LA EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Sábado, 15 de julio de 2006. 13.24
El piloto del BA-609 se llamaba Howell Duke, y en sus veintitrés años de experiencia había acumulado dieciocho mil horas de vuelo pilotando todo lo que el hombre había construido y en todas las condiciones posibles. Aguantó preocupado en una ventisca de nieve en Alaska. Soportó genuinamente asustado una tormenta eléctrica sobre Madagascar. Pero nunca jamás había sentido el miedo auténtico y puro, esa sensación fría que te encoge las pelotas y la garganta y te rasca el alma con dedo de hielo.
Hasta hoy.
Volaba en mitad de un cielo completamente despejado, visibilidad plena y exprimiendo hasta el último caballo de potencia de los excelentes motores del avión. Aquel aparato no era el más rápido ni el mejor que había pilotado, pero con mucha diferencia era el más divertido. Podía ir a 510 kilómetros por hora y a la vez quedar clavado en mitad del aire como una nube majestuosa. Todo iba perfecto.
Bajó un segundo la vista para comprobar la altitud, el combustible y la distancia al objetivo. Cuando la volvió a alzar se quedó con la boca abierta. En el horizonte había algo que no estaba ahí un segundo antes.
A primera vista parecía una pared de arena de ciento treinta metros de alto y varios kilómetros de ancho. Dada la escasez de puntos de referencia en el desierto, Duke pensó al principio que estaba completamente quieta. Pero luego se dio cuenta de que se movía, y muy deprisa.
Ya veo el cañón ahí delante. Joder, gracias a Dios que esto no ha pasado hace diez minutos. Debe de ser el simún acerca del que me advirtieron.
Hizo un cálculo rápido. Al menos necesitaría tres minutos para aterrizar el avión, y aquella cosa estaba al menos a cuarenta kilómetros. Tardaría unos veinte minutos en alcanzar el cañón. Apretó el botón de conversión a modo helicóptero y notó la inmediata desaceleración del motor.
Menos mal. Tengo tiempo de bajar el pájaro y empotrar mi culo en el agujero más estrecho que pueda encontrar. Si la mitad de las cosas que se cuentan de esa cosa son ciertas…
Tres minutos y medio después el tren de aterrizaje del BA-609 se posaba en la explanada entre el campamento y la zona de la excavación.
Duke cortó el motor y, por primera vez en toda su carrera, no hizo las comprobaciones de seguridad finales. Se quitó el cinturón de seguridad y bajó del avión como si llevara brasas en los pantalones. Miró a izquierda y derecha y no vio a nadie.
Tengo que avisar a todos. Dentro del cañón no tendrán visibilidad de esa cosa hasta medio minuto antes de tenerla encima.
Corrió hacia la zona de tiendas —aunque aún no había decidido si estar en la tienda era suficientemente seguro— y se encontró con una figura vestida de blanco que caminaba hacia él. Tardó un poco en reconocerle.
—Ah, señor Russell. Veo que ha adoptado las costumbres locales —dijo Duke intentando bromear con voz nerviosa—. Verá, no sabe lo que he visto…
Russell estaba ya a tan sólo seis metros de distancia. En ese momento el piloto se dio cuenta de que llevaba una pistola en la mano y se detuvo.
—¿Señor Russell? ¿Qué sucede?
El ejecutivo no le dirigió la palabra ni le dio ninguna opción. Simplemente apuntó a su pecho y disparó tres veces en rápida sucesión. Llegó a su lado y volvió a disparar, esta vez a la cabeza, otras tres veces.
En una cueva cercana, O. escuchó los disparos y alertó al grupo.
—Hermanos, es la señal. Vamos allá.