En una tarde de un agosto particularmente brillante y ardiente, algunos años antes de saber que era feliz, George Hooping —a quien llamábamos Tosecita—, Sidney Evans, Dan Davies y yo viajábamos hacia el extremo de la península sentados en el techo de un camión. Era un camión alto, con seis ruedas, desde el cual podíamos escupir sobre el techo de los automóviles que pasaban y arrojar tronchos de manzana a las mujeres de la acera. Uno de los proyectiles dio en medio de la espalda de un ciclista; el hombre zigzagueó a través del camino, y por un momento nos quedamos callados. George Hooping comenzó a palidecer. Si el camión lo atropella —pensé con calma, mientras el hombre de la bicicleta trastabillaba en dirección al seto— lo matará, y yo me «la haré» en los pantalones, y tal vez Sidney también en los suyos, y nos arrestarán y nos ahorcarán, excepto a George Hooping, que no está comiendo manzanas.
Pero el camión pasó de largo. Detrás de nosotros la bicicleta se incrustó en el seto; el hombre se incorporó y nos amenazó con el puño, y yo agité la gorra, saludándolo.
—No debiste haber agitado la gorra —dijo Sidney Evans—. Ahora sabe a qué colegio vamos.
Era un muchacho despierto, moreno, prudente, que usaba billetera.
—Ahora no estamos en el colegio.
—Nadie puede expulsarme —dijo Dan Davies. Finalizado el curso próximo, iba a trabajar a sueldo en la frutería de su padre.
Todos llevábamos mochilas, menos George Hooping, cuya madre le había dado un paquete de papel madera que insistía en deshacerse, y cada uno llevaba una maleta. Yo había echado una prenda sobre la mía, porque sus iniciales eran «N.T.», y todo el mundo se enteraría de que pertenecía a mi hermana. Dentro del camión había dos tiendas de campaña, un cajón con comida, una caja con pavas, sartenes, cuchillos y tenedores, una lámpara de petróleo, un calentador Primus, mantas y sábanas, un gramófono con tres discos y un mantel de la madre de George Hooping.
Íbamos a acampar durante una quincena en Rhossilli, en una pradera que dominaba cinco millas de playa. Sidney y Dan habían estado allí el año anterior y habían regresado quemados y fuertes, con infinidad de historias de bailes alrededor de las fogatas después de medianoche, y de chicas mayores de la escuela preparatoria que tomaban sol desnudas sobre el filo de las rocas, rodeadas de muchachos excitados, y de coros cantados desde la cama que duraban hasta el amanecer. Pero George nunca había estado más de una noche fuera de su casa; según me contó, un día feriado en que llovía y no quedaba más recurso que permanecer en el lavadero haciendo correr a sus cobayos por encima de los bancos, no había ido más allá de St. Thomas, a tres millas de su casa, con una tía capaz de ver a través de las paredes, y que sabía qué estaba haciendo en la cocina Mrs. Hoskin.
—¿Cuánto falta? —preguntó George Hooping, aferrando su paquete deshecho, tratando disimuladamente de empujar adentro medias y tiradores, observando con envidia cómo se deslizaban por debajo de nosotros los campos de sólido verde como si el techo del camión fuera una balsa con motor en medio del océano. Cualquier cosa le revolvía el estómago, hasta el orozuz y los helados, pero sólo yo sabía que en verano usaba largos camisones con su nombre bordado en hilo rojo.
—Millas y millas —contestó Dan.
—Miles de millas —agregué—. Rhossilli, Estados Unidos de América. Vamos a acampar entre un pedazo de roca que se estremece en el viento.
—Tendremos que atar la roca a algún árbol.
—Tosecita puede prestarnos los tiradores —dijo Sidney.
El camión rugió tomando una curva.
—¡Epa!… ¿Te diste cuenta, Tosecita? ¡Una sola rueda!
Debajo de nosotros, debajo de los campos y las granjas, resplandeció de pronto el mar, con un carguero humeando sobre su borde más lejano.
—¿Viste el mar allá abajo? ¿Viste cómo brilla, Dan? —dije.
George Hooping fingió olvidar las sacudidas del resbaladizo techo, y desde esa altura observó la tremenda pequeñez del mar. Aferrándose a la barandilla del techo, dijo:
—Papá vio una vez una ballena furiosa.
La convicción de su voz se desvaneció apenas había empezado a hablar. Su vocecita cascada, trémula, luchó contra el viento tratando de convencernos. Yo sabía que ansiaba decir alguna exageración tan terrible que nos pusiera los cabellos de punta y detuviera al desbocado camión.
—Tu papá es herbolario.
Pero el humo del horizonte era la blanca fuente que soplaba la ballena por su nariz, y su nariz negra era la proa del barco.
—¿Dónde la guardó Tosecita? ¿En el lavadero?
—La vio en Madagascar. Tenía unos colmillos largos de aquí hasta… de aquí hasta…
—De aquí hasta Madagascar.
De pronto, la amenaza de una colina empinada lo turbó. Olvidado ya de las aventuras de su padre, un hombre pequeño, polvoriento, con chaqueta de alpaca, que se pasaba todo el día murmurando para sí en un negocio repleto de hierbas y con las paredes llenas de nichos acortinados donde aguardaban para consultarlo viejos con dolor de espalda y muchachas en apuros, George miró fijamente la colina que se alzaba delante y se agarró a Dan y a mí.
—¡Vamos a ochenta!
—¡Nos quedamos sin freno, Tosecita!
Tosecita se soltó de nosotros, se aferró de la barandilla con ambas manos, tenso y tembloroso, apretando una caja con su pie, y guio el camión con toda seguridad en torno de la pared de piedra de una esquina y hacia lo alto de una colina más suave que conducía a las puertas de la granja ruinosa.
Desde estas, un caminillo bajaba hasta la primera playa. Había marea alta y oíase el embate del mar. Cuatro muchachos sobre el techo de un camión —uno alto, moreno, de facciones regulares, preciso en el hablar, con buena ropa, un chico de mundo; otro rechoncho, sin gracia, pelirrojo, las muñecas rojizas reventando sobre los puños demasiado cortos y ajados; un tercero con gruesos anteojos, una pequeña barriga, hombros de quien vive siempre entre cuatro paredes, y los pies dentro de zapatos eternamente desatados que parecían querer ir por distinto camino; el cuarto, pequeño, delgado, inquieto, siempre pronto a ensuciarse, con los cabellos ensortijados—; cuatro muchachos vieron su prado frente a ellos, su nuevo hogar de una quincena, con setos espesos y espinosos por paredes, el mar por jardín, un arroyuelo verde por baño, y en el centro un árbol doblado por el viento.
Ayudé a Dan a descargar el camión, mientras Sidney daba una propina al conductor y George luchaba con las puertas de la granja y miraba a los patos que había del otro lado. El camión se alejó.
—Armemos nuestras tiendas junto al árbol del centro —dijo George.
—¡Armémoslas! —dijo Sidney, abriendo.
Armamos las tiendas en un ángulo, protegidas del viento.
—Uno de nosotros tiene que encender el Primus —dijo Sidney, y después que George se quemó la mano nos sentamos en círculo fuera de la tienda de dormir, hablando de automóviles, contentos de estar en el campo, cómodos y holgazanes, pensando en otra cosa mientras charlábamos, conscientes de que el mar se abatía sobre las rocas, abajo, no muy lejos, y de que mañana nos bañaríamos en él y jugaríamos a la pelota en la playa y tiraríamos piedras contra una botella colocada en las rocas, y de que a lo mejor nos encontraríamos con tres chicas. La mayor sería para Sidney, la más fea para Dan, la menor para mí. A George se le rompían los lentes cuando hablaba con alguna chica; tenía que irse, ciego como un topo, y a la mañana siguiente decía: «Lamento haber tenido que dejarla, pero en ese momento recordé que debía hacer una diligencia».
Eran más de las cinco. Papá y mamá debían de haber terminado su té; ya habían retirado de la mesa los platos con sus dibujos de castillos famosos; papá con un periódico, mamá con sus medias, estaban allá lejos, entre la niebla azul, a la izquierda, colina arriba, en una villa, escuchando desde el parque la débil gritería de los niños flotando sobre las canchas de tenis y preguntándose dónde andaría yo, qué estaría haciendo. Yo estaba con mis amigos, en un prado, con una hoja en la boca, diciendo: «Dempsey lo hubiera dejado seco de un golpe», y pensando en la enorme ballena que el padre de George no había visto jamás, bamboleándose sobre la cresta del mar, hundiéndose en el fondo, como una montaña.
—Te apuesto a que te gano, hasta el fondo del prado.
Dan y yo corrimos entre las tortas de boñiga; George atrás, a trompicones.
—¡Bajemos a la playa!
Sidney abrió la marcha; corría erguido como un soldado con sus shorts de color caqui; saltó un molinete, bajó de un prado a otro, luego a un vallecito boscoso y trepó por fin a través de los brezos hasta un claro, cerca del borde del acantilado, donde dos muchachos fornidos luchaban frente a una tienda de campaña. Vi que uno le mordía la pierna al otro; luego los dos se golpearon la cara salvaje, expertamente; uno se soltó, y de un salto el otro lo echó por tierra. Eran Brazell y Skully.
—¡Hola, Brazell! ¡Hola, Skully! —gritó Dan.
Skully había aplicado «una llave» al brazo de Brazell; le dio dos rápidos tirones y se puso de pie, sonriente.
—¡Hola, muchachos! ¡Hola, Tosecita! ¿Cómo está tu padre?
—Muy bien, gracias.
Brazell, se tanteaba buscando huesos rotos.
—¡Hola, muchachos! ¿Cómo están sus padres?
Eran los más grandotes y los peores del colegio. Durante un año entero, todos los días, me habían atrapado antes de clase y metido dentro del canasto de los papeles, colocando este sobre el escritorio del maestro. Alguna vez conseguí escapar; generalmente no. Brazell era flaco; Skully, gordo.
—Acampamos en Button’s Field —dijo Sidney.
—Nosotros hacemos cura de reposo aquí —explicó Brazell—. ¿Y cómo anda Tosecita en estos días? ¿Papá le dio alguna píldora?
Dan, Sidney, George y yo queríamos correr a la playa, estar solos, juntos, caminar y gritar al lado del mar, arrojar piedras a las olas, recordar aventuras y vivir otras nuevas para recordar.
—Los acompañaremos a la playa —dijo Skully.
Enlazó su brazo con el de Brazell y se echaron a caminar detrás de nosotros, imitando el andar vacilante de George, mientras azotaban la hierba con sus varas.
—¿Piensan acampar aquí mucho tiempo, Brazell y Skully? —preguntó, esperanzadamente, Dan.
—Durante quince hermosos días, Davies, Thomas, Evans y Hooping.
Cuando llegamos a la playa de Mewslade nos arrojamos al suelo, y mientras yo recogía puñados de arena y la dejaba resbalar entre mis dedos, George espiaba al mar a través de los dobles lentes de sus anteojos, y Dan y Sidney apilaban arena sobre sus piernas; Brazell y Skully se sentaron detrás de nosotros, como dos guardianes.
—Pensamos ir a Niza una quincena —dijo Brazell, codeando a Skully en las costillas—; pero el aire de aquí sienta mejor a nuestro cutis.
—Es bueno como una hierba —dijo Skully.
Parecieron compartir alguna broma fantástica, codeándose, mordiéndose, y finalmente poniéndose a luchar otra vez, echándose arena a los ojos, hasta que cayeron de espaldas, agitándose de risa. Brazell se limpió la sangre de la nariz con una servilleta. George se había cubierto de arena hasta la cintura. Yo observaba cómo comenzaba a alejarse el mar, mientras los pájaros entablaban su querella por encima de él y el sol comenzaba a bajar pacientemente.
—¡Miren a Tosecita! —dijo Brazell—. ¿No es extraordinario? Está brotando de la arena. Tosecita no tiene piernas.
—Pobre Tosecita —dijo Skully—. Es el chico más extraordinario del mundo.
—El extraordinario Tosecita —repitieron a dúo—. Extraordinario, extraordinario, extraordinario.
Los dos canturrearon la palabra como si fuera una canción, marcando el compás con sus varas.
—No sabe nadar.
—No sabe correr.
—No sabe aprender.
—No sabe jugar al cricket.
—Te apuesto a que no sabe orinar.
George pataleó quitándose la arena de encima.
—¡Sí, sí sé!
—¿Sabes nadar?
—¿Sabes correr?
—¿Sabes jugar al cricket?
—Déjenlo en paz —dijo Dan.
Se acercaron más a nosotros. El mar se alejaba de prisa. Con voz seria, sacudiendo un dedo, Brazell dijo:
—Bueno, en serio, Tosecita, ¿no eres extraordinario? ¿Muy extraordinario? Contesta: ¿sí o no?
—Categóricamente, sí o no —insistió Skully.
—No —dijo George—. Sé nadar, y sé correr, y sé jugar al cricket. Y no le tengo miedo a nadie.
—Fue el segundo en su clase el año pasado —dije yo.
—Bueno, ¿y eso no es extraordinario? Si puede ser segundo, puede ser primero. Pero no; eso es demasiado ordinario. Tosecita tiene que ser segundo.
—La pregunta ha sido contestada —dijo Skully—. Tosecita es extraordinario.
Y comenzaron a canturrear otra vez.
—Es un excelente corredor —dijo Dan.
—Bueno, que lo demuestre. Esta mañana Skully y yo corrimos a lo largo de toda la playa de Rhossilli. ¿No es verdad, Skully?
—De punta a punta.
—¿Tosecita es capaz de hacerlo?
—Sí —dijo George.
—Hazlo entonces.
—No quiero.
—El extraordinario Tosecita no sabe correr —cantaron—; no sabe correr.
Tres muchachas, rubias las tres, bajaron por el acantilado, del brazo, vestidas con pantalones blancos, cortos. Tenían los cuellos, los brazos y las piernas bronceadas; cuando reían pude ver que sus dientes eran muy blancos. Llegaron a la playa, y Brazell y Skully dejaron de cantar. Sidney se alisó el cabello hacia atrás, se levantó como al descuido, metió las manos en los bolsillos y caminó hacia las muchachas, que se habían detenido y, juntas, oro sobre bronce, admiraban la caída del sol con escaso interés, arreglándose los pañuelos y sonriendo entre sí. Sidney se detuvo frente a ellas, sonrió y saludó:
—¡Hola, Gwyneth! ¿No me recuerdas?
—¡Bu-e-nas! —lo imitó Dan a mi lado, haciendo una grotesca reverencia a George, que seguía mirando al mar en retirada.
—¡Bueno, qué sorpresa! —dijo la más alta de las muchachas. Con breves ademanes estudiados, como si estuviera distribuyendo flores, presentó a Peggy y a Jean.
La gorda Peggy, pensé; demasiada carne para mí, piernas de jugadora de hockey y cabello de marimacho. Más bien para Dan. La Gwyneth de Sidney era un ejemplar distinguido, y tenía por lo menos dieciséis años, inmaculada y distante como las chicas de las tiendas de Ben Evans; pero Jean, tímida y rizosa, con cabello color de manteca, era mía. Dan y yo nos acercamos lentamente al grupo.
Yo preparé dos observaciones: «Lo justo es justo, Sidney; y la bigamia está prohibida»; y «lo siento, pero conseguimos que el mar se quedara a esperarlas».
Jean sonrió haciendo girar uno de sus talones en la arena y yo alcé mi gorra.
—¡Hola!
La gorra cayó a sus pies.
Al inclinarme, cayeron de mi bolsillo tres terrones de azúcar.
—Estuve alimentando un caballo —dije, y cuando las chicas rieron comencé a ruborizarme, culpable.
Podía haber barrido el suelo con mi gorra y besado alegremente sus manos; podía haberlas llamado «señoritas» y haberlas hecho sonreír. O podía haber permanecido distante (y esto hubiera sido aún mejor), con mis cabellos volando al aire —aunque aquella tarde no había viento—, envuelto en el misterio mirando fijamente el sol, demasiado distante para hablar con muchachas; pero sabía que durante todo el tiempo me hubieran ardido las orejas y hubiera sentido el estómago hueco y lleno de voces, como una caracola. «¡Háblales pronto, antes que se vayan!», hubiera repetido una voz, insistentemente, sobre el dramático silencio, mientras yo me erguía como Valentino en el centro del brillante e invisible ruedo de las arenas.
—Bonito lugar, ¿verdad? —dije.
Le hablaba sólo a Jean. Esto es amor, pensé cuando ella afirmó con la cabeza, sacudiendo sus bucles, y contestó:
—Es más lindo que Porthcawl.
Brazell y Skully eran dos matones de pesadilla; cuando Jean y yo comenzamos a subir el acantilado los olvidé. Mirando hacia atrás para ver si habían vuelto a acosar a George o si estaban luchando de nuevo, vi que él había desaparecido tras un montón de rocas, y que ellos estaban al pie del acantilado conversando con Sidney y con las dos muchachas.
—¿Cómo te llamas?
Se lo dije.
—Eso es galés —observó.
—Tienes un nombre hermoso.
—Oh… es tan vulgar.
—¿Te veré otra vez?
—Si quieres…
—¡Sí que quiero! Podemos ir a bañarnos por la mañana. Y podemos tratar de encontrar un huevo de águila. ¿Sabías que hay águilas por aquí?
—No —dijo—. ¿Quién era ese muchacho buen mozo, en la playa; el alto, el de los pantalones sucios?
—No es buen mozo. Es Brazell. Nunca se lava, ni se peina, ni nada. Es un matón y un tramposo.
—A mí me parece buen mozo.
Llegamos a Button’s Field; le mostré el interior de las tiendas y le regalé una de las manzanas de George.
—Me gustaría fumar un cigarrillo —dijo.
Ya era casi oscuro cuando volvieron los otros. Brazell y Skully venían con Gwyneth, uno de cada lado; Sidney estaba con Peggy, y Dan caminaba, silbando, detrás, con las manos en los bolsillos.
—Miren qué pareja —dijo Brazell—. Han estado aquí solos y ni siquiera se cogen de la mano. Tú necesitas una píldora —me dijo.
—Hay que fabricar nenes para Gran Bretaña —dijo Skully.
—¡Anda! —exclamó Gwyneth, y lo separó de un empellón; pero se reía y no dijo nada cuando él le pasó el brazo por la cintura.
—¿Qué les parece un poco de fuego? —preguntó Brazell.
Jean aplaudió como una actriz. Aunque yo sabía que la amaba, no me gustaba nada de lo que hacía o decía.
—¿Quién va a hacerlo?
—Él es el que sabe más; estoy segura —dijo ella señalándome.
Dan y yo juntamos ramitas, y cuando ya estaba totalmente oscuro comenzó a chisporrotear el fuego. Adentro, Brazell y Jean estaban sentados, muy juntos; la dorada cabeza de ella sobre el hombro de él; cerca, Skully le susurraba algo a Gwyneth; Sidney apretaba, con aspecto poco feliz, la mano de Peggy.
—¿Alguna vez viste tipos más repugnantes? —pregunté, observando a Jean, que sonreía en la oscuridad.
—¡Bésame, Charley! —dijo Dan.
Nos sentamos junto al fuego en un rincón del prado. Se oía aún, lejos, el ruido del mar. Escuchamos a algunos pájaros nocturnos, Tu-i tu-u.
—¡Escucha! No me gustan las lechuzas —dijo Dan—. ¡Son capaces de picotearte los ojos! —y trató de no oír las voces suaves de la tienda. La risa de Gwyneth llegó flotando sobre el prado iluminado de pronto por la luna; pero Jean, con la bestia, sonreía silenciosa en la resguardada tibieza; y yo sabía que su manita estaba en la mano de Brazell.
—¡Mujeres! —dije.
Dan escupió en el fuego.
Nos sentíamos viejos y solos, sentados más allá del deseó, en medio de la noche, cuando apareció George como un fantasma delante del fuego y se quedó allí temblando, hasta que le pregunté:
—¿Dónde has estado? Hace horas que no te veíamos. ¿Por qué tiemblas así?
Brazell y Skully asomaron sus cabezas.
—¡Hola, Tosecita, hijo mío! ¿Cómo está tu papá? ¿En qué has andado esta noche?
George Hooping apenas podía sostenerse en pie. Coloqué mi mano sobre su hombro para calmarlo, pero la hizo a un lado.
—¡He estado corriendo por la playa de Rhossilli! ¡La recorrí de punta a punta! ¡Dijeron que no podía, pero pude! ¡He corrido y corrido!
Dentro de la tienda alguien puso un disco en el gramófono. Era una selección de No, no, Nannette.
—¿Has estado corriendo en la oscuridad todo este tiempo, Tosecita?
—¡Y apuesto a que lo hice más rápido que ustedes! —contestó George.
—Seguramente sí —dijo Brazell.
—¿Te crees que nosotros íbamos a correr cinco millas seguidas? —preguntó Skully.
Ahora la melodía era Té para dos.
—¿Alguna vez escucharon algo más extraordinario? ¡Les dije que Tosecita era extraordinario! ¡Tosecita ha estado corriendo toda la noche!
—Tosecita extraordinario, extraordinario, extraordinario, extraordinario —canturrearon los dos.
Reían desde el refugio hacia la oscuridad y parecían un muchacho con dos cabezas. Cuando me volví para mirar otra vez a George, estaba echado de espaldas, profundamente dormido sobre la hierba, con el cabello rozando las llamas.