Mr. Humphries, Mr. Roberts y el joven Mr. Thomas llamaron a la puerta de la pequeña villa de Mr. Emlyn Evans, Lavengro, exactamente a las nueve de la noche. Aguardaron escondidos detrás de una planta de verónica mientras Mr. Evans arrastraba sus pantuflas por el pasillo desde el cuarto trasero y se afanaba luego con el cerrojo.
Mr. Humphries era maestro de escuela; un hombre alto, rubio y tartamudo que había escrito una novela sin ningún éxito. Mr. Roberts, hombre alegre y desacreditado, de edad mediana, era cobrador de una compañía de seguros; en su oficio lo llamaban ladrón de cadáveres, y era bien conocido entre sus amigos como Burke y Hare, el nacionalista galés. Una vez había tenido un alto cargo en una empresa cervecera. El joven Mr. Thomas carecía de empleo por el momento, pero se suponía que pronto iba a partir hacia Londres para intentar hacer carrera en Chelsea como periodista; no tenía un centavo y esperaba, de una manera vaga, vivir de las mujeres.
Cuando Mr. Evans abrió la puerta e hizo brillar su linterna hacia el caminillo, iluminando el garaje y el gallinero, pero pasando por alto el arbusto, los tres amigos aparecieron de un salto gritando con voces amenazadoras:
—¡Somos del Ogpu; déjenos entrar!
—Buscamos literatura sediciosa —tartamudeó Mr. Humphries, alzando su mano a modo de saludo.
—¡Salve, Saunders Lewis! ¡Sabemos dónde está! —dijo Mr. Roberts.
Mr. Evans apagó su linterna.
—Entren, hijos; el aire de la noche es malo. Entren a tomar una copa. Sólo tengo vino de uva chinche —agregó.
Los visitantes se quitaron abrigos y sombreros, los apilaron sobre el extremo del pasamanos y, hablando en voz baja por temor a despertar a los mellizos George y Celia, siguieron a Mr. Evans en dirección a su cueva.
—¿Dónde está su adorable tormento? —preguntó Mr. Roberts con acento cockney. Se calentó las manos delante del fuego y, aunque visitaba la casa todos los viernes, observó con una sonrisa de sorpresa las prolijas hileras de libros, el ornado escritorio de tapa corrediza que transformaba la sala en estudio, el reluciente reloj de pie, las fotografías de los niños mirando fijamente el «pajarito», la vieja botella de cerveza llena de delicioso vinillo casero que se subía a la cabeza y el gato durmiendo sobre la alfombra arrugada.
—¡Vivan los hogares de la burguesía!
Él era un solterón sin hogar, con un pasado oscuro y muchas deudas, y nada le causaba más placer que envidiar en voz alta a sus amigos por las esposas y las comodidades, y hablar desdeñosamente de ellos en la intimidad.
—En la cocina —dijo Mr. Evans repartiendo vasos.
—El lugar que corresponde a toda mujer —declaró lleno de sinceridad Mr. Roberts—, con una sola excepción.
Mr. Humphries y Mr. Thomas acomodaron sillas alrededor del fuego y los cuatro se sentaron juntos, íntimos, con los vasos llenos en sus manos. Durante un tiempo no habló ninguno de ellos. Se cambiaron miradas astutas, sorbieron, suspiraron, encendieron cigarrillos que Mr. Evans sacó de una caja de ajedrez. En una ocasión, Mr. Humphries echó un vistazo al reloj de pie, guiñó y se llevó un dedo a los labios. Después, cuando los visitantes entraron en calor y el vino comenzó a hacer su efecto y olvidaron la fría noche que aguardaba fuera, Mr. Evans dijo, con un leve estremecimiento de deleite prohibido:
—La patrona se irá a la cama dentro de media hora. Entonces podremos empezar a trabajar. ¿Trajo cada uno lo suyo?
—Y las herramientas —dijo Mr. Roberts, golpeándose un bolsillo.
—¿Qué hacemos hasta entonces? —preguntó el joven Thomas.
Mr. Humphries hizo otro guiño.
—¡Sh…! —agregó.
—He esperado que llegara esta noche como solía esperar los sábados cuando era chico —dijo Mr. Evans—. Entonces me daban un penique. Y me lo gastaba entero en golosinas.
Era corredor de artículos de goma: muñecos de goma, jeringas, alfombrillas para baños. A veces, para hacerlo ruborizar, Mr. Roberts lo llamaba «el amigo del pobre». «¡No, no, no!», decía él entonces. «¡Puede revisar todas mis muestras; no vendo esas cosas!» Era socialista.
—A veces, con mi penique me compraba un paquete de Cenicientas —continuó Mr. Roberts— y me lo fumaba en el matadero. Eran los cigarrillos más dulces del mundo. Ya no se los ve.
—¿Se acuerda del viejo Jim, el cuidador del matadero? —preguntó Mr. Evans.
—Él vino después que yo; yo no soy un pollo como ustedes, hijos.
—Usted no es viejo, Mr. Evans. Piense en Bernard Shaw.
—Nada de shawismo para mí; yo soy un devorador impenitente de pájaros y bestias, y no me arrepiento —dijo Mr. Roberts.
—¿Y de flores también?
—¡Oh, oh! Vamos, literatos, no hablen de cosas que yo no pueda entender. No soy más que un viejo y pobre resucitador.
—Este viejo solía meter la mano en el cajón de la carne y sacar una rata con el cuello limpiamente quebrado, por el precio de un vaso de cerveza.
—Aquella sí que era cerveza.
—¡Basta, basta! —Mr. Humphries golpeó la mesa con su vaso—. No hay que gastar las historias; las necesitaremos todas. ¿Tiene bien anotada en su cuaderno esa anécdota del matadero, Mr. Thomas?
—La recordaré.
—No la olvide; ahora hablen de cualquier cosa —dijo Mr. Humphries.
—¡Está bien, Roderick! —contestó rápidamente Mr. Thomas.
Mr. Roberts se tapó las orejas con las manos.
—La conversación se está volviendo esotérica —dijo—. ¡Perdonen mi francés! Mr. Evans, ¿hay rifles para cornejas? Necesito espantar a unos eruditos. ¿Le conté lo de mi conferencia en la John O’London Society sobre La utilidad de lo inútil? Era un tema difícil. Hablé mucho de Jack London, y cuando al final se dijo que me había ido del tema, contesté: «Bueno; era inútil disertar sobre eso, ¿no les parece?»; y no pudieron contestar nada. Mrs. Davies estaba en primera fila. ¿La recuerda? La que dio aquella conferencia sobre W. J. Locke y se hizo un lío tremendo con las palabras. ¿Recuerda cuando habló del «vagabundo amabundo», Mr. Humphries?
—¡Silencio, silencio! —dijo Mr. Humphries, gruñendo—. Guárdelo para después.
—¿Más vino?
—Se toma como agua, Mr. Evans.
—Como leche materna.
—Diga cuándo, Mr. Roberts.
—Palabra de dos sílabas que denota pasaje del tiempo. ¡Gracias! Lo leí en una caja de fósforos.
—¿Por qué no imprimen folletines en las cajas de fósforos? La gente compraría todas las existencias para ver qué pasa con Daphne —dijo Mr. Humphries.
Se calló y su mirada recorrió, turbada, los rostros de sus amigos. Daphne se llamaba la divorciada de Manselton por la cual Mr. Roberts había perdido su reputación y su puesto en la cervecería. Había caído en la costumbre de enviarle botellas a la casa, libres de cargo, y le había comprado un bar y le había regalado un centenar de libras y los anillos de su madre. En compensación ella ofrecía grandes fiestas, a las cuales nunca lo invitaba. Sólo Mr. Thomas había reconocido el nombre, y ahora decía:
—No, Mr. Humphries; mejor en rollos de papel higiénico.
—Cuando estuve en Londres —dijo Mr. Roberts— paré en Palmers Green con una pareja llamada Armitage. Él fabricaba persianas. Todos los días se dejaban mensajes anotados en papel higiénico.
—Para fabricar persianas no hay como los persas —dijo Mr. Evans, esperando que en cualquier momento entrara Mrs. Evans desde la cocina, con cara de vinagre.
—A menudo tenía que limpiarme con «Querido Tom, no olvides que los Watkins vienen a tomar el té» o «A Peggy, recuerdo de Tom». Mr. Armitage era admirador de Mosley.
—Matones —dijo Mr. Humphries.
—En serio ¿qué podemos hacer frente a la uniformización del individuo? —preguntó Mr. Evans. Maud seguía en la cocina; la estaba oyendo amontonar los platos.
—Para contestar su pregunta con otra —dijo Mr. Roberts, colocando una mano sobre la rodilla de Mr. Evans—, ¿qué individualidad hay en la izquierda? La edad de la masa produce hombres-masa. La máquina produce robots.
—Robots que son sus esclavos —articuló claramente Mr. Humphries—; fíjese bien: no sus amos.
—Eso. Así es. El dominio tiránico de la bujía, Mr. Humphries; y la que paga el pato es la carne y la sangre.
—¿Algún vaso vacío?
Mr. Roberts puso su vaso boca abajo.
—En Llanely eso solía significar «Desafío a pelear al que quiera». Pero en serio, como dice Mr. Evans: el individualista a la antigua es un tapón cuadrado en un agujero redondo.
—¡Y qué agujero! —dijo Mr. Thomas.
—Tomen nuestros… ¿cómo dijo la semana pasada «Espectador»?… nuestros «inconductores» nacionales.
—Tómelos usted, Mr. Roberts; nosotros ya tenemos bastante con las ratas —dijo Mr. Evans con una risa nerviosa. La cocina estaba en silencio: Maud ya estaba lista.
—«Espectador» es el nom-de-plume de Basil Gores Williams —dijo Mr. Humphries—. ¿Alguien lo sabía?
—Nom-de-guerre. ¿Leyó su ensayo sobre Ramsay Mac? «Un cordero con piel de lobo».
—¡Sí; lo conozco! —dijo Mr. Roberts desdeñosamente—. ¡Estoy harto de él!
Mrs. Evans, al entrar en la habitación, oyó la última conversación. Era una mujer delgada, con amargas arrugas, manos cansadas, ojos castaños que habían sido hermosos y nariz altanera. Mujer inconmovible, una vez, en vísperas de Año Nuevo, había escuchado a Mr. Roberts describir sus hemorroides durante más de una hora y le había permitido llamarlas, sin protestar, sus viñas de ira. Cuando estaba sereno, Mr. Roberts la llamaba señora, y se reducía a conversar del tiempo y de los resfriados. Ahora se puso en pie de un salto y le ofreció su silla.
—No; gracias, Mr. Roberts —dijo ella con voz clara y aguda—. Me voy a la cama en seguida. El frío me sienta mal.
«Vete a la cama, fea Maud», pensó el joven Mr. Thomas.
—¿No quiere calentarse un poquito antes de retirarse, Mrs. Evans? —preguntó.
Ella sacudió la cabeza, ofreció una delgada sonrisa a los amigos y dijo a Mr. Evans:
—Trata de arreglar el asunto antes de acostarte.
—Buenas noches, Mrs. Evans.
—Esta vez no será más de medianoche, Maud; te lo prometo. Sacaré a Sambo afuera.
—Buenas noches, señora.
Que duermas bien, engreída.
—No los molestaré más, caballeros —dijo ella—. El vino que guardábamos para Navidad está donde se guarda el calzado. Sería una lástima que se echara a perder. Buenas noches.
Mr. Evans alzó las cejas y silbó.
—¡Uf, hijos! —Fingió echarse aire con la corbata. De pronto su mano se detuvo en el aire—. Estaba acostumbrada a una casa muy grande —explicó—, con sirvientas.
Mr. Roberts sacó lápices y plumas fuentes de su bolsillo.
—¿Dónde está el inapreciable manuscrito Tempus est fugiens?
Mr. Humphries y Mr. Thomas apoyaron cuadernos en sus rodillas, tomó cada uno un lápiz y observaron cómo Mr. Evans abría la puerta del reloj de pie.
Debajo de las pesas había un montón de papeles atados con un moño celeste. Mr. Evans los colocó sobre el escritorio.
—Pido la palabra —dijo Mr. Roberts—. Veamos dónde estábamos. ¿Tiene usted las notas, Mr. Thomas?
—Donde fluye el Tawe —leyó Mr. Thomas—. Novela de la vida provinciana. Capítulo uno: Un corte descriptivo del pueblo, Dockland, los barrios bajos, los suburbios, etc. Terminamos eso. El título aprobado fue: Capítulo uno, La ciudad pública. El capítulo dos se llamará Las vidas privadas, y Mr. Humphries ha propuesto lo siguiente: Cada uno de los colaboradores tomará un personaje de cada esfera o estrato social del pueblo y lo presentará a los lectores con una breve historia de su vida hasta el momento en que comenzamos nuestro relato, esto es, hasta el invierno de este mismo año. Estas descripciones de los personajes, que de aquí en adelante serán considerados como los protagonistas principales, y sus crónicas biográficas constituirán el segundo capítulo. ¿Alguna pregunta, caballeros?
Mr. Humphries asintió a todo. Su personaje era un maestro de escuela sensitivo, con opiniones avanzadas, a quien se juzgaba y se trataba mal.
—Ninguna pregunta —dijo Mr. Evans. Estaba a cargo de los suburbios. Hojeó sus notas y aguardó a que le tocara comenzar.
—Yo todavía no he escrito nada —dijo Mr. Roberts—. Lo tengo todo en la cabeza. Había elegido los barrios bajos.
—Personalmente —dijo Mr. Thomas—, todavía no sé si encargarme de una cantinera o una prostituta.
—¿Y por qué no una cantinera que sea prostituta? —sugirió Mr. Roberts—. O a lo mejor podemos tomar dos personajes cada uno. A mí me gustaría hacer un regidor. Y un buscador de oro.
—¿Quiénes tenían una palabra para ellos, Mr. Humphries? —preguntó Mr. Thomas.
—Los griegos.
—Se me acaba de ocurrir la frase inicial para mi parte. Escuche, Emlyn: En la destartalada mesa del rincón de la habitación derruida y llena de trastos, un observador podría haber visto, a la luz de la vacilante vela colocada sobre la botella de ginebra, una taza rota, llena de natillas.
—No bromee, Ted —dijo Mr. Evans riendo—. Esa frase la escribió.
—¡No; le juro que me salió así! —y Ted castañeó los dedos—. ¿Quién ha estado leyendo mis notas?
—¿Usted llegó a anotar algo, Mr. Thomas?
—Todavía no, Mr. Evans.
Aquella semana había estado escribiendo la historia de un gato que saltaba sobre una mujer en el momento en que esta moría, y la transformaba en vampiro. Había llegado a la parte del relato en que la mujer era gobernanta de un niño vivo, pero no sabía cómo encajar todo aquello en la novela.
—No es necesario, ¿verdad? —dijo—, excluir del todo lo fantástico.
—¡Un momento! ¡Un momento! —intervino Mr. Humphries—. Mantengámonos estrictamente realistas. De lo contrario, antes de que podamos darnos cuenta, Mr. Thomas habrá transformado todos los personajes en pájaros azules. Una cosa. ¿Alguien tiene lista la historia de su personaje?
Él tenía su biografía en la mano, escrita en tinta roja. La escritura era escolar, prolija y pequeña.
—Yo creo que mi personaje está listo para salir a escena —dijo Mr. Evans—; pero aún no lo he escrito. Tendré que referirme a las notas e imaginar el resto. Es una historia muy tonta.
—Bueno; tiene que comenzar, por supuesto —dijo Mr. Humphries, desilusionado.
—Toda biografía es tonta —dijo Mr. Roberts—. La mía haría reír a un gato.
Mr. Humphries intervino:
—Estoy en desacuerdo. La vida de ese común denominador mítico, el hombre de la calle, es aburrida como agua de zanja, Mr. Roberts. La sociedad capitalista lo ha convertido en un manojo de represiones y de hábitos inútiles bajo ese símbolo de la divinidad burguesa, el sombrero hongo —apartó rápidamente la mirada de las notas que tenía en la palma de la mano—, la incesante lucha por el pan, el demonio de la desocupación, los dioses picapleitos de la nobleza, las huecas mentiras del lecho matrimonial. El matrimonio —dijo, dejando caer ceniza sobre la alfombra—: prostitución monógama legal.
—¡Arre! ¡Arre! ¡Adelante!
—Mr. Humphries y su tema preferido.
—Me temo —dijo Mr. Evans— que carezco del florido vocabulario de nuestro amigo. Tengan piedad del pobre aficionado. Está usted haciendo que me ruborice por mi historia antes de haberla comenzado…
—Insisto en pensar que la vida del hombre común es extraordinaria —dijo Mr. Roberts—. Tome la mía…
—Como secretario —interrumpió Mr. Thomas—, solicito que escuchemos la historia de Mr. Evans. Debemos tratar de terminar la novela para que entre en los catálogos de primavera.
—Mi Mañana y Mañana se publicó en verano en plena ola de calor —dijo Mr. Humphries.
Mr. Evans carraspeó, miró al fuego, y empezó:
—La llamaremos Mary, pero en realidad ese no es su nombre. La llamo así porque es una mujer verdadera, y no queremos que nos pongan pleito. Vive en una casa llamada Bellevue, pero naturalmente tampoco ese es su verdadero nombre. Una villa llamada de cualquier otra forma, Mr. Humphries. La elegí como personaje porque la historia de su vida es una pequeña tragedia que, no obstante, no carece de toques de humor. Es casi rusa. Mary (Mary Morgan ahora, pero era Mary Phillips antes de casarse, y eso viene después, es el anticlímax) no pertenecía a los suburbios por nacimiento; vivía a la sombra de los galerudos, como ustedes y yo. O como yo, por lo menos. Yo nací en Los Álamos y ahora estoy en Lavengro. De galerudo a galerudo. Aunque debo decir, a propósito de la diatriba de Mr. Humphries, y soy el primero en admirar su punto de vista, que el hombre común es un personaje tan interesante como los poetas neuróticos de Bloomsbury.
—Hágame recordar que deseo felicitarlo —dijo Mr. Roberts.
—Usted ha estado leyendo las ediciones dominicales de los diarios —dijo acusadoramente Mr. Humphries.
—Ustedes dos discutan ese tema luego —dijo Mr. Thomas.
—«¿El hombre común es un ratón?» Bueno, ¿qué pasa con Mary?
—Mary Phillips —continuó Mr. Evans— (y a cualquier otra interrupción de la intelligentsia haré que Mr. Roberts les cuente la historia de sus operaciones, y no perdono a nadie); Mary Phillips vivía en una gran granja de Carmarthenshire, no les diré exactamente dónde, y su padre era viudo. Tenía todo lo que importa en este mundo y bebía como una esponja, pero así y todo seguía siendo un caballero. Bueno, bueno. Olvídense de la lucha de clases. Ya la estoy viendo arder. Ese hombre procedía de una bonísima y sólida familia, pero empinaba el codo; eso es todo.
—Cazar, pescar, tomar —dijo Mr. Roberts.
—No; no era del todo noble, y tampoco nouveau riche. Ni judío, y conste que no soy antisemita. No hay más que pensar en Einstein y Freud. También hay malos cristianos. Era exactamente lo que les estoy diciendo, si me dejan seguir contando: un hombre de buena cepa campesina, que había hecho dinero y lo gastaba.
—Lo liquidaba.
—Tenía una sola hija, Mary, y esta era tan pulcra y relamida que sufría viéndolo beber. Por las noches, cuando él volvía a la casa, siempre borracho, ella se encerraba en el dormitorio y desde allí lo oía tropezar por la casa, llamándola, y a veces rompiendo la porcelana. Pero sólo a veces; y además jamás le había tocado un cabello. Mary tenía unos dieciocho años y era una buena moza. No una estrella de cine, claro; no el tipo de Mr. Roberts, no, y tal vez tuviera el complejo de Edipo, pero odiaba a su padre y se avergonzaba de él.
—¿Cuál es mi tipo, Mr. Evans?
—No pretenda ignorarlo, Mr. Roberts. Míster Evans quiere decir ese tipo de muchacha que uno puede llevar a su casa para mostrarle la colección de sellos.
—Exijo silencio —dijo Mr. Thomas.
—Mary Phillips se enamoró de un joven al que llamaré Marcus David —prosiguió Mr. Evans, todavía con los ojos clavados en el fuego, evitando la mirada de sus amigos y hablando a las formas que se quemaban—, y le dijo a su padre: «Padre, Marcus y yo queremos prometernos. Una noche lo voy a traer a cenar, y tienes que asegurarme que no beberás». Él dijo: «¡Yo siempre estoy sereno!», pero no lo estaba mientras lo decía. Después de un rato hizo la promesa. «Si faltas a tu palabra, nunca te perdonaré», le dijo Mary.
»Marcus era hijo de un rico granjero de otro distrito, una especie de Valentino a la manera bucólica, pueden imaginárselo. Ella lo invitó a cenar, y él llegó, muy hermoso, con el cabello engrasado. Los sirvientes estaban francos. Míster Phillips había ido al mercado por la mañana y no había regresado aún. Ella misma acudió a la puerta. Era una noche de invierno.
»Supongan la escena. Una campesina relamida y educada, llena de ideas fijas y de fobias, orgullosa como una duquesa, ruborosa como una lechera, abriéndole la puerta a su amado y contemplándolo allí, en el oscuro umbral, tímido y gallardo. Esto lo leo de mis notas.
»Su futuro colgaba de esa noche como de un hilo. “Entra”, insistió. No se besaron, pero ella quiso que él se inclinara y estampara los labios en su mano. Lo llevó al interior de la casa, que había sido especialmente limpiada y pulida, y le mostró la vitrina con porcelana de Swansea.
»No había galería de retratos, de modo que le mostró las instantáneas de su madre en el vestíbulo y la fotografía de su padre, alto, joven, sobrio, vestido con traje de cazador de nutrias. Y durante todo este tiempo, mientras exhibía orgullosamente sus pertenencias, intentando probar a Marcus, cuyo padre era juez de paz, que gozaba de sobrada prosperidad para ser su novia, aguardaba aterrorizaba la entrada de su padre.
—»“Oh, Dios —rezó cuando se sentaron para la cena—, haz que mi padre esté presentable cuando llegue”. Llámenla snob, si quieren, pero recuerden que la vida de la clase media, o casi clase media, campesina estaba regida por anticuados tótems y fetiches.
»Mientras comían le habló del árbol genealógico familiar, rezando porque la cena le hubiera gustado. Debería haber sido una cena caliente; pero no quería que él viera a los sirvientes, que eran viejos y sucios. Su padre se negaba a cambiarlos porque siempre habían estado con él, y ahí pueden ver ustedes el torysmo desenfrenado de esta sociedad particular. Para abreviar una larga historia (esto es sólo la substancia, Mr. Thomas): estaban en mitad de la cena, la conversación iba tornándose más íntima y ella ya casi se había olvidado de su padre, cuando se abrió de golpe la puerta de la calle y Mr. Phillips apareció trastabillando en el pasillo, borracho como un juez. La puerta del comedor estaba entreabierta, de modo que pudieron verle claramente. No trataré de describir las calidoscópicas emociones de Mary en el momento en que su padre apareció tambaleando, murmurando con voz pastosa, en el pasillo. Era un hombre corpulento (olvidé decirlo): más de un metro ochenta y ciento veinte kilos.
»—¡Pronto, pronto, abajo de la mesa! —susurró urgente ella, arrastrando a Marcus de la mano; y los dos se agazaparon bajo la mesa.
»El grado de asombro de Marcus es algo que jamás sabremos.
»Mr. Phillips entró, y al no ver a nadie se sentó a la mesa y terminó la cena. Los dos platos quedaron limpios; desde abajo de la mesa lo oyeron blasfemar y engullir. Cada vez que Marcus, nervioso, se movía, Mary decía: “¡Shh!”
»Cuando no quedó nada que comer, Mr. Phillips salió de la habitación. Desde donde estaban pudieron ver sus piernas moviéndose. Después se las arregló para subir la escalera, mientras decía cosas que hicieron estremecer a Mary.
—Permítanos adivinar qué —dijo Mr. Roberts.
—Ella lo oyó dirigirse al dormitorio. Los dos salieron de su escondite y se sentaron frente a los platos vacíos.
»—No sé cómo pedirle disculpas, Mr. David —dijo ella. Estaba a punto de llorar.
»—No tiene ninguna importancia —dijo él. Era, en todo sentido, un joven amable—. Ha estado en el mercado de Carmarthen. Yo tampoco soy abstemio.
»—La bebida transforma a los hombres en bestias repugnantes —añadió ella.
»Él insistió en que no tenía por qué preocuparse, pues a él no le molestaba. Ella le ofreció fruta.
»—¿Qué pensará usted de nosotros, Mr. David? Le aseguro que nunca lo he visto así.
»La pequeña aventura los acercó aún más, y ya se sonreían el uno al otro, y el orgullo herido curó rápidamente; pero de pronto Mr. Phillips abrió la puerta de su dormitorio y se lanzó escalera abajo con sus ciento veinte kilos, haciendo sacudir la casa.
»—Váyase —le dijo ella suavemente a Marcus—. Por favor, ¡váyase antes de que entre!
»No había tiempo. Mr. Phillips ya estaba en el pasillo, desnudo.
»Mary volvió a arrastrar a Marcus bajo la mesa y se cubrió los ojos para no ver a su padre. Alcanzó a oírlo revolver en la percha del vestíbulo buscando un paraguas y adivinó adonde quería ir. Iba a salir para obedecer a una llamada de la naturaleza. “Oh, Dios —rogó—, ¡que encuentre el paraguas y salga! ¡En el pasillo no! ¡En el pasillo no!” Lo oyeron pedir el paraguas a gritos. Ella se destapó los ojos y lo vio tirar de la puerta. La arrancó de sus goznes y, sosteniéndola horizontalmente sobre la cabeza, salió tambaleante hacia la oscuridad.
»—¡Pronto! ¡Por favor, pronto! —apremióle Mary—. Déjeme, Mr. David. —Y lo sacó de debajo de la mesa—. Por favor, váyase ya —insistió—. Déjeme a solas con mi vergüenza. —Y comenzó a llorar. Él salió de la casa corriendo. Mary pasó toda la noche debajo de la mesa.
—¿Es eso todo? —preguntó Mr. Roberts—. Un incidente muy emocionante, Emlyn. ¿Cómo se enteró de él?
—¿Cómo puede ser todo? —intervino Mr. Humphries—. Esto no explica cómo llegó Mary Phillips a Bellevue. Acabamos de dejarle debajo de una mesa en Carmarthenshire.
—Yo opino que Marcus es un tipo despreciable —dijo Mr. Thomas—. Yo nunca habría dejado a una muchacha sola en esas condiciones. ¿Y usted, Mr. Humphries?
—Debajo de una mesa. Esa es la parte que me gusta. Toda una posición. Las perspectivas eran diferentes en esos días —dijo Mr. Roberts—. Ese estrecho puritanismo es una fuerza ya agotada. Imagínense a Mr. Evans debajo de una mesa. Y después, ¿qué pasó? ¿La chica se murió de un calambre?
Mr. Evans se volvió desde el fuego para reprobarlo.
—Usted puede ser todo lo impertinente que quiera —dijo—, pero el hecho es que un incidente de esa naturaleza tiene efecto duradero en una muchacha sensible y orgullosa como Mary. No estoy defendiendo su sensibilidad, y sé que la base de su orgullo ha pasado de moda. El sistema social, Mr. Roberts, no está en discusión. Les estoy contando un incidente que ocurrió. Sus implicaciones sociales no interesan.
—He sido debidamente informado, Mr. Evans.
—¿Qué pasó con Mary después?
—No lo provoque, Mr. Thomas; le va a arrancar la cabeza de un mordisco.
Mr. Evans salió a buscar más vino y al regresar dijo:
—¿Qué sucedió después? Oh, Mary abandonó a su padre, naturalmente. Decía que nunca lo perdonaría, y nunca lo perdonó, de modo que se fue a vivir con un tío, en Cardiganshire, el doctor Emyr Lloyd. También era juez de paz, y encantado de serlo; tenía unos setenta y cinco años (tomen nota de la edad), y muchos clientes y amigos influyentes. Uno de sus amigos más viejos era John William Hughes (este no es su nombre verdadero), un pañero de Londres que tenía una casa de campo cerca de la suya. ¿Recuerdan lo que dice el gran Caradoc Evans? Una vez que un galés estafa a un cockney y se llena los bolsillos, siempre vuelve a morir a Gales.
»Su único hijo, Henry Williams Hughes, un joven cuidadosamente educado, se enamoró de Mary apenas la vio, y ella olvidó a Marcus, olvidó la vergüenza pasada debajo de la mesa y se enamoró de él. Bueno, no se miren con cara de desencantados antes de comenzar. Este no es un cuento de amor. Decidieron casarse, y John William Hughes dio su consentimiento porque el tío de Mary era uno de los hombres más respetados del lugar, y el padre tenía dinero, que sería de la joven cuando él muriera, para lo cual estaba haciendo cuanto podía.
»Planeaban casarse en Londres, sin barullo. Todo estaba preparado. Mr. Phillips no había sido invitado. Mary tenía el trousseau listo. El doctor Lloyd iba a ser su padrino. Beatrice y Betti William Hughes, sus damas de honor. Mary viajó a Londres con las dos y paró en casa de una prima, y Henry William Hughes se alojó en el departamento que había sobre la tienda de su padre; y en la víspera de la boda el doctor Lloyd llegó del campo, invitó a Mary a tomar el té y cenó con John William Hughes. Me pregunto quién pagaría. Bueno; después el doctor Lloyd se retiró a su hotel. Les doy estos detalles triviales para que ustedes vean qué normal y ordinario era todo. Allí estaban todos los actores, tranquilos y confiados.
»Al día siguiente, poco antes de que comenzara la ceremonia, Mary y su prima, cuyo nombre y carácter no interesan, y las dos hermanas, que eran feas y de más de treinta años, esperaban impacientes que fuera a buscarlas el doctor Lloyd. Los minutos pasaban y Mary se echó a llorar, las hermanas se enfurruñaron y la prima comenzó a hartarlas a las tres. Pero el doctor Lloyd no llegaba. La prima telefoneó a su hotel, pero le dijeron que no había pasado la noche allí. Sí, dijo el empleado; sabía que el doctor tenía que concurrir a un casamiento. No; nadie había dormido en su cama. El empleado sugirió que tal vez estuviera aguardándolas en la iglesia.
»El tictac del taxímetro afligía ya a Beatrice y a Betti cuando las dos hermanas, la prima y Mary llegaron juntas a la iglesia. Afuera se había reunido una multitud. La prima asomó la cabeza por la ventanilla del taxi y rogó a un policía que llamara al sacristán, y el sacristán le dijo que el doctor Lloyd no estaba allí, y que el novio y el padrino estaban esperando. Podrán imaginar las sensaciones de Mary Phillips cuando observó una conmoción en la puerta de la iglesia y vio aparecer a un policía sacando a su padre. Mr. Phillips tenía los bolsillos llenos de botellas; cómo pudo meterse en la iglesia, es cosa que nadie pudo saber.
—La última gota —dijo Mr. Roberts.
—Beatrice y Betti le dijeron: «No llores, Mary; el policía se lo lleva. ¡Mira! ¡Se cayó en el charco! ¡Qué zambullida! No te preocupes; esto se acaba en seguida. Serás Mrs. Henry William Hughes». Hacían lo que podían.
»—Te puedes casar sin el doctor Lloyd —dijo la prima, y ella pareció alegrarse bajo sus lágrimas; era para que llorase cualquiera. Y en ese momento otro policía…
—¡Otro! —exclamó Mr. Roberts.
—… se abrió camino entre la gente, se acercó a la puerta de la iglesia y transmitió un mensaje a su interior. John William Hughes, Henry William Hughes y el padrino salieron, y los tres se pusieron a hablar con el policía, agitando los brazos y señalando al taxi donde estaban Mary, las damas de honor y la prima.
»John William Hughes bajó corriendo hasta el taxi y gritó por la ventanilla: “¡El doctor Lloyd ha muerto! ¡Tendremos que aplazar la boda!”
»Henry William Hughes, que lo seguía, abrió la puerta del taxi y dijo: “Tienes que volverte a casa, Mary. Nosotros hemos de ir a la comisaría”.
»—Y a las pompas fúnebres —agregó su padre.
»De modo que el taxi se llevó a la que iba a ser esposa, y las hermanas se pusieron a llorar más que ella durante todo el viaje.
—Es un final triste —dijo con reconocimiento Mr. Roberts, y se sirvió otro vaso.
—No es en realidad el fin —dijo Mr. Evans—, porque la boda no se retrasó. Sencillamente, no se verificó nunca.
—Pero ¿por qué? —preguntó Mr. Humphries, que había seguido el relato con expresión grave, aun cuando Mr. Phillips cayera dentro del charco—. ¿Por qué había de arruinarlo todo la muerte del doctor Lloyd? Cualquier otro podía ser el padrino. Yo mismo hubiera podido ser.
—No fue la muerte del doctor, sino el sitio y la forma como ocurrió —dijo Mr. Evans—. El doctor Lloyd había muerto en un dormitorio, en brazos de cierta dama. Una mujer de la vida.
—¡Bueno! —dijo Mr. Roberts—. ¡A los setenta y cinco años! Me alegro de que nos pidiera que tomáramos nota de la edad, Mr. Evans.
—Pero ¿cómo llegó Mary a Bellevue? Todavía no nos ha contado eso —dijo Mr. Thomas.
—Los William Hughes se negaron a que la sobrina de un hombre fallecido en esas circunstancias…
—No importa lo halagador que resultara para su virilidad —tartamudeó Mr. Humphries.
—… entrara a formar parte de su familia; de modo que la muchacha se fue a vivir con su padre, que se reformó (¡oh, ella tenía su buen geniecito en ese tiempo!), y un día conoció a un corredor de forraje para cerdos, y de rabia se casó con él. Se fueron a vivir a Bellevue, y cuando Mr. Phillips murió dejó su dinero a la capilla, de tal suerte que a Mary no le tocó nada.
—Ni tampoco a su marido. ¿Qué dijo que vendía ese tipo? —preguntó Mr. Roberts.
—Forraje para cerdos.
Después de eso, Mr. Humphries leyó su biografía, que era extensa, triste y detallista, escrita en buena prosa, y Mr. Roberts contó una historia de suburbios que no podía ser incluida en el libro.
Finalmente, Mr. Evans miró su reloj.
—Es medianoche. Le prometí a Maud que no pasaríamos de medianoche. ¿Dónde está el gato? Tengo que sacarlo porque destroza los almohadones. No porque a mí me importe… ¡Sambo! ¡Sambo!
—Ahí está, Mr. Evans; debajo de la mesa.
—Como la pobre Mary —dijo Mr. Roberts.
Mr. Humphries, Mr. Roberts y el joven Mr. Thomas recogieron sombreros y abrigos de la baranda de la escalera.
—¿Sabes qué hora es, Emlyn? —preguntó mistress Evans desde arriba.
Mr. Roberts abrió la puerta y salió corriendo.
—Ya voy, Maud; me estoy despidiendo. Buenas noches —dijo en voz alta Mr. Evans—. El próximo viernes a las nueve en punto —susurró—. Puliré un poco mi relato. Terminaremos el segundo capítulo y comenzaremos con el tercero. Buenas noches, camaradas.
—¡Emlyn! ¡Emlyn! —llamó Mrs. Evans.
—Buenas noches, Mary —dijo Mr. Roberts, dirigiéndose a la puerta cerrada.
Los tres amigos bajaron por el caminillo.