LA EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Jueves, 20 de julio de 2006. 06.49
Fowler se llevó la mano a la frente. Estaba sangrando. La explosión del tanque de gasolina le había arrojado al suelo y se había golpeado contra algo. Intentó dar un paso hacia el campamento, con el teléfono móvil aún en la mano. En medio de la bruma de su visión y de un humo espeso, vio como dos de los soldados se acercaban a él con las armas preparadas.
—Has sido tú, ¡hijo de puta!
—Mira, aún lleva el móvil en la mano.
—Es lo que usaste para activarlas, ¿eh, cabrón?
Una culata lo golpeó en la cabeza. Cayó al suelo pero no sintió las patadas ni cómo se le rompieron tres costillas. Perdió el sentido mucho antes.
—Es ridículo —gritó Russell, que se había unido al grupo que rodeaba el cuerpo inconsciente del padre Fowler. Dekker, Torres, Alryk y Jackson por parte de los soldados; Eichberg, Hanley y Pappas del personal civil.
Con la ayuda de Harel, Andrea intentaba a su vez ponerse de pie y acercarse al círculo de caras amenazadoras y tiznadas de humo negro.
—No es ridículo, señor —dijo Dekker, arrojando el teléfono satélite de Fowler al suelo—. Llevaba esto encima cuando lo encontramos junto al depósito de gasolina. Gracias al escáner sabemos que hizo una llamada breve esta madrugada, y ya sospechábamos de él.
En lugar de acudir todos a desayunar nos escondimos y tomamos posiciones para vigilarle. En qué hora.
—Sólo es… —empezó a decir Andrea, pero Harel le tiró muy fuerte del brazo.
—Cállate. Así no le ayudarás —le susurró.
Exacto. ¿Qué voy a decir, que es el teléfono secreto con el que se comunicaba con su contacto de la CIA? No es la mejor de las defensas, idiota.
—Es un teléfono. Algo ciertamente prohibido en la expedición, pero no es suficiente para acusar a este hombre —dijo Russell.
—Tal vez por sí solo no, señor. Pero mire lo que hemos encontrado en su maletín.
Jackson arrojó el maletín despanzurrado al suelo. Lo habían vaciado y levantado el forro del fondo. Pegado a la base había un compartimento que almacenaba pequeñas barritas de algo que a Andrea le pareció mazapán.
—Es C4, señor Russell —siguió Dekker.
Aquella revelación los dejó a todos sin aliento un instante. Y entonces Alryk comenzó a chillar y desenfundó su pistola, acercándose a Fowler.
—Ese cerdo mató a mi hermano. Déjeme meterle una bala en la suya puta cabeza —dijo el enorme teutón, que parecía fuera de sí.
—Ya he oído suficiente —dijo una voz suave y autoritaria.
El círculo se abrió, y Raymond Kayn se acercó al cuerpo inconsciente del sacerdote. Se inclinó sobre él, las manos a la espalda, una figura de negro y la otra de blanco.
—Alcanzo a entrever las razones que llevaron a este hombre a hacer lo que hizo. Pero esta empresa se ha demorado mucho, y no se verá retrasada nunca más. Pappas, regrese al trabajo y derribe ese muro.
—Me niego a hacerlo, señor Kayn, sin saber lo que está sucediendo aquí —respondió el arqueólogo.
Brian Hanley y Tommy Eichberg se cruzaron de brazos y se colocaron al lado de Pappas. Pero Kayn apenas les dedicó una segunda mirada.
—¿Señor Dekker?
—¿Señor? —dijo el enorme sudafricano.
—Por favor, imponga un poco de disciplina. El tiempo de las contemplaciones terminó.
—Jackson —dijo Dekker, haciendo una seña.
La mercenaria levantó su M4 y encañonó a los tres disidentes.
—Esto tiene que ser una broma —rezongó Eichberg, cuya gruesa y colorada nariz estaba a pocos centímetros del cañón de la metralleta de Jackson.
—No lo es, bonitos. Caminad u os hago un culo nuevo —dijo Jackson, amartillando el arma con sonido metálico y amenazador.
Ignorando a los que se acababan de marchar, Kayn se dirigió hacia Doc y Andrea.
—En cuanto a ustedes, señoritas, ha sido un placer contar con sus servicios. El señor Dekker garantizará su traslado con total seguridad a la Behemot.
—¿Qué dice? —aulló Andrea, que pese a sus dificultades para oír había entendido muy bien la primera frase—. ¡Maldito hijo de puta! Ellos van a sacar el Arca en unas horas, joder. Déjeme quedarme hasta mañana. Me lo debe.
—¿Acaso le debe algo el pescador a su gusano? Llévensela. Ah, y asegúrense de que se van con lo puesto. No la dejen llevarse el disco duro con las fotos que ha hecho aquí.
Dekker llamó aparte a Alryk y le habló en voz baja.
—Llévalas tú.
—Y una mierda. Quiero quedarme para tratar con lo cura. Acaba de matar a mi hermano —dijo el alemán, con la mirada perdida y los ojos inyectados en sangre.
—Estará vivo cuando regreses. Haz lo que te ordeno. Torres te lo mantendrá calentito.
—Joder, coronel. Hay al menos tres horas de ida y tres de vuelta hasta Aqaba, a velocidad total con el coche. Si Torres le pone la mano encima, cuando yo llegue no quedará nada de él.
—Créeme, Gottlieb. Estarás de vuelta en una hora.
—¿A qué se refiere, señor?
Dekker le miró fijamente, molesto por lo obtuso del cerebro de subordinado. Le fastidiaba tener que explicarse demasiado.
—Zarzaparrilla, Gottlieb. Y hazlo rápido.