CRIPTA DE LAS RELIQUIAS, TRECE DÍAS ANTES

—¿Quieres un poco de hielo para esa mano? —dijo Cirin.

Fowler sacó un pañuelo del bolsillo y se cubrió los nudillos, que sangraban por varios cortes. Esquivando a fray Cesáreo, aún afanado en recomponer el nicho que Fowler acababa de destrozar de un puñetazo, se acercó al jefe de la Santa Alianza.

—¿Qué es lo que quieres de mí, Camilo?

—Quiero que la traigas, Anthony. Si es cierto, si existe, el lugar para el Arca es una cámara acorazada a cincuenta metros por debajo del Vaticano. No es el momento para que ande suelta por el mundo, en manos equivocadas. Ni siquiera para que se conozca su existencia.

Fowler apretó los dientes con una rabia fría, ante la megalomanía de Cirin, o de quienquiera por encima de él —tal vez el Papa en persona— que hubiera decidido el destino del Arca. Lo que le estaba pidiendo iba más allá del compromiso que pesaba sobre su vida como dos losas de piedra. Los riesgos de aquella misión eran incalculables.

—Nosotros la guardaremos —insistió Cirin—. Nosotros sabemos esperar.

Fowler asintió.

Iría a Jordania.

Pero él también era capaz de tomar sus propias decisiones.