besar al Blarney. Y en Belfast nos pelearemos.

Ray parecía fuera de lugar en el extremo de la roca. No intentaba ponerse cómodo, tenderse al sol o echarse de costado para mirar, acantilado abajo, hacia el mar, sino que trataba de sentarse derecho, como si estuviera en una silla dura, y no sabía qué hacer con sus manos. Jugueteaba con su bastoncillo y parecía aguardar a que el día recuperara el orden, a que brotaran caminos y barandas de las fragosas laderas del Gusano.

—Demasiado salvaje para un pueblerino —dije.

—¡Pueblerino serás tú! ¿Quién hizo detener el ómnibus?

—¿No te alegras de que haya sido así? Todavía estaríamos caminando, como Félix. Lo que pasa es que quieres hacerme creer que esto no te gusta. Pero hace un rato bailabas sobre la piedra.

—Apenas un par de saltos.

—Yo sé lo que pasa: no te gustan los muebles. No hay bastantes sillas y sofás —dije.

—Tú te crees un muchacho de campo, pero no eres capaz de distinguir un caballo de una vaca.

Comenzamos a pelear, y pronto Ray volvió a sentirse cómodo y a olvidar la monotonía del aire libre. Si hubiera caído nieve de pronto, no la habría notado. Luego se recogió dentro de sí mismo, y para él la roca se volvió oscura como una casa con las persianas cerradas. Las sombras altas como el cielo, que habían bailado y gritado a los pájaros, se arrastraron para ocultar a dos pequeños lugareños en un hueco.

Yo sabía lo que iba a pasar, por la forma en que Ray agachaba la cabeza y se encogía de hombros, hasta parecer un hombre sin cuello, y por la manera de aspirar el aire entre los dientes. Clavó la vista en sus zapatos blancos, ahora polvorientos, y en seguida supe qué forma les estaba dando su imaginación: eran los pies de un hombre muerto en la cama. De un momento a otro me iba a hablar de su hermano.

A veces, apoyados contra un cerco mientras mirábamos un partido de fútbol, lo había sorprendido mirándose su mano delgada: yo sabía que la veía cada vez más flaca, que le arrancaba la carne hasta ver frente a él la mano de Harry con los huesos transparentándose a través de la piel sensitiva. Si por un momento perdía al mundo circundante, si lo dejaba solo, si bajaba la vista, si su mano se aflojaba sobre el cerco duro, real, o sobre el hornillo caliente de la pipa, Ray regresaba a los horribles dormitorios, volvía a transportar ropas y palanganas y a escuchar la llamada de las campanillas.

—Nunca había visto tantas gaviotas —dije—. ¿Y tú? ¡Cuántas gaviotas! ¿A que no tratas de contarlas? Allá arriba están peleando dos; ¡mira: se picotean en el aire como gallinas! ¿A que no adivinas cuál gana? ¡Qué pico más feo! ¡No les envidio la cena: un pedazo de oveja y gaviota muertas! (Me maldije en silencio por haber empleado esta última palabra). Qué alegre estaba el pueblo esta mañana, ¿verdad? —agregué.

Ray miraba fijamente su mano. Ya nada podía detenerlo.

—El pueblo estaba alegre esta mañana. Todo el mundo vestido de verano, riendo, o sonriente. Los chicos jugaban, y todos eran felices; no faltaba más que la banda de música. Cuando a mi padre le daban los ataques, yo tenía que sujetarlo en la cama. Dos veces al día debía cambiar las sábanas de mi hermano, y todo estaba lleno de sangre. Yo vi cómo se iba poniendo cada vez más flaco; al final se le podía levantar con una sola mano. Y su mujer no quería entrar a verlo porque le tosía en la cara. Mamá no podía moverse, y yo también tenía que cocinar y atender a los niños, y cambiar las sábanas, y sujetar a mi padre cuando se excitaba. Soy un amargado —dijo.

—Pero te encantaba caminar, gozabas estando en el prado. Es un día maravilloso, Ray. Siento mucho lo de tu hermano. Vamos a explorar un poco. Bajemos hasta el mar. A lo mejor hay una gruta con dibujos prehistóricos, y podemos escribir un artículo y hacernos ricos. Bajemos.

—Mi hermano solía tocar un timbre para llamarme; apenas si podía susurrar. Me decía: «Ray, mírame las piernas. ¿Están más flacas hoy?»

—El sol ya está bajando. Vamos.

—Papá creía que yo quería asesinarlo cuando lo sujetaba en la cama. Cuando murió yo lo tenía agarrado, y se sacudía. Mamá estaba en su silla, en la cocina, pero supo que se moría y comenzó a gritar llamando a mi hermana. Brenda estaba en un sanatorio, en Craigynos. Harry hizo sonar el timbre cuando oyó a mamá, pero yo no podía ir, y papá estaba muerto en la cama.

—Voy a bajar hasta el mar —dije—. ¿Vienes conmigo?

Se puso de pie; salía de su hueco para entrar otra vez en el mundo; me siguió lentamente hasta la punta. Cuando bajé por la empinada ladera se alzó una tormenta de gaviotas. Me aferré a las matas secas y espinosas, pero se salían de raíz. Perdí pie. Mis dedos resbalaron en una grieta donde intenté sostenerme. Trastabillando, alcancé una roca negra, chata, cuya cabeza, como la de un gusano más pequeño, se curvaba peligrosamente hacia el mar, a unos pasos de distancia, y empapado por la espuma levanté la vista y alcancé a ver a Ray cayendo entre una lluvia de piedras. Aterrizó a mi lado.

—Creí que me mataba —dijo, cuando hubo terminado de temblar—. Vi toda mi vida pasada, como en un relámpago.

—¿Toda?

—Bueno; casi toda. Vi el rostro de mi hermano tan claro como el tuyo.

Contemplamos el sol que se ponía.

—Parece una naranja.

—Parece un tomate.

—Parece un pez dorado en una pecera.

Nos superábamos el uno al otro describiendo al sol. El mar batía contra nuestra roca y nos empapaba los pantalones, nos pellizcaba las mejillas. Me quité los zapatos y sosteniéndome de la mano de Ray me deslicé boca abajo por la roca, hasta hundir los pies en el mar. Después le tocó el turno a Ray; yo lo sostuve mientras él pataleaba en el agua.

—Basta ya —le dije, tirando de su mano.

—No; no —contestó—. Es delicioso. Déjame meter los pies un rato más. Está tibio como en un baño. —Pateó, gruñó, y con la otra mano golpeó frenéticamente la piedra—. ¡No me salves! —gritó—. ¡Me ahogo! ¡Me ahogo!

Lo arrastré hacia arriba, y al resistirse hizo caer un zapato al mar. Lo pescamos. Estaba lleno de agua.

—No importa. Valía la pena. No hacía eso desde los seis años. No podría decirte cómo me he divertido.

Se había olvidado de su padre y de su hermano, pero yo sabía que una vez que terminara esa alegría provocada por el agua tibia y salvaje retornaría a la casa doliente y volvería a ver cómo enflaquecía su hermano. Tantas veces había oído morir a Harry…

El padre loco me resultaba tan familiar como el propio Ray. Conocía cada acceso de tos, cada grito, cada zarpazo al aire.

—De ahora en adelante lo haré todos los días —dijo Ray—. Todas las tardes bajaré a la playa a chapotear en el agua. Me mojaré hasta las rodillas. Y no me importa si se ríen de mí.

Calló durante un minuto, meditando gravemente sobre lo último.

—Por las mañanas, cuando me despierto, no tengo nada que esperar, salvo los sábados —dijo luego—, o cuando subo hasta tu casa a estudiar gramática. Lo mismo daría estar muerto. Pero ahora podré despertarme y pensar: «Esta tarde voy a chapotear en el mar». Voy a hacerlo de nuevo —se arremangó los pantalones empapados y se deslizó por la roca—. No me sueltes.

Mientras pataleaba dentro del mar, dije:

—Esta roca está al final del mundo. Estamos solos. Todo esto es nuestro, Ray. Aquí podemos traer a quien queramos; solamente a quien queramos. ¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros?

Estaba demasiado ocupado para responder; chapoteaba, roncaba, soplaba como si tuviera la cabeza debajo del agua, haciendo movimientos circulares o rozando perezosamente la superficie con el dedo gordo.

—¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros aquí en la roca?

Se había quedado tendido como un muerto, los pies inmóviles dentro del mar, la boca a la altura de una pequeña hoya de la roca, la mano aferrada a mi pie.

—Me gustaría que George Gray estuviera con nosotros —dije—. Es un tipo de Londres que ha venido a vivir en Norfolk Street. Tú no lo conoces. Es el tipo más raro que puedas imaginar; más raro que Oscar Thomas. Y eso que yo creía que no podría haber nadie más raro. George Gray usa gafas, pero sin vidrios; sólo la armadura. Uno se da cuenta sólo al acercarse. Y hace de todo. Es médico de gatos, y todas las mañanas va a no sé dónde, en Sketty, a ayudar a vestirse a una mujer. Es una vieja viuda (me dijo) que no puede vestirse sola. No sé cómo la habrá conocido. Hace apenas un mes que está en el pueblo. Además, es bachiller en artes. ¡Y las cosas que tiene en los bolsillos! Pinzas y tijeras, para gatos, montones de diarios. Una vez me leyó en ellos cosas que hizo en Londres. Solía acostarse con una policía, y ella le pagaba a él. La individua se acostaba a veces con el uniforme puesto. Nunca he visto un hombre más raro. Me gustaría que estuviera aquí ahora. ¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros, Ray?

Ray comenzó a mover los pies de nuevo, echándolos con fuerza atrás y pateando violentamente el agua, salpicando para todos lados.

—Y también me gustaría que Gwilym estuviera aquí —continué—. Ya te he hablado de él. Le echaría un sermón al mar. Este es el lugar ideal para él; no hay ninguno más solitario. «¡Oh, el terrible mar! ¡Oh, el amado crepúsculo! ¡Tened piedad de los marineros, tened piedad de los pecadores, tened piedad de Raymond Price y de mí! ¡Oh, la noche se nos viene encima como una nube! Amén. Amén». ¿Quién te gustaría, Ray?

—Me gustaría que mi hermano estuviera con nosotros —dijo Ray. Y trepó a la cúspide chata de la roca y se secó los pies—. Me gustaría que Harry estuviera aquí. Me gustaría que estuviera aquí ahora, en este momento, en esta roca.

El sol ya estaba casi oculto, partido en dos por el ensombrecido mar. El frío subía, salpicando, desde el mar. Vi su cuerpo, con cornamenta de hielo, cola chorreante y un rostro proteico atravesado de peces. El viento, doblando la Cabeza, se coló, helado, por nuestras ropas de verano, y el mar comenzó a cubrir rápidamente nuestra roca; nuestra roca ya cubierta de amigos, de vivos y de muertos, en veloz carrera con la oscuridad. Mientras trepábamos, no cruzamos una palabra. Yo pensaba: «Si abriéramos la boca, los dos diríamos lo mismo: demasiado tarde, demasiado tarde». Corrimos sobre el pasto, sobre las ásperas agujas de piedra, por la hondonada donde Ray había hablado de sangre; trepamos las lomitas cubiertas de hierba y caminamos por la meseta embaldosada de piedras. Nos detuvimos al comienzo de la Cabeza y miramos hacia abajo, aunque los dos podíamos haber dicho, sin mirar: «La marea está subiendo».

La marea había crecido. Los resbaladizos escalones de piedra habían desaparecido. Desde la tierra firme, en la penumbra, algunas figurillas nos hicieron señas. Divisé siete siluetas nítidas que saltaban y gritaban. Se me ocurrió que eran los ciclistas.